Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Francisco debía presentarse diariamente en el convento de Santo Domingo, escuchar misa, efectuar trabajos de penitencia y estudiar el catecismo. En horas de la tarde volvía a su casa. En el camino recogía los frutos que se asomaban por las tapias. Hacía compañía a su madre y hermanas que a esa hora se sentaban en el patio a bordar en silencio. Para quebrar la atmósfera de duelo les contaba sus peripecias, el arte de los cuzqueños Agustín y Tobías que tallaban relieves maravillosos para un nuevo altar o los beneficios de éste y aquel sacramento que le explicaron en la clase.
Después salía dar una vuelta con la única mula que le dejaron, vieja y mañosa. Partía hacia el río y desde allí tomaba el rumbo de la serranía. El atardecer calentaba los colores. Las aves revoloteaban cerca de su cabeza y le transmitían mensajes. Brotaban fragancias de la creciente quietud. Los cascos de la mula sonaban amortiguados. Mirando hacia atrás, veía la aglomeración de casas junto al río de bordes arenosos.
Desmontó porque la mula parecía herida. Sangraba la pata anterior derecha. Le abrió los pelos y el animal se asustó. Lo acarició y, tomándolo de las riendas, lo llevó de regreso. Se había alejado bastante. En el extremo del camino brotaron dos hombres y una mula. Venían apurados. Era obvio que querían llegar a Córdoba antes de la noche. Reconoció el color de los franciscanos. Uno era esbelto y avanzaba adelante. Lo seguía quien tiraba de la mula: jiboso y con una barba que apenas dejaba asomar la nariz. Dieron alcance a Francisco y le preguntaron cuánto faltaba para llegar a Córdoba.
—Ya están en Córdoba: basta atravesar ese recodo verán la ciudad.
El fraile alto caminaba velozmente; movía los brazos como remos y su mirada causaba impresión: parecía loco. En su manchado hábito se reconocía el polvo del largo trayecto andado.
—¿Vienen de lejos? —preguntó Francisco.
—De La Rioja.
Trató de adaptar su marcha a la de los frailes. Dijo que no conocía La Rioja, pero que su padre había estado allí. El flaco recibió con una leve sonrisa el comentario preguntó quién era su padre. Le contó que era médico y se llamaba Diego Núñez da Silva, que había estado en La Rioja para atender unos enfermos.
—¿Diego Núñez da Silva?
Se acercó a Francisco y lo rodeó con su largo brazo.
—Conocí a tu padre en La Rioja... Lo conocí y hablamos de medicina, entre otros asuntos. Necesitamos médicos en estas tierras. Yo no pude continuar mi formación porque me enviaron al convento de Montilla y después convento de Loreto. A tu padre le impresionaron mis relatos sobre la peste bubónica en España. ¿Sabes qué es la peste bubónica?
Francisco negó con la cabeza.
El fraile le explicó, entonces, mientras seguían andando. Era evidente que le gustaba charlar: hacía mucho que no hablaba sino con su asistente. Doblaron. La menguante luminosidad mostró el puñado de torres junto a la cinta nacarada del río. Las cigarras agruparon su canto y consiguieron desatar una estridencia de bienvenida. Los viajeros se detuvieron un instante para mirar el paisaje. El fraile esquelético respiraba por la boca, sonreía y dejaba que la brisa le meciera la barba.
Francisco tomó la delantera para orientarlos entre las crecientes sombras. De pronto se expandió un sonido limpio y maravilloso. Era la melodía de un ángel que ponía colores a la penumbra. Nunca había escuchado algo así. Miró hacia atrás y vio al fraile alto con un objeto que sostenía contra su cuello mientras lo frotaba con una vara. Se movía al ritmo de la melodía. Francisco tropezó con las patas de su mula: no podía escuchar esa música y caminar normalmente. Una mariposa gigante derramaba oro y zafiro; sus alas enjoyaban la noche. Tuvo ganas de saltar. La fina vara subía y bajaba con delicadeza mientras los dedos de la mano izquierda apretaban alternativas las cuerdas.
El asistente advirtió el embeleso del muchacho y deslizó a su oído:
—Es un santo. Así expresa las gracias al Señor.
Al llegar a los extramuros dejó de tocar su rabel y lo guardó en uno de los bultos que cargaba la mula.
—¿Podría indicarnos dónde queda el convento franciscano?
—Sí. Queda cerca de mi casa.
—Soy visitador custodial de conventos, ¿sabes? Dile a tu padre que me gustaría vedo mañana. Dile mi nombre: Francisco Solano.
El joven tragó saliva. ¿Cómo iba a decide que a su padre lo arrestaron por judaizante?
—¿Qué pasa, muchacho?
Francisco bajó la cabeza.
El fraile se arrodilló. ¡Se arrodilló delante del mocito! Apoyó su mano cerrada bajo el mentón y con suavidad le levantó la mirada.
—¿Qué le ha ocurrido a tu padre?
Le dolía la garganta, pero consiguió decide que no estaba, que lo habían llevado a Lima.
—Comprendo... —murmuró. Se levantó pensativo, miró hacia el cielo estrellado, después a su asistente y ordenó que siguieran la marcha. Ingresaron en la calle real. Francisco volvió a sentir la mano ligera y cálida sobre su hombro. Era el signo de un milagro. Quería abrazarle las rodillas.
Ante la puerta del convento el fraile del rabel se despidió con estas palabras:
—Mañana bendeciré tu casa. Ve con Dios.
Francisco montó su mula y, a pesar de su herida, la obligó a galopar el corto trecho que faltaba. Entró alborotado, buscó a su madre y se arrojó a sus pies. Apoyó las manos sobre su regazo y le dijo: «mañana nos visitará un ángel».
Aldonza había oído hablar del fraile que tocaba un violín de tres cuerdas y a quien le atribuían prodigios pero no creía que se dignase visitarlos. «¿Por qué nos brindaría su tiempo y su bendición? La nuestra es una casa maldita.»
Al mediodía siguiente regresó Catalina muy excitada con la ropa recién lavada en el río, y contó que sólo se hablaba del santo violinista. Las fantásticas versiones coincidían: desarmaba con su música, entendía a los animales y realizaba milagros. Las mangas de su hábito eran más anchas de lo común porque dio de comer a una caravana hambrienta introduciéndolas en el agua y sacándolas llenas de peces; quedaron anchas como testimonio de aquel portento. La andanada de historias que desató la presencia de fray Solano era de por sí inexplicable. Tantas maravillas encantaron a Francisco.
Al final de la jornada se presentó fray Andrés: era el acompañante del clérigo violinista. El muchacho lo reconoció por su joroba (había sido prolijamente afeitado por el barbero del convento). No había sido un sueño, pues. Como su superior aún no había puesto fin a su trabajo —explicó— le parecía justo allegarse para prevenirles, Aldonza le convidó torta y una taza de chocolate. El fraile elogió su sabor y preguntó si eran todos de la familia.
—Sí, todos —respondió la madre.
—Quedamos poquitos —agregó Felipa.
Fray Andrés asintió: estaba enterado. Este tipo de noticias se comunican en seguida. El cuadro de una madre con tres hijos, dos esclavos, una casa vacía y la agobiante incertidumbre sobre el destino de su esposo e hijo mayor debía producir un efecto catastrófico. Comió la torta inclinado sobre la bandeja, lo cual incrementaba la fealdad de su giba. Era obvio que no le interesaba el cuerpo, sino Francisco Solano. Empezó a hablar de él y no cesó de hacerlo hasta que cerró la noche. Por cierto que era atrapante. Parecía la bella historia de un libro. Pero no era una historia fantástica: Francisco Solano existía y este Andrés era la prueba.
Aldonza le ofreció más pastel. Pero Felipa, discretamente, retiró la bandeja: no sea que llegue Francisco Solano y queden tan sólo las migas.
Cuando cruzó la puerta de la casa todos se pusieron de pie. El elevado hombre avanzó rápidamente hacia la madre. Era una figura borrosa en el tizne del crepúsculo.
Los bendijo y se sentó. La capucha caía tras su nuca y la alargada y huesuda cabeza brilló con el resplandor de las bujías que Catalina instaló respetuosamente a su lado. Traslucía cansancio: era verdad que no le gustaba ser visitador de conventos.
Esa noche Aldonza se sintió impulsada a contarle sobre el arresto de su esposo contradiciendo las advertencias que ella misma, por la mañana, había hecho a su hijo. Francisco Solano generaba confianza a pesar de su sequedad de carnes.
Durante la comida narró anécdotas. Una vez, mientras caminaba un territorio de indios, quedó extenuado. Propusieron construirle una especie de silla y lo transportaron en andas. «Yo viajaba casi dormido —rió— y por momentos me sentía un farsante que imitaba al Papa. ¡Horrible pecado de soberbia, desde luego!, pero los dejé hacer porque la ayuda que me proporcionaban, y que yo necesitaba de veras, les hacía bien, Estaban contentísimos, se sentían fuertes y generosos. Si yo, por cuidar mi virtud, hubiese rechazado esa espontánea ofrenda, habría sido un egoísta. Paradójico, ¿no es cierto?»
Al finalizar la cena los sorprendió.
—Mis hermanos esperan que esta noche duerma en el convento. Lo han arreglado estupendamente, Pero no iré. Lo deberían tener siempre bello, no sólo para una inspección. Tampoco les explicaré el motivo: dejaré que lo deduzcan solitos.
—¿Dónde pasaremos la noche, entonces? —preguntó Andrés.
—Tú en el convento. Yo, si esta familia accede, preferiría dormir aquí.
—¿Aquí?
—Sí. En esta casa. Deseo hacerles compañía y testimoniarles mi aprecio.
—¡Es un honor! —exclamó Aldonza—. Le prepararemos el mejor cuarto.
—No, no —movió las manos—. ¿Quieres echarme?
Sólo necesito que me presten un canasto. Dormiré bajo algún árbol, al aire libre.
—Padre...
Extendió los brazos en cruz, resignadamente: «De cuando en cuando me concedo el placer de dormir incómodamente.»
Despidió a fray Andrés.
Catalina limpió la mesa y Aldonza fue a buscar un canasto. Regresó con tres, para que el fraile eligiese. Pero Francisco Solano le pidió que los dejara a un lado, que renovase las velas agotadas y se sentara con él y sus tres hijos a conversar. Formaron una ronda. Al principio se sintieron nerviosos. Su tranquila cordialidad no le borraba el carácter de respetadísimo ministro de la Iglesia. Era difícil entender su calidez por esta familia en desgracia, a menos que se la mire con el anteojo de las paradojas, a la que se mostraba propenso.
¿Era este fraile un enviado del cielo? ¿Fue bueno y oportuno que Francisco le haya hablado de su padre? Las ranas empezaron a repicar y las luciérnagas se asomaron intermitentemente en los rincones oscuros. La sobremesa llevaba a un clima confidencial. La única disonancia —disruptiva, inquietante— era la tos de Aldonza.
Francisco Solano contó sobre su encuentro en La Rioja. Lo llamó por su nombre, dijo licenciado Diego Núñez da Silva. Les habló del sonado juicio a Antonio Trelles que empezó porque intentaba ejercer la medicina sin el respaldo de una certificación y culminó en el delito (no del todo probado) de judaizante. Parte de su vajilla la adquirió Diego Núñez da Silva a un elevado precio para ayudar a su mujer. «Esto revela —señaló— que don Diego tiene un corazón noble.»
Estas palabras desencadenaron en Aldonza una andanada de tos. Se atragantó con lágrimas y flema; era lo más reconfortante que había escuchado jamás. Lsabel y Felipa fueron a su lado, la abrazaron, le secaron las mejillas. Francisco se sintió muy infeliz, con tan bello padre lejos, quizá mutilado por las torturas o quizá ahorcado, con su hermano mayor en iguales condiciones, y con su madre desvalida como un bebé de pecho.
Francisco Solano levantó su mano grande y la apoyó sobre la cabeza de la mujer. Balbuceó una oración y dijo que debía seguir teniendo esperanzas. Y que no sintiera descalificación por el hecho de haberse casado con un cristiano nuevo. «Todos, los nuevos y los viejos, somos hijos del Señor. Esta diferencia es desafortunada. Fíjense: los apóstoles fueron cristianos nuevos. Los receptores de las santas Epístolas fueron todos cristianos nuevos. ¿Y quién más cristiano nuevo que San Pablo mismo?» El clérigo se arrellanó en la silla y, mientras jugaba con el largo cordón de su hábito, habló sobre la reciente y peligrosa decisión. «Antes se decía cristianos, moros y judíos. Pero desde que se produjeron conversiones masivas sólo quedan los cristianos. Estos cristianos pueden ser santos o pecadores, pero no buenos por viejos y malos por nuevos. Es —siguió explicando sin exaltarse— una forma grave de impedir que quienes se incorporaron a la fe de Cristo gocen de la misma dignidad que quienes ya pertenecían a ella. Es volver a separar cristianos judíos y mantenidos al margen como antes, son mantenidos al margen con el nuevo nombre. ¿Imaginan cuánto daño ocasiona esto a la tarea misionera? Los indios que se bautizan, ¿qué son sino cristianos nuevos? Su bendito ingreso a la fe verdadera implica al mismo tiempo su condenación.»
—¿Los indios son cristianos nuevos como nuestro padre?— preguntó Isabel, atónita.
—¿Y qué otra cosa pueden ser?
Movió las manos y con ellas las anchísimas mangas. Francisco tuvo la fugaz impresión de que iban a salirle algunos de los peces que recogió en el río. Habló de cristianos nuevos que deberían ser imitados con humildad por muchos viejos, como Juan de Ávila, Luis de León, Juan de la Cruz y Pablo Santamaría. Provienen de familias judías de rabinos. «En La Rioja, mi vicario era también cristiano nuevo. Me prestó mucha ayuda, aunque era un pecador insistente. Todos los días cometía una falta menor. ¡Todos los días! ¡Qué hombre! Yo le suplicaba y le reprendía y hasta amenazaba. Inútil. Llegué a pensar que pensé correctamente, que el Señor utilizaba a este vicario para demostrar que yo no era tan persuasivo como dicen por ahí.»
—Fray Bartolomé Delgado lo arrestará a usted —descerrajó Francisco.
—¿Por qué? —se asombró el fraile.
—Porque usted critica a los que persiguen cristianos nuevos. Usted defiende a los cristianos nuevos.
—Pero no a los herejes —levantó la voz y un destello marcial le iluminó la cara.
Se produjo un silencio incómodo.
—No a los herejes —repitió el fraile, bajando al tono habitual.
—¿Mi padre es hereje? —titubeó Felipa.
—No lo sé. Lo determinará el Tribunal del Santo Oficio.
—Usted dijo que tenía un corazón noble.
—Lo dije. Pero la herejía es otra cosa. La herejía es un ataque a Dios y una alianza con el demonio. Es gravísima.
—Nos dijo que no tuviéramos vergüenza —intervino, medrosamente Isabel.
—Lo dije. No tengan vergüenza y sean fuertes para evitar la tentación. Si Diego Núñez da Silva ha pecado, lo sabremos. Puede arrepentirse. Si no cometió algo atroz, lo van a reconciliar.