Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Un lejano rumor mezclaba ruidos del combate. El sendero viboreaba hacia una construcción rústica sobre el arco de una loma. Vaharadas malolientes anunciaban la proximidad de la meta. Emprendieron el ascenso. La mula protestó y Luis tironeó del cabestro. El animal olía peligro, se resistía. Con fuertes palmadas en la grupa el negro consiguió que avanzara. Aparecieron varios negros anunciando que, próximas a unos sauces, aguardaban las carretas. Bueyes y caballos pastaban a su alrededor. La atmósfera hedía: excrementos, orina y olor de carne cruda. Un vapor sanguíneo brotaba al otro lado de la construcción rectangular. El sendero concluía en un portón desvencijado. Diego ya conocía el lugar y prefirió que Francisco fuera hacia donde se realizaban las transacciones.
El matadero funcionaba sobre una especie de meseta donde hombres con el torso sudado y largos puñales se ocupaban de carnear. Poderosos ganchos esperaban a las reses chorreantes y entre las grandes ruedas olfateaban los perros con esperanzas de conseguir una ración. Un hidalgo miserable —como ya casi eran Diego y Francisco— se entretenía arrojándoles piedras: eran sus hambrientos competidores. Un vehículo inició la partida; los esclavos habían terminado de llenado y azuzaron a los bueyes. Un ato de intestinos resbalaba por su abertura posterior desenrollándose como una serpiente rojiza; los perros saltaron sobre la entraña y la rompieron a tarascones. El hidalgo los agredió con un bastón largo: no toleraba vedas comer.
En el potrero el desorden de cerdos y vacas se mezclaba con las risotadas de los carniceros. También rió Francisco cuando uno de esos hombres cayó en el barro al escapársele un lechón. El lechón huyó a un potrero vacío creyendo que así se salvaba. El hombre, un mestizo barrigón, se levantó bramando y emprendió su caza, pero el cerdo volvió a zafarse. Manchas de légamo le cubrieron la cara y el pecho. Blasfemó mientras lo amenazaba con su cuchillo. El animal corría despavorido hacia un lado y otro buscando la salida. El mestizo lo fue cercando y lo atrapó nuevamente; pero nuevamente se escabulló. Para el carnicero ya no era un trabajo sino una venganza. Negros, mestizos, mulatos y los pocos españoles que estaban allí se amontonaron para ver el inmundo espectáculo. El carnicero se jugaba la honra con un puerco. Era el remedo de una corrida de toros sobre charcos calientes. Se le acercaba con sigilo y luego lo corría a los gritos: era una forma insólita de carnear. Le descargó una cuchillada al costado y otra al garrón. Brotó una cinta carmesí sobre el cuero negro. El animal consiguió voltear nuevamente a su agresor y siguió corriendo en tres patas. El improvisado público ovacionaba al cerdo. El redondo abdomen del mestizo estaba cubierto de barro y de sangre; su boca chorreaba espuma. Blandió el cuchillo en el aire y, ciego de ira, embistió contra su enemigo. Un cabezazo del animal le hizo volar el cuchillo. El hombre rodó y se incorporó en seguida como un monstruo que emerge del pantano. Sacudió la cabeza crenchuda para quitarse la mugre de los ojos, recuperó el arma y volvió a saltar sobre la bestia. La abrazó con sus piernas y empezó a propinarle puñetazos y cuchilladas. La hoja entraba y salía entre los chorros de sangre. Le tironeó de las orejas y consiguió abrirle un profundo tajo en la garganta. El cerdo se encorvó y cayó; el carnicero se desplomó a su lado. El cuello del animal era un cráter que escupía lava roja. Francisco sintió pena por la víctima. El embadurnado carnicero levantó los brazos y profirió un rugido triunfal. Luego, inclinado sobre el cuerpo aún caliente, se dispuso a gozar de su trabajo y venganza. Lo arrastró y lo colgó, lo abrió por el medio y extrajo las vísceras. Le cortó la cabeza y la puso sobre la suya, como una corona.
—¡Marrano! —le gritaban festivamente desde la empalizada.
—¡Marrano! —gritó Francisco, contagiado por la brutal comedia.
Al mestizo le brillaban los ojos y los dientes tras el revoque de excrementos. Haciendo pasos de danza se desplazó ante el público que vitoreaba obscenidades. Amenazó arrojar la cabeza del lechón a la cara de un negro, después se dirigió a un mulato, luego la puso sobre sus genitales y finalmente la tiró con fuerza al otro lado de la empalizada. La concentración se volcó sobre ella como si fuera una pelota. Francisco advirtió que no estaban a su lado ni Diego ni Luis. Tampoco en el amontonamiento que se disputaba la inservible cabeza. El hidalgo miserable venía corriendo con las manos llenas de piedras para lastimar a los perros. Un español le gritaba a un grupo de esclavos «holgazanes de mierda», exigiéndoles que completaran el cargamento de su carreta.
Diego apareció tras de él y dijo:
—Nos vamos.
Se alejaron del matadero por el mismo camino. Atravesaron el portón ruinoso y empezaron a descender hacia el río.
—¿Y Luis? —preguntó Francisco.
Diego cruzó sus labios con el índice. Caminaba a largas y presurosas zancadas. Francisco lo seguía al trote.
—¿Y la mula?
Diego insistió en que se apurase y no hablara.
Al rato oyeron los insultos.
—¡Marranos! ¡Marranos!
—¡A correr! —ordenó Diego.
Se apartaron del camino. Los matorrales ofrecían buena cobertura. Penetraron en la vegetación que les arañaba los brazos y la cabeza. Oyeron las voces amenazantes a pocos metros y se convirtieron en estatuas. Refulgían unos cuchillos. «¡Marranos, marranos!» Permanecieron en cuclillas, envueltos por las zarzas, hasta que los perseguidores se fueron. El alivio les llegó suavemente, como un despertar. Los pájaros cantaban cerca y uno de ellos revoloteaba encima.
—¿Qué pasó? ¿Por qué nos perseguían?
Diego le palmeó un hombro. Suspiró y sonrió. Abrieron la cortina de arbustos y regresaron al camino.
—Corramos —dijo Diego.
—¿Por qué?
—Para alcanzar a Luis.
A los pocos minutos divisaron la mula y el negro que rengueaba a su lado. Luis los vio acercarse, pero no detuvo la marcha. Era preciso llegar cuanto antes. Diego le hizo una señal de aprobación: la mula transportaba una talega henchida de carne. Fue un operativo exitoso.
—Una pequeña compensación —dijo mientras evaluaba la cantidad de comida robada—. No equivale ni a uno de los candelabros que nos expropió el comisario.
—Yo lo quiero matar —dijo Francisco y, contrayendo la frente, enfatizó—: En serio.
—¿Al comisario? —Diego sacudió la cabeza—. Yo también lo quiero matar, estrangular, apuñalar. Pero, ¿quién puede matar semejante cerdo? Es el rey de los cerdos. En todo sentido.
—Es un marrano.
—Francisquito.
—¿Qué?
—No vuelvas a decir marrano.
—¿Por qué?
—Dile puerco, cerdo, chancho o hijo de Satanás. No digas marrano.
Quedó perplejo.
—Marranos —explicó oscureciéndose—, nos llaman a nosotros. Marrano le dicen a nuestro padre.
—¡Cómo supone que niego a Dios! —exclamó Francisco—. ¿No le estuve explicando cuánto me esmero en estudiar su palabra y obedecerle?
—Usted lo niega, hijo, lo niega —se desespera el fraile, asfixiado por el encierro de la celda y los argumentos del cautivo.
—Recuerde el evangelio de San Mateo, por favor —insiste Francisco—. Ahí Jesús afirma: «No todo el que dijere ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hiciere la voluntad de mi Padre.» Yo hago la voluntad del Padre. Y por eso me castiga la Inquisición.
Fray Urueña se seca la frente. Es muy difícil doblegar a Lucifer. «Este hombre terminará en la hoguera», piensa.
El capitán de lanceros Toribio Valdés se dirigió personalmente a la casa de los Núñez da Silva acompañado por fray Bartolomé. Su actitud acusadora se olía de lejos. El capitán ingresó con paso hostil. El clérigo, bamboleándose, traía su pesado felino en brazos. Se sentaron en la sala y exigieron la comparecencia de la familia. Aldonza, como de costumbre, ofreció servirles unos dulces. Ellos, muy solemnes, dijeron que no; los traía un asunto grave. Diego transmitió a Francisco una señal tranquilizadora: sabían de se trataba.
—Hay actos piadosos y actos aberrantes —dijo el fraile con ronca severidad, Entre sus párpados abultados ardían las pupilas.
El capitán asintió, complacido por la ampulosa apertura.
—Los actos aberrantes pueden ser corregidos con los piadosos. En cambio —interpuso un silencio abrasador—, ¿qué se puede esperar de quienes cometen actos aberrantes mientras sobre ellos flota la sospecha del pecado? La desamparada familia era un conjunto de reos que escuchaban con la boca entreabierta.
—El capitán Valdés ha recibido una denuncia de hurto —dijo el fraile con creciente desagrado.
El capitán volvió a asentir.
—Han hurtado quienes son deudores. ¿Acaso han olvidado tan rápidamente que ahora el Santo Oficio gasta tiempo y esfuerzo para recuperar el alma de un hereje? ¿Así retribuyen a las autoridades y a los dignatarios que en Lima y aquí se ocupan de preservar la pureza de la fe?
El capitán frunció la boca y las cejas: estaba concentrado y satisfecho. «Así se habla», pensó.
—Este hurto, este acto aberrante...
Isabel murmuró «qué hurto», pero Aldonza le pidió que no interrumpiera al fraile.
—Este hurto, este acto aberrante —repitió— es una prueba de los malos hábitos que se han enseñoreado en esta familia. Los pecados de quien hoy es juzgado en Lima no podían ser una excepción. Son pecados que se difunden, contagian. Nuestra misericordia nos había inducido a suponer algo diferente. Y nos hemos equivocado.
El capitán lo miró extrañado.
—Presumíamos que, excepto él —no mencionaba a Diego Núñez da Silva por su nombre—, ustedes estaban a salvo de malas acciones graves.
Hizo una pausa y se ocupó de acariciar la pelambre del felino. Después volvió a levantar sus pupilas de fuego.
—¡Pero no es así!
Consiguió asustarlos.
—Por lo tanto —descendió el tono, pero no aflojó el clima de tensión—, he decidido que se interrumpan las lecciones de fray Isidro en esta casa. Sólo aportan erudición vacía, no los hace mejores. El alma, para perfeccionarse, necesita otro tipo de ejercicios.
El capitán cambió levemente su posición en la silla. Este fraile era un verdadero maestro.
—Diego y Francisco —prosiguió— vendrán al convento de Santo Domingo. Allí les enseñaremos a ser buenos católicos. En cuanto a la educación de las mujeres, ya me ocuparé.
El castigo no era tan duro, pero desconcertaba. El capitán también parecía asombrado. ¿Qué clase de penitencia para un ataque a la propiedad era este simple cambio de escuela y de docentes? ¿Bromeaba el comisario?
—Para cubrir parte de los gastos que ocasionará la nueva enseñanza —explicó sin ablandar el enojado ceño—, deben ofrecer a mi convento una contribución.
—¡Así es! —exclamó el capitán; por fin la propuesta sonaba como un castigo concreto.
—¡No tenemos ya nada que ofrecer! —protestó Diego.
—¡Cállate, imprudente! —reaccionó el comisario—. Siempre hay ofrendas cuando lo desea el corazón. Si no alcanzan las materiales, se dona las espirituales.
—Sí —Aldonza quiso amortiguar el despropósito de su hijo.
El fraile le dedicó un destello de ternura, para en seguida volver a su papel de inquisidor.
—Aquí aún existen objetos materiales valiosos.
Diego apretó los puños y farfulló bajito: «nos quieres seguir exprimiendo, hijo de puta».
Fray Bartolomé se dirigió a la rendida Aldonza:
—Haz traer la caja con instrumentos de tu marido.
La caja de instrumentos médico—quirúrgicos de Diego Núñez da Silva contenía escoplos, valvas, cuchillos, sierras, punzones y lancetas, algunos de acero y otros de plata. Luis se encargaba de lavarlos, afilarlos y reacomodarlos. Lo hizo con mucho entusiasmo porque tenía vocación de médico. El límite infranqueable de su raza impedía que estudiase y ejerciera. Don Diego lo ungió su asistente cuando supo que era hijo de hechicero y tenía extraordinaria habilidad manual. Le enseñó a punzar una vena para hacer la sangría, limpiar escoriaciones, ayudar en un parto y reducir una fractura. Pronto le confió su juego de instrumentos para que lo mantuviese en condiciones hervía las piezas, las lustraba y, antes de ubicarlas en su sitio, se divertía jugando a ser «el licenciado»: alzaba la lanceta como una pluma y abría la vena de un imaginario apoplético; o empuñaba un escoplo y hacía saltar la punta de flecha clavada en el hombro de otro imaginario paciente. También dibujaba fintas con el bisturí para espantar a Francisco cuando el muchacho quería usar una sierra o un punzón. Don Diego había comprado los instrumentos en Potosí. Tras su arresto, Luis fue quien debía guardarlos hasta que regresara de Lima.
Aldonza le ordenó que trajese la petaca. El esclavo parecía no entender porque desde meses atrás nadie se la había pedido. Aldonza repitió la orden. Sonaba increíble. El negro se inclinó y salió de la estancia con su paso quebrado; cruzó el patio de las uvas y se dirigió al cuarto de la servidumbre. En ese momento Francisco deseó que huyera y se refugiase en su escondite, que desobedeciera a su sometida madre y a ese gordo que inclusive malvendió seis libros (o los bienvendió en su oscuro provecho) y que ahora pretendía apropiarse del instrumental. Sus colmillos querían otro pedazo de su padre. Ojalá que Luis no regresara o que escondiese el cofre y dijera que no lo encontraba, o que vinieron unos ladrones. No mentiría, porque de veras estaban invadidos por ladrones poderosos: un comisario y un capitán. Su ilusión, empero, se derritió. Luis surgió con el pesado cofre sobre un hombro. Cuando pisaba con la pierna flaca parecía que iba a caerse.
Fray Bartolomé ordenó depositarlo sobre la mesa.
—Ábrelo —pidió secamente a Aldonza.
Ella miró a Luis:
—¿Tienes la llave?
—No.
—¿Cómo? ¿No tienes la llave?
—No, la tiene el licenciado.
—¿Dices que el licenciado se llevó la llave?
—Sí, señora.
Fray Bartolomé apartó a la mujer y al negro, aferró el candado y lo quiso arrancar. Lo retorció. Tironeó sin éxito. Con enojo ordenó a Luis que intentase abrirlo. El negro avanzó encogido entre el sacerdote y el soldado. También tironeó y retorció.
—¿Qué pasa? —rezongó el fraile—. ¿Nunca lo has abierto?
—No, padre. Sólo lo hacía el licenciado.
—¿No eras acaso el encargado de limpiar y afilar los instrumentos? —la sospecha le deformaba la boca.
—Sí, padre. Pero la caja sólo la abría y cerraba el licenciado.