Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—¡Cómo la abría él, pues! —chilló; up fino temblor se le extendía por los brazos.
—Así —introdujo una llave imaginaria.
—Déjenme a mí —ordenó el capitán Valdés.
Sacó a Luis de un empujón. El guerrero adoptó una posición elegante y efectuó movimientos delicados; pretendía crear un vínculo amistoso con el candado testarudo. Le habló en tono convincente. Pero a los segundos ya lo forzaba con ira. Descargó un golpe sobre la madera. Descargó otro golpe más recio y su melena le tapó la cara. Empezó a sudar. Olvidó que lo observaba una familia y el todopoderoso comisario del Santo Oficio. Sacaba la lengua, se contraía y maldecía. Fray Bartolomé le rogó que no se exaltase tanto. El capitán la emprendió contra todas las cerraduras y sus cochinas madres y nombró un santo y se cagó en las once mil vírgenes. Las palabras de sosiego que le oponía el comisario surtían un efecto paradójico porque avivaban el resentimiento del capitán quien, fuera de sí, levantó la petaca sobre su cabeza y la arrojó al piso. El gato salvó por milagro su cola. Su maullido se mezcló al pavor generalizado. El capitán saltó sobre la resistente petaca y le zapateó encima, ayudándose con improperios a los genitales de la vaca, la yegua y la lora. El fraile sudaba al oído pero no lo podía detener. No era distinto al carnicero que había perseguido al lechón, le faltaba un cuchillo en la mano. El zapateo fue tan despiadado que su bota consiguió hundir la tapa. Su alarido de triunfo era el mismo del carnicero. Faltaba que se coronara con la cabeza de la víctima.
—¡Levántala! —ordenó jadeante a Luis, cuyo rostro parecía cubierto de harina.
El esclavo levantó el bloque herido y lo ubicó sobre la mesa, en el mismo sitio donde lo había instalado antes de su violación. Toribio Valdés quebró los fragmentos de la tapa. El viejo arcón era estragado delante de la familia horrorizada. El capitán, con los dientes apretados, labró un irregular orificio. Introdujo la mano con una sonrisa y palpó furtivamente. Su cara pasó de la alegría a la sorpresa. Extrajo su puño, lo abrió; adentro contenía una piedra. La miró estupefacto y la entregó al fraile. El fraile la hizo girar entre sus dedos, la aproximó a la luz del candelabro y la depositó sobre la mesa. El capitán sacó una segunda piedra. Una tercera. Una cuarta. Cada vez con enojo creciente. Se las pasaba al comisario que las miraba con enojo creciente y las amontonaba junto al cofre destruido. El capitán extrajo todas las piedras mientras reeditaba su catálogo de maldiciones en el que incorporó los santos patronos del Tucumán. Fray Bartolomé, Aldonza y sus hijos se persignaban tras cada blasfemia. Valdés levantó la petaca vacía, la agitó, le dio vuelta y la sacudió con tanto odio que casi se le cayó de las manos. Del boquete salió un chorro de arena residual.
Fray Bartolomé echó una mirada de arsénico a Luis, mirada que significó para el capitán un permiso. Saltó sobre el esclavo y le martilló la cabeza con sus puños mientras le gritaba obscenidades. Luis se dobló, cayó al suelo y se cubrió con los brazos. Diego y Francisco se abalanzaron sobre el agresor para frenar el huracán. El encono de Valdés iba a derrumbar el mundo. Luis consiguió escabullirse por entre las piernas escupiendo sangre. El capitán corrió tras él y pudo atraparlo. Cayeron en el patio, cerca del aljibe. Se repetía la escena del matadero. Luis tenía el rostro herido y lloraba. Fray Bartolomé intervino con energía y ordenó sosiego al capitán:
—¡Basta! ¡Voy a interrogado!
El capitán lo arrastró hasta la galería y lo ató a una columna. Descolgó el rebenque de su cinto y empezó a azotarlo.
—¡Uno! —rugió.
El negro se quebró contra la columna. En su espalda se iluminó una raya roja.
—¡Dos!
—Voy a interrogado —insistió el fraile.
—¡Tres! Para que diga la verdad.
—¡No le pegue! —rogó Aldonza.
—¡Cuatro!
—¡Ya está bueno! —imploró el fraile—. Dirá la verdad.
—¡Para que la diga rapidito!
—¡Basta, basta! —chilló Felipa tapándose las orejas.
Luis resbaló junto a la columna y yacía en una posición incomprensible. Gotas de sangre crecían sobre la negra piel de su espalda. Era un ovillo de dolor.
Fray Bartolomé pidió a Francisco que le acercara una silla. Iba a iniciar el interrogatorio. Un inquisidor debía estar sentado. «Para qué se va a sentar aquí —pensó el muchacho— si es más lógico desatar al pobre Luis e interrogarlo en la sala.» Pero el sacerdote tenía sus razones: consideraba eficaz hacerle las preguntas en el mismo patíbulo, sin liberado siquiera de la columna, sin permitir que su cuerpo saliese de la posición antinatural a que fue reducido por los golpes y la ligadura de sus manos. Le entregó la silla con manifiesta congoja. El fraile acercó sus labios a la cabeza contusa y le susurró una fórmula ritual. Lo interrogó en voz baja, casi en atmósfera de confesión. El negro gemía y repetía «no sé, no sé».
Catalina aguardaba detrás de Aldonza. Sus dedos sostenían una palangana llena de agua tibia con hierbas balsámicas. Quería devorar el tiempo para acercarse a su marido y reducirle el sufrimiento. Fray Bartolomé resopló, tenía la cara congestionada y los párpados violáceos. Dirigió a Valdés una mirada derrotada:
—Debo suponer que se llevó el instrumental.
—¿Quién? ¿Núñez da Silva?
Asintió mientras esforzadamente se ponía de pie. Estiró los pliegues de su sotana y autorizó a Diego a que desatase a Luis.
—¿Los llevó a Lima, entonces? —el capitán se resistía a creerlo.
—Parece que sí —rascó su rolliza nuca—. Pero... ¿cómo no nos dimos cuenta? ¿Por qué no lo dijo?
—¿Por qué? —exclamó el capitán—: ¡para cagarse en nosotros!
Catalina se arrodilló y lavó cuidadosamente la cabeza y el torso pegoteados de sangre. Después los vendó. Felipa e Isabel acercaron. El negro gemía. Francisco le acarició el brazo y fuerte y transpirado. El negro esbozó una triste sonrisa de gratitud. Después lo levantaron y, sostenido por varias manos, llegó hasta su cuarto en el fondo de la casa. Se recostó sobre un colchón de heno. Su espalda era un pizarrón entrecruzado por líneas de púrpura.
Francisco quería brindarle alguna reparación adicional por el castigo tan injusto que le habían propinado. Fue entonces en busca de una bandeja, una de las pocas que le dejó el prolijo saqueo de la Inquisición. La llenó con frutas y regresó al pequeño cuarto. Se acuclilló y se la mostró. Le brotaron nuevas lágrimas al negro que balbuceó: «Como al licenciado.»
—Sí, Luis, como a papá. A él le gustaba que yo le sirviera esto cuando regresaba del trabajo,
—Le gustaba —confirmó roncamente.
Al rato preguntó por «ellos», Francisco le aseguró que la casa había quedado momentáneamente libre del paquidérmico fraile y el violento capitán.
Fray Urueña se levanta extenuado.
—Hijo —junta las manos, implora—: no se deje arrastrar por el demonio. No se deje engañar por sus tramposos argumentos. Le ruego por su bien —el fracaso le ha secado la boca.
—Sólo escucho a Dios y a mi conciencia.
—He venido a consolarle. Pero, sobre todo, he venido a prestarle mi ayuda. No se aferre a su sordera —insiste, pálido, afónico. Corre la silla y se dirige hacia la puerta. Pide que le abran.
Francisco frunce el ceño.
—No olvide su promesa —le advierte. El clérigo parpadea, se turba.
—Prometió guardar en secreto mis palabras —le recuerda Francisco.
Fray Urueña levanta el brazo y dibuja la señal de la cruz. Cruje la puerta, un sirviente retira las sillas, un soldado se lleva la lámpara.
Fray Bartolomé había asegurado que se ocuparía personalmente de la educación de las mujeres. «Ocuparse» era imponer su decisión.
Iba por las tardes a conversar con Aldonza. Gustaba de su chocolate con pastel de frutas. Catalina debía arreglárselas para conseguir los ingredientes en lo de algún vecino, especialmente la harina. El fraile se sentaba en el salón semivacío. ¿Cómo puede entrar al salón? —pensaba Francisco—: él en persona ha ordenado descolgar espejo e imágenes, retirar cojines y butacas, vender arcones y candelabros con la excusa de obtener fondos para los gastos de mi padre en Lima.
—¿Qué desea quitamos ahora? —murmuraba Diego cada vez que lo veía cruzar la puerta con el enorme gato alrededor de sus sandalias.
Aldonza desmejoraba. Podía soportar grandes padecimientos físicos, pero no resistía un avasallamiento moral tan profundo. Le habían arrancado el marido que antes de los esponsales le había dicho que era cristiano nuevo, pero jamás confesó haber judaizado. ¿Era cierto que judaizaba o era falsa la acusación? En caso de que, en efecto, hubiera cometido herejía, ¿cómo debía comportarse ella en tanto esposa y madre católica? Cuando venía fray Bartolomé, Diego se escabullía de inmediato; su sola proximidad le causaba repulsión. Francisco procedía a la inversa: trataba de aproximarse. En este comisario gordo, amable y severo habitaba algo difuso que Francisco necesitaba descubrir. Al menos, era quien mejor le podría informar sobre la suerte corrida por su padre. En Córdoba, desde el obispo hacia abajo, respondían siempre «no sé». Su padre fue a Lima y allí estaba siendo juzgado. ¿Por cuánto tiempo? «No sé, no sé.» El comisario no podía decir «no sé»: era comisario. Ingresaba balanceando su abdomen y la bola blanca de su gato. Aldonza, como siempre, le ofrecía de comer como prueba de sumisión.
Con sus gruesos dedos quebraba el trozo de pastel frutado. Lo llevaba a su boca tirando la cabeza hacia atrás para que no se le escaparan las migas y chupaba los dedos. En seguida bebía el chocolate porque le gustaba mezclar con su lengua el pastel en el líquido. Se le inflaban alternativamente las mejillas como si practicase buches. Mientras masticaba y deglutía se le escapaban algunos ronquidos de placer. Su sotana hedía levemente a transpiración y su ovino gato a orina.
Cuando terminaba, Aldonza le traía otra porción.
—Más tarde —decía controlando el puntual eructo.
Se distendía y continuaba la conversación sobre sus temas preferidos: cocina y fe. Completamente olvidado de las privaciones que ella sufría, le contaba a la acongojada mujer sobre combinaciones estrambóticas de carnes, salsa, hortalizas y especies. Mientras, Francisco se dedicaba a desarrollar dibujos en el suelo.
¿Para qué venía tan seguido? Diego, unos días antes, había dicho: para saquearnos.
—Para comer —se indignaba Felipa.
—Vengo para evitar que reaparezca la herejía en esta casa —dijo fray Bartolomé esa tarde, enfáticamente, como si se hubiera enterado de los exabruptos que estallaban en su ausencia.
Aldonza lo miraba con devoción y se esforzaba por creerle cada palabra.
—¿Supones, hija, que no me dolió sacarlo de aquí? —preguntó sin mencionar a Núñez da Silva, como de costumbre—. ¿Crees que no me afectó enviarlo detenido a otra ciudad? ¿No sufrí cuando les confisqué algunos bienes? —se respaldó en la crujiente silla y apoyó las manos sobre el abdomen—. Lo hice por Cristo. Lo hice padeciendo, hija, pero lo hice con firme convicción.
¿Era honesto? A Francisco le sobrevino una arcada cuando la sotana olorosa le tocó la nariz. Si no era del todo honesto, trataba de parecerlo. El muchacho se enrolló junto al gato. El animal no lo rechazó, lo cual era un buen signo. La mano regordeta del comisario descendió sobre sus cabellos y le frotó suavemente el cráneo. Surtía un efecto adormecedor. Comprendió por qué su gato se la pasaba durmiendo. Pero Francisco no quería dormir: quería lapidarlo a preguntas. Lo haría esa misma tarde. Mientras esperaba el instante adecuado como una fiera al acecho, se iba enterando sobre el destino de Felipa e Isabel.
—¿Te das cuenta, hija? —repetía el fraile—. Es lo mejor para ellas y para ti y para todos.
—Pero, ¿de dónde saco la dote?
—Ya veremos, ya veremos. Primero, lo primero: ¿estás decidida?
Aldonza retorció sus dedos. Fray Bartolomé se inclinó y le palmeó irreverente mente las rodillas, mientras con la mano izquierda seguía revolviendo los cabellos de Francisco. En ese gesto había algo de excesiva confianza que asustó al muchacho.
—Recuerda que las acecha el peligro —añadió—. Su padre está procesado por la Inquisición y...
—¿Qué le harán a papá? —interrumpió Francisco retirando su cabeza de la mano hipnotizadora.
El fraile quedó inmóvil: sus dedos, su lengua, su respiración. Sólo giraron sus ojos, que lo buscaron, asombrados.
—¿Qué le harán a papá? —volvió a preguntar.
El hombre cruzó sus dedos sobre el abdomen.
—Te lo explicaré en otro momento. Ahora estoy hablando con tu madre.
—Es que...
—Anda, Francisco. Vete a jugar —rogó Aldonza.
—Quiero saber —insistió.
—En otro momento —la voz del fraile se tornó cavernaria.
—Anda, Francisco.
El muchacho bajó más la cabeza. Se adhería al piso. Esta vez no obedecerá.
Está bien —consintió el fraile—. Que se quede, pero que no interrumpa —tocó al gato con la punta del pie. El animal abrió sus ojos de oro y de un brinco se instaló sobre su regazo. Lo acarició ampliamente con ambas manos: todo su amor táctil era ahora para él—. ¿Comprendes hablándole a Aldonza—. Tus hijas están en peligro. Usemos la palabra peligro porque es la correcta. Por muy devotas que sean, por limpia que sea tu sangre, ellas portan la contaminación judía, No es tu caso: nadie cuestiona tu legitimidad de cristiana vieja. Pero los hijos que engendraste con él, sí son cuestionados.
—¿De dónde saco la dote, padre? —volvió a murmurar.
—El otro peligro es ése, precisamente: el de la pobreza. ¿Qué puedes hacer con estas niñas si apenas consigues dinero para subsistir?
—Dios, Dios.
—Y el tercer peligro, ¡para qué enfatizarlo!, es la tentación de la carne.
La mujer trituraba su rosario.
—Y bien, estoy decidida —exclamó—. Pero... ¿y la dote?
—De eso empezaremos a conversar mañana. Por hoy es suficiente con haber tomado la decisión. Es una gran decisión, propia de una buena madre.
Se levantó con esfuerzo, como de costumbre. Francisco se prendió a su sotana.
—Cuénteme de papá.
—¿Qué quieres saber? —no disimulaba su fastidio.
—¿Qué le hacen?
—No entiendo. ¿Qué supones que le hacen?
—Nadie me cuenta, nadie me explica. ¿Por qué no regresa¿ ¿Cuándo volverá?
El fraile lo miró con imprevista ternura. Volvió a sentarse. Apoyó su manaza sobre el hombro del muchacho.