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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (28 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Sin embargo, Miette y Silvère se cansaban un poco de no ver más que sus sombras. Habían gastado su juguete, soñaban con placeres más vivos, que el pozo no podía darles. Con esa necesidad de realidad que los asaltaba, habrían querido verse cara a cara, correr por el campo abierto, regresar jadeantes, con los brazos en la cintura, apretados uno contra otro, para mejor sentir su amistad. Silvère habló una mañana de salvar sencillamente el muro e ir a pasearse por el Jas con Miette. Pero la niña le suplicó que no hiciera esa locura, que la entregaría a merced de Justin. Él le prometió buscar otro medio.

La tapia en la cual estaba enclavado el pozo formaba, a unos cuantos pasos, un brusco recodo que les procuraba una especie de entrante donde los enamorados se habrían encontrado al amparo de las miradas, si hubieran conseguido refugiarse en él. Se trataba de llegar a ese entrante. Silvère ya no podía pensar en su proyecto de escalada, que había parecido asustar tanto a Miette. Alimentaba secretamente otro proyecto. La puertecita que Macquart y Adélaïde habían abierto en tiempos una noche había permanecido olvidada en aquel rincón perdido de la vasta finca vecina; ni siquiera habían pensado en condenarla; negra de humedad, verde de musgo, con la cerradura y los goznes roídos por la herrumbre, formaba como parte de la vieja muralla. Sin duda, la llave se había perdido; las hierbas, crecidas por debajo de las tablas, contra las cuales se habían formado ligeros taludes, probaban suficientemente que nadie pasaba por allí desde hacía muchos años. Silvère contaba con encontrar esa llave perdida. Sabía con qué devoción tía Dide dejaba pudrirse en su sitio las reliquias del pasado. Sin embargo, registró la casa durante ocho días sin ningún resultado. Iba todas las noches, a paso de lobo, a ver si por fin había echado mano durante el día a la llave buena. Probó así más de treinta, procedentes sin duda del antiguo cercado de los Fouque, y que recogió un poco por todas partes, a lo largo de las paredes, en los anaqueles, en el fondo de los cajones. Empezaba a desanimarse, cuando por fin encontró la dichosa llave. Estaba simplemente sujeta a un cordel en el llavero de la puerta de entrada, que estaba siempre en la cerradura. Colgaba allí desde hacía cerca de cuarenta años. Cada día tía Dide había debido de tocarla con la mano, sin decidirse nunca a hacerla desaparecer, ahora que sólo podía devolverla dolorosamente a su voluptuosidad muerta. Cuando Silvère se hubo asegurado de que abría la puertecita, esperó al día siguiente, soñando con las alegrías de la sorpresa que le reservaba a Miette. Le había ocultado sus pesquisas.

Al día siguiente, en cuanto oyó a la niña dejar el cántaro, abrió suavemente la puerta, cuyo umbral cubierto de largas hierbas despejó de un empujón. Estirando la cabeza, divisó a Miette inclinada sobre el brocal, mirando en el pozo, enteramente absorta en la espera. Llegó en dos zancadas al entrante que formaba el muro, y desde allí llamó: «¡Miette! ¡Miette!», con una voz dulcificada que la estremeció. Alzó la cabeza, creyéndolo sobre la albardilla. Después, cuando lo vio en el Jas, a unos pasos de ella, lanzó un ligero grito de asombro; acudió. Se cogieron de las manos; se contemplaban, encantados de estar tan cerca uno del otro, encontrándose mucho más guapos así, a la luz cálida del sol. Era a mediados de agosto, el día de la Asunción; a lo lejos las campanas sonaban en ese aire límpido de las grandes fiestas, que parece tener hálitos particulares de rubios regocijos.

—¡Buenos días, Silvère!

—¡Buenos días, Miette!

Y la voz con que intercambiaron su saludo matinal les extrañó. Sólo conocían sus sonidos velados por el eco del pozo. Les pareció clara como un canto de alondra. ¡Ah, qué bien se estaba en aquel rincón tibio, en aquel aire de fiesta! Seguían cogidos de las manos, Silvère apoyado de espaldas contra el muro, Miette echada un poco hacia atrás. Entre ellos, sus sonrisas tendían una claridad. Iban a decirse todas las buenas cosas que no habían osado confiar a las sordas sonoridades del pozo, cuando Silvère, volviendo la cabeza a un ligero ruido, palideció y soltó las manos de Miette. Acababa de ver a tía Dide ante él, erguida, parada en el umbral de la puerta.

La abuela había ido por azar al pozo. Al divisar, en el viejo muro negro, el boquete blanco de la puerta que Silvère había abierto de par en par, recibió un violento golpe en el corazón. Aquel boquete blanco le parecía un abismo de luz excavado brutalmente en su pasado. Volvió a verse en medio de la claridad de la mañana, corriendo, pasando el umbral con todo el arrebato de sus amores nerviosos. Y allí estaba esperándola Macquart. Se colgaba de su cuello, se quedaba junto a su pecho, mientras el sol naciente, que entraba con ella en el patio por la puerta que no se tomaba el ir abajo de cerrar, los bañaba con sus rayos oblicuos. Visión brusca que la sacaba cruelmente del sueño de su vejez, como un castigo supremo, despertando en ella el escozor ardiente del recuerdo. Jamás se le había ocurrido la idea de que aquella puerta pudiera abrirse aún. La muerte de Macquart, para ella, la había tapiado. Si el pozo y el muro entero hubiesen desaparecido bajo tierra no se habría visto sorprendida por un estupor mayor. Y en su asombro, ascendía sordamente una rebelión contra la mano sacrílega que, tras haber violado aquel umbral, había dejado tras sí el boquete blanco como una tumba abierta. Se adelantó, atraída por una especie de fascinación. Se mantuvo inmóvil en el marco de la puerta.

Allá, miró al frente, con dolorosa sorpresa. Le habían dicho, sí, que el cercado de los Fouque se hallaba unido al Jas-Meiffren; pero jamás habría pensado que su juventud estaba muerta hasta ese punto. Un gran viento parecía haberse llevado cuanto seguía siendo caro a su memoria. La vieja vivienda, el inmenso huerto, con sus bancales verdes de hortalizas, habían desaparecido. Ni una piedra, ni un árbol de antaño. Y en el sitio de aquel rincón donde ella había crecido, y que todavía la víspera veía cerrando los ojos, se extendía un jirón de suelo desnudo, una ancha rastrojera desolada como una landa desierta. Ahora, cuando, con los párpados cerrados, quisiera evocar las cosas del pasado, se le aparecerían siempre esos rastrojos, semejantes a un sudario de amarillento buriel arrojado sobre la tierra donde su juventud estaba sepultada. Frente a aquel horizonte trivial e indiferente, creyó que su corazón moría por segunda vez. Todo, a esas horas, estaba más que terminado. Le quitaban hasta los sueños de sus recuerdos. Entonces lamentó haber cedido a la fascinación del boquete blanco, de aquella puerta abierta a los días desaparecidos para siempre.

Iba a retirarse, a cerrar la puerta maldita, sin tratar siquiera de conocer la mano que la había violado, cuando divisó a Miette y Silvère. La vista de los dos niños enamorados que esperaban su mirada, confusos, la cabeza gacha, la retuvo en el umbral, presa de un dolor más vivo. Ahora comprendía. Hasta el final, ella debía encontrarse, ella y Macquart, uno en brazos del otro en la clara mañana. Por donde el amor había pasado, el amor pasaba de nuevo. Era el eterno retorno, con sus alegrías presentes y sus lágrimas futuras. Tía Dide no vio sino las lágrimas, y tuvo como un rápido presentimiento que le mostró a los dos niños ensangrentados, heridos en el corazón. Sacudida por entero por el recuerdo de los sufrimientos de su vida, que aquel lugar acababa de despertar en ella, lloró a su querido Silvère. Ella era la única culpable; si no hubiera en tiempos horadado la muralla, Silvère no estaría en aquel rincón perdido, a los pies de una chica, embriagándose con una felicidad que irrita a la muerte y la llena de celos.

Al cabo de un silencio, fue, sin decir palabra, a coger al joven de la mano. Acaso los habría dejado allí, parloteando al pie del muro, si no se hubiera sentido cómplice de aquellas dulzuras mortales. Cuando regresaba con Silvère, se dio la vuelta, al oír el paso ligero de Miette, que se había apresurado a recoger su cántaro y a huir a través de la rastrojera. Corría locamente, feliz de haber salido tan bien parada. Tía Dide tuvo una sonrisa involuntaria, al verla atravesar el campo como una cabra escapada.

—Es muy joven —murmuró—. Tiene tiempo.

Sin duda, quería decir que Miette tenía tiempo de sufrir y de llorar. Después, volviendo la mirada hacia Silvère, que había seguido extasiado la carrera de la niña en el límpido sol, agregó simplemente:

—Ten cuidado, hijo mío, de eso se muere.

Fueron las únicas palabras que pronunció en esta aventura, que removió todos los dolores dormidos en el fondo de su ser. Para ella el silencio era una religión. Cuando Silvère hubo entrado, cerró la puerta con doble vuelta y tiró la llave al pozo. Estaba segura, de esta manera, de que la puerta no volvería a hacerla cómplice. Regresó a examinarla un instante, feliz de verla recobrar su aire sombrío e inmutable. La tumba estaba cerrada, el boquete blanco se encontraba cegado para siempre por esas pocas tablas negras de humedad, verdes de musgo, sobre las cuales los caracoles habían llorado lágrimas de plata.

Por la noche, tía Dide tuvo una de esas crisis nerviosas que aún la sacudían de vez en cuando. Durante esos ataques hablaba a menudo en voz alta, sin ilación, como en una pesadilla. Esa noche, Silvère, que la sujetaba en su lecho, afligido por una angustiosa compasión por el pobre cuerpo retorcido, la oyó pronunciar jadeante las palabras de aduanero, disparo, muerte. Y se debatía, pedía gracia, soñaba con la venganza. Cuando la crisis tocó a su fin, ella sintió, como sucedía siempre, un espanto singular, un estremecimiento de pavor que le hacía castañear los dientes. Se incorporaba a medias, miraba con despavorido asombro por los rincones de la habitación, luego se desplomaba sobre la almohada lanzando prolongados suspiros. Sin duda la asaltaba una alucinación. Entonces atrajo a Silvère sobre su pecho, pareció empezar a reconocerlo, aunque confundiéndolo a ratos con otra persona.

—Están ahí —tartamudeó—. Míralos, van a cogerte, te matarán de nuevo… No quiero… Despídelos, diles que no quiero, que me hacen daño, clavando así sus miradas sobre mí… —Y se volvió hacia la pared, para no ver a la gente de la que hablaba. Al cabo de un silencio—: Tú estás junto a mí, ¿verdad, hijo mío? —continuó—. No tienes que abandonarme… He creído que iba a morir hace un momento… Nos equivocamos al horadar el muro. Desde ese día he subido. Sabía perfectamente que esa puerta nos volvería a traer desgracias… ¡Ah, queridos inocentes, cuántas lágrimas! Los matarán, a ellos también, a disparos, como a perros. —Caía de nuevo en su estado de catalepsia, ni siquiera sabía que Silvère estaba allí. Bruscamente se enderezó, miró al pie de la cama, con una horrible expresión de terror—. ¿Por qué no los has despedido? —gritó, ocultando su cabeza cana en el pecho del joven—. Siguen ahí. El que tiene el fusil me hace señas de que va a disparar…

Poco después se durmió con el pesado sueño que remataba las crisis. Al día siguiente parecía haberlo olvidado todo. Jamás habló con Silvère de la mañana en que lo había encontrado con una enamorada tras el muro.

Los jóvenes estuvieron dos días sin verse. Cuando Miette se atrevió a volver al pozo, se prometieron no cometer de nuevo el desatino de la antevíspera. Sin embargo, su entrevista, tan bruscamente cortada, les había inspirado un vivo deseo de encontrarse a solas en el fondo de cualquier dichosa soledad. Cansados de las alegrías que el pozo les ofrecía, y no queriendo apenar a tía Dide, al volver a ver a Miette del otro lado del muro Silvère suplicó a la niña que lo citara en otra parte. Ella no se hizo rogar, por lo demás; aceptó la idea con risas satisfechas de chiquilla que no piensa aún en el mal; lo que la hacía reír era la idea de que iba a vencer en agudeza a aquel espía de Justin. Cuando los enamorados estuvieron de acuerdo, discutieron durante mucho tiempo la elección de un lugar donde encontrarse. Silvère propuso escondites imposibles; soñaba con hacer auténticos viajes, o bien con reunirse con la joven, a media noche, en los graneros del Jas-Meiffren. Miette, más práctica, se encogió de hombros, declarando que buscaría algo a su vez. Al día siguiente sólo se quedó un minuto en el pozo, el tiempo de sonreírle a Silvère y de decirle que se encontrara por la noche, hacia las diez, al fondo del ejido de San Mittre. ¡Imaginémonos si el joven fue puntual! Todo el día lo había intrigado mucho la elección de Miette. Su curiosidad aumentó cuando se hubo metido por la estrecha vereda que las pilas de tablas formaban al fondo del terreno. «Vendrá por ahí», se decía mirando hacia el lado de la carretera de Niza. Luego oyó un gran ruido de ramas tras el muro, y vio aparecer, por encima de la albardilla, una cabeza risueña, desgreñada, que le gritó gozosa:

—¡Soy yo!

Y era Miette, en efecto, que había trepado como un golfillo a una de las moreras que bordean todavía hoy la tapia del Jas. En dos saltos alcanzó la lápida sepulcral, semienterrada en el ángulo de la muralla, al fondo de la vereda. Silvère la miró bajar con un fascinado asombro, sin pensar siquiera en ayudarla. Le cogió las dos manos, y le dijo:

—¡Qué ágil eres! Trepas mejor que yo.

Fue así como se encontraron por primera vez en aquel rincón perdido donde debían pasar tan buenas horas. A partir de esa noche, se vieron allí casi todos los días. El pozo sólo les sirvió ya para advertirse de los imprevistos obstáculos surgidos para sus citas, de los cambios de hora, de todas las pequeñas noticias, grandes a sus ojos, y que no toleraban un retraso; bastaba que aquel que tenía algo que comunicar al otro pusiera en marcha la roldana, cuyo ruido estridente se oía de muy lejos. Pero, aun cuando ciertos días se llamasen dos o tres veces para decirse naderías de enorme importancia, sólo saboreaban sus verdaderas alegrías por la noche, en la discreta vereda. Miette era de una rara puntualidad. Felizmente dormía encima de la cocina, en una habitación donde se guardaban, antes de su llegada, las provisiones para el invierno, y a la que llevaba una pequeña escalera privada. Podía así salir a cualquier hora sin que la vieran el viejo Rébufat ni Justin. Contaba, además, si este último la veía regresar alguna vez, con meterle algún cuento, mirándolo con aquel aire duro que le cerraba la boca.

¡Ah! ¡Qué felices y tibias veladas! Estaban entonces a primeros de septiembre, mes de claro sol en Provenza. Los enamorados no podían reunirse sino hacia las nueve. Miette llegaba por su tapia. Pronto adquirió tal habilidad para salvar ese obstáculo que casi siempre estaba sobre la antigua lápida sepulcral antes de que Silvère le hubiese tendido los brazos. Y se reía de su proeza, se quedaba allí un instante, sofocada, despeinada, dándose golpecitos en la falda para bajársela. Su enamorado la llamaba, riendo, «malvado pilluelo». En el fondo, le gustaba la fanfarronería de la niña. La miraba saltar su tapia con la complacencia de un hermano mayor que asiste a los ejercicios de uno de sus hermanos más jóvenes. ¡Había tanta puerilidad en su ternura naciente! En varias ocasiones trazaron el proyecto de ir un día a buscar nidos de pájaros a orillas del Viorne.

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