La fortuna de los Rougon (32 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¡Los soldados! ¡Los soldados!

Se produjo una emoción indecible. Se pensó primero en una falsa alarma. Los insurgentes, olvidados de toda disciplina, se lanzaron hacia delante, corrieron al extremo de la explanada, para ver a los soldados. Se rompieron filas. Y cuando la línea oscura de la tropa apareció, correcta, con el ancho centelleo de las bayonetas, tras la cortina grisácea de los olivos, hubo un movimiento de retroceso, una confusión que llevó un escalofrío de pánico de un extremo a otro de la meseta.

Sin embargo, en el centro del paseo, La Palud y Saint-Martin-de-Vaulx se habían vuelto a formar, se mantenían feroces y en pie. Un leñador, un gigante cuya cabeza descollaba entre las de sus compañeros, gritaba, agitando su corbata roja:

—¡A nosotros Chavanoz, Graille, Poujols, Saint-Eutrope! ¡A nosotros Les Tulettes! ¡A nosotros Plassans!

Grandes corrientes de gentío cruzaban la explanada. El hombre del sable, rodeado por la gente de Faverolles, se alejó, con varios contingentes del campo, Vemoux, Corbiére, Marsanne, Pruinas, para rodear al enemigo y cogerlo por el flanco. Otros, Valqueyras, Nazéres, Castel-le-Vieux, Les Roches Noires, Murdaran, se lanzaron a la izquierda, se dispersaron en guerrilla por la llanura de Nores.

Y mientras el paseo se vaciaba, las ciudades, los pueblos que el leñador había llamado en su ayuda se reunían, formaban bajo los olmos una masa oscura, irregular, agrupada al margen de todas las reglas de la estrategia, pero que había rodado hasta allá, como un bloque, para cortar el camino o morir. Plassans se encontraba en el medio de ese batallón heroico. En el tono gris de las blusas y de las chaquetas, en el resplandor azulado de las armas, la pelliza de Miette, que sostenía la bandera con las dos manos, ponía una ancha mancha roja, una mancha de herida fresca y sangrante.

Hubo bruscamente un gran silencio. En una de las ventanas de La Mula Blanca apareció la cabeza macilenta del señor Peirotte. Hablaba, hacía gestos.

—Entre, cierre los postigos —gritaron los insurgentes furiosamente—, va a conseguir que lo maten.

Los postigos se cerraron a toda prisa, y ya sólo se oyeron los pasos cadenciosos de los soldados que se acercaban.

Transcurrió un minuto, interminable. La tropa había desaparecido; estaba escondida en un repliegue del terreno, y pronto los insurgentes divisaron, por el lado de la llanura, a ras del suelo, puntas de bayonetas que brotaban, crecían, oscilaban bajo el sol naciente, como un trigal de espigas de acero. Silvère, en ese momento, con la fiebre que lo sacudía, creyó ver pasar ante él la imagen del gendarme cuya sangre le había manchado las manos; sabía, por los relatos de sus compañeros, que Rengade no había muerto, que tenía simplemente un ojo reventado; y lo distinguía claramente, con su órbita vacía, sangrante, horrible. La idea aguda de aquel hombre, en quien no había vuelto a pensar desde su salida de Plassans, le resultó insoportable. Temió tener miedo. Apretaba violentamente su carabina, los ojos velados por una niebla, ansioso por descargar su arma, por expulsar la imagen del tuerto a tiros. Las bayonetas seguían subiendo lentamente.

Cuando las cabezas de los soldados aparecieron al borde de la explanada, Silvère, con un movimiento instintivo, se volvió hacia Miette. Allí estaba, crecida, con el rostro rosado, entre los pliegues de la bandera roja; se alzaba de puntillas para ver a la tropa; una espera nerviosa hacía latir las aletas de su nariz, mostraba sus dientes blancos de lobo joven entre la rojez de sus labios. Silvère le sonrió. Y aún no había vuelto la cabeza cuando estalló una descarga. Los soldados, de quienes todavía sólo se veían los hombros, acababan de hacer fuego por primera vez. Le pareció que un gran viento pasaba sobre su cabeza, mientras una lluvia de hojas cortadas por las balas caía de los olmos. Un ruido seco, similar al de una rama muerta que se rompe, le llevó a mirar a su derecha. Vio en tierra al alto leñador, aquel cuya cabeza descollaba entre las de los otros, con un agujerito negro en medio de la frente. Entonces descargó su carabina frente a sí, sin apuntar, después cargó, tiró de nuevo. Y esto, siempre, como furibundo, como un animal que no piensa en nada, que se apresura a matar. Ni siquiera distinguía a los soldados: bajo los olmos flotaban humos, similares a jirones de muselina gris. Las hojas seguían lloviendo sobre los insurgentes, la tropa tiraba demasiado alto. A veces, entre los ruidos desgarradores del tiroteo, el joven oía un suspiro, un estertor sordo; alguien daba en la pequeña banda un empujón, como para dejar sitio a los desdichados que caían aferrándose a los hombros de sus vecinos. Durante diez minutos, el fuego prosiguió.

Después, entre dos descargas, un hombre gritó: «¡Sálvese quien pueda!» con un terrible acento de terror. Hubo gruñidos, murmullos de rabia, que decían: «¡Qué cobardes! ¡Oh, qué cobardes!». Corrían frases siniestras: el general había huido; la caballería acuchillaba a los tiradores dispersos por la llanura de Nores. Y los disparos no cesaban, partían irregulares, rayando el humo con bruscas llamas. Una voz ruda repetía que había que morir allí. Pero la voz asustada, la voz del terror, gritaba más fuerte: «¡Sálvese quien pueda! ¡Sálvese quien pueda!». Algunos hombres huyeron, arrojando sus armas, saltando por encima de los muertos. Los otros cerraron filas. Quedó una decena de insurgentes. Dos más emprendieron la huida; y, de los otros ocho, a tres los mataron de un disparo.

Los dos niños se habían quedado maquinalmente, sin entender nada. A medida que el batallón disminuía, Miette elevaba más la bandera; la sostenía, como un gran cirio, ante sí, con los puños cerrados. Estaba acribillada a balas. Cuando a Silvère no le quedaron ya cartuchos en los bolsillos, dejó de disparar y miró su carabina con aire de pasmo. Fue entonces cuando una sombra pasó sobre su cara como si un ave colosal hubiera rozado su frente con un batir de alas. Y alzando los ojos, vio la bandera que caía de las manos de Miette. La niña, con los dos puños apretados sobre el pecho, la cabeza hacia atrás, con una atroz expresión de sufrimiento, giraba lentamente sobre sí misma. No lanzó un grito; se abatió hacia atrás, sobre el lienzo rojo de la bandera.

—Levántate, date prisa —dijo Silvère tendiéndole la mano, perdida la cabeza. Pero ella seguía en el suelo, con los ojos muy abiertos, sin decir una palabra. El comprendió, cayó de rodillas—. ¿Estás herida, dime? ¿Dónde estás herida? —Ella seguía sin decir nada; se ahogaba; lo miraba con sus ojos agrandados, sacudida por cortos escalofríos. Entonces él le apartó las manos—. Es ahí, ¿no? Es ahí. Y rasgó su blusa, le desnudó el pecho. Buscó, no vio nada. Sus ojos se llenaban de lágrimas. Después, bajo el seno izquierdo, distinguió un agujerito rosa; una sola gota de sangre manchaba la herida—. No será nada —balbucía—; voy a ir a buscar a Pascal, él te curará. Si pudieras levantarte… ¿No puedes levantarte?

Los soldados ya no disparaban; se habían lanzado hacia la izquierda, sobre los contingentes guiados por el hombre del sable. En el centro de la explanada vacía, sólo estaba Silvère arrodillado ante el cuerpo de Miette. Con la testarudez de la desesperación, la había cogido en sus brazos. Quería ponerla de pie; pero la niña tuvo tal sacudida de dolor que volvió a acostarla. Le suplicaba:

—Háblame, por favor. ¿Por qué no me dices nada?

Ella no podía. Agitó las manos, con un movimiento suave y lento, para decir que la culpa no era suya. Sus labios apretados se adelgazaban ya bajo el dedo de la muerte. Con el pelo suelto, la cabeza envuelta en los pliegues sangrantes de la bandera, lo único vivo en ella eran sus ojos, unos ojos negros, que brillaban en su rostro blanco. Silvère sollozó. Las miradas de esos grandes ojos afligidos le hacían daño. Veía en ellos una inmensa añoranza de la vida. Miette le decía que partía sola, antes de la boda, que se iba sin ser su mujer; le decía también que era él quien así lo había querido, que habría debido amarla como todos los chicos aman a las chicas. En su agonía, en aquella lucha ruda que su naturaleza sanguínea entablaba con la muerte, lloraba por su virginidad. Silvère, inclinado sobre ella, comprendió los sollozos amargos de esa carne ardiente. Oyó a lo lejos las instigaciones de las viejas osamentas; recordó las caricias que habían quedado en sus labios, de noche, al borde de la carretera; ella se colgaba de su cuello, le pedía todo el amor, y él, él no había sabido, la había dejado marcharse doncella, desesperada por no haber saboreado las voluptuosidades de la vida. Entonces, desolado al verla llevarse sólo de él un recuerdo de escolar y de buen compañero, besó su pecho de virgen, aquellos senos puros y castos que acababa de descubrir. Ignoraba aquel busto estremecido, aquella pubertad admirable. Sus lágrimas le bañaban los labios. Pegaba su boca sollozante a la piel de la niña. Esos besos de amante pusieron una última alegría en los ojos de Miette. Se amaban, y su idilio se desenlazaba en la muerte.

Pero él no podía creer que fuera a morir. Decía:

—No, vas a ver, no es nada… No hables, si sufres… Espera, voy a levantarte la cabeza; después te calentaré, tienes las manos heladas.

El tiroteo se reanudaba, a la izquierda, en los campos de olivos. De la llanura de Nores ascendían sordos galopes de la caballería. Y a veces se oían grandes gritos de hombres degollados. Llegaban humos espesos, se arrastraban bajo los olmos de la explanada. Pero Silvère ya no oía, ya no veía. Pascal, que bajaba corriendo hacia la llanura, lo divisó, tendido en tierra, y se acercó, creyéndolo herido. En cuanto el joven lo hubo reconocido, se aferró a él. Le mostraba a Miette.

—Mire —decía—, está herida, ahí, bajo un pecho… ¡Ah!, qué bueno es al haber venido; la salvará.

En ese momento la moribunda tuvo una ligera convulsión. Una sombra dolorosa pasó por su rostro y, de sus labios apretados, que se abrieron, salió un pequeño soplo. Sus ojos, muy abiertos, quedaron clavados en el joven.

Pascal, que se había inclinado, se levantó diciendo a media voz:

—Está muerta.

¡Muerta! La palabra hizo tambalearse a Silvère. Se había vuelto a poner de rodillas; cayó sentado, como derribado por el pequeño soplo de Miette.

—¡Muerta! ¡Muerta! —repitió—, no es cierto, me mira… Ya ve usted que me mira.

Y agarró al médico por la ropa, conjurándole a que no se fuera, afirmando que se equivocaba, que no estaba muerta, que la salvaría, si quería. Pascal luchó suavemente, diciendo con su voz afectuosa:

—Nada puedo hacer ya, otros me esperan… Déjame, pobre chiquillo; está muerta y bien muerta.

Soltó su presa, se desplomó. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Otra vez esa palabra, que sonaba fúnebre en su cabeza vacía! Cuando estuvo solo, se arrastró junto al cadáver. Miette seguía mirándolo. Entonces se arrojó sobre ella, hundió la cabeza en el pecho desnudo, bañó su piel con sus lágrimas. Fue un arrebato. Posaba furiosamente los labios sobre la redondez naciente de los senos, le insuflaba en un beso toda su llama, toda su vida, como para resucitarla. Pero la niña se enfriaba bajo sus caricias. Sentía que aquel cuerpo inerte se abandonaba en sus brazos. Le asaltó el espanto; se acuclilló; con cara trastornada, los brazos colgantes, y se quedó allí, atónito, repitiendo:

—Está muerta, pero me mira; no cierra los ojos, me sigue viendo.

Esta idea lo llenó de una gran dulzura. No volvió a moverse. Intercambió con Miette una larga mirada, leyendo aún, en aquellos ojos que la muerte volvía más profundos, las últimas añoranzas de la niña que lloraba por su virginidad.

Mientras tanto, la caballería seguía acuchillando a los fugitivos, en la llanura de Nores; los galopes de los caballos, los gritos de los moribundos, se alejaban, se dulcificaban, como una música rentota, traída por el aire límpido. Silvère ya no sabía que se luchaba. No vio a su primo, que subía la pendiente y atravesaba de nuevo el paseo. Al pasar, Pascal recogió la carabina de Macquart, que Silvére había tirado; la conocía por haberla visto colgada de la chimenea de tía Dide, y pensaba en salvarla de manos de los vencedores. Apenas había entrado en la posada de La Mula Blanca, a donde habían llevado gran número de heridos, cuando una oleada de insurgentes, a los que la tropa daba caza como a un rebaño de animales, invadió la explanada. El hombre del sable había huido; eran los últimos contingentes del campo, acosados. Hubo allí una espantosa matanza. El coronel Masson y el prefecto, el señor de Blériot, apiadados, ordenaron en vano la retirada. Los soldados, furiosos, continuaban disparando a los montones, clavando a los fugitivos contra las murallas a bayonetazos. Cuando no tuvieron más enemigos por delante, acribillaron a balas la fachada de La Mula Blanca. Los postigos saltaban en pedazos; una ventana, que estaba entreabierta, fue arrancada con un estruendo resonante de vidrios rotos. Voces lastimeras gritaban en el interior: «¡Los prisioneros! ¡Los prisioneros!». Pero la tropa no oía, seguía tirando. Se vio, en cierto momento, al comandante Sicardot, exasperado, aparecer en el umbral, hablar agitando los brazos. A su lado, el recaudador particular, Peirotte, mostró su menuda estatura, su rostro espantado. Hubo todavía una descarga Y el señor Peirotte cayó al suelo, de narices, como una masa.

Silvère y Miette se miraban. El joven había permanecido inclinado sobre la muerta, en medio del tiroteo y de los aullidos de agonía, sin volver siquiera la cabeza. Sintió solamente hombres a su alrededor, lo invadió un sentimiento de pudor: echó los pliegues de la bandera roja sobre Miette, sobre su pecho desnudo. Después continuaron mirándose.

Pero la lucha había acabado. La muerte del recaudador particular había saciado a los soldados. Unos hombres corrían, explorando todos los rincones de la explanada, para no dejar escapar a un solo insurgente. Un gendarme, que divisó a Silvère bajo los árboles, corrió allá, y viendo que tenía que habérselas con un niño:

—¿Qué haces ahí, galopín? —le preguntó. Silvère, los ojos en los ojos de Miette, no respondió—. ¡Ah, qué bandido, tiene las manos negras de pólvora! —exclamó el hombre, que se había bajado—. ¡Vamos, en pie, canalla! Verás lo que te espera. —Y como Silvère, sonriendo vagamente, no se movía, el hombre se percató de que el cadáver que se encontraba allí, en la bandera, era un cadáver de mujer—: ¡Guapa chica, lástima! —murmuro—. Tu amante, ¿eh? ¡Crápula! —Después agregó, con un risa de gendarme—: ¡Vamos, en pie!… Ahora que está muerta, no querrás acostarte con ella.

Tiró violentamente de Silvère, lo puso en pie, se lo llevó como a un perro al que arrastran de una pata. Silvère se dejó arrastrar, sin una palabra, con una obediencia de niño. Se volvió, miró a Miette. Le desesperaba dejarla completamente sola, bajo los árboles. La vio de lejos, por última vez. Permanecía allí, casta, en la bandera roja, con la cabeza levemente inclinada, con sus grandes ojos que miraban al vacío.

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