Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Sevilla supo que uno de sus hermanos se convirtió en talentoso pintor de iglesias. Reproducía los castigos que infligieron los judíos al Señor Jesucristo; los judíos usaban ropas de españoles; en varias ocasiones llegó a pintarles una cruz de oro en el pecho. También supo Sevilla de una tía que juzgaron por hechicera: en su chamizo ocultaba
huacas
y
canopas
[19]
a las que alimentaba con chicha y harina de maíz.
José Ignacio Sevilla conoció a José Yaru en el Cuzco, precisamente. Lo contrató para que trasladase sus fardos de una tienda a otra en el callejón de los mercaderes. Era cumplidor y eficiente. Cuando le canceló el contrato porque regresaba a Buenos Aires, el indio bajó la dura cabeza, juntó las manos sobre el vientre y le espetó a quemarropa que lo llevase consigo.
—¿Por qué? —se asombró Sevilla.
—Porque tengo guerra familiar.
—¿Quieres huir?
—Tengo guerra familiar.
Sevilla no pudo sonsacarle más información. ¿Qué significaba «guerra familiar»? ¿Lo perseguía su suegro?, ¿lo quería matar un cuñado?, ¿cometió bigamia?, ¿lo repudiaban sus parientes? Necesitaba escapar. Sevilla tuvo lástima de él y también calculó que a cambio de este favor ganaba un buen ayudante. Se hacía cargo de un fugitivo, ciertamente; pero que no huía por causa de la religión, que era lo grave, sino por robo, asesinato o adulterio. Quizá nunca lo supiera. No lo vinculó con su tía hechicera, que era un expediente cerrado ya. A su hermano lo consideraban propiedad de la Iglesia. Trató de perforarle la empecinada cabeza: no descubrió inconvenientes serios y dijo que sí.
José Yaru nunca se quitó las pulseras de cuero. De vez en cuando entonaba un canto fúnebre. Su melodía era como una cinta que ondulaba hacia alguna montaña. Tengo nostalgias de altura —explicaba con razón. Los demás indios solían escucharlo en silencio. Durante las pausas se formaban rondas de cargadores. Aunque José era igual a los otros, parecía convertirse en el centro del grupo como si portara una dignidad que sólo sus hermanos reconocían.
Diego de Lisboa viajaba en otra carreta. No lo acompañaban miembros de su familia esta vez. Tenía cuatro hijos brillantes, de los cuales uno, Antonio, despuntaba como polígrafo
[20]
.
«No puedo reprender a Antonio —cavilaba—. Lleva más lejos que nadie mi decisión de desarraigo: no acepta llamarse López y menos Lisboa. Quiere dejar de ser judío. Repudia mi herencia y, paradójicamente, la recibe porque lo principal de mi herencia (o mandato) es acabar con la carga del judaísmo. Tan lejos corre que se inventó una historia de su nacimiento: asegura que vio la luz en Valladolid, aunque allí no estuvo jamás. ¿Por qué vaya reprocharle? Tendrá más libertad y seguridad que yo, porque yo, lamentablemente, estoy infectado por un núcleo judío que sólo morirá cuando repose bajo tierra. Lo mismo pasa con Diego Núñez da Silva: su núcleo judío fue detectado por los imanes de la Inquisición y ahora purga en Lima la condena. Nos conocimos en Lisboa. Éramos jóvenes y podíamos correr más rápido que nuestros perseguidores. Compartimos el horror. Después aprendimos a compartir la incertidumbre que producía la cambiante conducta de los monarcas; por momentos las autoridades se tornaban benévolas y generaban expectativas de convivencia, por momentos las arrasaba una tempestad de odio.
»Cuando los reyes de España firmaron el Edicto de Expulsión en 1492 —recordaba Diego López—, cien mil judíos emigraron hacia Portugal. Casi todos soñaban regresar a sus hogares españoles. Pero los sueños no se cumplieron. Vencidos los plazos de permanencia, muchos debieron embarcarse y sufrir nuevas desventuras; algunos fueron vendidos como esclavos. Cuando la Inquisición logró instalarse también en Portugal, se hizo evidente que ya no volvería la paz. Millares de individuos intentaron huir del país que por momentos parecía tenderles algún afecto. Acordé con Diego Núñez da Silva fugar al Brasil después que mis padres fueron quemados en un Auto de Fe. No podíamos seguir en esa ciudad. Me ayudó a soportar días y noches de fiebre, de locura. Intenté clavarme una daga porque no me podía sacar la visión de los cuerpos carbonizándose. Dejé de comer y beber hasta perder el sentido. Al cabo de unos meses, insomnes de terror, proyectamos viajar al Nuevo Continente. Allí se radicaban muchos perseguidos: la distancia del poder central facilitaba la erección de comunidades libres y podríamos olvidar. Y renacer. Pero nuestra información no era completa: esa libertad ya había provocado visitas inquisitoriales y se empezó la represión también aquí. No encontramos un Brasil apacible. No. Diego Núñez da Silva, tras evaluar las opciones, eligió arriesgarse hacia el Oeste, hacia la legendaria Potosí. Yo, en cambio, consideré más segura la recientemente fundada Buenos Aires porque estaba más alejada que ninguna otra población de los implacables centros del poder inquisitorial.
»Era paradójico: Diego Núñez da Silva, médico y sin ambiciones económicas, fue hacia el más febril centro de enriquecimiento que funcionaba en el Nuevo Mundo. Yo, un comerciante que reconocía el valor del dinero, fui hacia la chata aldea que vegetaba sobre un río ancho y aburrido. Diego llegó a Potosí y luego se fue a ejercer medicina en San Miguel de Tucumán. Yo desembarqué en Buenos Aires e hice incursiones a Córdoba para iniciar el comercio con frutos del país. En Córdoba, hacia el año 1600, apareció mi viejo amigo con su familia. Estaba mal: huía de la Inquisición. Huía inútilmente: le venía pisando los talones la orden de arresto, que implementó el comisario local.
»Yo, en cambio, estaba bastante bien. Había comprado una pequeña embarcación que bauticé
San Benito
exportaba harina a San Salvador de Bahía y allí la cargaba con aceitunas, papel y vino. La secreta comunidad judía de San Salvador era una confiable contraparte. Hice dinero. Y para evitar el zarpazo de la Inquisición empecé a buscar quien me vendiese un certificado de limpieza de sangre. En Córdoba proliferan los títulos apócrifos; hay verdaderos artistas de la falsificación y un gran respeto por su obra. Contra el escepticismo que a veces me asaltaba pude conseguir un certificado tan bello que parecía una reliquia. A pesar del escudo que significaba ese pergamino recargado con el lacre de los sellos y la firma de notables, había considerado riesgoso mantener mi principal domicilio en Buenos Aires: la joven ciudad se estaba llenando de judíos provenientes del Brasil. Me trasladé pues a Córdoba, donde rápidamente, gracias a mi locuacidad, dinero e iniciativas, fui designado regidor del Cabildo. Arribé entonces a la dolorosa conclusión de que lo tenía sentido mantener en secreto mi condición judía: no resucitaré a mis padres ni daré felicidad a mis hijos. Externamente soy católico, de mi nuca cuelga una cadena de plata con una maciza cruz, asisto a los oficios religiosos y me confieso, Debo corregir mi interior, no el exterior.
Mi imagen es la adecuada
,
no las nostalgias
. Estoy cansado de huir. Si pudiese, estudiaría teología y me haría sacerdote como Pablo de Santamaría, que fue rabino y se convirtió en uno de los más ardientes abogados de la Iglesia. El martirologio judío ya no tiene sentido: no interesa a los hombres ni conmueve a Dios. ¿Para qué continuarlo?»
Los ásperos reinos cristianos del Norte de España —se enteró Francisco, emocionado— decidieron favorecer a los judíos cuando los Estados musulmanes del Sur empezaron a perseguidos. La acogida, empero, no condujo a la formación de un vínculo cordial entre la Iglesia y la sinagoga. La Iglesia necesitaba aún consolidarse y la presencia de quienes
fueron
el pueblo elegido cuestionaba la solidez de algunas tradiciones. Empezó a difundirse entonces el gusto por una especie muy peligrosa de torneos: las controversias teológicas. A los cristianos no les interesaba, en el fondo, convencer judíos (podían convertirlos a la fuerza y masivamente): eran ellos mismos quienes necesitaban convencerse. Se convocaba a teólogos de ambas religiones para discusiones públicas que ayudarían a clarificar la verdad. En la práctica, si los cristianos no vencían en la argumentación, se desencadenaba una borrasca que incluía asaltos a las juderías.
Uno de esos afamados polemistas del bando judío provenía del Sur. Decía descender del legendario príncipe Hasdai, el magnífico Samuel Hanaguid y de otras familias cordobesas pletóricas de sabios y artistas. Se llamaba Elías Haséfer, que quiere decir Elías «El Libro». El libro, obviamente, era la Sagrada Escritura. (Posiblemente Séfer se convirtió en Silva, como gustan afirmar los judíos de este apellido.) El torneo se desarrolló en Castilla con gran pompa. Acudieron príncipes, nobles y caballeros. Por parte de la Iglesia asistieron el obispo, superiores de las órdenes religiosas, doctores en teología y eruditos. Elías Haséfer tenía derecho a consultar una gruesa Biblia que pusieron a su disposición, pero asombró a la audiencia vertiendo de memoria largas parrafadas de versículos. Las razones de la Iglesia y las de la sinagoga chocaron como espadas relucientes. Cada parte hacía estallar relumbrones y la primera sesión acabó en un empate. La segunda y la tercera dieron ventaja a los teólogos cristianos, quienes apabullaron a Elías con inesperados argumentos. Los caballeros casi empezaron a golpear sus escudos en señal de alegría, pero la solemnidad del recinto les frenó el entusiasmo. En la cuarta sesión Elías Haséfer, aparentemente debilitado, remontó cada uno de los argumentos con una especie de catapulta y convirtió a sus adversarios en pasmarotes ridículos. Los caballeros ya no querían golpear sus escudos, sino desenvainar las espadas. En la quinta sesión hubo un empate poco claro y en la sexta Elías Haséfer volvió a triunfar. En voz baja consultó el rey al obispo. Se convocó a una séptima sesión, pero el monarca no autorizó el debate. La sesión estaba destinada a premiar el desempeño de los adversarios. Aclaró que se trataba de una diversión, no de un juicio: la verdad de la Iglesia no era objeto de dudas, ni requería la derrota de un sofista judío. El rey entregó regalos a todos los participantes. Cuando tendió la primorosa arqueta a Elías Haséfer, exclamó: «¡Lástima que nos seas abogado de Cristo!» Esta expresión era, obviamente, otro regalo, quizá más valioso que el material. Al día siguiente los judíos de Castilla velaron a Elías Haséfer, asesinado por una puñalada a pocos metros de su casa.
Estas tragedias no impidieron que de las
aljamas
[21]
surgieran astrónomos, traductores, matemáticos, poetas y médicos tan brillantes como los que antaño produjeron los Estados del Islam —contó José Ignacio Sevilla—. Varios ascensos luminosos, no obstante, acabaron en atroces caídas. Un ejemplo fue el de Samuel Abulafia, que llegó a ser un príncipe tan grande como Hasdai. Fue ministro de Pedro el Cruel, rey de Castilla. Su vida excepcional es un modelo que exalta y aterroriza, por eso los judíos siguen recordándolo con ambivalencia. Hubieran preferido olvidarlo. Más aún, que nunca hubiese existido. Abulafia resolvió la asfixia financiera del reino y se ganó el poder de los poderosos. Construyó la famosa sinagoga de
El Tránsito
, en Toledo, con hermosas inscripciones hebreas en torno del Arca. Su residencia fue conocida como
El Palacio
del judío
. Las intrigas políticas lo debilitaron. Su lealtad al rey no sólo produjo admiración, sino odio. Sus rivales se desquitaron con ataques al barrio judío. En una de esas furiosas agresiones cayeron muertas cerca de mil doscientas personas con niños incluidos. Finalmente consiguieron desgastar la confianza del monarca. Pedro el Cruel sucumbió a las calumnias y ordenó encarcelar y torturar a quien fuera su querido ministro. Los verdugos se regodearon con el cuerpo del magnífico príncipe, quien murió durante los tormentos.
En la patética historia, tampoco este hecho fue definitorio. Igual que en la lejana época de los visigodos, el pueblo tenía más vocación para la tolerancia que para el desdén. Los españoles tardaron más que el resto de Europa en incorporar su odio. Tan era así que las aljamas gozaron de autonomía y los manuscritos de esa época reflejaban cierto optimismo. El pensamiento filosófico y moral produjo obras notables: en el siglo XIII vio la luz en la España cristiana, precisamente, uno de los libros que más desconcierto genera en los hombres, llamado
Zohar
o
Libro del esplendor
. Es el núcleo de la
Cábala
.
—¿Has oído hablar de los cabalistas, Francisco?
A Francisco no le resultó desconocida esa palabra: la escuchó por primera vez cuando Diego estaba tendido en su lecho con una herida en el tobillo y su padre le efectuaba la abismal revelación. En la empuñadura de la vieja llave de hierro había una grabación. No eran tres pétalos ni tres llamitas: era la letra inicial de la palabra
Shem
, que significa Nombre. Los cabalistas atribuyen al Nombre un infinito poder, manipulan letras y acceden a la profundidad de los misterios.
Recién en el siglo XIV —es decir, hace muy poco en relación con la extendida historia de los judíos españoles—, se impuso, claramente, la intolerancia. Ganaron terreno los fanáticos y su crueldad. Cuando se producían epidemias se acusaba a los judíos. A veces ni era necesario formular la acusación: el populacho corría directamente hacia las aljamas para matar y robar. Surgieron frailes que urgían exterminar a los infieles
de adentro
; se ponían a la cabeza de turbas excitadas, entraban a saco en las sinagogas, profanaban el altar y entronizaban una imagen. La conversión era vivida por los judíos como una ofensa adicional. Pero algunos conversos, por obra del terror, se muta ron en extremistas del cristianismo para borrar las marcas de origen. Un caso notable fue Pablo de Santamaría, ex rabino cuyo nombre escandalosamente hebraico había sido Salomón Halevi (Diego López de Lisboa lo admiraba). Los Levi descendían de la bíblica tribu consagrada al sacerdocio. El converso se zambulló en los estudios teológicos y consiguió que lo nombrasen archidiácono y canónigo de la catedral de Sevilla. No conforme, ascendió a obispo de Cartagena y arzobispo de Burgos. En esta ciudad compuso una obra incendiaria:
Scrutinio Scripturarum
. Lo empezaron a llamar el Burguense y su manual es utilizado hasta ahora en las controversias para pulverizar los argumentos judíos.
—Hay copias del
Scrutinio
en Buenos Aires, en Córdoba, en Santiago. Y por supuesto que hay varias copias en Potosí, el Cuzco y Lima —señaló López—. Para los familiares y comisarios equivale a una espada —carraspeó, como lo hacía cada vez que le asaltaba la tristeza—. Y, ciertamente, es una filosa espada.