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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (12 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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El noble alzó la mirada hacia el cielo gris que lloraba y frunció el ceño.

—Llega tarde —murmuró.

—Probablemente esté ofreciéndole sacrificios a Khaine para que cese la lluvia —replicó la fanática, con voz queda. Según había sabido Malus esa mañana, se llamaba Sariya. Era muy joven, hija de una familia noble de Karond Kar—. Que el Señor del Asesinato no permita que sus sirvientes elegidos se mojen los pies cuando caminan por la calle.

Malus sonrió ante la cáustica lengua de la muchacha. Los fanáticos estaban reunidos en la periferia de la multitud, en espera de las instrucciones del noble. Les había dicho que no sabría qué tendrían que hacer hasta casi el último minuto. Simplemente, había demasiados factores desconocidos: ¿Qué tamaño tendría la escolta del anciano? ¿Se detendría a hablar con la multitud, o marcharía directamente hacia el templo? ¿Cómo sería de estrecho el círculo de guardias que lo rodearía? Mientras no viera de primera mano con qué se enfrentaba, no tendría ni idea de cómo reaccionar.

Malus acariciaba las empuñaduras de un par de pesados cuchillos arrojadizos que ocultaba bajo la empapada capa. Poco antes del amanecer, había decidido finalmente cuál sería el objetivo de las armas.

—Lo más probable es que la escolta estorbe su avance —murmuró el noble, con tono malhumorado—. Un contingente numeroso tiene dificultades para organizarse y moverse con rapidez por estas estrechas calles. —Observó con detenimiento a los druchii reunidos en busca de una reacción adversa—. O eso, o están esperando noticias de sus informadores para saber si pueden atravesar la plaza sin peligro.

Sariya le lanzó a Malus una mirada de soslayo.

—Vaya, santo, eres una fuente de alegres noticias.

—La fe verdadera no es fácil —replicó el noble, con una sonrisa torcida—, pero es realista.

Se volvió hacia Arleth Vann, y se contuvo justo antes de preguntarle al antiguo asesino si había visto algo. El druchii estaba mirando hacia otra parte en ese momento y no vio la expresión sobresaltada de Malus. La chanza de Sariya había estado a punto de hacer que olvidara quién era. «Ya no es un guardia de mi propiedad», pensó el noble, enojado, y apartó rápidamente los ojos.

El ruido de pies acorazados llegó desde el este a la plaza barrida por la lluvia. Las cabezas se volvieron. Malus se puso de puntillas para mirar por encima de la multitud y vio a los verdugos que marchaban de cuatro en fondo. Sus armaduras lacadas brillaban, mojadas, en la débil luz. Llevaban los
draichs
desenvainados y sujetos ante sí como un afilado seto de acero. Sus rostros eran severos y sus oscuros ojos estaban fijos en la muchedumbre como si la contemplaran desde el otro lado de un campo de batalla. Malus no prestó ninguna atención a los verdugos y aguzó el oído para calcular el número de pies que marchaban y resonaban sobre el empedrado. Reprimió un gruñido. Parecía que llegaba toda una compañía de espadachines, posiblemente doscientos. El templo quería hacerle llegar un mensaje muy claro a la gente de la ciudad.

—¡Condenación! —murmuró Malus, mientras consideraba las opciones. No había muchas entre las que escoger. Desde donde estaba, daba la impresión de que los guerreros armados marchaban directamente hacia la multitud reunida, evidentemente con la intención de formar un cordón protector para el anciano entre el público y el santuario. Tras pensar durante un momento, comprendió qué planeaba el contingente del templo.

—Bueno —dijo el noble, al tiempo que se volvía de espaldas a la multitud para dirigirse a los fanáticos en voz baja y tono urgente—, esto es lo que vamos a hacer. —Inspiró profundamente—. Arleth Vann, entrad con Sariya en el santuario lo más rápidamente que podáis. El resto de nosotros avanzaremos hasta el frente de la multitud y atacaremos a los verdugos cuando el anciano se haya dejado ver. En cuanto comience la lucha, se retirará al interior del santuario, donde estaréis esperándolo. Matad a los escoltas y llevádselo de inmediato a Tyran. Mantendremos distraídos a los ejecutores hasta que os hayáis marchado.

Malus miró primero a Sariya y luego a Arleth Vann para asegurarse de que había entendido las instrucciones. Miró al antiguo asesino a los ojos, y éste asintió con brusquedad para acusar recibo de la orden, como había hecho incontables veces en el pasado.

—Marchaos —dijo Malus, y los dos fanáticos se alejaron con rapidez, dando un rodeo en torno a la multitud para evitar la fila de verdugos que se aproximaba.

El noble volvió a mirar a los que quedaban.

—Dispersaos y avanzad hasta el frente de la multitud —ordenó—. Que nadie haga nada hasta que yo dé la orden. —Dicho esto, giró sobre los talones y comenzó a deslizarse a través de la multitud.

Al cabo de pocos momentos, Malus se halló forcejeando para avanzar a contracorriente de una masa que era empujada en la dirección contraria. Los verdugos usaban las armas para obligar a la gente a retroceder, lo que provocaba protestas por parte de los espectadores. Una larga doble fila de guerreros acorazados estaba desplegándose a lo largo de veinte metros por la plaza, ante el santuario. Un numeroso grupo de soldados se encontraba reunido cerca de la entrada de la calle de la que había salido la escolta, para asegurarles la retirada.

El ruido de pies en marcha cesó, seguido por el estruendo de las armaduras cuando los espadachines ordenaron la formación. Malus se detuvo justo antes de la primera línea de espectadores para observar primero a los guerreros y las espadas desenvainadas, y luego intentar ver los escalones del santuario. Justo entonces vio que dos figuras encapuchadas se escabullían dentro del edificio, y supo que Arleth Vann y Sariya estaban en posición.

Un movimiento que se produjo cerca de la entrada de la calle oriental atrajo la atención del noble. Lo único que pudo ver por encima de la fila de soldados fue el extremo de un báculo rematado con oro y una voluminosa capucha roja. ¿Era Rhulan? No había manera de saberlo.

Observó el avance de la figura al otro lado de la línea de verdugos mientras, debajo de la capa, sacaba la espada de la vaina. Malus se movió ligeramente para ocupar una posición casi directamente detrás de un ceñudo druchii alto que miraba con irritación a los soldados del templo.

Vio que el anciano comenzaba a ascender por los escalones, como había previsto, ya que iba a necesitar situarse en un punto elevado para hablarle a la multitud por encima de los soldados. El noble inspiró profundamente y bajó el hombro derecho.

—¡Sangre y almas para el Portador de la Espada! —rugió, y empujó al desprevenido druchii con todas sus fuerzas contra los verdugos. Pillado por sorpresa, el espectador voló hacia los espadachines con un grito de sobresalto, al tiempo que agitaba enloquecidamente los brazos para recobrar el equilibrio; el sorprendido verdugo que tenía delante reaccionó por instinto. Un
draich
trazó un destellante arco a través de la lluvia, el espectador gritó, y una fuente de sangre manó cuando la espada lo cortó casi por la mitad.

El noble atacó en ese preciso momento, mientras el arma del verdugo aún estaba profundamente clavada en el cuerpo de la víctima.

—¡Tienen intención de matarnos a todos! —gritó, y clavó la espada en el desprotegido cuello del verdugo. El espadachín osciló hacia atrás y la sangre corrió por la parte delantera de la armadura. A lo largo de la línea resonaron otros gritos que, con el estruendo del acero, se sumaron al pandemónium.

Malus saltó a la brecha abierta en la formación de los verdugos y se puso a asestar tajos a diestra y siniestra. Le dio al soldado de la izquierda un fuerte golpe en un costado de la cabeza y luego le abrió un tajo en una corva al de la derecha. El verdugo se desplomó con un grito al tiempo que se aferraba la pierna, y el resto de espadachines perdieron el control de sí mismos y atacaron a la multitud que gritaba.

Un
draich
descendió hacia Malus, pero llevaba poca fuerza y el noble lo apartó a un lado con facilidad. La apretada formación de los verdugos conformaba una imponente muralla de soldados y acero, pero les dejaba poco espacio para usar de modo adecuado las largas armas. Acometió al hombre que tenía delante con una finta dirigida a la cabeza, y luego cambió la dirección del movimiento y descargó la pesada espada sobre la mano del verdugo. Dos dedos cercenados cayeron del guantelete derecho del oponente. Malus casi le hizo caer el
draich
de la mano con un barrido salvaje, y luego estrelló la hoja de la espada contra la cara del verdugo.

En cuestión de un instante, la plaza se había convertido en un estruendoso campo de batalla. Los verdugos atacaban a todo lo que se movía, y los espectadores de la multitud se defendían para intentar salvarse. Los alaridos y el olor a sangre inundaban el aire. El verdugo al que Malus había acometido cayó de rodillas, con el casco abollado por el salvaje golpe del noble, que avanzó y lo degolló con la espada, riendo como un demente en el estruendoso tumulto. Malus sintió que el demonio reaccionaba ante el terror y dolor que lo rodeaban, deslizándose y retorciéndose en torno a su acelerado corazón. Por un fugaz instante estuvo tentado de pedirle al demonio que compartiera con él su poder, sólo por el absoluto placer de derramar sangre. Éste era su elemento. Lo había sabido desde el día en que había rescatado al ejército del Arca Negra de la emboscada del Vado del Agua Negra.

La línea de espadachines se desintegraba. Sin órdenes, algunos avanzaban hacia el interior de la muchedumbre y otros cedían terreno, lo que dividía el contingente en aislados grupos de guerreros. El adoquinado estaba ennegrecido por charcos de sangre, y los druchii tropezaban y resbalaban con los cuerpos caídos y las entrañas derramadas. Malus vio a un verdugo que perdía el equilibrio y caía, y al instante un trío de druchii cayeron sobre él y le golpearon la cabeza y la espalda con trozos de piedra arrancados de la propia plaza.

Un grito sordo atrajo su atención hacia el este, y vio a un verdugo de ornamentada armadura que blandía un
draich
con runas grabadas y le gritaba órdenes al grupo de espadachines que cubría la calle oriental. Cuando entraran en batalla, la lucha acabaría en cuestión de momentos. El noble se dio la vuelta, en busca de algún signo de Arleth Vann y el anciano.

¡Allí! Malus observó que un par de figuras con capa oscura conducían a otro druchii de capa roja hacia la calle del lado sur de la plaza. Nadie les prestaba la más mínima atención en medio del caos de la batalla. Era la única oportunidad que iba a tener.

Tras desenvainar uno de los cuchillos arrojadizos, Malus retrocedió a través de la hirviente turba, inclinado, rodeando a los oponentes que luchaban, para acortar distancias con el trío. Un druchii que sangraba por una herida que tenía en la cabeza y barbotaba de modo incoherente cogió a Malus por un brazo. Con un colérico gruñido, el noble le clavó una estocada en una pierna y lo empujó.

Ya casi habían llegado a la entrada de la calle. Malus aceleró el paso y corrió hasta la periferia de la turba. Tendría que lanzar desde muy lejos, comprendió. Inspiró profundamente, echó atrás el brazo y arrojó el cuchillo con todas sus fuerzas hacia el anciano que se retiraba.

Al volar en arco hacia el objetivo, el cuchillo era sólo un borrón oscuro contra la niebla gris. Se clavó en la figura de capa roja justo por debajo del omóplato izquierdo. Malus observó cómo la víctima se tambaleaba bajo la fuerza del impacto y luego daba dos traspiés antes de caer boca abajo sobre el adoquinado. Vio que Arleth Vann se volvía al oírlo. Las dos figuras de oscura capa se detuvieron apenas un momento para mirar al caído. Luego, dieron media vuelta y escaparon.

Un grito tremendo resonó desde el otro lado de la plaza cuando otro contingente de verdugos cargó hacia la refriega. Malus no pudo ver qué se había hecho de los fanáticos restantes. Tal vez ya habían abandonado la lucha o yacían entre los muertos que sembraban el empedrado. En cualquiera de los dos casos, ya no eran su problema.

Se encaminó hacia el sur y empujó hacia los lados a otros ciudadanos que huían de los verdugos que se aproximaban. Al acercarse al caído, no obstante, se apoderó de él una curiosidad subyugadora. ¿Era Rhulan? ¿Había tomado la decisión correcta? Por impulso, derrapó hasta detenerse junto al cuerpo y le arrancó el cuchillo antes de hacerlo rodar para mirar en el interior de la capucha.

Se le encogió el corazón.

—¡Madre de la Noche! —maldijo, al mirar los ojos sin vida de Sariya.

8. Revelaciones

La sangre corría por las calles de Har Ganeth y el estruendo de la batalla resonaba por toda la ciudad, donde los guerreros del templo descargaban su furia contra cualquier druchii lo bastante desafortunado como para cruzarse en su camino. Los perseguían y cortaban en pedazos, esparcían sus entrañas para los cuervos y les cortaban la cabeza como ofrendas para el Dios de Manos Ensangrentadas. Daban caza a los esclavos y los descuartizaban como a animales salvajes. Las plazas de mercado se convirtieron en osarios porque los servidores del templo intentaban ahogar su furia en ríos de sangre.

Habían apresado a un anciano del templo, según decían los rumores, lo habían hecho prisionero dentro del terreno sagrado de un santuario de la ciudad mientras sus guardias eran aniquilados por una turba aullante. Nunca se había cometido un crimen semejante en toda la historia del templo. Era un insulto demasiado grande para soportarlo. Durante toda la tarde sonaron trompetas sobre las murallas del templo, y una inundación de druchii de negro ropón corrió por las calles de la ciudad con armas desnudas en las manos, medio locos de cólera y congoja. Las brujas élficas se reunieron con ellos a última hora del día, con los musculosos cuerpos recubiertos de sudor y sangre y los ojos enloquecidos de éxtasis asesino. Olfateaban el aire y aullaban como lobas, con el rostro contorsionado en una máscara de hambre bestial. Y cuando no pudieron encontrar más víctimas para matar en las calles de la ciudad, las Novias de Khaine instaron a los servidores del templo a derribar las puertas de los hogares de los plebeyos y de los lupanares.

Fue entonces cuando la lucha comenzó de verdad. Durante centenares de años, los moradores de la ciudad habían prosperado bajo el terrible gobierno del templo y sangrado por el Señor del Asesinato cuando era necesario. La luz del día estaba consagrada a las necesidades mundanas de la urbe, pero por la noche las calles eran un lugar de sagrada comunión y podían hacerse sacrificios al Señor del Asesinato sin temor a enemistades ni represalias. Las familias nobles ofrecían puñados de esclavos con la esperanza de obtener una buena cosecha o para pedir una maldición contra sus enemigos. Las familias plebeyas, hambrientas de riquezas y poder, se veían forzadas a entregar a miembros de su propia familia con la esperanza de ganarse el favor del Dios de la Sangre. Todos y cada uno de ellos eran presas para los grupos armados que deambulaban por las calles desde el ocaso hasta la aurora en busca de víctimas para saciar la eterna sed del templo.

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