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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (21 page)

BOOK: La gesta del marrano
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»En 1957 convoqué al primer sínodo. Nada sería fecundo sin la conciliación de voluntades. Instruí a mis pocos colaboradores para que recorriesen los cuatro puntos cardinales con mi exaltada convocatoria. Ordené que viniesen los curas, los vicarios y los procuradores de las ciudades. Durante meses esos hombres rastrillaron las aldeas de la desorbitada Gobernación. Y antes de concluir el año, con temor, inauguré el acontecimiento en la catedral de Santiago. Expliqué su organización y mecánica. Nunca en estas tierras había ocurrido algo parecido: el previo desorden del mundo y del alma eran milagrosamente acotados. Los rudos sacerdotes y procuradores no reconocían que estaban despiertos. Mis disposiciones no dejaron espacios vacíos: fijaba el horario, lugares para las juntas comunes y las reuniones secretas, el nombre de los consultores y la distribución de los asientos eclesiásticos y civiles de acuerdo a una etiqueta rigurosa. La asamblea quedó formada por cincuenta y cuatro miembros que trabajaron intensamente hasta elaborar un cuerpo de resoluciones. Era letra sabia. Yo estaba contento. Podía mejorar la vida de toda la Gobernación.

»Las resoluciones eran potentes —se entusiasmaba—. Audaces. Proponían la creación de
reducciones
(los jesuitas conseguirían erigidas con esplendor) donde los indios fueran evangelizados y, al mismo tiempo, sustraídos de la voracidad de los encomenderos. Respecto de los usos y costumbres, el sínodo ordenó multar a los sacerdotes que empleasen servicios o viviesen con personas que pudieran dar lugar a sospechas; también les prohibía jugar a los naipes por dinero. La corrección debía ser drástica. Yo había conseguido incluir una disposición que castigaba con la excomunión a los bailes y cantares deshonestos (no los describía, lamentablemente, lo cual permitió que surgiesen trampas y dudas sobre los meneos lícitos y las palabras tolerables). También reconozco haber sido severo al arremeter contra los disolutos libros de caballería, las novelas y poesías eróticas, que recomendé quemar en la hoguera. En esta tierra analfabeta era preciso instaurar el imperio de la historia. Por eso ordené que los curas llevasen libros de bautismos, defunciones y casamientos, así los seres humanos dejaban de nacer, penar y desaparecer como las bestias. No aguardé la partida del último delegado y salí a recorrer mi desproporcionada diócesis. A pie, montado en mula, en carreta o sobre balsas marché hacia el Este. Mi medio hermano, ya gobernador del Paraguay, me había invitado al hogar de nuestra infancia donde aún moraba la anciana madre. Jaloné el trayecto con prédicas y confirmaciones masivas. Las penurias del camino fueron vicisitudes de la evangelización. Abracé a mi irreconocible medio hermano en Santa Fe y desde allí remontamos el río Paraná hasta la ciudad de Asunción. Ordené sacerdotes, fundé iglesias y prediqué. En la capital de la Gobernación paraguaya me recibieron con excesivas honras. En la multitud distinguí a una mujer arrugada como una nuez y los ojos anegados de lágrimas. Me arrodillé ante ella, abrumado por la catástrofe que le produjo el transcurso del tiempo. Apreté las manos que fueron suaves. Mi madre besó el anillo episcopal: estaba orgullosa de su hijo y me pidió que mantuviera la postura.

»Nueve años más tarde se realizó el segundo sínodo. Concurrieron pocos sacerdotes por mi expresa decisión: quería tratar sólo asuntos del culto y las urgentes cuestiones económicas que asfixiaban a la Iglesia. Pero al año siguiente ya se realizó el tercero y último de los sínodos con más delegados que en el primero y segundo juntos. Mi anhelo era conseguir que se ejecutasen las resoluciones de los anteriores. No bastaba con la sabiduría del texto: era imprescindible que el texto zamarrease la abulia.

»Casi la mitad de sus constituciones se refirieron otra vez al cuidado espiritual de los indígenas. Había que enseñarles lo elemental, empezando por la limpieza: lavarse la cara, peinarse, cortarse las uñas y usar camisolas limpias, aunque sean de tocuyo. Este sínodo aceptó mi antipática iniciativa de acusar a los encomenderos que separan maridos y mujeres para mandados a trabajar en lugares distintos. Algunos encomenderos alquilan indios como mulas. Los alquilan en tropillas de diez o veinte para viajes a Potosí o Chile. Los hacen marchar desnudos, los maltratan en el camino, los obligan a cruzar montañas y desiertos bajo cargas increíbles. Incluso los venden como si fueran muebles o paños.

»Tanto se viola (a la gente, a los sentimientos, a la familia, a la privacidad) que ya el primer sínodo mencionaba el pecado de abrir cartas sin consentimiento del dueño. En el tercer sínodo volvimos sobre el tema y propusimos que, si no se curaba el mal, se usara el cuchillo más agudo y penetrante que tiene la Iglesia: la excomunión mayor. Fui llenando el mapa casi blanco de mi diócesis con nombres de poblaciones indígenas esparcidas en los valles. Al reconocerles nombre, les infundí vida. Me sentía un nuevo Adán poniendo el nombre a cada objeto del mundo: cobraban entidad. Quiero que perduren con su denominación prístina: Nono, Pichana, Soto, Totoral, Quilino, Yacanto, Tilcara, Ischilín, Tulumba, Agingasta, Purmamarca, Olaen, Cafayate
[17]
.

»El trabajo fue y sigue siendo duro, con hostilidad en varios frentes. Había que mantener el orden entre los blancos y beneficiar con ese orden a los indios. Unos y otros son hijos de Dios y súbditos del Rey. Este orden, sin embargo, segrega una maldición: los negros. Los negros me dan lástima porque son tratados como bestezuelas. Pero son negros... Por algo ese color. Aunque me resista, debo reconocer que están emparentados con las tinieblas. Descienden del bíblico Cam y fueron condenados a la esclavitud porque su padre cometió un pecado imperdonable. Debo compartir la opinión general. Una cosa son los indios, otra los negros. ¿No lo explicita la Sagrada Escritura? Recordemos. Después del Diluvio Noé plantó una viña, bebió de su vino y se embriagó. Quedó dormido y desnudo en su tienda. Uno de sus tres hijos, el oscuro Cam, descubrió la desnudez de su padre y corrió a denunciarla a sus hermanos Sem y Jafet, quienes, respetuosamente, actuaron de otra forma: recogieron un manto, caminaron hacia atrás para no ver a su padre tendido y lo cubrieron sin mirarle la desnudez. Cuando Noé despertó de su borrachera y se enteró de que su hijo menor había visto su impudicia y corrió alegremente a comentarla, ardió de cólera: «¡Maldito seas, Cam! —gritó—. ¡Sean tus hijos los siervos de Sem y de Jafet!» Pobres negros...

Francisco lo escuchó embelesado. El obispo Trejo y Sanabria era un cirio cuya llama ardía con fuerza, pero se consumía demasiado rápido. Le restaba poco tiempo entre los vivos: por eso le urgía brindar el sacramento de la confirmación a los habitantes de Córdoba.

Francisco retornó al convento dominico. Ansiaba purificarse y prepararse para una ocasión tan importante. Santiago de la Cruz lo ayudaría.

36

El director espiritual había decidida que el joven Francisco durmiera en un cuarto vecina a su celda. Tenía suficiente espacio para su estera de junco., una petaca de cuero donde guardaba sus pertenencias, la mesa y una silla. Santiago de la Cruz la quería próxima de día y de noche. Pretendía convertirlo en doctrinero. Dijo que su amor por la lectura debía canalizarse hacia resultados útiles.

Una tarde puso énfasis en el valor de los signos sensibles. Se sentó junto a Francisca cerca del aljibe. Un esclavo asperjaba el macizo de flores.


Signo
es aquello que nos recuerda algo —explicó—. Por ejemplo el olivo es signo de paz, el hábito que llevo puesto es signo de sacerdocio, una huella es signo de que alguien pisó ahí.
Sensible
quiere decir que se registra con los sentidos: la vista, el olfato, el oída, el gusta o el tacto.

Levantó su mano derecha y la acercó a la cara de Francisco. Francisco percibió que temblaba ligeramente. Le rozó la mejilla con la punta de los dedos.

—Tacto —murmuró—.
Sientes
que te toco.

A Francisco lo asaltó un estremecimiento desconocido y alejó la cara. Santiago esbozó una sonrisa.

—No sólo
sientes
—agregó—. Este contacto transmite algo,
dice
algo. Es una señal, un
signo
. Se refiere a
nuestro
vínculo.

La voz del director espiritual se puso más ronca y tensa. Miró con intensidad a su discípulo y se incorporó. Francisco se levantó también.

—Quédate —dijo.

El joven le observó alejarse hacia su celda. Cerró la puerta tras sí. Al rato oyó el silbido del látigo. Francisco contó los golpes: cuatro, seis, siete. Al silbido de la disciplina se agregaba una apagada exclamación. ¿Por qué fue a castigarse en ese momento? ¿Merecía esas golpes por haberse equivocado en la definición de las signos? ¿Acaso se había equivocado? Francisco sintió un vago temor. ¿Debía seguir aguardando en ese lugar? Reapareció el fraile. Estaba pálido, pero distendido.

Le indicó sentarse en el suelo, mientras él lo hacía sobre el banco: deseaba tenerlo de frente. O más distante.

—Cuando irrumpe un mal pensamiento —aclaró— estamos en pecado. Eso me ha ocurrido.

A Francisco le conmovió su sinceridad y modestia.

— También deberías flagelarte antes de la confirmación —le advirtió; su calma no lo hacía menos severo. Al contrario, parecía que después de la purificación le hubiese crecido la inflexibilidad.

Francisco se preguntó qué mal pensamiento habría tenido. Suponía estar involucrado. Algo hormigueaba en el fraile; quizá le preocupaba el hecho de brindar demasiada atención al hijo de un hereje; quizá —esto era lo peor— «se fue a castigar por
mis
pecados, por los malos pensamientos que yo tengo y que sólo él intuye».

—Me prepararé debidamente para la confirmación —prometió Francisco—. Ayunaré y me flagelaré.

—Son las buenas disposiciones del cuerpo. Correcto. Pero no olvides las del espíritu: oración, recogimiento y afirmación de la doctrina.

—Así lo haré.

—Debes prepararte para recibir la confirmación como se prepararon los apóstoles para recibir al Espíritu Santo. Por miedo a los judíos que mataron al Señor y querían matar a todos sus discípulos —enfatizó adrede Santiago de la Cruz—, los apóstoles se encerraron en Jerusalén. Rezaron y ayunaron. Sabían cuánto les enseñó Jesús, pero no eran aún sus valientes soldados. En Pentecostés, cuando descendió sobre ellos el Espíritu Santo, se transformaron en una milicia imbatible. Anunciaron con orgullo su condición de cristianos y se lanzaron a predicar con energía y resultados maravillosos.

Francisco sonrió ante palabras tan sonoras, pero en su cabeza retumbaba la frase «los judíos que mataron al Señor y querían matar a todos sus discípulos». Hubiera querido preguntarle con el giro que usó su padre ante Diego si él, Francisco, mató al Señor y quería matar a todos los cristianos. Pero mantuvo la sonrisa. Y siguió escuchando la lección.

Volvió a repetirse en otras oportunidades la desconcertante secuencia. El director espiritual se aproximaba al joven con trato afectuoso: lo miraba tiernamente, le tomaba una mano, le apretaba un hombro, le pasaba los dedos por sus cabellos cobrizos. Le enseñaba las verdades de la fe con voz cálida. Era el predicador subyugante que penetraba en el pecho como una lanza. Pero de repente lo sacudía un rayo invisible, se apartaba de Francisco para respirar hondo y meditar (a eso se limitó la vez siguiente) o se introducía en su celda para aplicarse los azotes. Regresaba con el aspecto mudado, limpio del pecado que había invadido su mente. Pecado misterioso. Al retomar la enseñanza, estaba más seco. Era indudable que el pecado se filtraba por una grieta de su actitud afectuosa. La flagelación o la meditación intensa conseguían cerrarla.

Francisco oraba, comía poco, casi no salía del convento. También ayudaba en la huerta, limpiaba la sacristía, descansaba a la sombra de la higuera central o permanecía tendido sobre su estera. Repasaba sus conocimientos por el sistema de preguntas y respuestas; se había propuesto tener asimilado el catecismo íntegro. Si lo lograba antes de la confirmación, Dios lo premiaría.

—¿Qué son los sacramentos? —se preguntaba en la intimidad de su celda.

»Son
signos sensibles
y eficaces de la gracia instituidos por nuestro Señor Jesucristo para santificar nuestras almas —respondía.

»¿Cuántos son los sacramentos? —continuaba preguntándose.

»Siete, como los días de la semana.

»Nómbralos —se recomendaba a sí mismo—. Cada uno es importantísimo.

»Bautismo, confirmación, eucaristía, confesión, extremaunción, sacerdocio y matrimonio.

»¿De cuántos elementos consta cada sacramento?

»Dos.

»¿Cuáles?

»Materia y forma. Materia es la cosa sensible que se emplea: óleo, vino, agua. Forma son las palabras que se usan al aplicar la materia.

»¿Cuáles son las materias de cada sacramento?

»Del bautismo, el agua natural —enumeraba con los dedos—. De la confirmación, el santo crisma (mezcla de óleo y fragante bálsamo). De la eucaristía, el pan y el vino. De la confesión, los pecados y la penitencia. De la extremaunción, el óleo.

»¿Cuál es el efecto principal de los sacramentos? —se preguntó elevando la voz.

»La gracia divina que fluye hacia el creyente —respondió con aplomo.

Santiago de la Cruz penetró en la celda y quiso desconcertarlo con otra pregunta.

—¿Sabes qué es la gracia santificante?

Francisco levantó las cejas. Antes de que pudiese responder, el clérigo reiteró su definición conocida:

—Es el don sobrenatural que nos hace amigos de Dios. Plegó la sotana sobre sus rodillas y se sentó junto al muchacho. Prosiguió con dulzura:

—Comúnmente decimos que estamos en amistad o en
gracia
con una persona cuando existe un vínculo de amor; damos y esperamos ayuda, confiamos. Entre tú y yo ahora existe amistad. En cambio, si hubiese odio, insultos, riña, diríamos que hay en—emistad o que uno cayó en des—gracia frente al otro. Bien, lo mismo acontece con el Señor. Cuando los mortales cumplimos con sus mandatos, estamos en amistad y en gracia con Él; si pecamos, entramos en des—gracia y en—emistad. Recuerda que Jesús dice en el evangelio de San Mateo: «No todo aquel que dijere "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hiciere la voluntad de mi Padre.»

Francisco sintió deseos de preguntarle por qué Jesús se refería constantemente al Padre y los cristianos ignoraban su ejemplo refiriéndose sólo a Jesús, excepto en la oración del Padrenuestro. A veces Francisco quería pensar en el Padre, pero le surgía el temor de estar cometiendo pecado, porque eso equivalía a rozar la ley muerta de Moisés —como le señaló enfáticamente fray Bartolomé incluso el mismo Santiago.

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