Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—Gracias de nuevo.
—Y también porque tengo esto para el licenciado.
—¿Mi padre?
—¿No dice que viaja a Lima?
—Sí. Pero... ¿encontraré acaso a mi padre?
—Lo encontrará.
—Ojalá —se corrió para dejarle más espacio—. ¿Cómo lo sabes tú?
—Soy hijo de brujo.
—Eras muy pequeño cuando te cazaron.
—Como usted era de pequeño cuando cazaron al licenciado.
—No lo cazaron: lo arrestaron. Y lo llevaron al Tribunal de Lima.
—¿Hay diferencia?
Intercambiaron un resplandor. En esa gruta arropada de silencio los dos cuerpos se oyeron los latidos. Unos treinta años atrás el padre del negro Luis, hechicero de su tribu, había sido fulminado por un rayo misterioso y cayó de espaldas. La máscara estridente que le cubría quedó mirando el cielo y no respondió a las sacudidas desesperadas de su hijo. Los cazadores ataron al pequeño y lo golpearon hasta fundir su resistencia, Después le pusieron una pesada coyunda de madera que lo unió a otros negros. Lo hicieron caminar en una larga hilera de la que era imposible fugar. Llovían los azotes. No les daban alimento ni les permitían aliviarse las llagas de los pies. Prendían fuego a las aldeas africanas vaciadas de pobladores. Cuando un negro intentaba huir, lo tumbaban y con un cuchillo largo le cortaban la cabeza. Al tierno Luis lo encerraron en un barrancón junto al puerto donde esperaban a los navíos negreros. Le pusieron grilletes en los tobillos. Algunos cautivos murieron. Cada tres días lo sacaban a tomar aire y comer harina; los obligaban a sentarse en círculo bajo el silbido perpetuo del látigo. Luego, en travesía, las carnes de Luis se ulceraron por efecto de los grillos. En la hediondez de las bodegas despertó con un cadáver sobre su hombro. Los prisioneros permanecían agarrotados, sentados, con el mentón pegado a las rodillas. El cargamento llegaba reducido. Luis dejó de pensar y sentir. Lo hicieron caminar nuevamente por tierra. Prosiguieron las coyundas, los grilletes, el atroz silbido del látigo y Luis decidió morir. Como otros cautivos, se negó a ingerir el agua sucia y la harina. Entonces le quemaron los labios con carbones encendidos. Y lo amenazaron con hacerle comer esos carbones si no tragaba la harina. En Potosí, tras cierta recuperación, logró escapar; pero estaba tan débil que en seguida lo alcanzaron; con una espada le cortaron profundamente un muslo. No lo decapitaron porque su cuerpo joven tenía valor. Lo cosieron y retuvieron hasta que alguien se decidiese pagar algo por esa mercadería fallada. Lo compró el licenciado Diego Núñez da Silva junto con una negra tuerta y también débil, los hizo bautizar con el nombre de Luis y Catalina, los transformó en marido y mujer y los consagró a su modesta servidumbre.
Francisco le tocó el hombro.
—¿Qué has traído para mi padre?
El negro giró la cabeza hacia los lados con innecesaria precaución. Susurró bajito:
—Sus instrumentos de brujo.
—¿Sus instrumentos? ¿No los había llevado a Lima?
—No. Yo los escondí para que no los robasen. A un brujo no se le debe robar el poder: ni la máscara, ni los cascabeles, ni las pieles de lagarto, ni las pinturas, ni la lanza.
Arrimó la talega y le hizo palpar sobre la tela de yute Francisco reconoció pinzas, lancetas, tubos, tijeras, sierras, cánulas. Desató el nudo del cuello e introdujo la mano. Tocó y acarició las herramientas de plata.
—¡Increíble, Luis!
—¡Shttt!... que pueden oír los frailes.
—Casi te arrancaban el secreto —sonrió
—¿Cuando me golpeó el capitán?
—Casi te hacían confesar.
—Pero no confesé.
—Eres un valiente, un digno hijo de brujo. Mi padre estará orgulloso de ti.
—Gracias, niño. Pero... toque mejor los instrumentos. Toque.
Francisco palpó con atención.
—¡El estuche!
—¡Ahá!
—El estuche con la llave española. También la guardaste. Luis: eres una maravilla, un ángel. Estoy impresionado.
El negro acarició la rústica talega. Al rato murmuró:
—Quiero viajar con usted.
Francisco se conmovió:
—Me gustaría que me acompañases, pero temo que no sea posible. No tolerarán tu huida. Te buscarán y castigarán. Yo no puedo comprarte ni mantenerte. Luis: nos harían retornar a los dos. Y también se quedarían con los instrumentos.
El negro cambió de posición; apoyó la espalda contra la pared y recogió las piernas como en un ominoso viaje marino. Se rascó vigorosamente la nuca. Transpiró cólera.
—Quiero volar como un ave, pero no puedo. Quiero trabajar de brujo con el licenciado.
Francisco le apretó nuevamente el antebrazo. La noche fue cruzada por el grito de una lechuza. Para los indios la lechuza traía bendición. A Francisco se le ocurrió una idea.
—Escucha, Luis. Fui a despedirme de mis hermanas. ¿Sabes qué he decidido?
El negro forzó sus ojos en la oscuridad.
—He decidido que apenas consiga dinero, las reuniré conmigo.
—¿En Lima?
—Sí, Volveré a unificar la familia.
—¿Están contentas, ellas?
—No conocen mi plan. No me atreví a decido. Tú lo sabes.
El esclavo asintió. Volvió a rascarse, estiró las piernas. Y también entérate de esto.
Luis levantó la cabeza.
—Te compraré. A ti y a Catalina. Y vendrás con mis hermanas. Nos reuniremos todos.
El negro permaneció inmóvil. Después se arrojó hacia adelante y abrazó torpemente al hijo de su antiguo amo. Francisco le acarició la grasienta cabellera como a un animalito necesitado de protección. Al cabo de unos minutos se incorporaron y se apretaron las manos hasta hacerse doler. El joven abrió su arca e introdujo la talega de yute con el tesoro que devolvería a su padre.
Salió del convento que lo había hospedado durante tantos años. Atravesó el rústico portón y caminó por la calle solitaria con su petaca al hombro. El aire fresco y picante anunciaba la proximidad del nuevo día. Llegó a la explanada. Una veintena de carretas se encolumnaba mientras las tropillas de mulas eran arriadas hacia el camino. Los peones ocupaban su lugar en la parte delantera de los vehículos bajo la luz que colgaba de la picana. Los bueyes se movían lentamente, obedeciendo órdenes y puntadas. Los esclavos descalzos introducían las cargas por la abertura posterior de las carretas en tanto los capataces, con grandes faroles en la mano, recorrían el laberinto de gente y animales supervisando cajas. También controlaban los pértigos, la lubricación de las mazas y la ubicación de los pasajeros.
Francisco reconoció al oficial que últimamente aparecía tras los pasos de Lorenzo. Se desplazaba por la excitada multitud tratando de pescar al hijo de su superior: iba a recordarle que no tenía permiso de viaje. Francisco pagó, subió a una carreta y esperó que arrancase.
Al cabo de una media hora se vocearon las órdenes de partida. La torre sobre ruedas recibió un enérgico tirón y empezó a bambolearse. El convoy enfiló hacia el Norte. Los postillones cabalgaron adelante, indicando el camino que sus ojos adivinaban en la oscuridad. En la carreta de Francisco viajaba un matrimonio proveniente de Buenos Aires con dos pequeñas hijas; iban a la ciudad del Cuzco; el hombre parecía padre de la mujer. De su amigo Lorenzo Valdés, ni señas.
El oficial permaneció en la explanada hasta que salió la última tropilla. Después fue a su casa, bebió un tazón grande de chocolate y se dirigió a la residencia del capitán. Caminó a paso tranquilo, le agradaba el fresco del amanecer y estaba satisfecho de su labor: su tenaz presencia desalentaba al díscolo muchacho. Golpeó la aldaba de hierro. Una luminosidad nacarada se elevaba del horizonte. El sirviente le hizo pasar al salón.
Al rato ingresó el capitán de lanceros, ante quien se puso de pie.
—Sin novedades, mi capitán.
—¡Ahá!
Toribio Valdés lo invitó a sentarse. Ordenó al criado que sirviese chocolate para ambos. El oficial no se atrevió a decirle que acababa de beber en su casa.
—Así que... ¡todo en orden! —dijo Valdés.
—En efecto. Controlé la partida del convoy semanal. Su señor hijo no estaba.
—¡Ahá!
—No partió.
—¡Ahá! ¿Está usted seguro?
—Sí, mi capitán.
—Usted lo viene controlando desde hace un mes.
—En efecto.
—Sírvase el chocolate.
—Sí, gracias, mi capitán.
—Bebe sin ganas ¿No le gusta?
—Me gusta, mi capitán —ingirió un sorbo largo y ruidoso; a la obediencia también había que mostrarla.
—Así que no partió.
—En efecto.
—¡Ahá!... Pero no es así. Mi hijo partió.
—¿Cómo dice, mi capitán?
—Que partió. Delante de sus narices.
—He supervisado carreta por carreta, palpé los bultos, miré las tropillas.
—¡Ahá!
—No estaba su señor hijo, mi capitán.
—Tampoco está aquí.
—Habrá huido a caballo. ¡Corro a alcanzarlo con mis hombres.
—Termine su chocolate —lo detuvo con un gesto—. No hace falta.
—¡Se ha burlado de nosotros!
—De usted.
—De… de...
—Usted le seguía los pasos y él se las, arregló para convencerlo de que viajaría en esta caravana. Fue un buen anzuelo la partida de Francisco Maldonado da Silva. Lo engañó a usted con arte. Quiero decirle que se fue hace rato, no sé cómo, pero se fue. Tuvo la amabilidad de dejarme una respetuosa esquela. Es un muchacho hábil.
—Sí. Me ha confundido. Es hábil.
— Y usted no lo es.
El oficial tosió y unas gotas de chocolate cayeron sobre las botas del capitán de lanceros.
Toribio Valdés lo miró con sorna. Estaba orgulloso de su hijo. Pero debía preocuparlo la ineficacia de sus oficiales.
Los jóvenes amigos se reunieron varios kilómetros al norte de Córdoba. El capataz aceptó que Lorenzo se incorporase a la carreta donde viajaba Francisco y también que atase las riendas de su caballo al vehículo.
Se presentó a los otros pasajeros. Las niñas se llamaban Juana y Mónica. Su madre, de unos veinticinco años se llamaba María Elena Santillán. El maduro padre, José Ignacio Sevilla.
—Sevilla no es un apellido portugués —dijo Lorenzo tras escucharlo hablar.
—Mis lejanos antepasados fueron españoles —reconoció el hombre y pidió a Francisco que le alcanzara una cesta con naranjas, más interesado en cambiar de tema que en comerlas.
Mónica abrazó el cuello de su madre y le preguntó oído por qué «ese mozo» tenía una mancha vinosa entre la mejilla y la nariz.
—¡Porque mi mamá quería comer ciruelas cuando me tenía en la panza! —contestó el mismo Lorenzo amenazando con hacerle cosquillas en el ombligo.
—¿Hasta dónde viajan? —preguntó la mujer.
—Yo, al Cuzco, o a Guamanga —respondió Lorenzo. Ha empezado una gran rebelión indígena en forma de epidemia. La llaman «enfermedad del canto». Es un retorno a la idolatría: los indios rompen cruces, sacan los cadáveres de los cementerios, asesinan a los curas, se cambian los nombres. Hay que reprimirlos. Y yo voy a integrar las milicias de exterminio.
—¡Pero eso ocurrió hace mucho! —exclamó Sevilla.
—¿Hace mucho?
—Claro. Unos predicadores indios anunciaron el regreso de los
huacas
, los antiguos dioses de la naturaleza, y azuzaron a levantarse contra las autoridades. Pero fueron sofocados. ¿Quién te dio una información tan atrasada?
—Unos corregidores.
—Habrás entendido mal. Eso ha concluido.
—¿No se sublevan los indios?
—Sí, se sublevan. También son idólatras en muchos casos. Pero no se trata ahora de una rebelión masiva. Lamento defraudarte. No tendrás contra quién hacer la guerra.
—Después iré a Portobello —se exaltó el hijo del capitán—, después navegaré hacia España y seguiré las tropas que marchan a Flandes, como hizo mi padre, o lucharé contra los turcos en el Mediterráneo o contra los moros en África.
—¿Tienes con qué pagarte esos trayectos?
—¿Pagar? ¡Me pagarán a mí! Y si no, mendigaré un poco y robaré a los infieles. ¿Cómo hace un buen guerrero?
Sevilla reprodujo su expresión resignada.
—¿Tú, Francisco?
—Voy a Lima. Quiero ser médico.
—Ah. Estudiarás allí. Es otro tipo de aventuras, entonces.
—Sí.
Hacen falta médicos en todas partes. Los pocos que circulan por el Virreinato provienen de España o Portugal.
—Su padre ha sido médico —aclaró Lorenzo.
—¿Sí? ¿Cómo se llamaba?
—Se llama —corrigió Francisco—. Diego Núñez da Silva.
—¿Diego Núñez da Silva?
—¿Lo conoce?
Se frotó violentamente la aleta derecha de la nariz. Un súbito ardor frenaba su respuesta.
—¿Lo conoce? —insistió.
—Nos encontramos hace años. Y alguien que viaja en esta caravana se alegrará mucho de conversar contigo.
Después de atravesar las salinas se esforzaron por alcanzar un paraje relativamente acogedor: árboles calvos ofrecían un simulacro de frescura. Se construyó el rodeo habitual, se encerraron las tropillas en un corral de espinos, los esclavos pusieron a asar las reses.
María Elena condujo a sus hijitas hacia el matorral donde se juntaban las mujeres, Lorenzo tenía ganas de trepar los árboles y Sevilla aprovechó para asir el brazo de Francisco y llevado donde su amigo portugués.
Estaba cerca del fogón. Era un hombre de mediana estatura. Vestía una flotante camisa gris y amplios pantalones de brin; un cinto reluciente sostenía la escarcela de cuero y un cuchillo envainado. Le colgaba de la nuca una cruz de plata. Su rostro era vivaz: las cejas espesas amortiguaban el impacto de sus ojos redondos y penetrantes. La nariz arremangada, empero, le confería un toque amistoso a su cabeza rotunda.
—Aquí está —dijo Sevilla.
—Me alegra conocerte —saludó el hombre; y se volvió hacia el peón que asaba su trozo de carne—. Te he dicho que le saques esos bubones.
El negro agarró con la mano el borde de la res por sobre las brasas, casi quemándose, y recortó cuidadosamente las tumefacciones y los ganglios.
—No se dan cuenta que sin esa porquería tiene mejor sabor.
Se alejó de la gente que venía a reservar sus porciones. Sevilla y Francisco lo siguieron. Cuando se cercioró de que no había extraños escuchando, empezó a hablar.
—¿Así que eres el hijo menor de Diego Núñez da Silva?
—Sí. Y usted, ¿quién es?