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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (29 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¡Ya verás cómo subo a los árboles! —decía Miette orgullosamente—. Cuando estaba en Chavanoz, llegaba hasta lo alto de los nogales del tío André. ¿Nunca has cogido urracas? ¡Es lo más difícil!

Y se entablaba una discusión sobre la forma de trepar por los álamos. Miette daba su opinión francamente, como un muchacho.

Pero Silvère, cogiéndola por las rodillas, la había bajado al suelo, y caminaban uno al lado del otro, con los brazos por la cintura. Mientras discutían sobre la manera en que se deben poner los pies y las manos en el nacimiento de las ramas, se apretaban aún más, sentían bajo sus abrazos calores desconocidos que los quemaban con extraño gozo. Nunca el pozo les había procurado tales placeres. Seguían siendo niños, tenían juegos y conversaciones de chiquillos, y saboreaban goces de enamorados, aunque sin saber hablar de amor, sólo con cogerse de la punta de los dedos. Buscaban la tibieza de sus manos, asaltados por una instintiva necesidad, ignorando a dónde iban sus sentidos y su corazón. En esa hora de feliz ingenuidad, se ocultaban incluso la singular emoción que se daban mutuamente al menor contacto. Sonrientes, extrañados a veces de la dulzura que fluían por ellos, en cuanto se tocaban, se abandonaban secretamente a la suavidad de sus nuevas sensaciones, mientras seguían conversando, como dos escolares, de los nidos de urraca que son tan difíciles de alcanzar.

Y caminaban, en el silencio del sendero, entre las pilas de tablas y la tapia del Jas-Meiffren. Jamás sobrepasaban el extremo de aquel estrecho callejón sin salida, volviendo sobre sus pasos a cada vez. Estaban en su casa. A menudo, Miette, feliz de sentirse tan bien escondida, se detenía y se felicitaba por su descubrimiento:

—¡Sí que tuve buena mano! —decía encantada—. ¡Aunque anduviéramos una legua, no encontraríamos un escondite mejor!

La hierba espesa ahogaba el ruido de sus pasos. Estaban anegados en una ola de tinieblas, mecidos entre dos oscuras orillas, sin ver más que una franja de un azul intenso, sembrada de estrellas, por encima de sus cabezas. Y en la vaguedad del suelo que hollaban, en ese parecido de la vereda a un arroyo de sombras fluyendo bajo el cielo negro y oro, experimentaban una emoción indefinible, bajaban la voz, aunque nadie pudiera escucharlos. Entregándose a esas ondas silenciosas de la noche, la carne y el espíritu flotantes, se contaban, esas noches, las mil naderías de la jornada, con temblores de enamorados.

Otras veces, en las noches claras, cuando la luna recortaba nítidamente las líneas del muro y de las pilas de tablas, Miette y Silvère conservaban su despreocupación de niños. La vereda se alargaba, iluminada por rayas blancas, muy alegre, sin incógnitas. Y los dos amigos se perseguían, reían como chavales en el recreo, se aventuraban incluso a trepar a las pilas de tablas. Silvère tenía que asustar a Miette, diciéndole que Justin quizá estuviera detrás de la tapia, acechándola. Entonces, aún jadeantes, caminaban uno junto al otro, prometiéndose ir a correr un día por los prados de Santa Clara, para saber cuál de los dos atraparía al otro más de prisa.

Sus amores nacientes se acomodaban así a las noches oscuras y a las noches límpidas. Su corazón estaba siempre despierto, y bastaba un poco de sombra para que su abrazo fuese más dulce y su risa más blandamente voluptuosa. El amado retiro, tan alegre al claro de luna, tan extrañamente conmovido en las noches sombrías, les parecía inagotable en estallidos de gozo y en silencios estremecidos. Y hasta media noche se quedaban allá, mientras la ciudad se dormía y las ventanas del arrabal se apagaban una a una.

Nunca vieron perturbada su soledad. A esa hora avanzada los chiquillos ya no jugaban al escondite detrás de las pilas de tablas. A veces, cuando los jóvenes oían algún ruido, una canción de obreros que pasaban por la carretera, voces que llegaban de las aceras vecinas, se aventuraban a echar una mirada al ejido de San Mittre. El campo de vigas se extendía, vacío, poblado por raras sombras. En las veladas tibias, veían allí vagas parejas de enamorados, viejos sentados en los maderos, al borde del camino real. Cuando las noches se volvían más frescas, sólo distinguían el ejido melancólico y desierto, algún fuego de gitanos, ante el cual pasaban grandes sombras negras. El aire en calma de la noche les traía palabras y sonidos perdidos, las buenas noches de un burgués que cerraba su puerta, el chasquido de un postigo, las campanadas graves de los relojes, todos esos ruidos menguantes de una ciudad de provincias que se acuesta. Y cuando Plassans estaba dormido, oían aún las disputas de los gitanos, el chisporroteo de su hoguera, en medio del cual se alzaban bruscamente voces guturales de jovencitas cantando en una lengua desconocida, llena de acentos rudos.

Pero los enamorados no miraban mucho rato afuera, al ejido de San Mittre; se apresuraban a volver a su hogar, seguían caminando a lo largo de su amado sendero cerrado y discreto. ¡Poco les preocupaban los demás, la ciudad entera! Las pocas tablas que los separaban de la gente maligna les parecían, a la larga, una barrera infranqueable. Estaban tan solos, eran tan libres en aquel rincón situado en pleno arrabal, a cincuenta pasos de la puerta de Roma, que a veces se imaginaban estar muy lejos, al fondo de alguna cavidad del Viorne, en campo raso. De todos los ruidos que llegaban a ellos, sólo escuchaban uno con una emoción inquieta, el de los relojes sonando lentamente en la noche. Cuando daba la hora, a veces fingían no oírla, a veces se paraban en seco, como para protestar. Sin embargo, por más que se concedieran diez minutos de gracia, tenían que decirse adiós. Habrían jugado, habrían charlado hasta la madrugada, con los brazos enlazados, con el fin de experimentar ese singular ahogo cuyas delicias saboreaban en secreto, con continuas sorpresas. Miette se decidía por fin a subir por su tapia. Pero aún no se había acabado, la despedida duraba todavía un cuarto de hora largo. Después de franquear el muro, la niña se quedaba allí, de codos sobre la albardilla, sujeta por las ramas de la morera que le servía de escalera. Silvère, de pie en la lápida sepulcral, podía cogerle las manos, seguir charlando a media voz. Repetían más de diez veces: «¡Hasta mañana!», y siempre encontraban nuevas palabras. Silvère rezongaba:

—Vamos, baja; son más de las doce.

Pero, con testarudez de muchacha, Miette quería que él bajase el primero; deseaba verlo irse. Y como el joven se las tenía tiesas, ella acababa por decir bruscamente, para castigarlo, sin duda:

—Voy a saltar, vas a ver.

Y saltaba de la morera, con gran susto de Silvère. Oía el ruido sordo de su caída; luego ella huía con un estallido de risa, sin querer contestar a su último adiós. Él se quedaba unos instantes mirando su sombra vaga hundirse en la oscuridad, y lentamente bajaba a su vez, se dirigía al callejón de San Mittre.

Durante dos años, fueron allí cada día. Disfrutaron, en sus primeras citas, de algunas hermosas noches todavía tibias. Los enamorados pudieron creerse en mayo, en el mes de los estremecimientos de la savia, cuando un buen olor a tierra y a hojas nuevas se arrastra en el aire cálido. Aquel rebrote, aquella primavera tardía, fue para ellos como una gracia del cielo, que les permitió correr libremente por el sendero y estrechar su amistad con apretados lazos.

Después llegaron las lluvias, las nieves, las heladas. Aquellos malos humores del invierno no los contuvieron. Miette ya no vino sin su pelliza parda, y ambos se burlaron del mal tiempo. Cuando la noche era seca y clara, cuando leves soplos levantaban bajo sus pasos un polvillo blanco de helada, y les herían el rostro como golpecitos de finas varillas, se guardaban de sentarse; iban y venían más de prisa, envueltos en la pelliza, con las mejillas amoratadas, los ojos llorosos de frío; y se reían, sacudidos por entero de gozo por su rápida marcha en el aire helado. Una noche de nieve se divirtieron haciendo una enorme bola, que llevaron rodando hasta un rincón; se quedó allí un mes largo, lo cual los llenó de asombro a cada nueva cita. La lluvia no los asustaba mucho más. Se vieron con terribles aguaceros que los calaban hasta los huesos. Silvère acudía diciéndose que Miette no cometería la locura de ir; y cuando Miette llegaba a su vez, no sabía cómo regañarla. En el fondo, la esperaba. Acabó por buscar un refugio contra el mal tiempo, sabiendo que saldrían de todas maneras, pese a su mutua promesa de no poner los pies fuera cuando lloviese. Para encontrar un techo, sólo tuvo que ahuecar una pila de tablas; retiró algunos pedazos de madera, que dejó sueltos, para que pudiera desplazarlos y volverlos a colocar fácilmente. A partir de entonces, los enamorados tuvieron a su disposición una especie de garita baja y estrecha, un agujero cuadrado, donde sólo podían estar apretados el uno contra el otro, sentados en la punta de un tablón, que dejaban en el fondo de su cobijo. Cuando caía agua, el primero en llegar se refugiaba allí; y cuando se encontraban reunidos, escuchaban con un gozo infinito el aguacero que golpeaba las pilas de tablas con sordos redobles de tambor. Ante ellos, a su alrededor, en la negrura de tinta de la noche, había un gran chorrear que ellos no veían, y cuyo ruido continuo semejaba la alta voz de una muchedumbre. Estaban muy solos, empero, en el fin del mundo, en el fondo de las aguas. Jamás se sentían tan felices, tan separados de los otros, como en medio de ese diluvio, en esa pila de tablas, amenazados a cada instante de verse arrastrados por los torrentes del cielo. Sus rodillas dobladas llegaban casi a ras de la abertura, y ellos se hundían lo más posible, las mejillas y las manos bañadas en un fino polvo de lluvia. A sus pies, gruesas gotas caídas de las tablas chapoteaban acompasadas. Y tenían calor con la pelliza parda; estaban tan estrechos que Miette se encontraba a medias sobre las rodillas de Silvère. Parloteaban; después enmudecían, invadidos por una languidez, adormilados por la tibieza de su abrazo y por el redoble monótono del aguacero. Así estaban horas, con ese amor a la lluvia que hace caminar gravemente a las niñas pequeñas, en días de tormenta, con una sombrilla abierta en la mano. Acabaron prefiriendo las veladas lluviosas. Sólo que su separación resultaba entonces más penosa. Era preciso que Miette salvase su muro bajo una lluvia insistente, y que cruzase los charcos del Jas-Meiffren en plena oscuridad. En cuanto ella salía de sus brazos, Silvère la perdía en las tinieblas, en el clamor del agua. Escuchaba en vano, ensordecido, cegado. Pero la inquietud en que los sumía a los dos esta brusca separación era un encanto más; hasta el día siguiente se preguntaban si no les habría ocurrido algo, con aquel tiempo de perros; podían haber resbalado, quizá se habían extraviado, temores que los absorbían tiránicamente a uno y otro, y que hacían más tierna la entrevista siguiente.

Por fin volvieron los días buenos, abril trajo noches dulces, la hierba del sendero creció locamente. En aquella oleada de vida que fluía del cielo y ascendía de la tierra, entre las embriagueces de la joven estación, a veces los enamorados añoraron su soledad invernal, las tardes de lluvia, las noches heladas, durante las cuales estaban tan perdidos, tan lejos de todo ruido humano. Ahora el día no caía ya tan pronto; maldecían los largos crepúsculos y cuando la noche se había hecho tan negra como para que Miette pudiera trepar por el muro sin peligro de ser vista, cuando habían conseguido por fin deslizarse en su sendero, ya no encontraban en él el aislamiento que agradaba a su salvajismo de niños enamorados. El ejido de San Mittre se poblaba, los chiquillos del arrabal se quedaban sobre las vigas, persiguiéndose y gritando, hasta las once; ocurrió incluso a veces que uno de ellos fue a esconderse tras las pilas de tablas, lanzando a Miette y Silvère la risa descarada de un golfo de diez años. El temor de verse sorprendidos, el despertar, los ruidos de la vida que crecían en torno a ellos, a medida que la estación se volvía más cálida, dieron inquietud a sus entrevistas.

Además empezaban a ahogarse en la estrecha vereda. Jamás ésta se había estremecido con un temblor tan ardiente; jamás el suelo, ese mantillo donde dormían las últimas osamentas del antiguo cementerio, había dejado escapar hálitos más turbadores. Y había en ellos aún demasiada infancia para disfrutar del encanto voluptuoso de aquel agujero perdido, tan febril con la primavera. Las hierbas les llegaban a las rodillas; iban y venían con dificultad, y cuando aplastaban los jóvenes brotes, ciertas plantas exhalaban olores acres que los embriagaban. Entonces, presa de extrañas lasitudes, turbados y vacilantes, los pies como atados por las hierbas, se adosaban al muro con los ojos entrecerrados, sin poder avanzar más. Les parecía que toda la languidez del cielo penetraba en ellos.

Su petulancia de escolares concordaba mal con aquellas debilidades súbitas, y acabaron por acusar a su retiro de carecer de aire y por decidirse a ir a pasear su ternura más lejos, en pleno campo. Entonces hubo, cada noche, nuevas escapadas. Miette vino con su pelliza; los dos se enterraban en la amplia prenda, se deslizaban a lo largo de los muros, alcanzaban el camino real, los campos libres, los campos anchos, donde el aire circulaba poderosamente como las olas en alta mar. Y ya no se ahogaban, recobraban allí su infancia, sentían disiparse los vahídos, las embriagueces que les causaban las altas hierbas del ejido de San Mittre.

Exploraron durante dos veranos aquel rincón de la comarca. Cada punta de roca, cada banco de césped los conoció pronto; y no había grupo de árboles, seto, zarzal que no fuera amigo suyo. Realizaron su sueños: hubo locas carreras por los prados de Santa Clara, y Miette corría de lo lindo, y Silvère tenía que dar sus mayores zancadas para atraparla. Fueron también en busca de nidos de urraca; Miette, cabezona, queriendo demostrar cómo trepaba a los árboles, en Chavanoz, se ataba las faldas con un trozo de cordel, y subía a los álamos más altos; abajo, Silvère temblaba, con los brazos hacia delante, como para recibirla en el caso de que resbalase. Estos juegos apaciguaban sus sentidos, hasta el extremo de que una tarde estuvieron a punto de pegarse como dos galopines que salen de la escuela. Pero, en la ancha campiña, había también hoyos que no les resultaban perjudiciales en nada. Mientras caminaban, surgían risas ruidosas, empujones, chanzas; recorrían leguas, llegaban a veces hasta la cadena de Les Garrigues, seguían los senderos más estrechos, y a menudo atajaban a campo traviesa; la comarca les pertenecía, vivían en ella como en país conquistado, disfrutando de la tierra y del suelo. Miette, con esa manga ancha de las mujeres, no se cohibía para coger un racimo de uvas, una rama de almendras verdes, en los viñedos, en los almendros, cuyos ramos la azotaban al pasar; eso contrariaba las ideas absolutas de Silvère, sin que se atreviera por lo demás a regañar a la jovencita, cuyos escasos enfurruñamientos le desesperaban. «¡Ah, qué mala! —pensaba dramatizando puerilmente la situación—, hará de mí un ladrón». Y Miette le metía en la boca su parte de la fruta robada. Las astucias que él empleaba —llevándola del talle, evitando los árboles frutales, haciendo que lo persiguiera por las cepas—, para apartarla de esa necesidad instintiva de saqueo, agotaban pronto su imaginación. Y la obligaba a sentarse. Entonces volvían a ahogarse. Las hondonadas del Viorne, sobre todo, estaban llenas para ellos de una sombra febril. Cuando la fatiga los llevaba a orillas del torrente, perdían su hermosa alegría de chiquillos. Bajo los sauces flotaban tinieblas grises, semejantes a los crespones almizclados de un tocado femenino. Los niños sentían que esos crespones, como perfumados y tibios aún de los hombros voluptuosos de la noche, acariciaban las sienes, los envolvían en una invencible languidez. A lo lejos, los grillos cantaban en los prados de Santa Clara, y el Viorne tenía a sus pies voces susurrantes de enamorados, ruidos dulcificados de labios húmedos. Del cielo dormido traía una lluvia cálida de estrellas. Y bajo el temblor de ese suelo, de esas aguas, de esa sombra, los niños, acostados de espaldas, en plena hierba, uno al lado del otro, desfallecidos y con las miradas perdidas en la negrura, se buscaban las manos, intercambiaban un corto apretón.

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