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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (4 page)

BOOK: La gaya ciencia
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13. Para la doctrina del sentimiento de poder.

Cuando hacemos bien o mal a otros, ejercemos sobre ellos nuestro poder, sin desear otra cosa. Haciéndoles mal, lo ejercemos sobre aquellos a quienes necesitamos antes que nada hacérselo experimentar; para este fin; el dolor es un medio mucho más sensible que el placer, pues el dolor pregunta siempre las razones, mientras que el placer se inclina a no considerarse más que a sí mismo sin mirar más allá. Haciendo y queriendo bien, ejercemos nuestro poder sobre quienes ya dependen de nosotros de alguna forma (porque tienen la costumbre de pensar en nosotros como en sus razones); de este modo, queremos aumentar su propio poder porque así aumentamos el nuestro, o bien queremos mostrarles las ventajas que obtienen dependiendo de nosotros. Así se sentirán más satisfechos de su condición y más hostiles, más combativos respecto de los enemigos de nuestro propio poder. Los sacrificios que suframos al hacer bien o mal no cambian en nada el valor último de nuestros actos; aunque pongamos en juego nuestra vida como el mártir lo hace por su Iglesia, siempre es un sacrificio que hacemos en aras de nuestra sed de poder, o para conservar al menos el sentimiento que tenemos de él. ¡Cuántas posesiones no abandona quien quiere salvaguardar el sentimiento de «estar en posesión de la verdad».!

¡Cuántas cosas no arroja por la borda para mantenerse en «las alturas», es decir, por encima de quienes no tienen la verdad! Sin dudarlo, el estado en el cual hacemos el mal raras veces es tan agradable y tan puro como el estado en el que hacemos el bien —esto es señal de que aún nos falta poder, o una muestra de la contrariedad que supone esta insuficiencia, y de que la necesidad que tenemos de obrar así entraña nuevos riesgos y nuevas incertidumbres respecto al poder que ya poseemos y oscurece nuestro horizonte con la amenaza de venganzas, de burlas, de castigos, de fracasos—. Sólo los hombres más exasperados y ávidos de sentimiento de poder pueden experimentar más deleite marcando con su sello a quienes se les resisten, puesto que les resulta cargante y aburrido contemplar a quien ya está sometido (en cuanto que es objeto de su benevolencia). Todo depende de la forma habitual en que cada uno condimenta su vida; es más gustoso preferir un crecimiento lento de poder que otro brusco, uno más seguro que otro arriesgado o temerario, eligiéndose tal o cual especie según el temperamento de cada cual. Una presa fácil es algo despreciable para las naturalezas altivas, quienes no se sienten bien sino ante hombres a quienes nada ha podido doblegar y que podrían serles hostiles; sólo son atraídas por la visión de posesiones difícilmente accesibles; semejantes naturalezas se muestran a menudo duras con quien sufre, pues éste les parece indigno de su orgullo y de su esfuerzo. Por el contrario, esos hombres se muestran tanto más corteses con sus iguales, con quienes el combate y la lucha serían honrosos si alguna vez se presentara la ocasión. El sentimiento de bienestar que va unido a esa forma de vivir se refleja en la costumbre que han tenido los caballeros en sus combates de testimoniarse una cortesía exquisita. La compasión es siempre el sentimiento más agradable que experimentan los menos orgullosos, quienes no ambicionan grandes conquistas; para ellos una presa fácil —como lo es todo el que sufre les resulta algo encantador. Se elogia la compasión como virtud, que es más bien de mujeres de vida alegre.

14. Todo lo que llaman amor.

Codicia y amor, ¡qué sentimientos y cuántas diferencias nos sugieren cada uno de estos términos! Y, sin embargo, podría ocurrir que setratara del mismo impulso, pero designado de dos modos distintos; o bien de forma calumniosa desde el punto de vista de los saciados, para quienes este impulso ha tenido ya alguna satisfacción y que temen perder lo que «tienen»; o bien desde la perspectiva de los insatisfechos, de los ávidos, que glorifican consiguientemente dicho impulso porque lo consideran «bueno». ¿No es nuestro amor al prójimo un impulso a adquirir una nueva propiedad? ¿No sucede lo mismo con nuestro amor al conocimiento, a la verdad y, por lo general, con todo impulso hacia nuevas realidades? Cansados poco a poco de lo antiguo, de lo que poseemos con seguridad, extendemos las manos para recibir lo nuevo; ni siquiera el paisaje más hermoso en el que acabamos de pasar tres meses está completamente seguro de nuestro amor, pues un horizonte más lejano excita nuestras ansias. Es que generalmente despreciamos el bien poseído por el hecho mismo de la posesión.

Nuestra autosatisfacción trata de ser tan intensa que continuamente está convirtiendo cualquier cosa nueva en parte de nosotros mismos —y en esto consiste la posesión—. Estar harto de una posesión equivale a estar harto de uno mismo (se puede sufrir también por estar demasiado lleno; es el deseo de rechazar, de compartir, que puede encubrirse con el nombre honorable de «amor»). Cuando vemos sufrir a alguien, comprendemos gustosamente que se nos ofrece la oportunidad de apoderarnos de él; es lo que hace, por ejemplo, él hombre caritativo y compasivo, que también llama «amor» al deseo de una nueva posesión, encontrando placer en ello tanto como con la llamada a una nueva conquista. Pero donde se revela más claramente que el amor constituye un impulso que incita a apropiarnos de un bien es en el amor sexual; el amante quiere poseer en exclusiva a la persona que desea, quiere ejercer un poder exclusivo tanto sobre su alma como sobre su cuerpo, quiere ser amado por esa persona con exclusión de cualquier otra, permanecer en ese alma y dominarla como si esto fuera para dicha persona su más supremo y deseable bien. Si consideramos que todo esto representa nada menos que privar al resto del mundo del regocijo de un bien y de una felicidad preciosa, que el amante trata de reducir al empobrecimiento y a la privación a todos los demás contendientes y que sólo aspira a convertirse en el dragón de su tesoro, en el «conquistador», en el explotador más egoísta y carente de escrúpulos y que, a sus propios ojos, el mundo entero resulta indiferente, descolorido y sin valor, estando dispuesto a sacrificarlo todo, a alterar no importa qué orden, a pisotear cualquier otro interés, nos asombraremos, entonces, de que esta avidez y esta injusticia salvaje del amor sexual hayan podido ser ensalzadas y divinizadas hasta ese punto en todas las épocas; nos asombraremos de que de esta clase de amor se haya llegado a extraer incluso el concepto de amor como lo contrario al egoísmo, cuando de lo que se trata es de la manifestación más desenfrenada de este último. Parece que quienes han creado las expresiones usuales del lenguaje en este terreno han sido los no poseedores, los insaciables —que sin duda constituyeron siempre un grupo demasiado numeroso—. Respecto a quienes la suerte había reservado, en este campo, mucha posesión y satisfacción, han dejado escapar indudablemente aquí y allá alguna palabra contra este «demonio furioso», como es el caso de Sófocles, el más amable y amado de los atenienses. Con todo, Eros se ha burlado siempre de estos blasfemos —que fueron precisamente sus mayores favoritos—. Ahora bien, podemos encontrar sin duda en la tierra una especie de prolongación del amor en el curso del cual esta codicia ávida y recíproca entre dos personas ha retrocedido ante un ansia nueva, un anhelo nuevo, una sed superior y común de un ideal que los supera; pero ¿quién conoce este amor?, ¿quién lo ha experimentado? Su verdadero nombre es amistad.

15. Visto a distancia.

Este monte constituye todo el encanto del paisaje que domina, lo cual le da prestigio; al haberlo verificado cientos de veces, nos encontramos en un estado de ánimo tan poco razonable, y a la vez tan lleno de agradecimiento hacia el monte que ejerce esa seducción, que lo estimamos el elemento más seductordel paisaje —de este modo, lo escalamos y quedamos decepcionados—. De repente, tanto el monte como todo el paisaje que lo rodea por debajo de nosotros parecen perder su encanto; habíamos olvidado que muchas grandezas y muchas bondades pedían que se las mirase a distancia y, sobre todo, desde abajo, no desde lo alto. Únicamente así producen efecto. Tal vez conozcas a personas de tu entorno que no pueden considerarse a sí mismas más que a cierta distancia para sentirse simplemente aceptadas, atractivas o capaces de dar fuerzas; hay que desaconsejarles que se conozcan a sí mismas.

16. Atravesar la pasarela.

En la relación con personas que reservan con pudor sus sentimientos, hay que saber disimular, pues son capaces de odiar de repente a quien sorprende en ellas un sentimiento delicado, entusiasta o sublime, como si hubiesen visto sus intimidades. Si tratamos de serles agradables en esos momentos, hay que hacerlas reír o bromearlas finamente; entonces se helará su emoción y enseguida volverán a ser dueñas de sí mismas. Pero estoy diciendo la moraleja antes de contar la historia. Estábamos un día tan cerca el uno del otro que parecía que nada perturbaría nuestra amistad y nuestra fraternidad; sólo nos separaba aún el espacio de una pasarela. Cuando ibas a atravesarla, te pregunté: «¿Quieres reunirte conmigo a través de esta pasarela?», pero tú ya no querías y no respondiste a mis súplicas insistentes. Desde entonces se han interpuesto entre nosotros montañas e impetuosos torrentes y todo lo que separa a un ser de otro y los hace extraños entre sí; en consecuencia, aunque quisiéramos reunirnos ya no podríamos. Pero cuando ahora piensas en aquella pasarela, te quedas sin palabras, sólo te sorprendes y sollozas.

17. Explicar su pobreza.

Indudablemente no hay ardid alguno que nos permita convertir una virtud pobre en una virtud rica y próspera; en cambio, podemos interpretar con elegancia esa pobreza dándole el sentido de la necesidad, de forma que deje de apenarnos su aspecto y no le pongamos mala cara al destino. Así actúa el jardinero sabio que confía el escaso chorrito de agua de su jardín a los brazos de una ninfa de las fuentes, y de este modo explica la pobreza. Yo me pregunto: ¿quién no tiene, como él, necesidad de tales ninfas?

18. Orgullo antiguo.

Nos falta el matiz de la distinción antigua, porque no tenemos la experiencia de lo que era el esclavo en la antigüedad. Un griego de origen noble descubría tantos grados intermedios y tanta distancia entre la altura de su rango y ese avasallamiento último, que apenas notaba al esclavo; ni siquiera Platón lo notó totalmente. Las cosas son de otro modo para nosotros, quienes no estamos habituados a la igualdad misma, sino a la doctrina de la igualdad de los hombres. Un ser humano que no puede disponer de sí mismo y que carece de ocio es algo que no resulta en absoluto despreciable a nuestros ojos; quizá las condiciones de actividad de nuestro orden social, profundamente distintas de las de los antiguos, hacen que en cada uno de nosotros haya demasiado de ese género de esclavitud. El filósofo griego vivía con el sentimiento íntimo de que había muchos más esclavos de lo que se suponía, puesto que quien no era filósofo era esclavo; lo desbordaba el orgullo ante la idea de que incluso los más poderosos de la tierra se encontraban entre sus esclavos. También este orgullo nos resulta extraño e inconcebible, dado que hasta simbólicamente la palabra «esclavo» ha perdido para nosotros todo su sentido.

19. El Mal.

Se deben examinar la vida de los hombres y de los mejores y más fértiles pueblos y observar si a un árbol que crece orgulloso hacia lo alto se le pueden evitar las tormentas y el estar a la intemperie. La adversidad y los obstáculos externos, los odios, las envidias, la obstinación, la desconfianza, la dureza, la codicia y la violencia de cualquier tipo no constituyen las condiciones más favorables sin las cuales apenas podemos concebir un gran crecimiento, incluso en el terreno de la virtud. El veneno que mata a una naturaleza débil constituye untónico para el fuerte —éste ni siquiera lo llama veneno—

20. Dignidad de la locura.

¡Unos miles de años más en la vía del siglo pasado y en todo lo que haga el hombre se manifestará una cordura extrema! No obstante lo cual, la cordura habrá perdido toda su dignidad. Sin duda será necesario obrar con cordura, pero esto será también algo tan ordinario, que un gusto más noble experimentará esa necesidad como una vulgaridad. Y del mismo modo que una tiranía de la verdad y de la ciencia podría elevar la valoración de la mentira, una tiranía de la cordura sería capaz de producir una nueva forma de nobleza. Ser noble podría significar entonces sufrir locuras en la cabeza.

21. A los doctrinarios del desinterés.

Se califica como buenas las virtudes de un hombre teniendo en cuenta no los efectos que en él ejercen, sino los que creemos que ejercerán sin sorpresas en nosotros y en la sociedad. Desde siempre se ha sido en esto muy poco «desinteresado», muy poco «altruista». Es que de otro modo se hubiese debido ver que las virtudes (el cuidado, la obediencia, la castidad, la piedad, la justicia) son la mayoría de las veces perjudiciales para quienes las detentan, en cuanto impulsos que rigen con violencia y un ansia excesivos, que no permiten de ninguna manera que la razón los equilibre respecto a los demás impulsos. Si tienes una virtud entera y verdadera (no sólo un veleidoso impulso hacia una virtud), ¡entonces eres víctima suya! ¡Precisamente por eso alaba tu vecino tu virtud! Se alaba al comedido aunque su precaución perjudique la facultad visual de sus ojos o la espontaneidad y frescura de su espíritu; se honra y se compadece al joven que «se ha matado trabajando», porque se lo juzga de la manera siguiente: «Para la grandeza de la sociedad en conjunto, la pérdida del mejor de los individuos no es más que un sacrificio sin importancia. Es lamentable que se necesite este sacrificio. ¡Pero sería indudablemente peor que el individuo pensara de forma diferente y concediese más importancia a su conservación y a su evolución que a su labor a favor de la sociedad!». Por eso no se maldice la pérdida de este adolescente por ser una persona en sí mismo, sino más bien porque su muerte ha privado a la sociedad de un instrumento entregado y despreocupado de sí mismo —es decir, de lo que se llama un «valiente»—. Quizás se pregunte también si a favor de la sociedad no habría sido más útil que se hubiese administrado mejor el trabajo con la finalidad de conservar más tiempo, llegándose incluso a reconocer el beneficio que se hubiera podido extraer de ello. Pero se considera que la otra ventaja es más elevada y duradera debido a que se ha consumado un sacrificio y a que se ha confirmado una vez más de modo manifiesto el sentimiento de víctima del animal destinado al sacrificio. Por ende, lo que se elogia cuando se alaban las virtudes es, por una parte, su carácter funcional; y por otra, el impulso ciego en medio de cada virtud que no se deja reducir al interés integral del individuo. En resumen, lo que se está alabando es la sinrazón misma de la virtud, mediante la cual el individuo se pliega a cumplir una función dentro del todo. La alabanza de las virtudes exalta algo que perjudica a la vida privada, fomenta impulsos que privan al hombre de su más noble sentimiento de sí mismo y de su fuerza suprema para resguardarse. Bien es cierto que, con vistas a la educación y a la asimilación de hábitos virtuosos, se resalta una serie de efectos de la virtud que hacen que ésta parezca mutuamente solidaria del interés privado (¡y existe efectivamente esa solidaridad!). Por ejemplo, se presenta el furor ciego de la laboriosidad, la virtud característica de una naturaleza instrumental, como la vía que conduce a la riqueza y al honor, como el veneno más eficaz para matar el tedio y las pasiones, pero se silencia su carácter excesivamente peligroso. En cualquier caso, la educación procede de la siguiente manera: mediante un conjunto de estímulos y de ventajas trata de inculcar en el individuo una forma de pensar y de actuar que, una vez convertida en hábito, impulso y pasión, se hace dueña de él en detrimento de su ventaja última, o sea, en favor del «máximo interés común». Demasiadas veces he comprobado que el furor ciego de la laboriosidad, que sin duda proporciona riquezas y honores, le impide a los órganos la delicadeza que permitiría gozar realmente de esas riquezas y honores, hasta el punto de que ese remedio principal contra el tedio y contra las pasiones embota los sentidos y hace al espíritu reacio a nuevos atractivos (la época más laboriosa de todas —la nuestra— no sabe qué hacer con toda su laboriosidad, con todo su dinero, a no ser más laboriosidad y más dinero aún; ¡pues se requiere más temperamento para gastar que para adquirir! ¡Muy bien!, esperemos entonces a nuestros «nietos»). Si la educación tiene éxito, todas las virtudes de los individuos representarán una utilidad colectiva y una desventaja personal respecto al objetivo supremo de la vida privada, así como un cierto debilitamiento de los sentidos espirituales o incluso un declive prematuro. Hay que valorar desde este punto de vista cada una de estas virtudes, la obediencia, la castidad, la piedad, la justicia. La alabanza del desinteresado, del que se sacrifica voluntariamente, del virtuoso —es decir, de quien no emplea toda su fuerza y toda su razón para la conservación, el desarrollo, la elevación, las exigencias y el aumento de poder de su propia vida, sino que respecto a sí mismo vive de una forma modesta y despreocupada, acaso de un modo indiferente o irónico incluso— esa alabanza, digo, ¡no ha nacido en modo alguno del espíritu de desinterés! Nuestro «prójimo» alaba nuestro desinterés ¡porque esto lo beneficia! Si el «prójimo» pensara de una forma «desinteresada», rechazaría este desprecio de fuerza, este daño sufrido en favor suyo, se opondría al desarrollo de tales inclinaciones, ¡y sobre todo expresaría su desinterés negándole a todo esto el carácter de bondad! La honda contradicción que afecta a esta moral tan elogiada hoy en día consiste precisamente en que los motivos de dicha moral están en contra de sus principios. ¡Aquello a lo que recurre esta moral para establecer sus pruebas, lo rechaza al mismo tiempo por su criterio de moralidad! La frase que sentencia «debes negarte a ti mismo y sacrificarte», para no ir en contra de su propia moral, debería ser decretada sólo por una naturaleza que de hecho renunciase a su propio beneficio y provocase, tal vez, su propia autodestrucción por el sacrificio exigido a los individuos. Pero tan pronto como el prójimo (o la sociedad) recomiende el altruismo con fines utilitarios, practicará precisamente la máxima opuesta: «Debes buscar tu beneficio, incluso a expensas de todos los demás», por lo que se estará predicando sin interrupción un «debes» y un «no debes».

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