La gesta del marrano (16 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La gesta del marrano
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—Tu padre ha cometido herejía. ¿Sabes qué es herejía?

Sacudió la cabeza, confuso.

—Tu padre ha traicionado la verdadera fe, y la ha cambiado por la ley muerta de Moisés. ¿Sabes qué es la ley muerta de Moisés?

Negó de nuevo. La manaza imperativa del comisario le hacía doler el hombro.

—Mejor que no lo sepas. ¡Mejor que no lo sepas nunca! Y que jamás te apartes del buen camino.

Se incorporó resoplando.

—Pero... ¿qué le harán?

Se acarició la papada. Inspiró hondo.

—Tratarán de hacerle retornar a la verdadera fe. Eso harán.

Empezó a caminar hacia la puerta. Aldonza lo seguía. Francisco corrió a su lado, tropezó con el fe lino y le pisó la cola: chilló.

—¡Retornará! —exclamó Francisco con el falsete que le producían las ganas de llorar—o ¡Retornará a la verdadera fe! ¡Estoy seguro!

Aldonza se persignó.

—¡Retornará! —repitió tironeándole la sotana—. ¡Papá sabe cuál es la verdadera fe!

El fraile se sintió molesto. Alzó su gato y con suave firmeza trató de apartado.

—¡Retornará junto a nosotros! —gritó Francisco.

Fray Bartolomé dirigió su mirada hacia el cielo.

—Eso... únicamente lo sabe el Señor.

Francisco permaneció crispado cerca del umbral, encerrado en una campana de furia. Pataleó brevemente y corrió hacia el fondo, hacia su inexpugnable escondite.

El notario Marcos Antonio Aguilar extiende el papel y unta la pluma; el comisario Martín de Salvatierra escucha con atención.

Fray Urueña cumple con su deber de testificar minuciosamente la penosa conversación con el doctor Francisco Maldonado da Silva. Ha fracasado en su propósito de enmendarlo, pero puede brindar al Santo Oficio un cúmulo de datos terroríficos: ese hombre es un rebelde pertinaz.

27

El sollozo prolongado de un perro durante la noche no hubiera tenido especial significación si Aldonza no lo hubiera asociado a la repentina defloración del duraznero. «Esto anuncia desgracia.» Sus hijos trataron de quitarle dramatismo: era un perro de la vecindad al que pisó un caballo.

—Anuncia desgracia —insistió Aldonza junto al rosado tapiz que se formó alrededor del frutal desnudo. Una breve ráfaga de primavera le arrancó todos los pétalos.

Francisco pensó que era el presagio de que iban a matar a su padre.

Diego le pidió a Aldonza que se alejase del duraznero. Ella alzó su mirada oscurecida y dijo que la torturaba una premonición espantosa.

—Debes partir, hijo. Eres tú quien debe alejarse de Córdoba cuanto antes.

Diego torció la boca.

—¿Partir?

—Sí, hijo.

—No entiendo. Adónde. Cuándo.

Ella abrió sus brazos, temblorosamente, y lo abrigó como a un niño. No habló más. Diego aceptó irse por unos meses a La Rioja; su futuro se vislumbraba aciago.

Fray Isidro llegó imprevistamente. Aldonza suponía que también él había recibido las premoniciones, pero dijo que no: había sentido la necesidad de visitarlos nomás porque los extrañaba y porque sabía que estaban tristes.

Por la tarde ingresó fray Bartolomé bamboleando sus dos esferas: el abdomen y el gato. Aldonza lo recibió con sus habituales manifestaciones de sumisa obediencia. En pocos minutos los dedos del fraile roían el trozo de pastel y sus labios voraces sorbían el chocolate. Ella comentó su penoso sentimiento. El comisario dijo no haber oído el sollozo prolongado de un perro ni le interesaban los supersticiosos signos de un árbol en flor. En cambio pidió hablar con Diego. A su madre se le cayó la bandeja con el resto del pastel.

—¿Diego?

Francisco dibujaba otro mapa a los pies del clérigo y se ofreció inocentemente para ir en su busca. Recorrió el segundo patio, miró en la huerta y preguntó a los esclavos. No estaba. Pensó: «qué suerte».

—No está —informó al comisario.

Aldonza ya había empezado a pellizcar su rosario tembloroso. Fray Isidro apretó los dientes para disimular su sonrisa; acarició el crucifijo y dijo mentalmente: «gracias, Señor Jesucristo, por salvarlo».

Fray Bartolomé mudó de aspecto. Sus redondeces no expresaban bonhomía, sino malestar.

—Si huye, será peor —murmuró.

La mujer estuvo a punto de caer de rodillas. Alcanzó a susurrar:

—¿Huir? ¿Por qué va a huir?

—El capitán Valdés aguarda en la calle —el comisario extendió su índice hacia el zaguán—; si no se presenta no seguida, lo traerán por la fuerza.

Aldonza rompió a llorar. Francisco corrió hacia el fondo de la casa. El capitán Valdés y un par de auxiliares ingresaron al patio y se apostaron ante las puertas. Se reconstruyó bruscamente la atmósfera de un año atrás, cuando arrestaron a don Diego.

El comisario se puso severísimo, el capitán, prepotente, y la familia, aterrada. Tras los esbirros hicieron su aparición los oscuros familiares: habían sido informados e invitados; concurrían a una dolorosa fiesta. Los únicos que no se habían enterado eran el reo y sus parientes. Igual que un año atrás. El Santo Oficio hacía culto y gimnasia del secreto. También de la insensibilidad, cuando estaba en juego la pureza de la fe. No importaba la desesperación de Aldonza ni verla abrazada a las sandalias del comisario. No conmovía la ausencia del jefe de la familia ni la ruina en que se había convertido esa vivienda. Se metieron en las habitaciones para buscar a Diego. Tiraron del mantel para escudriñar bajo la mesa, abrieron los pocos arcones que quedaban, corrieron las camas sin colchón, revisaron la cocina desmantelada y dieron vuelta el cuarto de los esclavos. Finalmente lo encontraron en el corral, desde donde intentaba escaparse a la casa vecina. Hubo un rabioso forcejeo. El acusado se negaba a comparecer y gritaba que lo soltasen. Cuatro hombres lo trajeron a la rastra al primer patio —donde esperaba fray Bartolomé—. Diego se sacudía como una embarcación en el mar. Daba tirones hacia los costados y hacia arriba, pero no lograba zafarse. El capitán le puso la daga en el cuello.

—¿Te vas comportar con decencia, marrano apestoso!

Diego se aquietó. Lo bajaron. Se enderezó, corrió el pelo de la frente y estiró su camisa desgarrada.

—Acércate —ordenó fray Bartolomé desde su silla.

El joven miró en torno. Avanzó dos pasos, lentamente. Después trepidó un relámpago. Fue súbito. Empujó a un familiar contra el capitán Valdés, pateó la tibia de un ayudante y desapareció en la calle. Montó un caballo y voló a galope tendido. Cuando salieron, sólo quedaba la nube de polvo. Los soldados chocaron entre sí y corrieron en busca de sus cabalgaduras. Iniciaron la desordenada persecución. Resonaban los cascos y las maldiciones. La prolija organización de este arresto y su pomposo ritual no habían previsto tanta irreverencia. «Este reptil de diecinueve años lo pagará caro.»

Fray Bartolomé partió con majestuoso enojo y lo siguió el cortejo de familiares. Aldonza se sentó en la silla que poco antes había ocupado el fraile. Francisco se deslizó hacia el fondo y, tras verificar que nadie lo vigilaba, ingresó en su escondite. «Aquí podría refugiarse Diego en caso de regresar.» Se tendió en la tierra lisa y fresca. Vio a su hermano galopando hacia el matadero y allí, mezclado con la multitud de animales, carretas y esclavos, cambiaba la cabalgadura. Imaginó la persecución de Valdés: el caballo sin jinete le hizo pensar que Diego estaba cerca y ordenaba registrar el hediondo paraje. Sus auxiliares se introducían en los potreros, golpeaban a los peones. Y mientras perdían el tiempo, su hermano ganaba kilómetros en dirección a Buenos Aires.

Antes de oscurecer Catalina ofreció la frugal cena. Francisco acarició la mano de su madre y le quiso transmitir que no era tanta la desgracia: Diego ha logrado escapar, galopa rumbo al océano. Pero esa noche no logró dormirse. Cuando por fin lo venció la fatiga, fue sobresaltado. El estrépito violó el descanso. Se abrieron los párpados de unas candelas. Chocaban hierros. Francisco saltó de la cama y encontró a su hermano sucio y tembloroso entre guardias que lo sujetaban al aljibe. Las lámparas develaron hematomas en su rostro y una estría sanguinolenta en su camisa rota. Estaba maniatado. Lo empujaron hacia la sala de recibo. Uno de los oficiales mandó buscar a fray Bartolomé. Aldonza se precipitó hacia su hijo, pero la detuvieron antes de que cruzara la puerta. Suplicó y cayó de rodillas. Diego intentó sentarse: se lo prohibieron. La espera se prolongaba, tensa y lóbrega. Aldonza rogó que lo dejasen descansar y le permitieran beber agua. Le dijeron que no. Francisco fue al aljibe, llenó una jarra y se la alcanzó sin pedir permiso. Un familiar le arrebató la jarra y volcó el contenido a los pies del prisionero. Ingresó el comisario; lo seguía, soñoliento también, su felino. El familiar que tironeaba los cabellos de Francisco siguió al fraile. Todos entraron en el salón. Fray Bartolomé se sentó ampulosamente, estiró los pliegues de su sotana, acomodó la cruz de su pecho y ordenó que acercaran al reo. El notario acomodó el tintero, las plumas y el papel.

—Identifíquese —pidió.

El joven balbuceó su nombre.

—Profesión.

El joven vio que el comisario se elevaba en el aire y giraba como una pelota. Se restregó los ojos, estaba mareado.

—Profesión —insistió el fraile burocráticamente.

—No sé.

—Patrimonio. Diga cuáles son sus bienes.

Diego bajó la cabeza. «Bienes.» Esa palabra tenía un sonido extraño. «Bienes.» «Bien.» «El Bien y el Mal. Mis bienes.

El comisario enumeró:

—Dinero.

Negó.

—Tierras. Objetos de plata. Caballos. Mulas. Esclavos. Objetos de oro.

El notario hacía correr su pluma sonora. Diego se movía como un olmo empujado por el viento. Iba a caer. Estaba vencido. Y mortalmente cansado. Fray Bartolomé empuñó la cruz y la acercó a su nariz hasta obligarlo a levantar la vista.

—¿Has judaizado?

Diego movió la cabeza negativamente. Al comisario no le alcanzaba.

—¿Contesta! ¿Has judaizado?

—N… no. Soy católico devoto —tembló su voz—. Usted sabe que soy un católico devoto.

Fray Bartolomé devolvió la cruz a su pecho.

—De todas formas —dijo reprimiendo un bostezo—, serás sometido al juicio de la Inquisición. Te llevarán a Chile y allí serás embarcado hacia Lima.

Se levantó. Había concluido la solemne audiencia. El notario terminaba rápidamente el acta legal. Los esbirros tironearon los brazos atados de Diego. Los familiares hicieron una doble fila de honor al redondo comisario y levantaron sus lámparas.

Las pocas horas que restaban de la noche sólo sirvieron para incrementar el desasosiego. A la mañana siguiente el primogénito de Núñez da Silva partiría a reencontrarse con su padre (o con el cadáver de su padre) y fray Bartolomé regresaría con un pergamino en la mano para volver a registrar el patrimonio de estos impenitentes. Terminaría por llevarse hasta los harapos.

Francisco pudo dormirse cuando despuntaba el amanecer. Sus ovillados pensamientos habían sido atravesados por una idea cortante como un sable: «¿Cuándo llegará mi turno?» Había cumplido diez años de edad.

La secuencia conocida: pasos, tranca, llave, crujido, alfombra de luz. Entran varios soldados.

—¡Levántese! —le ordenan.

Francisco hace un esfuerzo enorme. Su cuerpo está débil, cribado de dolor.

Le abren los grilletes. Los herrumbrados anillos se llevan fragmentos de piel y gotas de pus. Sus muñecas y tobillos se asombran por la inesperada libertad. Pero le atan una soga a la cintura. Larga, gruesa, firme.

—¡Caminado!

—¿Adónde me llevan?

—¡Caminando, he dicho!

Tambaleándose, avanza hacia la puerta. Dos soldados le aferran los brazos: lo sostienen y dirigen. Ingresa en el corredor. Por fin pasará algo distinto.

28

Iban seguido a la iglesia. Aldonza caminaba con paso vencido y culpable, sostenida por una hija de cada lado. Francisco zigzagueaba adelante o detrás, a veces parecía el guía, a veces el perro. La gente procuraba evitarlos. Irradiaban melancolía y desgracia. Así de solas debieron sentirse las tres Marías cuando crucificaron a Cristo, pensaba el muchacho con obstinación. «Cristo fue despreciable como mi padre y mi hermano; quienes lo amaban fueron despreciados también. Aquellos que mataron a Cristo y estos que nos quitan el saludo se parecen.»

A Francisco le gustaban los sermones de fray Santiago de la Cruz, director espiritual del convento dominico, porque no abundaba en amenazas. No asustaba con los castigos del infierno ni se dedicaba a explicarlos con morbosa minucia como la mayoría de los clérigos, que arrojaban pedradas desde el púlpito. Prefería extenderse hacia el lado del amor. Subyugaron a Francisco sus explicaciones sobre las finezas de Cristo. El director espiritual levantaba las amplias mangas de su hábito y se apoyaba sobre la baranda de madera y hacía una breve introducción con labios sonrientes. Sin decirlo, prometía minutos de placer y no de paliza. «Aunque hoy no es Jueves Santo —explicaba—, en el que se pronuncia el sermón del Mandato, vaya referirme a él porque debería estar presente en todos los sermones. Recuerden que en la ceremonia del lavatorio, cuando Cristo se arrodilló y lavó los pies de sus discípulos, incluso los de Judas Iscariote, dijo: "Un mandato nuevo os doy: que os améis los unos a I otros, así como yo os he amado."»

Con ejemplos sencillos demostraba que el amor no es sólo una fórmula. «Es cristiano cabal quien ama a los otros. Al final de su vida, Cristo nos ofreció una síntesis de su misión. Amándonos los unos a los otros, lo amamos a Él. De ahí que toda imitación de Cristo debe comenzar por el ejercicio del amor a nuestra madre y a nuestro hijo, a nuestro hermano y a nuestro padre, a nuestro pariente, a nuestro vecino, a los pobres, a los santos y a los culpables. Cada ser humano está señalado por el dedo de Cristo como el destinatario de nuestro cariño —por primera vez levantó su índice—. No hacerlo es enturbiar el éxito de su divina misión.»

En el altar colgaba Jesús. De la corona de espinas descendían los hilos de sangre. Hilos de sangre bajaban de los clavos que atravesaban sus manos y sus pies, una cinta de sangre caía del costado que atravesó la lanza; también brotaba sangre de sus rodillas y de varias partes de su cuerpo flagelado locamente. Sufrió para la felicidad de los hombres. «Sufrió por nosotros, por mi padre y por Diego —pensó Francisco—. Si de imitación de Cristo se trata, nosotros lo imitamos sufriendo ahora.»

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