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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (3 page)

BOOK: La gaya ciencia
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4. Lo que conserva la especie.

Lo espíritus más fuertes y malvados son los que hasta ahora han contribuido en mayor medida al progreso de la humanidad; nunca dejaron de inflamar una y otra vez las pasiones adormecidas —pues toda sociedad ordenada adormece las pasiones—, ni cesaron de despertar siempre el espíritu de comparación y de contradicción, el gusto por la novedad, por las tentativas audaces, por lo nunca experimentado; ellos fueron quienes forzaron a los hombres a contraponer una opinión a otra, un modelo a otro. Agitaron armas, derribaron límites fronterizos, vulneraron el espíritu de piedad; ¡pero crearon también religiones y morales nuevas! La misma «maldad» —que desacredita a un conquistador— se da en todo maestro y predicador de lo nuevo, aunque se manifieste de un modo tan sutil que no ponga al punto los músculos en movimiento, ni provoque semejante descrédito precisamente por dicha sutileza. Pero lo nuevo es siempre el Mal, pues únicamente quiere conquistar, pisotear los antiguos límites fronterizos y las antiguas piedades; ¡y sólo lo antiguo constituye el Bien! Los buenos de todas las épocas son los que cultivan a fondo los pensamientos antiguos y los aprovechan. Aunque al final este ejercicio ya no resulte y entonces sea necesario que el arado del Mal venga de nuevo a remover lo cultivado. Hay ahora una herejía fundamental de la mora, preconizada particularmente en Inglaterra, según la cual los juicios sobre lo que es «bueno» y lo que es «malo» traducirían la suma de experiencias de lo «útil» y de lo «inútil»; se llama bueno a todo lo que conserva a la especie y malo a todo lo que le es perjudicial. No obstante, a decir verdad, los impulsos malvados son tan útiles, indispensables y convenientes para la conservación de la especie como los buenos impulsos; únicamente cumplen, una función distinta.

5. Los deberes absolutos.

Aquellos hombres que necesitan de las palaras y de las entonaciones más enérgicas, de los gestos y de las actitudes más elocuentes para realizar una acción de una manera general, y me refiero a los revolucionarios, a los socialistas, a los predicadores (sean cristianos o no) y a quienes no soportarían un éxito a medias; todos esos hombres, digo, hablan de «deberes» y siempre de deberes que tienen un carácter absoluto, so pena de no legitimar el gran
pathos
que los agita, lo saben muy bien. De este modo, recurren a las filosofías orales que predican cualquier imperativo categórico, o bien se apropian de una parte de una religión, como hizo, por ejemplo, Mazzini. Puesto que pretenden que se confíe en ellos de una manera absoluta, necesitan antes confiar en símismos también de una manera absoluta, en virtud de alguna ley suprema, indiscutible e inefable en sí, de la que se sienten servidores o instrumentos y haciéndose pasar por tales. Aquí se incluyen los adversarios más naturales e influyentes de la emancipación y del escepticismo respecto al orden moral, si bien estos son escasos. Por el contrario, encontramos un tipo de adversarios muy amplio y extendido por todas partes, a quienes les interesa someterse aunque la reputación y el honor exijan lo opuesto. Cualquiera que se sienta deshonrado ante la idea de ser el instrumento de un príncipe, de un partido, de una secta, o incluso de un poder económico —como el que desciende de una familia de antiguo estirpe, por ejemplo—, pero que no quiere ser menos o se ve forzado a ser semejante instrumento, necesita, ame sus ojos y ante la opinión, patéticos principios que pueda formular en todo momento; principios de un deber absoluto a los que sea legítimo someterse y mostrarse sometido sin pudor alguno. Las formas más sutiles de servilismo se hallan adheridas al imperativo categórico, siendo así el enemigo mortal de quienes quieren despojar al deber de su carácter absoluto. Por eso les exige decoro y no sólo decoro.

6. Pérdida de dignidad.

La meditación ha perdido toda la dignidad de la forma; el rito, la actitud solemne del reflexivo, se ha convertido en motivo de risa, y ya no seríamos capaces de soportar a un sabio al estilo antiguo. Pensamos demasiado rápido y sobre la marcha, en medio de problemas de todo tipo, aunque se trate de las cosas más serias; necesitamos poca preparación, incluso poco silencio; ocurre como si lleváramos en la cabeza una máquina constantemente en movimiento, que hasta en las condiciones menos favorables no deja de actuar. Antiguamente se observaba en el aspecto de cualquiera cuándo necesitaba un momento para reflexionar —¡pero eso era algo excepcional!—. Si a partir de un determinado momento alguien quería adquirir más sabiduría y esperaba que le llegase una idea, entonces ponía una cara como si estuviera rezando y se detenía; cuando le «llegaba» la idea, permanecía horas inmóvil en la calle, sobre un pie o sobre los dos. ¡Todo «se merecía esa idea».!

7. Notas para los laboriosos.

Quien quiera estudiar de ahora en más las cuestiones morales tendrá ante sí un inmenso campo de trabajo. Hay toda una serie de pasiones que deben ser meditadas por separado, observadas aisladamente a través de las épocas y de los pueblos, en los individuos grandes y pequeños; ¡hay que sacar a la luz su forma de razonar, su forma de apreciar los valores y de aclarar las cosas! Hasta hoy nada de lo que le da color a la existencia ha tenido todavía su historia, pues ¿cuándo se ha llevado a cabo una historia del amor, de la codicia, de la envidia, de la conciencia, de la piedad, de la crueldad? Apenas se ha logrado totalmente realizar una historia del derecho o de los castigos. ¿Se ha pensado alguna vez en convertir en materia de estudio las diferentes divisiones de la jornada, las consecuencias de una fijación regular del trabajo, de las fiestas y de los días de descanso? ¿Se conocen los efectos morales de los alimentos? ¿Existe una filosofía de la nutrición? (¡Nada prueba mejor la inexistencia de tal filosofía que la agitación que constantemente estalla a favor y en contra del vegetarianismo!) ¿Se han recopilado alguna vez las experiencias de la vida en comunidad, por ejemplo, o de la vida eclesiástica? ¿Se ha expuesto la dialéctica de la vida conyugal o de la amistad? ¿Han encontrado los teóricos las distintas costumbres de los sabios, de los comerciantes, de los artistas, de los artesanos? ¿Tan dificil resulta pensar en eso? Todo lo que los hombres han considerado hasta hoy como sus «necesidades vitales», toda la razón, la pasión y la superstición que han supuesto por tales, ¿se han investigado a fondo alguna vez? La simple observación de las diversas formas de crecimiento que los impulsos humanos han adoptado y que podrían adoptar como consecuencia de los diferentes climas morales supone ya un trabajo inabarcable hasta para el más laborioso. Se necesitarán generaciones enteras de sabios colaborando metódicamente para agotar los puntos de vista y la materia de este campo. Lo mismo cabe decir respecto de la demostración de las razones que determinan la diferencia de climas morales («¿por qué brilla en tal zona el sol de un determinado juicio moral, de un criterio de valor y aquel en otra?»). Este nuevo trabajo consistiría también en determinar el carácter erróneo de todas estas razones y la naturaleza misma del juicio moral que ha prevalecido hasta hoy. Suponiendo que se realicen todas estas tareas, pasaría a primer plano la cuestión más espinosa: ¿estaría la ciencia en condiciones de fijar objetivos a la acción, tras haberse mostrado capaz de abolir y de aniquilar semejantes objetivos? Empezaría entonces una experimentación susceptible de satisfacer a toda clase de heroísmos, una experimentación que duraría varios siglos, capaz de eclipsar a todos los grandes trabajos y a todos los sacrificios que se han dado en la historia. La ciencia no ha levantado aún sus ciclópeos edificios; también llegará el momento de hacerlo.

8. Virtudes inconscientes.

Todas aquellas cualidades de las que tiene conciencia un hombre —sobre todo cuando presupone que son también visibles y evidentes a los de su entorno— se hallan sometidas a unas leyes de la evolución totalmente distintas a las cualidades que ignora o que desconoce y que escapan, incluso, a los ojos del observador más riguroso, en virtud de su estrechez, pudiendo quedar disimuladas como si no existieran. Lo mismo sucede con las finas «esculturas» que hay en las escamas de los reptiles; sería un error tomarlas por un adorno o un arma —pues no se las distingue más que por el microscopio, es decir, mediante una agudeza artificial que no poseen los animales de la misma especie, para quienes serían un adorno o un arma—. Nuestras cualidades morales visibles, más aún, las que creemos visibles, siguen su camino, mientras que las cualidades invisibles de igual denominación y que, respecto a las otras, no son para nosotros ni adorno ni arma, siguen también su camino; un camino totalmente diferente, con líneas, matices y contornos que tal vez harían las delicias de un dios que dispusiera de un microscopio divino. Poseemos, por ejemplo, celo, ambición, perspicacia… Eso todo el mundo lo sabe. Pero, además, es probable que tengamos nuestro celo, nuestra ambición, nuestra perspicacia y sucede que para distinguir unas escamas de reptil como las nuestras, no se ha inventado aún el microscopio. Aquí los partidarios de la moral instintiva dirán: «¡Bravo! Por lo menos se acepta la posibilidad de que tengamos virtudes inconscientes, ¡con eso basta!». Qué modestos son.

9. Nuestras erupciones.

Innumerables aptitudes que han sido apropiadas por la humanidad en épocas anteriores, pero que son aún tan débiles y embrionarias que nadie percibiría su incorporación, salen bruscamente a la luz mucho después de su adquisición, incluso siglos más tarde; en el intervalo se han fortalecido, han madurado. Parece que faltase tal talento y virtud en determinadas épocas, en determinados hombres. Sin embargo, basta con esperar a los nietos y a los hijos de estos últimos; si se tiene tiempo de esperar, ellos sacarán a plena luz del día la interioridad de sus abuelos, esa interioridad de la que éstos no tenían la menor sospecha. Con frecuencia es el hijo quien revela el secreto del padre, por eso este último se comprende mejor a sí mismo cuando tiene un hijo. Todos llevamos en nosotros plantaciones y jardines secretos; y todos somos volcanes en actividad que aguardan el momento de su erupción. Nadie, ni el propio Dios, sabe con seguridad si ese momento está próximo o lejano.

10. Una especie de atavismo.

Me gusta considerar a los hombres extraños de una época como brotes tardíos de civilizaciones acabadas, nacidos de sus fuerzas y surgidos bruscamente, como el atavismo de un pueblo y de sus costumbres, por así decirlo; de esa forma, efectivamente, queda aún algo por comprender en esos hombres. Hoy parecen extraños, raros, extraordinarios y quien experimente en, sí mismo la presencia de tales fuerzas tiene el deber de cultivarlas, de defenderlas, de honrarlas, de educarlas frente a un mundo distinto y refractario. Así, se convierte en un gran hombre o en un individuo desquiciado y raro, siempre y cuando no fallezca en el intento. En otro tiempo, esas cualidades excepcionales eran comunes y por consiguiente pasaban por vulgares, no jerarquizaban. A lo mejor eran requeridas, presupuestas; era imposible lograr grandeza con ellas porque no implicaban el riesgo de que llevaran a la locura o a la soledad. Estos rebrotes de impulsos antiguos se producen singularmente en las familias y en las castas conservadoras (
erhaltend
) de un pueblo, en tanto que hay pocas oportunidades de que esta especie de atavismo se dé donde las razas, las costumbres o los criterios de valor cambien demasiado rápidamente. Respecto a las fuerzas de la evolución de los pueblos, el movimiento tiene la misma importancia que en la música; en el caso al que me refiero es absolutamente necesario que eI movimiento de la evolución sea un andante, pues éste es el movimiento de un espíritu apasionado y lento —y en este sentido actúa el espíritu de las familias conservadoras (
conservativ
).

11. La conciencia.

La conciencia es la última y más tardía evolución de la vida orgánica y, por consiguiente, lo más inacabado y frágil que hay en ella. De la vida consciente proceden innumerables errores que hacen que un animal o un ser humano perezcan antes de lo que hubiera sido necesario —«a pesar del destino», como dijo Homero—. De no existir el vínculo conservador de los instintos, que es infinitamente más fuerte, y la virtud reguladora que ejerce en el conjunto, la humanidad tendría que haber fallecido a causa de sus juicios pervertidos, de sus delirios en estado de vigilia, de su falta de fundamento, de su credulidad; en suma, de su vida consciente. Aunque para ser más claro, diría que sin todos esos fenómenos la humanidad habría perecido hace mucho. Antes de que una función se desarrolle y madure, constituye un peligro para el organismo, por eso ¡tanto mejor si durante ese tiempo es duramente tiranizada! Así se ve esclavizada la conciencia, e indudablemente no es su propio orgullo lo menos tiránico. ¡Se cree que aquí está el núcleo, lo que tiene de permanente, de eterno, de último, de más original el ser humano! ¡Se considera a la conciencia como una cantidad estable y determinada! ¡Se niega su crecimiento, su intermitencia! ¡Se la concibe como «unidad del organismo»! Esta sobrestimación y este desconocimiento ridículos de la conciencia han tenido la consecuencia feliz de impedir su elaboración demasiado rápida. Los hombres creían estar ya en posesión de la conciencia, por eso se han preocupado poco en adquirirla, ¡y aún hoy apenas han cambiado las cosas! Asimilar el saber, hacerlo instintivo representa una tarea totalmente nueva, apenas perceptible, de la que la mirada humana simplemente vislumbra el resplandor. O sea, constituye una tarea que sólo resulta pertinente a los ojos de quienes han comprendido que hasta ahora sólo habíamos asimilado nuestros errores y que toda nuestra conciencia no se refiere más que a ellos.

12. Los objetivos de la ciencia.

¿Tenemos que aceptar que la finalidad de la ciencia sea procurar al hombre el mayor número de placeres posible y el menor desencanto posible? Pero ¿cómo hacerlo, si el placer y el desencanto se encuentran tan unidos que quien quisiera tener el mayor número de placeres posible debe sufrir, al menos, la misma cantidad de desencanto; que quien quisiera aprender a «dar saltos de alegría» debe prepararse para «estar triste hasta la muerte»? Tal vez así suceda. Al menos eso creían los estoicos, consecuentes en la medida en que deseaban el menor placer posible para conseguir de la vida el menor desencanto que se pueda (la sentencia que tenían constantemente en la boca, «el virtuoso es el más feliz», podía servir tanto de enseñanza de escuela dirigida a la gran masa, como de casuística sutil para los refinados). Hoy seguimos ante la misma elección; o el menor desencanto posible, realizado en la ausencia de dolor-y en el fondo los socialistas y los políticos de cualquier partido no deberían honradamente prometer más a sus gentes—, o el mayor desencanto posible al precio de una superabundancia creciente de goce y de placeres refinados. Si la decisión pasa por el primer aspecto con la intención de disminuir y reducir la propensión de loshombres al dolor, habrá que disminuir y reducir también su propensión al goce. En realidad, con ayuda de la ciencia, se puede lograr tanto lo uno como lo otro. Quizás la ciencia sea más conocida hoy por los poderosos medios que tiene de privar al hombre de sus alegrías, de hacerlo más frío, más parecido a una estatua, más estoico. ¡Pero puede llegar un día en que la ciencia aparezca como la gran suministradora de dolor! ¡Y tal vez entonces se descubra, a la vez, su fuerza contraria, su inmenso poder para hacer brillar nuevas estrellas de goce!

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