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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Intriga, Policíaco

La edad de la duda (3 page)

BOOK: La edad de la duda
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—Los albañiles vendrán mañana por la mañana a reparar el tejado. Después vendrán también las mujeres de la limpieza. He mirado los papeles que había encima de su mesa. Están para la basura.

—Pues tíralos.


Dottore
, pero ¿cómo nos las arreglaremos después?

—¿Para qué?

—Son documentos a los que había que dar respuesta, pero ahora ya no sabemos cuáles eran las preguntas.

—¿Y a ti qué más te da?

—A mí, nada. Pero ¿qué va a contarle usted al jefe superior cuando empiece a preguntarle por qué no tramita los expedientes?

Era verdad.

—Oye, ¿han quedado expedientes intactos?

—Sí, señor.

—¿Cuántos?

—Unos treinta.

—Cógelos, ponlos debajo de un grifo y deja correr el agua un par de horas.

—¡
Dottore
, pero se estropearán!

—Eso es lo que quiero. Cuando estén bien empapados, los colocas junto con los ya inservibles. Y sobre todo, no los tires; los necesitamos como prueba de los daños que hemos sufrido. No debemos desaprovechar esta ocasión.

—Pero…

—Espera; no he acabado. Después coges una silla, te subes y echas veinte cubos de agua encima del archivador, pero sin abrirlo.

—¿De manera que dé la impresión de que el agua ha caído del techo?

—Exacto.


Dottore
, el archivador es de hierro. No entra ni una gota.

Montalbano pareció desilusionado.

—¡Qué le vamos a hacer! Olvidemos el archivador.

Fazio lo miró con cara de lelo.

—¿Me explica la razón de todo esto?

—Pero, hombre, está claro: antes de que consigan averiguar qué expedientes han quedado destruidos y los instruyan de nuevo, pasará, tirando por lo bajo, un mes. ¿No te parece una suerte estar un mes sin estampar firmas en documentos tan atrasados como inútiles?

—Si usía lo dice… —repuso Fazio, saliendo.

—Catarè, llama al
dottor
Lattes.

Le contaría que tenían que desplazarse en bote por la comisaría y que todos los papeles habían quedado ilegibles. Y aprovecharía para exponerle también una duda: un aguacero semejante, ¿no sería la señal de un inminente diluvio universal? Al oír sus palabras, a un burócrata y beato como Lattes igual le daba un síncope.

• • •


Dottori
, disculpe, pero ¿es posible que alguien se llame de apellido Maricca?

—Hombre, no creo.

—Pues hay un
tiniente
de Capitanía al teléfono que dice que se llama exactamente así, Maricca. A lo mejor es extranjero.

—¿Por qué?

—Porque igual en el extranjero no comprenden el significado de esa palabrota,
dottori.

—Tranquilo, Catarè. El teniente se llama Matticca, con doble te.

—¡Virgen santísima, qué preocupación que me quita de encima!

—¿Por qué te preocupaba?

—Me daba
virgüenza
llamar marica a un
tiniente.

—Pásamelo.

—¿Comisario Montalbano? Soy Matticca.

—Dígame, teniente.

—Tenemos un problema: el muerto.

Dicen que en muchos casos la muerte es una liberación. Para quien muere, naturalmente, porque para quien sigue vivo casi siempre es una complicación de cojones.

—Explíquese.

—El doctor Raccuglia nos ha aconsejado vivamente que le pidamos que se acerque hasta aquí.

Raccuglia era el médico de los servicios portuarios, una persona seria y apreciada. Además, al comisario le caía bien. Lo cual era un motivo para acceder a la petición del teniente.

—De acuerdo, ahora voy.

• • •

Nada más salir advirtió que el cielo estaba absolutamente sereno; sólo los charcos de agua reluciente que constelaban la calle atestiguaban lo sucedido unas horas antes. El sol empezaba a ponerse, pero era suficiente para dar calor. «Ahora resulta que estamos como en una isla tropical —pensó el comisario—, donde en un mismo día llueve y deja de llover sin solución de continuidad. Con la diferencia de que en esos sitios, a juzgar por lo que se ve en las películas americanas, comen, viven y se ponen el mundo por montera, mientras que aquí comemos lo que nos permite el médico, vivimos lo que nos permite el hígado y siempre hay alguien que nos toca los cojones. ¡Y no es poca diferencia!»

• • •

La barca era un velero bastante grande y elegante; había atracado en el embarcadero central. Llevaba bandera, cómo no, panameña. Al pie de la escalerilla lo esperaban un teniente de la Marina, que resultó ser Matticca, y el doctor Raccuglia.

A poca distancia, un marinero de Capitanía montaba guardia junto a un bote hinchable que descansaba en tierra firme.

A bordo del velero no se veía a nadie. La propietaria y la tripulación debían de estar bajo la cubierta.

—¿Qué ocurre, doctor?

—He tenido que molestarlo antes de que llegue la ambulancia que trasladará el cadáver a Montelusa para practicar la autopsia. Querría que usted lo viese.

—¿Por qué?

—Porque el cadáver presenta…

—Doctor, no me he explicado bien. ¿Por qué cree que el caso es de mi competencia? El cuerpo no ha sido encontrado en aguas…

El teniente lo interrumpió:

—El bote con el cadáver ha sido interceptado prácticamente en la bocana del puerto, no en aguas extraterritoriales.

—¡Ah! —Montalbano había intentado librarse de la investigación y le había salido mal la jugada, pero aún podía tratar de alejar el amargo cáliz… ¡Joder con las frases hechas!—. Pero es posible que el bote, arrastrado por las corrientes, muy fuertes dadas las condiciones del…

Matticca sonrió ante esa última y penosa tentativa.

—Comisario, es una faena, lo entiendo, pero no cabe duda de que el bote, precisamente a causa de esas corrientes, apenas había salido de este puerto —replicó, recalcando la palabra «este»—, ¿me explico?

Montalbano izó la bandera blanca.

—Bien, veamos. ¿Dónde está?

—Sígame —contestó el teniente—. Por aquí.

• • •

En la cubierta no había ni un alma. Bajaron a la sala común. El cadáver estaba encima de la mesa, situada en el centro y cubierta con un hule.

Montalbano se lo había imaginado distinto, pero se encontró delante de un tío cuarentón y musculoso, completamente desnudo. Dejando aparte la cara, la parte frontal del cuerpo no presentaba heridas ni cicatrices. La cara, en cambio, había sido reducida a un amasijo de huesos y carne irreconocible.

—¿Lo han desnudado o estaba…?

—Me han dicho que ya estaba así en la zódiac, desnudo —respondió Matticca.

—¿En la espalda tampoco…?

—Ningún indicio de herida.

En el aire flotaba un olor dulzón. No era un muerto reciente. El comisario se disponía a hacer una pregunta cuando por una puerta apareció una mujer, vestida con un mono manchado de grasa y limpiándose las manos con un trozo de tela ya sucio.

—¿Cuánto tiempo van a tenerlo todavía aquí? —preguntó con malos modos.

Abrió la puerta de uno de los dos camarotes a los que se accedía desde la sala común, entró y cerró.

Inmediatamente después llegó un hombre de unos cincuenta años, enjuto y quemado por el sol, con perilla, vestido con unos pantalones de un blanco inmaculado y sin una arruga, una chaqueta azul con botones plateados y, en la cabeza, una especie de gorra militar.

—Buenas tardes, soy el capitán Sperli —se presentó a Montalbano.

Era evidente que ya había hablado con los demás. Por su acento, seguro que era genovés.

—¿Tienen a una mujer de mecánico? —preguntó el comisario.

El capitán soltó una risita.

—No; ésa es la propietaria. El motor auxiliar no funciona bien y por eso hemos llegado con tanto retraso; la señora ha querido revisarlo personalmente.

—¿Y entiende de esas cosas?

—Entiende, entiende —respondió Sperli. Y bajando la voz añadió—: Más que el propio mecánico.

En ese momento oyeron una voz en la cubierta:

—¿Hay alguien?

—Ya voy —dijo el capitán.

Al cabo de un momento bajaron dos hombres con bata blanca, cogieron el hule con el cadáver dentro y se lo llevaron.

—En su opinión, doctor, ¿cuánto tiempo…?

La pregunta de Montalbano fue interrumpida por la reaparición del capitán. Lo seguía un marinero con un jersey de lana negro con la inscripción «Vanna». Llevaba una botella de alcohol y un paño. Limpió la superficie de la mesa y a continuación puso un mantel blanco que sacó de una taquilla.

—Siéntense. ¿Quieren tomar algo? —preguntó Sperli.

Nadie rechazó la invitación.

—En su opinión, doctor, ¿cuánto tiempo…? —empezó de nuevo el comisario, después de haber probado un whisky que no conocía y que le pareció el mejor que había bebido en su vida.

La puerta del camarote volvió a abrirse y reapareció la mujer. Se había cambiado; ahora llevaba vaqueros y una blusa. No lucía ninguna joya. Era alta, morena, atractiva, elegante, de unos cincuenta años, pero con el cuerpo de una mujer de cuarenta. Se acercó a la taquilla, cogió un vaso y se lo tendió sin decir palabra al capitán, quien se lo llenó de whisky casi hasta el borde. Sin sentarse, se lo llevó a los labios y se bebió la mitad de un trago. Luego se secó la boca con el dorso de la mano y le dijo al capitán:

—Sperli, mañana por la mañana nos vamos de aquí. Así que prepare…

—Un momento —intervino Montalbano. La mujer lo miró como si acabara de percatarse de su presencia. Y en vez de hablar directamente con él, se dirigió al capitán:

—¿Quién es?

—El comisario Montalbano.

—¿Comisario de qué?

—De policía —respondió Sperli un tanto incómodo.

La mujer, tras haberlo examinado, se dignó preguntarle directamente:

—¿Qué quería decir?

—Que dudo mucho que mañana por la mañana pueda salir del puerto.

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque habrá que hacer indagaciones sobre el muerto. Tendrán que declarar ante el magistrado y…

—¿Qué le había dicho, Sperli? —lo interrumpió la mujer.

—Vale, vale, dejemos eso ahora —repuso el capitán.

—Oiga, señora, dígame a mí lo que le dijo —pidió Montalbano.

—Simplemente le he aconsejado que nos olvidáramos del bote, que no rescatáramos el cuerpo porque seguramente nos ocasionaría complicaciones, pero él…

—Yo soy un hombre de mar —se justificó el capitán.

—Mire, señora… —empezó el teniente.

—No necesito mirar nada —lo cortó ella, nerviosa—. Comisario —añadió, dejando el vaso vacío encima de la mesa—, ¿hasta cuándo cree usted que estaremos retenidos?

—En la hipótesis más favorable, no menos de una semana.

—¡Me volveré loca! ¿Qué voy a hacer una semana en este agujero?

Aquella mujer, pese a la bastedad que quería demostrar con sus palabras y su actitud, no conseguía resultarle antipática a Montalbano.

—Puede ir a ver los templos de Montelusa —sugirió, en parte en serio y en parte para tomarle el pelo.

—¿Y luego?

—Al museo.

—¿Y luego?

—No lo sé; visitar algún pueblo de los alrededores. Fiacca, por ejemplo, donde hacen una pizza llamada
tabisca
que…

—Necesitaré un coche.

—¿No tiene el de su sobrina?

Ella lo miró sorprendida.

—¿Qué sobrina?

Capítulo 3

«Quizá tenga más de una», pensó el comisario.

—Su sobrina Vanna.

La mujer lo miró como si desvariara.

—¡¿Vanna?!

—Sí, una joven de unos treinta años, con gafas, pelo negro, que vive en Palermo y se apellida… espere, sí, ya me acuerdo: Digiulio.

—Ah, sí. Se ha marchado.

Montalbano advirtió que, antes de responder, había cruzado una rápida mirada con el capitán. Comprendió que en ese momento no era oportuno insistir en el asunto.

—Podría alquilar un coche con o sin chófer —sugirió el doctor Raccuglia.

—Ya veremos —dijo ella—. Discúlpenme —añadió, antes de retirarse de nuevo a su camarote.

—Menudo carácter —comentó el teniente.

El capitán Sperli alzó los ojos al techo, como para expresar cuánto tenía que soportar, y abrió los brazos.

—Creo que usted quería preguntarme algo —le dijo el doctor a Montalbano.

—Ya no tiene importancia.

Tenía otra cosa en que pensar.

• • •

Cuando subieron a cubierta, el comisario reparó en que al lado del velero había atracado un yate enorme, prácticamente igual que uno que había visto en una película de James Bond. Y, cómo no, llevaba bandera de Panamá.

—¿Ha llegado ahora? —le preguntó al teniente.

—No; esta embarcación lleva cinco días en el puerto. Habrá estado probando los motores. No funcionaban bien y llamaron a un técnico de Ámsterdam.

Desde el embarcadero, el comisario pudo leer el nombre del barco:
As de corazones.
El doctor Raccuglia se despidió y se alejó hacia su coche.

—Quisiera hacerle una pregunta —dijo el teniente.

—Adelante.

—¿Por qué se interesaba tanto por el
Vanna
antes de que nos comunicaran que habían encontrado la zódiac con el muerto?

Inteligente pregunta, digna de un policía, que por un momento puso en dificultades al comisario. Decidió contarle de la misa la mitad.

—Esa sobrina a la que he aludido, esa que, como ha dicho la señora, se ha marchado enseguida, se había dirigido a la comisaría porque…

—Ya, ahora lo entiendo —dijo Matticca.

—Creo que no tardaré mucho en venir a verlo de nuevo —repuso Montalbano.

—Estoy a su disposición.

Se dieron la mano.

• • •

Siguió al coche del teniente a cierta distancia, esperó a que aparcara, bajara y entrara en Capitanía, dejó pasar cinco minutos, y entonces lo imitó.

—¿Qué desea? —le preguntó el marino de guardia.

—Una información sobre los llamamientos a filas.

—La primera puerta a la derecha.

Detrás de una ventanilla estaba sentado un viejo suboficial con una revista de pasatiempos.

—Buenas tardes. Soy el comisario Montalbano.

—Usted dirá.

—¿Esta mañana estaba usted aquí de servicio?

—Sí.

—¿Se acuerda de una joven de unos treinta años, con gafas, que ha venido a preguntarle si tenía noticias de un velero, el
Vanna
, que…?

—Un momento —lo interrumpió el suboficial—. Me acuerdo perfectamente de la joven, pero no me ha preguntado por ningún velero.

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