Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
Permaneció temblando junto a la ventana, y su mente, incapaz de enfrentarse al horror de la culpa, comenzó a buscar frenéticamente una justificación a lo que había hecho. No había podido hacer otra cosa, se dijo. El conjuro de Coorla la habría vencido y dejado sumida en el sufrimiento y la indefensión. Habrían llamado al señor de Caris, y ella se habría encontrado a su merced. ¿Qué habría sido entonces de ella? El castigo, la prisión y puede que incluso la muerte. Tuvo que detener a Coorla. No podía hacer otra cosa.
Volvió a mirar a Sivorne. La joven de dorada cabellera no se había movido, y parecía que, milagrosamente, la segunda batahola en el dormitorio de la torre no había despertado a ninguno de los moradores de la casa. Ghysla se acercó con gran cautela a la cama. Aún faltaban unas horas para el alba. Tenía tiempo para continuar con su tarea, y estaba ansiosa por seguir, por completar lo que había comenzado. Su amor por Anyr era demasiado grande para que la culpa o los remordimientos la detuvieran.
Lentamente se arrodilló junto a Sivorne. Por la abierta ventana entraba un aire frío, y el incesante ruido del mar era como un murmullo sordo en los oídos de Ghysla mientras contemplaba con avidez y con una concentración obsesiva el rostro de la joven dormida.
Claro está que para nosotros es una situación delicada —reconoció Aronin—, pero, por fortuna, no ha sucedido nada malo.
Aronin cruzó el salón y fue hacia la gran ventana del sur, desde donde podía ver el puerto, en el que ahora se iniciaba la algarabía de la mañana, e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No puedo imaginar qué se le cruzó a Coorla por la cabeza, para traicionar de esa manera nuestra confianza.
Anyr siguió a su padre por el salón y se quedó a su lado.
—Es posible que sea demasiado vieja como para confiar en ella, padre —dijo sonriendo con cariño, pero también con tristeza—. Tú sabes lo rara que se ha vuelto desde hace uno o dos años. Le ha dado por desaparecer unos días, y volver luego como si nada hubiera sucedido. Sospecho que anoche hizo eso. Simplemente se le ocurrió marcharse, sólo que esta vez nos ha creado dificultades al dejar su puesto en mitad de la noche.
—Sí, Anyr, sin duda tienes razón. Aun así, cuando vuelva tendrá que escucharme. ¿Qué pensarán Raerche y Maiv de nosotros? Les prometimos que Sivorne estaría bien cuidada, y no cumplimos la promesa. Faltamos a nuestra obligación.
—Pero, como tú mismo has dicho, padre, no sucedió nada malo.
—No. —La expresión de Aronin se suavizó—. Es verdad, no sucedió nada malo. —Hizo una pausa—. ¿Cómo está Sivorne?
La sonrisa de Anyr se hizo más cálida.
—Aún no la he visto. Se ha encerrado a hablar con su madre, pero creo que ambas vendrán a desayunar con nosotros. Raerche me dijo que durmió profundamente durante el resto de la noche, y que el susto no ha tenido consecuencias.
—Me alegra oír eso —dijo Aronin—. Estoy convencido de que los rigores del viaje provocaron sus pesadillas. Además, sólo faltan cinco días para la boda, y la pobre niña debe de estar nerviosísima.
—¡Y no sólo ella, te lo aseguro!
—Claro. Pero es un día espléndido. Puedes llevar a Sivorne a dar un paseo y a que tome un poco de nuestro buen aire marítimo; pondrá color en sus mejillas y disipará sus miedos. —Aronin palmeó el brazo de su hijo, sonriéndole—. Y os hará bien estar solos, lejos de los viejos como nosotros.
Anyr le sonrió cariñosamente.
—Sí, a lo mejor Sivorne quiere salir a cabalgar. Aún no ha visto la yegua rodada que le hemos comprado.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Llévala a la ciudad, para que todos la vean y la admiren. Después de todo, muy pronto será su señora.
En ese momento sonó una campana que llamaba a desayunar. Anyr y su padre abandonaron el salón con los brazos enlazados en un gesto de camaradería. Tan pronto como desaparecieron se entreabrió una puerta que había en uno de los extremos y una pequeña figura, despeinada y vestida con el sencillo traje de las doncellas, se asomó en el salón. Al comprobar que los dos hombres se habían marchado, Ghysla dejó que su disfraz se desvaneciera, y sus ojos enormes, similares a los de un búho, contemplaron admirados el salón.
Ghysla había escapado de la torre de Sivorne mucho antes del alba. Se había perdido tres veces en medio de las laberínticas escaleras y corredores de la casa, pero, por fin, había encontrado el camino a la cocina, donde las fregonas roncaban en sus jergones, y desde allí había salido a un cobertizo. Estaba muerta de cansancio por toda la energía que había gastado, y no quería siquiera pensar en eso tan horrible que le había hecho a Coorla. Trepó a una pila de sacos a medio llenar y se quedó dormida de inmediato; despertó ya de mañana, cuando los criados habían comenzado con sus quehaceres. Se alegró al descubrir que el sueño le había aclarado la mente, y al escuchar la conversación de Anyr con su padre, olvidó la fatiga y la culpa que sentía por la suerte de la vieja nodriza. Su resolución de llevar a cabo lo que se había propuesto se hizo aún más fuerte. Una observación casual de Aronin la había inquietado profundamente: sólo faltaban cinco días para la boda. Ese era todo el tiempo con que contaba: cinco días para convertirse en la gemela perfecta de Sivorne, tan perfecta que nadie podría distinguirlas. La noche anterior había avanzado mucho, pero no bastaba. Debía trabajar más duro. Debía seguir a Sivorne a todas partes, aprender todos sus gestos, memorizar sus inflexiones de voz, imitar su risa y su llanto, su alegría y su tristeza. Sólo la perfección le permitiría lograr su cometido.
Inspeccionó furtivamente el salón y, de repente, sus ojos se iluminaron al descubrir un par de zapatos junto a la chimenea. Eran pequeños, elegantes y bonitos y se hallaban adornados con lazos; eran los zapatos de
ella,
mojados por la lluvia de la noche pasada y puestos a secar junto al fuego. Ghysla lanzó una rápida mirada por encima del hombro para asegurarse de que nadie la veía y luego cruzó el salón rápida como una flecha. Por suerte, el gran fuego del hogar se había extinguido durante la noche; de lo contrario, no habría podido acercarse a la chimenea. Pero sólo las llamas la atemorizaban, no las cenizas. Se agachó, cogió los zapatos y los miró de un lado y de otro, maravillada ante su delicadeza; acarició los curvos tacones, se los llevó a la nariz para olfatear las húmedas suelas y la suave piel. Esos zapatos eran una parte de Sivorne, un vínculo con la joven. Encantada con su hallazgo, quiso ponérselos, pero fracasó en el intento. Era tan absurdo intentar meter sus pies, planos y con dedos con garras, en ese exquisito calzado como pretender que una liebre persiguiera a un zorro. Pero, de pronto, se concentró y recordó lo que había aprendido durante la noche: sus pies se volvieron pequeños, de piel blanca y similares a los de los seres humanos. Los zapatos parecían ahora haber sido hechos a su medida.
Ghysla se puso de pie e intentó caminar. Nunca en su vida había usado nada que se pareciera a un zapato, y la extraña sensación, sumada a los tacones de casi tres centímetros que prefería Sivorne, hicieron que sus primeros pasos fueran torpes e inseguros. Pero, tras insistir unos pocos minutos, Ghysla pensó que comenzaba a dominar el arte de caminar con esos extraños aparatos. Este pequeño triunfo la alegró. Se quedó con los zapatos. Serían su talismán. Y, al cabo de cinco días, cuando se cogieran de las manos e intercambiaran las promesas nupciales, los llevaría puestos para Anyr.
Se oyeron ruidos de pasos en el corredor, detrás de la puerta, acompañados de la charla de varias voces. Se acercaban los criados, seguramente para encender el fuego y preparar el salón para las actividades de la jornada. Ghysla se quitó los zapatos con movimientos bruscos, los recogió con el gesto de una gallina que protege a sus pollitos bajo el ala y corrió hacia la puerta más distante. Una rápida mirada le indicó que no había peligro. Se deslizó por la puerta y bajó unos pocos escalones que la llevarían, mediante un rodeo, de vuelta a las cocinas donde podría pasar inadvertida en medio de la frenética actividad general. Un criado que pasó junto a ella segundos después, sólo vio una borrosa imagen de cabellos castaños y faldas grises.
—¡Eh, tú! Dile a la cocinera que el señor y sus invitados están esperando que les sirvan el desayuno —le ordenó.
Ghysla lo miró; el criado observó su cara regordeta, picada de viruelas y con expresión ausente.
—Sí, señor —murmuró la criatura, y continuó deprisa su camino, sin que él se diera cuenta de nada.
Sivorne cortó un alhelí tardío que crecía al abrigo del muro de piedra y se volvió para dárselo a Anyr. Él lo cogió, apresando los dedos de la joven que sostenían el verde tallo. Olió la flor y su picante aroma lo hizo estornudar, ante las risas alegres de Sivorne.
—Tienes polen en la nariz. —La joven se puso de puntillas y se lo quitó con un beso; después, su expresión se volvió repentinamente seria—. ¡Oh, Anyr..., soy tan feliz!
Anyr le puso la flor en el pelo y luego la cogió cariñosamente por los brazos.
—¿De verdad lo eres?
—¡Sí! Y hoy... —miró a su alrededor; se hallaba en un silencioso jardín privado, protegido por gruesos muros de los vendavales marinos; un paraíso de tranquilidad—. Hoy ha sido un día maravilloso. Tu gente es muy amable. Cuando cabalgábamos por la ciudad, me conmovió el entusiasmo con que me acogieron.
—Tú eres su nueva señora —explicó Anyr—, y ya te quieren. —Su mano acarició con suavidad el rostro de Sivorne—. Aunque no tanto como yo. Eso es imposible.
Ella rió, encantada con el cumplido, pero todavía un poco tímida. Después de todo, hasta ese día no habían tenido muchas oportunidades de estar a solas, y Sivorne sintió que por primera vez conocía realmente a Anyr. Esta idea encendió una llama de profunda satisfacción en su interior, porque todas sus esperanzas, todos sus sueños se confirmaban. Él iba a ser su único amor, su compañero del alma, la luz de su vida. Ninguna mujer, pensó la joven, era tan afortunada como ella.
Caminaron lentamente hasta un viejo banco de madera, situado al abrigo del muro del sur, y a cuyos costados crecían unos altos arriates de arbustos que convertían el lugar en una suerte de solana, incluso en esa época del año. Cuando se sentaron, Anyr preguntó:
—¿De verdad te gusta el campo de nuestra tierra?
—Es hermoso. ¡Tan salvaje y agreste! ¡Y el aire del oeste es tan limpio! En mi tierra soplan constantemente vientos del este. Madre dice que son insalubres porque vienen de tierra adentro y traen los miasmas y las fiebres que no hay en el aire del mar.
—Se dice que la costa oeste es la zona más saludable de todo el mundo —dijo Anyr sonriendo, y luego su expresión se tornó seria—. Lo único que siento es que no encontráramos durante el paseo a ninguno de mis amigos.
—¿Los animales salvajes y los pájaros de los que me hablaste? Sí, yo también lo siento, ¡deseaba tanto verlos! Tiene que ser maravilloso poder ganarse la amistad de esas criaturas, y que confíen en ti. —Sivorne enlazó sus dedos a los de Anyr y los apretó con timidez—. Tal vez no acudieron porque yo estaba allí y soy una extraña. Espero que algún día me consideren también su amiga.
—Lo harán —aseguró Anyr, con voz llena de orgullo—. Ellos, como la gente del mundo entero, sólo tienen que verte para amarte.
Sivorne rió, llena de placer.
—Querido Anyr, ¡me halagas! Si no te conociera, pensaría... —y su voz se apagó.
—¿Sivorne? —Asombrado, Anyr observó que la joven miraba fijamente uno de los arbustos del arriate, y que sus ojos estaban muy abiertos, como si estuviera sufriendo una fuerte impresión—. ¿Sucede algo malo?
—Yo... —Sivorne se llevó una mano a la cara y el color retornó a sus mejillas—. Me pareció que había visto... —Su mano comenzó a temblar.
—¿Qué cosa viste? Amor mío, ¿qué te ha sucedido?
—Nada. —Sivorne se puso bruscamente de pie, interrumpiendo el gesto de Anyr, que se disponía a abrazarla—. No fue nada, Anyr. Un juego de luces. —La joven se estremeció—. Hace frío. Por favor, ¿podemos volver a la casa?
—¡Claro!
Se dispusieron a dejar el banco; ella parecía querer darse prisa, y él tuvo que sostenerla, porque Sivorne, en su precipitación, se enredó en el ruedo del vestido y estuvo a punto de caer. Cuando se alejaban rumbo a la casa, Anyr miró hacia atrás y se preguntó, perplejo, qué sería lo que había perturbado a la joven, pero no vio nada fuera de lo normal. Sólo los arbustos, el banco vacío y el alhelí cortado, que había caído desde el pelo de Sivorne a la hierba. Nada más. Nada en absoluto.
Cuando el ruido de la puerta del jardín al cerrarse resonó en el silencio de la tarde, Ghysla se levantó desde los arbustos donde se había escondido. No había podido oír nada de lo que decían Anyr y Sivorne, pero sabía lo que ésta última había visto, y estaba furiosa consigo misma por su falta de cuidado que había permitido que Sivorne la viera, aunque sólo hubiera sido por un instante. Miró fijamente hacia la casa con sus ojos azules, que eran una copia fiel de los de Sivorne, y el viento del mar agitó su cabellera dorada y movió la falda, también exactamente iguales a las de Sivorne. Ghysla sabía que la imagen aún no era perfecta, pero este incidente había demostrado que era lo bastante parecida para que Sivorne se aterrorizara al ver a alguien que parecía su hermana gemela mirándola desde los arbustos. Claro está que Ghysla no tendría que haber dejado que Sivorne la viera, pero había estado tan concentrada, que olvidó la prudencia. Se dijo a sí misma que no tenía importancia; al menos había comprobado que su tarea avanzaba bien. Aquello no era más que un pequeño desliz. Sivorne no lo relacionaría con la mujer del pescador que la había mirado con tanta atención cuando cabalgaba por la ciudad, ni con el pájaro que se había posado en el alféizar de su ventana y la había mirado mientras se quitaba la ropa de montar y se vestía. Ghysla pensó con satisfacción que ese día había aprendido muchísimo.
El sol se ponía sobre el mar y en la gran casa comenzaban a encenderse las lámparas. La noche se acercaba y sus sombras comenzaban a cubrir el jardín. Sivorne y Anyr se habían reunido con sus familias en el gran salón, donde se hallaban bebiendo vino animadamente. Sivorne comenzaba ya a olvidar su extraña y fugaz visión. Nadie volvió a mirar hacia el jardín y nadie vio la figura de pelo rubio que, como un silencioso fantasma, abandonó el refugio de los arbustos y cruzó el césped para desvanecerse en la creciente oscuridad.