Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—¿Qué quiere decir? —preguntó Francisco.
—Perdonar, tras alguna penitencia adecuada.
—Entonces nuestra madre podrá salir tranquilamente a la calle.
—Puede salir ahora.
—No —replicó Francisco—, porque le dicen cosas feas.
—Hijo, cállate —protestó Aldonza con el puño en la boca, frenando otro acceso de tos.
—Ni ella ni mis hermanas se animan a salir —añadió Francisco—. Es humillante caminar hasta la iglesia, ir a misa.
—¡Absurdo! —exclamó el fraile.
—Es verdad —insistió Francisco—. ¿Qué pasó la última vez?
—Nos tiraron cáscaras —contó Felipa.
Amanece. Una fresca y húmeda quietud le besa la cara. Varias mulas y soldados aguardan ante la puerta del convento. Los brazos que aferran a Francisco lo ayudan a montar. Oye que dicen «sargento», «equipaje para la prisión», «Santiago».
¿Lo llevan a Santiago de Chile?
Un oficial pronuncia «Maldonado da Silva». Resuena «Silva».
«Silva» —evoca Francisco—, del linaje de Hasdai y Samuel Hanaguid.
A la madrugada se produjo un griterío. Francisco Solano no había exagerado cuando anunció que compartiría su desayuno con los pájaros del amanecer. Desmenuzó la torta en migajas y atrajo sobre sí una bandada hambrienta. Catalina experta ya en atrapar avecillas para enriquecer el caldero, se abalanzó sobre ese fantástico amontonamiento con su red de cáñamo, lo cual horrorizó al fraile. La negra creyó que usaba esas migas para atraerlas y que debió ayudarlo a cazarlas. Francisco Solano la empujó y Catalina supuso que estaba enojado porque atrapó escasas piezas: se lanzó con renovada energía contra otro conjunto de pájaros que picoteaba aceleradamente. El fraile le gritó que se fuera y ella replicó a los gritos que hacía cuanto podía.
No quedaba más torta e Isabel le ofreció unas frutas. Comió higos y partió hacia el convento. Quería llegar para la misa. Antes de irse comentó que en unos días hacia el Paraguay, donde se encontraría con Fray Bolaños, su entrañable amigo. Ofreció venir a buscarlos para la misa de la mañana siguiente.
—¿Venir a buscarnos?
Sí, aclaró, para caminar juntos hacia la iglesia. De esa forma enseñaría a los malos cristianos cómo se debe tratar a quienes padecen una situación difícil. Aldonza volvió a toser.
Por la tarde apareció fray Isidro: se había enterado de la visita del franciscano. Se había enterado la ciudad, exageró.
—Nos explicó por qué no le gusta que nos llamen cristianos nuevos —Francisco le espetó a quemarropa.
—Tu madre no lo es.
—Mi padre sí lo es, y yo también, y mis tres hermanos —prosiguió Francisco enfáticamente—o Nos mostró que es un nombre malo, un nombre para identificar a los judíos.
—Puede ser —sus ojos protruidos buscaron otro interlocutor para zafar el asedio.
—¿Qué son los judíos? —planteó a continuación.
Se echó atrás con sorpresa y algo de susto.
—¿Qué son los judíos?
Fray Isidro pasó los dedos por su rala cabellera blanca y después circuló el dedo mayor por el borde de la tonsura. No era sencillo responder a tal demanda.
—¿Para qué lo quieres saber?
—Porque me han dicho judío, marrano judío.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Le pregunto qué significa, y usted me pregunta quién me lo ha dicho.
—No puedo responderte. Más adelante lo sabrás.
—¡Es ridículo! Necesito saberlo ahora. Por favor.
—La impaciencia no es una...
—¡Qué impaciencia, padre! —imploró.
—¿Qué quieres saber?
—¿Es verdad que adoran una cabeza de cerdo?
—¡Cómo! ¡Eso es un disparate! Dime, ¿quién te ha dicho semejante disparate? —Lorenzo.
—¿El hijo del capitán?
—Sí.
—No adoran una cabeza de cerdo. No adoran ningún animal, ninguna imagen.
—Lorenzo dice que sí. ¿Por qué no comen cerdo los judíos, entonces?
—Porque sus leyes lo prohíben. Una cosa no relación con la otra.
—¿Por qué los judíos son unos marranos, entonces?
—¡Una cosa no tiene relación con la otra! ¡Te lo acabo de afirmar!
—¿Por qué me gritan marrano judío?
Lo apretó, con ambos brazos y zamarreó.
—Hablan así los cristianos ignorantes e irresponsables.
—Usted no me dice la verdad.
—¡La verdad!... ¡Es tan complicado explicarte! Mira: tu padre es cristiano nuevo, y eso desagrada a los viejos.
—¿Quiere decir que es judío?
—Lo quieren seguir identificando como judío. ¿No te lo dijo Francisco Solano?
—Fue judío, entonces. O ¿
es
judío?
—Sus antepasados fueron judíos.
—No comía cerdo.
—No. Pero no adoraban eso que te han dicho. No adoraban imagen alguna.
—¿En qué creen, entonces?
—Sólo en Dios.
—¿Por qué son distintos de nosotros?
La aparición de Felipa le permitió librarse de este diálogo. La joven dijo que su madre se sentía mal y le rogaba que fuese a verla. El clérigo, antes de encaminarse al aposento de Aldonza, le ordenó a Francisco que rezara diez padrenuestros y diez avemarías: «te confortarán».
Francisco Solano cumplió su promesa. Vino al día siguiente acompañado por Andrés, su giboso ayudante.
Aldonza parecía más pequeña y encorvada con su negro pañolón ocultándole el cabello, la frente, y parte de las mejillas; sólo dejaba ver las ojeras azules. El fraile pidió que marchara a su derecha. Esa sola distinción le provocó ahogos. Isabel se colocaría a su izquierda. Francisco adelante y Felipa atrás. Siguiendo a Felipa, como cierre del conjunto, venía Andrés: Dibujaban una cruz. Una cruz humana que iba a la iglesia con espíritu exhibicionista. En el centro sobresalía la huesuda cabeza de Francisco Solano que provocó rumores en cadena. Esta lección de solidaridad sólo fue entendida por algunos.
Fray Martín de Salvatierra, comisario de Concepción, espía al pequeño grupo de hombres desde una ventana apenas entreabierta. En el centro, debidamente atado con una soga, viaja el reo. Tiene la barba y el pelo crecidos, lo ve desmejorado. El arresto, interrogatorios, testificaciones y organización del traslado se han cumplido con disciplina eficacia.
—El Señor lo ayude a reencontrar la verdad —ruega—. Que el largo viaje a Santiago de Chile opere en su alma como el camino de Damasco en el alma del Apóstol.
El destino de Isabel y Felipa fue resuelto por fray Bartolomé de la forma que él quería. Consideraba imprescindible que las muchachas se incorporasen al grupo de novicias que constituiría el núcleo del inminente convento de monjas. El obispo Trejo y Sanabria tenía la firme decisión de inaugurarlo a la brevedad. Convenía ayudar al obispo y, en su calidad de comisario, se anotaba un triunfo al conseguir que la descendencia de un hereje se comprometiera con la verdadera fe. Las normas exigían que las futuras esposas de Cristo se acercasen al himeneo celestial con una dote. ¿Cómo obtener esa suma si su patrimonio había sido confiscado y enviado a Lima? Vino en su ayuda la Divina Providencia. En efecto, Juan José Brizuela, dueño de la casa donde aún habitaban Aldonza y sus hijos, fue arrestado en Santiago de Chile. El inmueble debía ser pagado por Diego Núñez da Silva con lo que esperaba obtener vendiendo su residencia en Ibatín. Pero esta residencia ya había sido enajenada a buen precio: gracias a la intervención del implacable familiar Antonio Luque el dinero viajó íntegro, a lomo de mula y bien custodiado, hacia la tesorería inquisitorial. Núñez da Silva no estaba en condiciones, pues, de cumplir su obligación. El arresto de Brizuela imponía vender a terceros su propiedad de Córdoba: los gastos del juicio requerían con urgencia ese dinero. Y aquí fray Bartolomé Delgado hizo alarde de su habilidad: se dirigió al encomendero Hernando Toro y Navarra cuya creciente riqueza no armonizaba con la mesticia de su vivienda y le propuso una ventajosa operación en nombre del Santo Oficio: le vendía la casa de Brizuela a un bajo precio si donaba futuro convento de monjas la dote de Isabel y Felipa Maldonado. Rápidamente llegaron a un acuerdo. Y el satisfecho fraile se ocupó de transmitir, con su gato y su sonrisa, la buena nueva a los interesados.
Aldonza cruzó los dedos y, aturdida, preguntó a la Virgen dónde irían a vivir ella y Francisco. La Virgen le derramaba fragancias desde el altar, pero no la respuesta.
—Por lo menos —consoló a Francisco con interrupciones de tos—, tus hermanas quedan a salvo. El convento será inaugurado muy pronto. Ya es una decisión firme del obispo. No podría pedir mejor futuro para mis hijas. Fray Bartolomé es un bienhechor. Ellas tendrán comida, techo y dignidad. ¿No debo estar agradecida?
Se fijó la fecha en que las muchachas debían presentarse en lo de Leonor Tejeda, la viuda que donó sus bienes y su residencia para construir el primer convento de monjas bajo la advocación de Santa Catalina. Cada una debía llevar todas sus pertenencias. En el nuevo hogar se les indicaría qué uso darles: las ropas serán zurcidas, reformadas, quedarán para uso diario o serán donadas a los menesterosos.
Isabel y Felipa revisaron los pocos arcones que aún quedaban y juntaron un reducido y gastado ajuar. La negra Catalina las ayudó a coser y remendar los defectos. Tampoco esta esclava sabía dónde iría a parar. Junto con Luis preparó un almuerzo de despedida. Recorrió el vecindario e incorporó a su canasta cuanta fruta, hortaliza o grano se presentaba en el camino. Luis se las arregló para llenar una botija de vino rojo en el convento de los mercedarios con la necesaria complicidad de fray Isidro. Aldonza luchando contra la debilidad que la tironeaba al lecho, sacó el único mantel bordado que le quedaba y no fue vendido gracias a un manchón. Felipa e Isabel distribuyeron los restos de la vajilla: un plato de cerámica y tres de lata, cuatro jarras con los bordes torcidos, tres cuchillos mellados, el salero y una fuente de barro. Aldonza recogió las flores de las papas sembradas en el huerto y las instaló en el centro de la mesa.
Durante la inquietante comida Felipa hizo bromas sobre las flores que puso su madre: las comparó con jacintos. Isabel se rió de la fuente de barro que viajaba repetidamente al caldero para traer nuevas raciones. Francisco simuló degollarse con el cuchillo cuyas melladuras sólo hacían cosquillas. Aldonza comió lentamente y sonrió a las estúpidas ocurrencias de sus hijos. Por la tarde debían presentarse en lo de Leonor Tejeda.
Isabel y Felipa acomodaron los fardos sobre sus cabezas, como las esclavas. Emprendieron la marcha hacia su nuevo hogar acompañadas por la madre y Francisco. En la calle las sombras de las paredes de adobe se estiraban como charcos de tinta. Algunos viandantes giraban para contemplar a esa mujer que parecía viuda y a sus hijos de sangre abyecta. Murmuraban, pero ya no agredían. Era sabido que las muchachas iban hacia el noviciado: estaban limpiándose de la herejía cometida por su padre. Francisco los miraba de soslayo y captaba las expresiones de odio, lástima, aprobación y desprecio. Cada vecino se sentía autorizado —y obligado— a opinar sobre los parientes de un marrano.
Los recibió una monja de cara muy arrugada. Había venido de Castilla por equivocación y la mandaron a esta casona para ayudar a Leonor Tejeda en la organización del convento. Tenía la virtud de pasar desapercibida y consiguió que en la pequeña Córdoba se tuviese una etérea noción de su existencia. Quizá con este recato pretendía mostrar cómo debe comportarse una esposa de Cristo. Miró al conjunto con ojitos de ratón y los invitó a pasar. A Francisco le ordenó quedarse afuera.
—Hombres, no.
Vestía una amplia túnica negra con mangas colgantes terminadas en punta. Su níveo escapulario era la muestra de su obsesiva pulcritud. Una correa azabache le rodeaba la cintura y de su cuello colgaba un rosario de madera clara. La cofia almidonada temblaba sobre su cabeza. Achicharrada, encorvada y casi ciega, emitían un extraño vigor. Caminó adelante por el corto zaguán y dobló a la izquierda cuando llegaron a las galerías del primer patio. Un par de novicias le preguntó si necesitaba algo.
—Luz —respondió secamente e indicó a sus visitantes que tomaran asiento en un banco de algarrobo. Trajeron el candelabro—. Para ellas —dijo—: yo veo mejor en la oscuridad.
Isabel y Felipa depositaron sus bultos a los pies y cruzaron las manos. Aldonza tosió y se disculpó.
—Estas niñas —comentó la monja con voz cortajeada por el fino temblor que se le irradiaba desde la cofia— han sido distinguidas por la Iglesia. No me gusta halagar en vano, pero quiero que sientan gratitud.
—La sentimos —confirmó Aldonza—, la sentimos.
—Fray Bartolomé me habló de las virtudes de estas niñas.
—Es un hombre santo... —apoyó Aldonza.
—Gracias a Nuestro Señor y la Santísima Virgen.
—Ahora estas niñas deberán aprender a vivir en el sagrado retiro de los claustros.
La noche caía dulcemente. Algunas bujías se iban encendiendo en las austeras celdas monacales. Se expandía un cálido olor de resinas y madreselvas.
—Puedes despedirte de tus hijas —dijo a Aldonza.
Isabel y Felipa permanecían tiesas entre su madre y la vieja monja, entre su mundo conocido y el mundo por descubrir. Se desprenderían del pasado que, a pesar de sus amarguras, les dio compañía, amor y cuotas de felicidad; ingresaban en un futuro enaltecido pero secamente reglamentado. Atrás quedaban su infancia y los ensueños que incluían algún magnífico caballero. Adelante las aguardaba el disciplinado servicio de Dios. Con angustia miraron la oscura vegetación del patio donde se insinuaban macizos de flores; durante años mirarán este patio y las mismas flores. Se volverán a sentar en este banco de algarrobo y evocarán este instante. También miraron a las pocas novicias que se desplazaban sin ruido, como espectros. Ellas harán lo mismo.
Aldonza tendió sus manos y tocó las de sus hijas. Las acarició. Después empezó a toser flema, a toser lágrimas y, sin dejar de toser, las abrazó fuerte, les sobó la espalda, la nuca y los brazos y repitió entre ahogos y explosiones «Que Dios las bendiga», Felipa, con las mejillas empapadas, pidió a la monja que les permitiera despedirse de su hermano. Corrió un sonoro pasador de hierro y abrió lo suficiente para espiar. Una lista de luz externa se encendió en el piso. Ahí estaba el muchacho, sentado contra la gruesa pared. Se incorporó como resorte y abrazó a sus hermanas. Nunca las había sentido tan afectuosas. Tampoco había imaginado que dolería tanto la separación. ¿Perdía también a Isabel y Felipa? ¿Se le caerán todos los miembros de su familia como caen los dedos de un leproso? Las necesitaba estampar en su cuerpo. Pero se despegaron, trémulas y asustadas.