Read La Espada de Disformidad Online

Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (27 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
7.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Ves? Casi del tamaño de un puño. Como he dicho, muy grave.

A Malus lo recorrió un estremecimiento.

—Tengo... frío...

—Claro —replicó la figura, que dejó caer el trozo de carne al suelo—. Era de esperar, pero se trata de un bajo precio que pagar a cambio de la salud, ¿no crees?

La figura volvió a alzar el cuchillo, pero esta vez la mano ensangrentada tiró de su propio ropón y, con un giro de muñeca, lo apartó a un lado para dejar a la vista sus desnudas costillas lustrosas manchadas de negra corrupción. Faltaban casi todos los órganos internos, salvo un arrugado saco de carne que palpitaba cerca del esternón.

—Ya casi he acabado —dijo la figura. Mientras hablaba, se llevó el cuchillo a la cavidad del pecho y cortó aquel marchito resto supurante—. La herida es dolorosa, pero cicatrizará, y entonces tú y yo seremos más fuertes que nunca.

Malus intentó moverse, pero las ataduras lo sujetaban con firmeza. Chilló y maldijo a la figura que se inclinaba para meter el tejido corrupto dentro de la herida abierta del costado del noble. De inmediato sintió cómo la carne invasora se retorcía y reptaba en su interior y, peor aún, sintió que sus órganos se hinchaban y ascendían para encontrarse con ella.

La cabeza encapuchada se dio la vuelta y se le acercó lo bastante para que pudiera ver la cara oculta en el interior. Era su propio rostro, pálido y perfecto, desprovisto de toda contaminación demoníaca. Sólo los ojos, globos negros como esquirlas de la mismísima Oscuridad Exterior, sugerían la profundidad de la corrupción que hervía en su interior.

Tz'arkan sonrió y dejó a la vista unos puntiagudos colmillos de obsidiana.

—Serás un hombre nuevo antes de darte cuenta —dijo el demonio, con una horripilante risa entre dientes.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Sujetadlo bien!

Malus despertó con un grito y luchando contra cuatro druchii que lo sujetaban contra la losa de piedra. Arleth Vann estaba inclinado sobre él, le presionaba la frente fría y húmeda con una mano y le metía el gollete de un pequeño frasco entre los labios.

—Bebe —dijo con voz dura e inflexible.

El sabor a cobre quemado inundó la boca de Malus. Sufrió una arcada e intentó escupir la
hushalta
, pero el asesino maldijo con ferocidad y le tapó la boca. Mientras miraba coléricamente a su guardia, se tragó la droga a regañadientes y se obligó a relajarse.

Arleth Vann estudió de cerca los ojos de Malus durante un momento, y asintió con satisfacción.

—Muy bien. Podéis soltarlo —les dijo a los druchii. Los leales se retiraron y miraron a Malus con ojos atemorizados mientras regresaban a sus puestos de vigilancia, situados al otro lado de la entrada de la cripta de los enanos.

Malus alzó una mano temblorosa y se tocó el costado. La herida le dolía terriblemente. Se abrió el ropón mugriento, y al mirarse las costillas descubrió que se había formado una costra sobre el tajo, que ya comenzaba a encogerse. Sin embargo, los cardenales negros que le conferían el aspecto de un cadáver de una semana seguían allí. Aún le escocía en la boca el amargo sabor a cobre, y las articulaciones le crujían como cuero viejo.

—Agua —pidió con voz ronca.

El guardia alzó una botella de cuero hasta los labios del noble y Malus bebió ansiosamente el agua que contenía. Era tibia y salobre, pero la saboreó como si fuera vino. Cuando la ardiente sed se apagó un poco, posó una mirada feroz en el asesino de severo rostro.

—Has estado dragándome —dijo con voz ronca.

—De no haberlo hecho, habrías muerto, tanto si eres el Azote como si no —replicó Arleth Vann.

Malus inspiró someramente, y sus ojos se entrecerraron mientras evaluaba la extensión de la herida.

—¿Durante cuánto tiempo me has mantenido sin conocimiento?

—Tres días.

—¡Madre de la Noche! —exclamó Malus aferrando al guardia por el ropón—. ¿Tienes alguna idea de lo que has hecho? ¡Durante todo este tiempo, Rhulan ha estado esperando en el exterior de la muralla! ¡Podrías habernos condenado a todos!

—Rhulan no está ante la muralla —replicó el asesino—. De hecho, ni siquiera puedo afirmar que continúe dentro de la ciudad.

El enojo del noble se desvaneció.

—¿No ha reunido a los guerreros del templo?

Arleth Vann se encogió de hombros.

—Si lo intentó, es evidente que no lo escucharon —respondió con tono grave—. A la noche siguiente de nuestra llegada a la cripta salí a través de la casa de Curvan Thel con la esperanza de encontrar comida y otras cosas —explicó—. La ciudad se ha vuelto loca. En las calles había tumultos sangrientos, y una gran parte de los edificios estaban en llamas. Por lo que he podido discernir, los guerreros del templo están acorralados en grupos dispersos por toda Har Ganeth, aislados unos de otros por la turba enfurecida. Desde luego, nadie está dirigiendo el intento de reagruparse y llegar al templo.

Malus apartó lentamente la mano de Arleth Vann y, dolorido, se obligó a levantarse. El dolor le dio algo en lo que concentrarse, aparte de la creciente ola de consternación que le inundaba el cerebro.

—Así que Rhulan y Mereia han chocado con los disturbios —dedujo.

—Es posible. Hay cuerpos por todas partes —replicó el asesino—. O podrían encontrarse atrapados con uno de los destacamentos de guerra aislados y no logran hallar un modo de comunicarse con el resto.

El noble miró a su guardia con expresión pensativa.

—Tú no crees que sea así, ¿verdad? —preguntó.

Arleth Vann midió cuidadosamente la réplica.

—Si no está muerto, creo que ha huido de la ciudad —respondió, con un suspiro—. Tal vez le falló el valor. ¿Quién sabe? Ya lo oíste en las criptas. Pensaba que Urial no podía ser derrotado.

—¡Condenación! —maldijo Malus—. Pensaba que al menos Mereia estaría hecha de una madera más dura. Necesitamos esa distracción para que nos ayude a llegar hasta Urial.

El asesino se incorporó y dejó la botella de agua en una mesa cercana.

—En un sentido, los guerreros del templo podrían estar haciéndonos un mejor servicio dentro de la ciudad del que nos harían si estuvieran ante las puertas del templo —dijo—. Mientras continúe la lucha, Urial tendrá que dividir sus fuerzas entre la fortaleza y los disturbios de las calles. No se atreve a reducir la presión y permitir que los destacamentos de guerreros se unan.

Malus consideró lo que acababa de decirle.

—¿Con qué facilidad puedes moverte por las catacumbas?

—Puedo ir y venir a mi antojo, siempre que tenga cuidado —respondió el asesino—. La red de túneles es demasiado vasta y compleja para poder patrullarla de modo efectivo. Aún se oye a las bestias de Urial deambular por las criptas, pero la verdad es que son malas rastreadoras. Siempre que uno sea paciente y silencioso, se las puede esquivar.

—Muy bien —dijo el noble con un suspiro. De pronto se sintió completamente agotado, como si el mero esfuerzo hecho para sentarse le hubiera consumido hasta la última pizca de energía—. ¿Cuántos quedan de los nuestros?

—Ocho, si nos contamos a ti y a mí —informó Arleth Vann—. Después de la huida de la cripta, logré descubrir dónde se ocultaban seis de los voluntarios y los conduje aquí abajo, uno por uno. Sólo Khaine sabe qué sucedió con los otros dos.

El noble asintió con la cabeza. Comenzaban a pesarle los párpados, y se dio cuenta de que era culpa de la maldita hushalta.

—Hay que pasar a la acción —masculló—. No tenemos tiempo que perder. Averigua dónde se oculta Urial..., cómo lo protegen...

Arleth Vann respondió algo, pero su voz pareció desvanecerse en la distancia a medida que la droga curativa hacía su efecto.

Cuando volvió a despertar, Arleth Vann se había marchado.

Malus estaba hambriento, y lo interpretó como una buena señal. El noble permaneció tumbado sobre la losa de piedra de la tumba de los enanos durante varios largos minutos, mientras evaluaba la rigidez de las extremidades y el grado de dolor del pecho. Finalmente, se armó de resolución y bajó las piernas por el borde de la mesa.

Las rodillas estuvieron a punto de aflojársele cuando se puso de pie en el suelo de piedra. Los guardias de la puerta se movieron al ver que Malus se aferraba al borde de la mesa.

—Estoy bien —dijo, y con un gesto les indicó que volvieran a sus puestos. La verdad es que se sentía cualquier cosa menos bien.

Recorrió la sala con la mirada. Varias pequeñas lámparas de aceite ardían en tres de las largas mesas laterales, y la botella de agua del asesino continuaba donde la había dejado. La puerta opuesta a la entrada estaba abierta, y creyó oír ruidos débiles que resonaban al otro lado.

Cogió la botella de agua y bebió varios sorbos, aunque hizo muecas ante el desagradable sabor.

—¿Qué hora es? —les preguntó a los centinelas.

Los leales se miraron unos a otros y se encogieron de hombros.

—Es de noche, creo —dijo uno de ellos—. Ya no sé qué hora es.

Malus asintió pensativamente con la cabeza. Luego, con los dientes apretados a causa del esfuerzo, avanzó hacia la puerta abierta.

Al otro lado de la entrada se encontró en una larga cámara irregular que se extendía hacia la derecha. Era una extraña mezcla de columnas de talla cuadrada y paredes rectas que conectaban pequeños nichos redondos que habían sido cuidadosamente labrados para que parecieran cavernas naturales. En cada nicho, el suelo se elevaba para formar una tumba rectangular, ancha y baja, que tenía grabadas runas enanas y estaba recubierta de mágicos sigilos arcanos que destellaban a la luz de las lámparas. No había adornos dorados ni gemas preciosas, ningún objeto mortuorio ni esclavos momificados, pero la enorme extensión y maestría de las tumbas era asombrosa. Las cavernas y los pasillos que las conectaban habían sido tallados en la roca viva, y las criptas construidas con destreza sobresaliente.

Malus vio que las cuatro tumbas que tenía más cerca estaban abiertas. Cojeó lentamente hasta la más próxima y reparó en el nombre inscrito en druchast a los pies del ataúd de piedra: «THOGRUN MANOMARTILLO, MAESTRO CANTERO», decía. Dentro del ataúd yacía un enano ancho de hombros, ataviado con el sencillo ropón de lana de los esclavos. Tenía la espesa barba roja tiesa como el alambre y la piel del color del granito. Sólo los más leves signos de corrupción se apreciaban en torno a los párpados cosidos y la nariz del maestro cantero. Era como si lo hubieran metido en el ataúd apenas unos días antes. Los bordes del tajo abierto que había seccionado la garganta del enano apenas comenzaban a marchitarse. Un auténtico palio de brujería flotaba sobre el cuerpo y lo encerraba en un apretado tejido de energía mágica.

Desde el otro lado de la sala le llegaron más ecos: raspar de piedra, murmullos, débiles maldiciones cansadas. Con el entrecejo fruncido, el noble buscó el origen del ruido.

La sala se curvaba ligeramente hacia la derecha, siguiendo una lógica que tal vez sólo un enano podía apreciar. Malus pasó ante otras nueve criptas antes de que las paredes de la habitación se estrecharan para formar una entrada baja que conectaba con otra cámara. Dos leales que trabajaban ante ella cargaban pesadas losas rectangulares de piedra para colocarlas de modo que formaran una especie de parapeto defensivo orientado en la dirección por la que había llegado Malus. Al acercarse el noble, alzaron la mirada y dejaron de trabajar para enjugarse la cara con trapos mugrientos.

Malus examinó la obra y asintió apreciativamente, no sin reparar en que las losas de piedra eran las gruesas tapas usadas para sellar las tumbas de los enanos.

—Veo que mi guardia ha mantenido a todo el mundo ocupado —comentó.

Uno de los druchii asintió con la cabeza.

—Esta es la última, mi temido señor —dijo, un poco corto de aliento—. Hay otras como ésta que llegan hasta la cámara principal. No teníamos mucho que hacer, porque este lugar ya está construido prácticamente como una fortaleza. Un puñado de guerreros podría contener a un ejército, aquí abajo, si quisieran.

Malus observó las toscas fortificaciones y no pudo disentir. Con múltiples bastiones bien protegidos tras los cuales retirarse, podían causar enormes estragos entre los fanáticos de Urial, si los descubrían. El monstruo engendrado por el Caos que era su medio hermano, sin embargo, era otra cosa, pero no le pareció prudente señalarlo.

—¿Dónde está nuestro campamento? —preguntó.

El leal hizo un gesto por encima del hombro.

—Cinco cámaras más atrás, mi señor —dijo—. Justo fuera de la cámara principal. Hay algo de comida y agua, si tienes hambre. Tu guardia trajo provisiones hace un par de días.

Malus volvió a asentir con la cabeza y pasó con cuidado por encima de las barreras defensivas.

—Con un poco de suerte, no tendremos que ponerlas a prueba —comentó—. Pero continuad de todos modos.

Los druchii volvieron al trabajo, y el noble desapareció en la cámara adyacente.

La cripta serpenteaba de aquí para allá como el rastro de una serpiente por el interior de la colina. Cada cámara mortuoria era ligeramente curva y se alejaba en diagonal de la anterior. Tal vez se trataba de una técnica que permitía que un número tan elevado de tumbas cupieran en los confines de piedra de la zona, pero Malus sospechaba que había un propósito ritual en aquel trazado, como si las líneas curvas de las cámaras formaran un sigilo o runa sagrada tallada en la roca imperecedera. En cada entrada, los druchii habían alzado defensas con las tapas de los ataúdes halladas en las inmediaciones. En cada cámara ardían una o dos lámparas de aceite que proporcionaban la luz suficiente para recorrerlas.

Para cuando atravesó la segunda cámara mortuoria, los sonidos de los que trabajaban detrás de él quedaron ahogados por los muros de piedra, y Malus quedó envuelto en un fúnebre silencio. Durante breves instantes se sintió realmente solo mientras iba de una sombra a otra como un fantasma en medio de las tumbas rotas, y, de algún modo, esto lo tranquilizó.

—¿Has tenido sueños agradables? —susurró el demonio dentro de su cabeza.

Malus se detuvo en la entrada de la cámara siguiente. ¿Era la cuarta o la quinta? No había llevado la cuenta.

—Soñé con meterte en un orinal y arrojarte a las profundidades del mar —gruñó.

Tz'arkan rió entre dientes.

—Sueños de venganza y rencor. No debería haber esperado menos. —El demonio se desenroscó dentro del pecho del noble—. ¿Qué tal la herida? ¿Te estás curando bien, pequeño druchii?

BOOK: La Espada de Disformidad
7.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

After Anna by Alex Lake
The Time Traveler's Almanac by Jeff Vandermeer
Intuition by J Meyers
Secrets Behind Those Eyes by S.M. Donaldson