Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—¿Quién soy? —se asomaron los dientes en la amarga sonrisa—. Soy Diego López. Y como provengo de Lisboa, me dicen Diego López de Lisboa.
—Mi padre también nació en Lisboa.
—Así es.
—¿Lo conoce?
—Más de lo que supondrías —terció José Ignacio.
Francisco le dirigió una mirada interrogante.
—¿Quieres saber? —preguntó Diego López mientras recogía una vara seca.
Asintió.
—Tu padre y yo —lo miró fijo, dudó un instante— nos conocimos allá, en Lisboa.
—¿En Lisboa?
Removió la hojarasca con su vara como si prefiriese remover hojas secas a recuerdos vivos.
—Entonces... —titubeó Francisco.
José Ignacio Sevilla meneó la cabeza:
—Es inútil —suspiró—. Mi amigo prefiere olvidar.
—¿Prefiero? —se encrespó López—. ¿Crees que «prefiero»? ¿O «debo»?
—Ya lo hemos discutido mucho.
—Pero aún no te has convencido.
—La memoria no se borra con la voluntad.
—Pero hay que poner voluntad para borrarla.
—¿Lo has logrado?
López quebró la vara y miró hacia el cielo.
—¡Vágame Dios!
—Ya ves... —José Ignacio endulzó el tono—. Por ese camino no llegarás al puerto.
—Es, sin embargo, el mejor. Ojalá los alquimistas descubran el filtro del olvido. Entonces uno podría optar.
—Vuelvo a mi tesis: «prefieres» olvidar pero no olvidas, porque entonces dejarías de ser el mismo.
Francisco los escuchaba. Procuraba descifrar el sentido oculto del raro debate. Percibía que tras los vocablos había dolor y miedo.
—Opino tan diferente —añadió José Ignacio Sevilla—, que antes de partir acabé mi décima crónica.
—Felicitaciones —exclamó López irónicamente—. Espero que esas crónicas no te aporten tragedia.
—Todo lo que nos ocurre merece perdurar —se dirigió a Francisco—. Escribiendo crónicas aprendí historia. La historia es una de las ciencias más antiguas. Los griegos le inventaron una musa especial. La historia insufla significado y valor. La amo.
—La historia es un lastre inútil. Peor: un lastre mortífero —gruñó López.
Retornaron al fogón. Desenvainaron sus cuchillos y recogieron buenos trozos de carne. Eligieron una hogaza de pan, la bota de vino y se apartaron doscientos metros hacia la sombrilla de un tala.
Francisco fue conducido al túnel del tiempo, a un trayecto ahíto de perplejidad. Tenía dieciocho años, pero se sintió viejísimo. Recordó que en el ya borroso patio de los naranjos le contaron de un libro árabe que se llamaba
Las mil y una noches
y consistía en una sucesión de relatos que una mujer narraba al califa a lo largo de mil noches. José Ignacio Sevilla y Diego López Lisboa hicieron algo parecido: a lo largo de quince siestas evocaron y discutieron delante suyo, como si fuese el privilegiado califa, otra sucesión de relatos que eran sus heridas, su secreta dignidad y su terror. Integraban una fláccida red de individuos en permanente fuga. Estaban formados por sangre abyecta y debían esmerarse para conseguir el aprecio de los hombres. No bastaba parecer cristianos: debían borrar las impurezas de su origen.
¿Cuál era ese origen tan execrable?
José Ignacio Sevilla y Diego López lo conocían bien.
—Nuestro origen no es sólo español. Es español y judío. El término judío es la cifra del mal —acotó López.
Francisco sintió el vértigo que también enloquecía a esos hombres. Una mezcla de odio, amor, culpa. Los judíos españoles —de donde él mismo provenía— eran un desaguisado. Abrió orejas de poseso para beber la más triste de las historias: la de los judíos en España.
Su
historia. José Ignacio Sevilla, pese a todo, la amaba. Diego López de Lisboa la aborrecía.
Quizá los judíos llegaron a España en los bajeles del rey Salomón y bautizaron
Sefarad
al nuevo país, que en hebreo significa «tierras del fin» o «tierra de conejos». Plantaron bíblicos retoños: viña, olivo, higuera y granado. España les ofrecía una réplica de la tierra que llevaban en el espíritu: los ríos evocaban al Jordán, las altas montañas al Hermón nevado, los páramos al desierto de los profetas. Vivieron en paz con los nativos y cuando se estableció el cristianismo no hubo enfrentamientos: las semillas se regocijaban por igual con una bendición en hebreo o en latín. Los siglos de buenaventuranza recién fueron lastimados por el Tercer Concilio de Toledo que lanzó una ofensiva general antijudía: prohibió los casamientos mixtos y, si estas uniones se llegaban a producir, sus frutos debían ser llevados forzosamente a la pila bautismal. Los judíos no podían ejercer funciones públicas. Tampoco enterrar sus muertos entonando salmos que escuchasen los vecinos.
Sin embargo, estas medidas no fueron acatadas: predominó la disposición tolerante del pueblo sobre la severidad de los sacerdotes. Los reyes visigodos bascularon arbitrariamente: algunos honraban y otros perseguían. Uno de ellos, por ejemplo, declaró que los judíos de España eran esclavos a perpetuidad...
En el año 711 una pequeña hueste árabe cruzó exitosamente el estrecho de Gibraltar y en pocos años casi toda la península pasó a depender del flamante califato de Córdoba. La ciudad capital se tornó magnificiente: su corte atrajo a filósofos, poetas, médicos y matemáticos; nacieron parques con estanques apacibles y palacios llenos de fuentes. Durante tres siglos imperó un clima de fraternidad. En esa atmósfera aparecieron los príncipes judíos en España.
—¿Príncipes judíos? —tartajeó Francisco.
El primer príncipe judío de España se llamó Hasdai. Muchas familias pretenden derivar de su linaje, también los de apellido Silva. Los Silva provenían de Córdoba, y seguramente de Hasdai (Francisco evocó la oxidada llave de hierro). El brillante Hasdai vivió poco antes del primer milenio. Dominaba árabe, hebreo y latín, era médico y diplomático. El emperador de Bizancio, por otra parte, le envió valiosos regalos, entre los que figuraba el libro de Discórides, a quien Plinio citaba, y que era la base de la farmacología. Hasdai lo vertió al árabe. Y en todo el califato empezaron a florecer los estudios sobre el poder curativo de las hierbas. A esto había que agregar el portentoso descubrimiento que se realizó gracias al vínculo de Hasdai con la corte bizantina: en Oriente se había constituido un reino judío, el primer reino judío independiente desde la catástrofe provocada por las legiones de Roma. Su sola existencia probaba que no existía una maldición eterna contra Israel. Hasdai envió varias misiones, algunas de las cuales consiguieron entablar el anhelado vínculo.
Francisco pidió que repitiesen el relato. No lo podía creer.
Más adelante, cuando el califato se fragmentó en un mosaico de pequeños reinos, surgió otro Hasdai: Samuel Hanaguid. Hanaguid significa «el príncipe». También nació en Córdoba y también varias familias —los Silva incluidos— provienen de su linaje. Dominaba matemáticas y filosofía; hablaba y escribía siete idiomas. El vizir de Granada solicitó sus servicios, lo convirtió en su secretario y años después, en su lecho de muerte, recomendó que ocupara su lugar. Era la primera vez que un judío escalaba tan alto en el palacio de la Alhambra. Gobernó durante treinta años. Formó una vasta biblioteca, y se dio tiempo para enseñar en un colegio propio. Francisco reconoció las obsesiones de estos príncipes: eran las de su familia, de su padre, de él mismo. Samuel Hanaguid escribió poemas, tratados y se inmortalizó en la piedra como el autor del Patio de los Leones que hasta hoy ilumina el corazón de la Alhambra.
En Córdoba, de donde provenían los Silva, nació también un príncipe que ya no sólo pertenecía a un Estado, sino a la humanidad: Maimónides. Fue el más grande los filósofos de su tiempo ante quien se inclinaron los doctores de la Iglesia.
—¡Un judío ante quien se inclinaron los doctores de la Iglesia! —retumbó en el aire.
Lo apodaron
Aquila magna
,
Doctor fidelis
y
Gloria orientis et lux occidentis
. Sin él no hubiera sido posible Santo Tomás de Aquino ni su
Summa Theologica
. Fue el médico personal de Saladino y el médico que solicitó el cruzado Ricardo Corazón de León. Eran tiempos de maravilla. Lamentablemente, crecieron las rencillas entre los reinos musulmanes e irrumpieron hordas de fanáticos. Un predicador afirmó que los judíos habían prometido a Mahoma que si al final del quinto siglo después de la Hégira no llegaba el Mesías, se convertirían al Islam. El delirante se dirigió a las comunidades judías para exigir que cumplieran con el juramento de sus antepasados. Tampoco los musulmanes podían tolerar la supervivencia de los judíos, pese a los frutos de su convivencia anterior.
—¿Qué ocurría, mientras tanto, en los reinos cristianos del Norte de España?
—Cuando empezaron las persecuciones islámicas, los judíos se desplazaron a los reinos cristianos del Norte, por lógica, así como antes habían huido de ellos. Ningún refugio es definitivo en la tierra —suspiró Diego López; y sus ojos redondos esparcieron tristeza—. Los refugios son transitorios. Peor: son ilusorios. La solución es abandonar los refugios.
Sevilla y Francisco presintieron lúgubres palabras.
—Abandonar los refugios... —carraspeó—. La solución, entonces, si existe, es dejar de ser judíos. Definitivamente.
Prosiguieron la marcha hacia el Norte, hacia Santiago del Estero. Luego irían a la hermosa Ibatín. Francisco efectuaba el viaje de retorno por la misma ruta que había transitado años atrás en compañía de su familia entera. Por aquel entonces había sido un niño protegido y dichoso. Contempló a las hijitas de Sevilla, adormiladas junto a su joven madre, y las consideró tan protegidas y dichosas como él lo había sido. Es decir,
precariamente
protegidas. Ignoraban que su padre era un judío secreto, un hombre que podía ser arrestado y quemado vivo. En ese caso no contarían más con su protección ni con recursos para seguir viviendo porque la Inquisición les confiscaría el patrimonio íntegro.
Inspiró hondo para deshacer el malestar que se le amontonaba. ¿Era justo retacear la verdad a la propia familia? Su padre no dijo a su madre que era judaizante. Claro, si lo hubiera dicho, quizá Aldonza no habría accedido a casarse con él. Entonces él hubiera estado condenado a permanecer solo, a sufrir con más intensidad su condición de hombre maldito.
El matrimonio de su padre y el de Sevilla eran, paradójicamente, matrimonios mixtos... Entre cristianos. Cristianos nuevos que se casaban con cristianos viejos. Por lo general era hombre el cristiano nuevo y mujer la cristiana vieja. Contraían esponsales que sólo una parte conocía cabalmente (la otra permanecía engañada). El consentimiento mutuo resultaba imposible: en realidad se casaban dos hombres con una mujer. Los dos hombres estaban fundidos como la máscara y el rostro: la máscara mostraba un cristiano y el rostro ocultaba un judío.
¿No existía solución? Diego López de Lisboa, harto de padecer, encontró la única y terrible: «dejar de ser judíos. Definitivamente». Francisco pensó que si su padre hubiera optado por ese lógico camino cuando desembarcó en América, no habría tenido que transmitir sus creencias a Diego y entonces no habrían sido arrestados. Él, Francisco, gozaría de toda su familia. Quizá su madre no hubiera muerto tan precozmente. No habrían perdido sus bienes ni habrían tenido que ponerse bajo la denigrante tutela de fray Bartolomé. Él, Francisco, no estaría ahora viajando a Lima.
Su padre había insistido, desde que fundó su excéntrica academia, en que el conocimiento era poder. Tenía muchos conocimientos y había leído más libros que muchos sabihondos del Virreinato. No obstante, en el momento decisivo, no sirvieron sus conocimientos. Nadie siquiera advirtió que tenía poder. Se dibujó ante Francisco el rostro de Jesús contraído por el sufrimiento. Aflojó su espalda contra las estacas laterales de la carreta y murmuró porciones del catecismo. Una idea quería emerger, pero la aplastaba con otras, hasta que se abrió. ¡Hacía un paralelo entre Jesús y su padre! Reapareció la imagen con moretones y rayas de latigazos. Jesús era Dios. Tenía todo el poder. Los soldados de Roma se burlaban desafiándole a que lo demostrase. Pero Cristo permaneció callado, como su padre. Lo golpearon, empujaron, ofendieron. ¿Dónde se ocultaba su dignidad, dónde sus rayos y su fuerza? Si, era capaz de destruir y reconstruir el Templo en tres días, ¿por qué no expulsaba de un soplo a sus verdugos? ¿Tenía todo el poder y no lo usaba? Era un hombre débil. Y los malvados aprovechaban para pegarle y divertirse a su costa. No advertían los brutos que tras su debilidad se escondía: una fuerza infinita. No advertían que el dolor, precisamente, lo hacía grato a los ojos del Padre.
Francisco se tapó la cara. Necesitaba aislarse dentro de la carreta. ¡Qué confusión! ¿No será el dolor tan profundo de los judíos a lo largo del tiempo la misteriosa virtud que los torna inmortales? ¿No será el judaísmo una forma de imitar y actualizar la pasión de Cristo? Meneó la cabeza horrorizado. Esto era herejía.
El indio José Yaru que José Ignacio Sevilla contrató en el Cuzco se comportaba como los demás indios cargadores, pero su rostro y ciertas actitudes evidenciaban una sutil diferencia. Igual que los otros era obediente y silencioso y se movía como un fantasma. Podía instalarse a las espaldas de alguien y seguirlo por un trecho largo sin ser advertido, pero desaparecía de a ratos. En una ocasión la caravana partió sin él; reapareció en la siguiente posta. Cuando se le hacían preguntas, sus contestaciones eran tan parcas y evasivas que quitaban los deseos de seguir hablándole. Sus facciones denotaban tensión, una profunda tensión que disimulaba con su aparente indolencia y estupidez.
Los indios cargadores no eran esclavos, aunque lo parecían. José Yaru era un indio cargador. Su trabajo estaba mal remunerado y era duro. Como los otros, seguía a las caravanas de a pie; dormía a la intemperie; se mantenía a prudencial distancia de los españoles y los negros. No le molestaban los gritos o reproches: era la forma natural de recibir indicaciones, era el trato que le correspondía. ¿Estaba resignado a perpetuidad? Provenía de las alturas del Cuzco. Allí, tocando las nubes, habían reinado los incas. El Cuzco fue la capital de un vasto imperio, el nudo magnético hacia el que afluían los territorios que después formaron el Virreinato del Perú. El gran Inca fue hijo del sol; como al astro, no lo podían mirar de frente. Su reinado fue corto e intenso. Los indios vibraban al oír sus referencias. José, sin embargo, cuando le preguntaban qué pensaba sobre el imperio incaico, sobre el pueblo incaico y sobre las costumbres de los incas, respondían invariablemente: «no pienso».