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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (18 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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Toda la estancia resonó con una sola inspiración cuando los presentes manifestaron su conmoción ante las palabras de Malus. El acero tintineó al saltar las espadas de sus vainas doradas, y algunos ancianos ordenaron a sus guardias que les abrieran paso para poder llegar al centro de la sala. Entonces, Rhulan se puso en pie de un salto y habló con voz clara y alta.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, al tiempo que fijaba en Malus una mirada significativa.

El noble lo miró a los ojos y asintió respetuosamente con la cabeza.

—Porque he pasado los últimos cuatro días a los pies de Tyran el Intacto, jefe de los fanáticos que se oponen a vosotros —respondió—. He estado presente en los consejos y sé que tienen agentes dentro del mismo templo. —Recorrió con una mirada fría a los coléricos ancianos—. Han estado en estrecho contacto con Urial desde el momento en que entraron en la ciudad, y todo lo que han hecho ha sido para preparar esta noche, precisamente. —Alzó la espada manchada de sangre y señaló los tronos vacíos—. ¿Creéis que esto ha sido todo por accidente? ¿Debido a un cruel golpe de infortunio? No. Golpearon directamente al Haru'ann, sembrando la confusión y la discordia mientras formaban un consejo erudito propio. ¡Ahora, mientras todos vuestros guerreros golpean las puertas de casas vacías por toda la ciudad y nosotros hablamos, ellos se han escabullido al interior del templo y están llevando a cabo el Ritual del Portador de la Espada!

—¡Dejadlos! —gritó una mujer, con una voz cortante que atravesó la tensa atmósfera. Malus vio que una joven sacerdotisa de la tercera fila de la galería se encaraba con el Gran Verdugo—. Nosotros sabemos que Urial no es el Azote. ¡El ritual fracasará y tendremos la oportunidad que hemos estado esperando para denunciarlo!

—Si el ritual fracasa, los herejes buscarán el fallo en los hombres que lo llevan a cabo, no en su pretendido salvador —le contestó Malus—. Esto sólo puede acabar con la muerte —gruñó, mirando al Gran Verdugo—. Tú lo sabes.

—¡Yo digo que esto es obra de los herejes! —proclamó un druchii de más edad que estaba a la derecha de Malus, y se inclinó por encima de la barandilla de la galería para señalarlo con un largo dedo—. Ya en una ocasión anterior enviaron asesinos contra nosotros. ¡Tal vez han enviado a este alborotador para que nos atraiga hasta el sanctasanctórum y así poder matarnos a todos!

Malus clavó en el anciano una mirada fría.

—Si temes por tu vida, anciano, entonces no dudes en huir a esconderte bajo tu mullida cama. —Fijó la vista en los oscuros ojos del Gran Verdugo—. Esto es una cuestión para guerreros.

—¡No es nada parecido! —le espetó la joven sacerdotisa—. ¡Si es verdad, los fanáticos nos han regalado una oportunidad! Dejad que intenten culminar el ritual. Cuando fracase, regresarán junto a sus seguidores y caerán los unos sobre los otros en busca de alguien a quien culpar. Esta crisis puede resolverse por sí sola.

Malus observó cómo el Gran Verdugo miraba a la joven sacerdotisa, y por un breve instante detectó un destello de incertidumbre en los ojos del vetusto druchii. «¿Tiene miedo?», pensó Malus, sobresaltado.

—Ya he oído lo suficiente —declaró el Gran Verdugo—. Llamad a los guardias. Marcharemos al sanctasanctórum y elevaremos plegarias al Señor del Asesinato para que nos libre con sangre de las obras de los herejes. —Extendió una mano y un guardia salió de detrás del alto trono para ponerle en la palma una enorme hacha que tenía grabadas runas—. Si hay intrusos dentro del sanctasanctórum, se los ofreceremos como sacrificio a nuestro señor.

El Gran Verdugo se puso de pie. Cuando alzó el hacha para señalar a Malus, bajo la piel del cuello y los brazos resaltaron unos tendones como cables de acero tensados.

—En caso contrario, te cortaré la cabeza y derramaré tu sangre sobre la piedra sagrada —declaró—. Como tú mismo has dicho, desconocido, esto sólo puede acabar en muerte.

11. La Espada de Disformidad

El cielo de Har Ganeth era del color de la sangre cuando las puertas de la Ciudadela de Hueso se abrieron y Malus siguió a los ancianos del templo que salieron a la noche desgarrada por la batalla. Abajo, en la ciudad, ardían edificios que lanzaban altos penachos de cenizas hacia el cielo, y el aire reverberaba con el lejano entrechocar de las armas. Malus sabía que las calles estarían atestadas de cadáveres al llegar el alba, pero que la locura y la matanza de la ciudad no era más que una mascarada. La verdadera batalla sería librada entre unas pocas decenas de hombres y mujeres dentro de la alta estructura situada a apenas treinta metros de las cámaras del consejo.

Una vanguardia de verdugos del templo encabezaba la marcha con globos de luz bruja que se mecían en el extremo de pértigas, y sus espadas destellaron fríamente cuando se desplegaron en la calle desierta del exterior de la relumbrante ciudadela. Detrás de ellos iban los ancianos del templo, con el Gran Verdugo de brillante máscara en forma de calavera en cabeza. Los demás dignatarios maniobraban para ocupar posiciones detrás del jefe, armados con anchos cuchillos y hachas que agitaban ante la perspectiva de cobrar cráneos para su hambriento dios.

Todos excepto Rhulan. El anciano de cara alargada se había puesto obedientemente la máscara, pero dejó que los demás lo adelantaran hasta quedar rezagado entre los guardias que escoltaban a Malus y a Arleth Vann. La escolta de verdugos miró a Rhulan con curiosidad cuando echó a andar junto al noble, pero no hicieron intento ninguno de intervenir.

—¿Por qué no me advertiste? —susurró el anciano. A diferencia del Gran Verdugo, su voz quedaba amortiguada por la pesada máscara.

—No había tiempo —replicó Malus—. El jefe de los fanáticos ocultó con cuidado sus planes. No se los contó a nadie hasta última hora de esta tarde.

Rhulan no dijo nada durante un momento, con la vista fija en la noche. Luego, la cara de calavera se volvió hacia Malus.

—Si Tyran y sus tenientes mueren esta noche, hay que matar también a sus agentes. Debemos acabar con todos ellos de una sola vez. ¿Lo entiendes?

«Entiendo que nuestro acuerdo toca a su fin», pensó Malus, ceñudo.

—Ya lo sospechaba —dijo con frialdad. Era inevitable. Tyran lo había obligado a enseñar las cartas, del mismo modo que él había obligado a los ancianos a mostrar las suyas.

Si lograban detener a Tyran y a Urial, Rhulan lo obligaría a revelar lo que sabía acerca de la red que tenían dentro del templo. Cuando se dieran cuenta de que era un farol, estaría acabado.

Malus contempló el edificio de piedra blanca que se alzaba hacia el cielo, iluminado por las llamas como una espada alzada, y pensó que percibía la brujería que se practicaba dentro. De algún modo, en medio de la batalla, tendría que hacer su jugada.

—Cuando tengas la espada, ¿qué harás? —susurró el demonio—. ¿Te abrirás paso con ella entre los ancianos hacia la ciudad?

—Lo primero es lo primero —murmuró Malus. Rhulan negó con la cabeza, al pensar que se lo decía a él.

—No temas —dijo el anciano—. Por muchos agentes que tenga ese Tyran, es imposible que se haya escabullido dentro del templo con algo más que un destacamento reducido sin ser visto. Nosotros somos casi un centenar. Podemos sepultar a los herejes sólo con nuestros cuerpos, en caso necesario. El levantamiento de los fanáticos acabará esta noche.

—¿Y Urial? —preguntó Malus—. Estoy seguro de que sabíais que intentaría algo como esto, tarde o temprano. El templo pensó que estaba marcado por Khaine desde el momento en que salió con vida del caldero de sacrificios.

—No sabíamos nada de eso —le espetó el anciano—. Sí, está claro que fue bendecido por el Señor del Asesinato, pero ninguna de las brujas pudo adivinar su destino. Ciertamente, nadie creyó que Khaine fuera a ungir a un tullido como su Azote. La ambición se le ha subido a la cabeza.

El noble ladeó la cabeza al percibir el temblor de la voz de Rhulan, y lo estudió con los ojos entrecerrados.

—Tú no estás demasiado seguro de eso.

—No hagas suposiciones —replicó Rhulan con astucia—. Ya me has oído. Es un tullido. Es inconcebible que pueda tratarse del elegido de Khaine.

—Entonces, ¿por qué pareces tan asustado?

Justo en ese momento, se oyó el reto proclamado desde la puerta del templo, feroz y jubiloso.

—¡Llorad, infieles, porque se avecina el gran ajuste de cuentas! ¡Los fieles se hallan en presencia de la espada y se aproxima el Tiempo de Sangre! Vuestra maldad será pronto expuesta para que el pueblo la contemple, pero ved el regalo de la misericordia de Khaine que tenemos en las manos. ¡Venid a redimiros bajo nuestras espadas hambrientas!

La procesión de ancianos se detuvo en medio de una confusión de gritos coléricos y maldiciones bramadas. Al ver su oportunidad, Malus le hizo un gesto de asentimiento a Arleth Vann y apresuró el paso para meterse en la agitada muchedumbre de ancianos y abrirse paso hacia el Gran Verdugo. Rhulan gritó algo que Malus no entendió. Luego se produjo un estruendo de pies que corrían cuando los escoltas del noble dieron un amplio rodeo en torno a los ancianos y avanzaron para unirse al semicírculo de guerreros que formaban en cordón entre el Gran Verdugo y los cinco fanáticos de blanco ropón que se interponían en su camino.

Parecían esquirlas vivientes de la relumbrante torre en forma de espada que se alzaba detrás de ellos. La luz lunar brillaba sobre su cabello suelto y destellaba en el filo de sus temibles
draichs
. Los oscuros ojos de los fanáticos ardían de sagrada determinación. Estaban dispuestos a derramar su sangre en un sagrado sacrificio dedicado al Señor del Asesinato. Malus pensó que en toda su vida no había visto a cinco guerreros más peligrosos.

Sin embargo, el Gran Verdugo no estaba impresionado. Alzó hacia el cielo el hacha encantada y su voz tembló de cólera.

—¡Silencio, infieles! ¡Cada vez que respiráis, profanáis este lugar sagrado! —El anciano abrió los brazos para dar una orden a los verdugos—. ¡Haced pedazos sus cuerpos y purificad esta tierra sagrada con libaciones de sangre!

Con un grito, los guardias del templo alzaron las largas espadas y cargaron hacia los fanáticos que aguardaban, y que respondieron con gritos triunfantes y una intrincada danza de muerte.

Malus observó con horrorizado asombro cómo los cinco fanáticos se abrían paso entre un número de enemigos cuatro veces superior. Sus espadas eran un brillante borrón cuando ellos acometían, se agachaban y rotaban; daba la impresión de que pasaban flotando a través de una red de furiosos tajos de espada, y compensaban las pesadas armaduras de sus oponentes con veloces golpes precisos. Los verdugos caían, aferrándose los muñones de brazos o manos cercenados, o se doblaban por la mitad al ser destripados por tajos que se deslizaban por debajo de sus petos. Gritos de cólera y dolor reverberaban en la noche teñida de rojo, algunos interrumpidos en seco por una tintineante nota de acero.

La lucha acabó en cuestión de momentos. Con un estruendo de su armadura de acero, el último verdugo se apartó con paso tambaleante de la pila de cuerpos caídos, con una mano tendida hacia el relumbrante templo de Khaine. El
draich
se soltó de su mano cuando cayó de rodillas. Luego se desplomó, sin vida.

Uno de los fanáticos yacía entre una veintena de guardias del templo muertos. El resto estaban salpicados de sangre, pero los blancos ropones dejaban claro que ni una sola gota de esa sangre les pertenecía. El jefe alzó la goteante arma hacia el Gran Verdugo, y sonrió.

—Tus hombres han sido perdonados —dijo el fanático con una sonrisa. Acababa de matar a cuatro en igual número de segundos, y ni siquiera jadeaba—. ¿Por qué vacilas, Gran Verdugo? ¿Acaso temes que el Dios de Manos Ensangrentadas no tenga fría misericordia en su corazón para alguien como tú? Te aseguro que sí la tiene.

Para sorpresa de Malus, el Gran Verdugo echó atrás la cabeza y rió. Esa risa era un terrible sonido burbujeante cargado de odio y furia. El Gran Verdugo alzó una mano y se quitó la máscara ceremonial, que dejó a la vista una masa informe de huesos rotos y profundas cicatrices retorcidas. El maestre del templo era muy anciano y estaba marcado por siglos de guerra brutal. El terrible golpe de un hacha de guerra le había hundido el lado derecho de la cara y deformado su boca en una feroz mueca de dientes partidos. La punta de la nariz no era más que un bulto de carne destrozada, y la frente conformaba una colección de cicatrices superpuestas. El jefe de los fanáticos sostuvo la funesta mirada del Gran Verdugo y Malus vio en sus ojos un leve destello de miedo.

El Gran Verdugo sopesó el hacha encantada.

—Mi dios nada sabe de la misericordia, necio bizco —siseó—. El no perdona. No le importa en lo más mínimo la redención. Simplemente, siente hambre, y yo vivo para alimentarlo.

Eso ya estaba mejor, pensó Malus, y desenvainó la espada.

—¡Sangre y almas para Khaine! —rugió, y los ancianos recogieron el grito justo cuando el Gran Verdugo cargaba contra el jefe de los fanáticos.

Malus miró a Arleth Vann.

—Quédate cerca de mí —le gritó, mientras desenvainaba un cuchillo arrojadizo.

El asesino negó con la cabeza.

—No puedes esperar luchar contra ésos, mi señor. Son los mejores guerreros que tiene Tyran, y no temen a la muerte. Su destreza...

—No voy a luchar con ellos, estúpido. Voy a matarlos —gruñó Malus, y cargó hacia la refriega.

Los fanáticos habían reanudado su danza mortífera y dejaban una senda de sangre entre los ancianos y sus guardias. Estaban en constante movimiento, girando y asestando tajos con sus largas espadas curvas mientras pasaban entre la aullante multitud. Su destreza era trascendente y gloriosa en pureza y capacidad letal. Eran obras vivientes del arte de matar. Cualquiera que se detenía al alcance de sus veloces armas moría en segundos.

Malus observó cómo el fanático que tenía más cerca decapitaba a un aullante acólito y luego rotaba grácilmente sobre los talones para destripar a una sacerdotisa que cargaba hacia él. En ese momento, el noble mató al espadachín desde quince pasos de distancia, al lanzarle un cuchillo que se le clavó en la parte posterior del cráneo.

Mientras sacudía la cabeza, el noble miró entre la refriega en busca de la siguiente víctima. A cinco metros de distancia, el Gran Verdugo luchaba en combate singular con el jefe de los fanáticos. El señor del templo ya tenía media docena de heridas, pero no habían disminuido ni la velocidad ni la ferocidad de sus acometidas. Sabedor de que era mejor no interferir, el noble apartó los ojos de ellos y localizó a un tercer fanático acorralado por un círculo de prudentes ancianos. Acometían al espadachín desde todos lados, como lobos que rodearan a un león de montaña. Cuando el fanático atacaba, ellos retrocedían, sin proporcionarle ninguna abertura en la que emplear la mortífera arma, pero dando a los druchii situados detrás de él la oportunidad de herirlo por la espalda.

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