Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Un criado entró en el hospital y me entregó la esquela. Estaba escrita con apuro y la firmaba Marcos Brizuela. Pedía que fuera en seguida a su casa porque su madre había perdido la conciencia.
Me recibieron dos negras que parecían hacer guardia y señalaron mi camino. Apareció una mujer con un niño en los brazos que podía ser su esposa. Estaba asustada. Saludó con un tímido movimiento y apuntó con su índice hacia la tercera habitación. En la penumbra distinguí la cama. El hombre sentado a su vera vino a mi encuentro.
—Mi madre está mal —dijo Marcos roncamente—. Tal vez puedas hacer algo.
Alcé un blandón y lo apoyé junto a la cabecera. Se iluminó el cuerpo cadavérico de una anciana. Tenía los párpados cerrados y la piel lustrosa; respiraba entrecortadamente. Le tomé el pulso, examiné sus pupilas. El cuadro parecía terminal. Su brazo derecho estaba contraído. Reconocí la secuela de una hemiplejía antigua. Con dulzura procuré extender el rígido y atrofiado miembro. El aire que expulsaba de la boca le levantaba la mejilla derecha. Esta mujer repetía su ataque sobre un terreno gravemente afectado ya.
—¿Qué ha pasado? —empecé mi anamnesis.
Marcos se paró tras de mí. Enfrente se instaló su esposa.
—Hace mucho que quedó paralítica y casi muda —contó Marcos con esfuerzo.
—¿Cuántos años?
Oí que se hinchaba su tórax. Empezó a caminar lentamente por la alcoba.
—Dieciocho —respondió su mujer.
¿Tanto tiempo? Hice el cálculo. Ocurrió a poco de instalarme en Chile. Lo dije.
Marcos se detuvo, desdibujado por las sombras. Volvió a hinchar su tórax.
—Fue un poco después.
Traté de abrir la mano deformada. Luego continué con otros gestos médicos mientras pensaba. Froté sus sienes, palpé las arterias carótidas, le moví suavemente la cabeza, calculaba la temperatura.
El lento paseo de Marcos se parecía al de un tigre encerrado en una jaula. Se me ocurrió que saltaría sobre mi nuca. La enfermedad de la madre no sólo le producía pesadumbre, sino resentimiento. ¿Por qué me llamó? Podía haberse dirigido a Juan Flamenco Rodríguez. O a los médicos sin título. Su voz hostil se abrió camino entre espinas.
—Quería que la vieras —musitó.
Giré en mi silla. Estaba parado detrás de mí nuevamente. Apoyó sus manos con fuerza sobre mis hombros. Descargó su peso. El salto del puma, me azoré. Sus dedos comprimieron mi carne.
—Así quedó cuando arrestaron a mi padre.
Intenté ponerme de pie. Su fuerza era superior a la mía. Le crecía el furor, pretendía dañarme.
—Así quedó —volvió a decir con las mandíbulas crispadas.
—Fue una apoplejía —con mi derecha palmeé su brazo izquierdo convertido en la garra que mordía mi hombro.
—Fue consecuencia de la denuncia que hizo el cabrón de tu padre, Francisco —me soltó de golpe y se alejó unos pasos.
—Marcos... —exclamó su esposa.
Mi cabeza trepidó ante la increíble imputación. Me di vuelta para mirarlo. «No puede ser», me decía.
—Tras el espantoso arresto tuvo un ataque —siguió hablando—. Apoplejía. O ataque cerebral. O golpe de presión. Como gustan decir ustedes, los médicos... Palabras, palabras —movía las manos para espantadas como si fueran moscas—. Estuvo inconsciente una semana. Le hicieron varias sangrías. Pero quedó inválida. Hemipléjica y muda. Dieciocho años. Consiguió, sí, moverse con ayuda, hablar como un bebé... Mi padre arrestado en Lima y nosotros con mamá destruida, aquí —se le anudó la garganta y cesó de hablar.
Su mujer se acercó para tranquilizado, pero él la mantuvo separada con un gesto.
—Siento de veras lo que dices, Marcos —murmuré con la boca seca, confundido, avergonzado—. Mi madre también fue destruida por el arresto. No tuvo un ataque de presión: tuvo una tristeza que la llevó a la muerte en sólo tres años.
Marcos levantó el blandón e iluminó nuestras caras. Sus ojos estaban llenos de sangre. El resplandor sacudía brochazos negros y dorados sobre su piel tensa.
—¡Te he maldecido, Francisco! —asomaron sus dientes—. A ti y a tu padre delator. Nosotros los recibimos en Córdoba con los brazos abiertos, les dejamos nuestra casa… Pero tu padre, tu miserable padre...
—¡Marcos! —le apreté las muñecas—. ¡Ambos fueron víctimas!
—Él lo denunció.
—Nunca me lo dijo —sacudí sus muñecas; yo estaba al borde del llanto.
—¿Te iba a confesar semejante crimen? Los hechos son bastante elocuentes: poco después que arrestaron al delator de tu padre, firmaron la orden de arrestar al mío. ¿Quién, si no él, proporcionó su nombre?
—Mi padre ha muerto ya —me dolía la garganta—. Las torturas lo dejaron baldado. No puedes aferrarte a una presunción, por Dios.
—Suéltame —liberó sus manos y se fue al extremo de la alcoba—. A ver si haces algo por mamá
Pedí a su mujer que me ayudara a cambiada de posición. El decúbito lateral mejora la respiración de los enfermos inconscientes. Con un trapo húmedo le limpié la boca. Ya sentía un malestar espeso, demoledor.
Marcos llamó al esclavo que me buscó en el hospital. Le tendió un papel enrollado.
—Entrégalo al visitador Ureta. Recuerda: fray Juan Bautista Ureta. En el convento de La Merced. Dile que venga en seguida para darle la extremaunción a mi madre.
Abrí una vena del pie y dejé salir unos centímetros cúbicos de sangre oscura. Luego comprimí la incisión con un apósito. Lavé el bisturí y la cánula. Cerré mi petaca. Volví a limpiarle la boca; su respiración se había regularizado.
Marcos recibió en el patio al visitador Ureta. Le agradeció la deferencia de llegar tan pronto. Era un sacerdote con ojeras profundas. También ingresaron a la alcoba unos vecinos. El sacerdote depositó un pequeño maletín y acercó su rostro a la enferma. Luego miró sucesivamente a Marcos, a su esposa y a mí. Su mirada tenebrosa se demoró en mí.
—Soy el médico —aclaré.
—¿Está consciente? —preguntó a mi oreja.
Marcos y su mujer bajaron los párpados. La asordinada crítica del sacerdote resultaba abrumadora. Se había cometido una terrible negligencia: el alma de esta anciana no podía descargarse en una confesión, no podía comulgar, no podía recibir la preparación adecuada para el viaje eterno. Partiría desamparada. Yo debía denunciar que la encontré desvanecida y que han pedido tarde el auxilio de la religión. Pero decidí mentir para proteger a Marcos.
—Perdió el conocimiento mientras la sangraba. Cuando mandaron por usted, padre, aún hablaba con lucidez.
—¿ Hablaba?
Advertí mi grosero error.
—Balbuceaba sonidos, padre, como en los últimos años —agregué—. Estaba consciente.
Extrajo los artículos sagrados y los acomodó sobre una silla, junto a la cama. Calzó la estola en su nuca abrió el devocionario y empezó a rezar. Los vecinos lo imitaron. En los muros resonó la plegaria.
—Te absuelvo de tus pecados —untó el pulgar en el óleo y trazó una cruz sobre la frente pálida—. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
—Amén —repetimos.
Recogió sus elementos, cerró el maletín y volvió a mirarme. Había una mezcla de curiosidad y desafío.
—¿No es usted el doctor Francisco Maldonado da Silva?
—Sí, padre.
Su rostro se ablandó algo.
—¿Me conoce? —pregunté.
—Ahora personalmente. Antes lo conocía por referencias.
Me recorrió un estremecimiento: ¿referencia?, ¿qué decían las referencias? Marcos lo acompañó hasta la puerta de calle con un par de vecinos. Después regresó a la alcoba y me dijo:
—Gracias.
—Está bien, Marcos. He pasado por situaciones parecidas: es muy doloroso.
—Dime cuánto son tus honorarios.
—No hablemos de eso ahora.
—Como quieras —se sentó cerca del lecho—. ¿Qué más podemos hacer? —la miró mordiéndose los labios.
Meneé la cabeza.
—Acompañarla.
—Entiendo. Gracias de nuevo —se tapó el rostro con las manos—. ¡Cuánto ha sufrido! ¡Pobre madre mía!
Me acerqué, le puse la mano en el hombro. Permaneció duro. Después se apartó.
—Puedes irte, Francisco. Ya has cumplido.
Fui en busca de otra silla y me senté a su lado. Le asombró, pero no dijo nada. Los sirvientes renovaron las candelas. Algunos vecinos se iban, otros entraban, siempre silenciosos. Al anochecer nos trajeron cazuelas con guisado caliente. Sólo cruzamos palabras que se referían a la enferma: cambiarla de posición, limpiarle la flema de la boca, renovar los paños fríos en su frente. Nos fuimos dormitando. Me sobresaltó un ronco estertor. La alcoba estaba más oscura, habían pasado varias horas. La paciente fue desplazándose en el lecho hacia la posición boca arriba y se ahogaba. Hizo un paro respiratorio. Acomodé su cabeza de lado y comprimí su tórax hasta restablecer el ritmo. Después volví a ponerla de decúbito lateral. Los sirvientes renovaron nuevamente las candelas. Dormí sentado un tiempo impreciso hasta que me sacudieron el brazo. Entre globos de agua vi a Marcos. Me conecté. Fui hasta ella. Otra vez boca arriba, pero inmóvil y silenciosa. Palpé su pulso y miré sus pupilas. Se había acabado. Extendí respetuosamente su brazo izquierdo. Enfrente, confuso, estaba Marcos. Se movieron nuestros dedos y nuestros labios en forma automática y nos abrazamos.
Recién entonces pudo llorar.
Le dice, finalmente, que el Santo Oficio de la Inquisición es benigno. Que debe solicitar su misericordia porque se la va a conceder.
Fray Alonso de Almeida se seca la espuma de la boca detiene la torrentada, pero sin sacar los ojos del prisionero que sigue inmóvil, sentado en su estrecha cama y apoyado contra la pared. Las aceradas frases tienen que haberle perforado el corazón.
Francisco traga saliva, parpadea. Es su turno.
La revelación de Marcos me conmovió profundamente. Había tenido la mortificante sospecha de que mi padre fue más quebrado por las torturas de lo que él mismo se atrevió a reconocer. Era inevitable que le arrancasen nombres: había nacido y estudiado en Lisboa, conocía a muchos connacionales y los inquisidores no iban a ser tan ingenuos de aceptar que no tenía información sobre sus prácticas judías. Me dolió que, entre esos nombres, hubiera proporcionado el de su amigo Juan José Brizuela, aunque haya silenciado heroicamente los de Gaspar Chávez, Diego López de Lisboa, Juan José Sevilla y tantos otros. Tuve que asumir lo que ya sabía: papá fue un hombre noble, no un santo. Y este nivel un poco más bajo de admiración no empañaba mi estima por sus enseñanzas. Mi respeto por el sábado, por ejemplo, implicaba también un homenaje a su memoria y sacrificio.
En el Callao y en Lima me las arreglaba para esquivar trabajos y vestir ropas limpias en esa jornada, sin ser advertido. Era un delito tan grave que cualquiera estaba obligado a efectuar la denuncia en seguida; se lo considera un atentado contra la religión verdadera. Por consiguiente, la ropa limpia debe disimularse con arrugas y el descanso con ausencias. No me era posible faltar al hospital, porque se notaba demasiado. Pero podía evitar que en ese día se efectuasen intervenciones quirúrgicas mayores. De todas formas, el mandamiento que ordena guardar el sábado tiene la necesaria sabiduría para permitir que se transgreda el reposo para atender a los enfermos.
Amo la fiesta del sábado. Con ella Dios consolidó la impresionante creación del tiempo. Asentó su obra en una de las dos dimensiones cardinales. La otra es el espacio, a la que dedicó seis días. El sábado nos recuerda la segmentación del devenir. Papá me explicó que en hebreo los días de la semana se nombran con números: el domingo es el día uno, el lunes el dos, y así sucesivamente; después del día seis llega la culminación: el ámbito cualitativamente distinto del
Shabat
. El misterio de que Dios mismo
descansó
expresa, tal vez, su alegría por el sistema binario de la tensión y la relajación, el agonismo y el antagonismo. La vida se desarrolla así: inspiración y expiración, sístole y diástole.
Para vivenciar algo distinto a los demás días y regodearme con el contraste, solía hacer largas caminatas por los alrededores de Santiago. Me extraviaba entre viñedos y olivares. Llevaba siempre la petaca de urgencias, aunque sin los instrumentos pesados: los reemplazaba por el ejemplar de la Biblia que me regaló en Córdoba fray Santiago de la Cruz. Si me descubría algún familiar o clérigo o simple vecino y sospechaba mi modesta celebración, podía mostrarle que llevaba herramientas de trabajo. Un marrano como yo no debía hesitar en demoler una sospecha: había que hacerlo en seguida y sin tapujos. Que varias personas testimoniasen haberme visto holgazanear un sábado podía conducirme raudamente a las cárceles de la Inquisición. Por eso también debía modificar mis itinerarios. A veces marchaba hacia el Este murmurando los Salmos que exaltan las maravillas de la Creación: tenía delante el murallón azul de la cordillera y la capa de armiño que se extiende por sus cumbres. Otras veces marchaba hacia el Norte, cruzaba las frías aguas del Mapocho, me internaba en bosquecillos de nogales; escogía un tronco caído y me ponía a leer la Sagrada Palabra. En ocasiones elegía la ruta del Oeste, que lleva hacia el mar. También marchaba hacia el inquietante Sur donde los araucanos cuestionaban los derechos de la conquista: era una buena ocasión para leer y meditar sobre la las numerosas guerras de Israel contra tantos pueblos que no aceptaban su derecho a la singularidad.
Dos sábados evité esas caminatas: podía llamar la atención que cada siete días me fuese tan lejos. Decidí explorar el cerro de Santa Lucía. Era un sitio que la antigua cultura griega hubiese exaltado: allí correteaban ninfas perseguidas por faunos, el dios Pan tocaba su flauta y Zeus practicaba travesuras. En los meandros de la floresta navegaban besos, caricias y promesas llenas de falsedad. Reinaba una alegría prohibida, invisible e inextirpable. La ventaja de ser allí descubierto consistía en que no se podía acusar sin reconocerse culpable.
Trepé la cuesta. Nadie aparecía entre los arbustos descansaba bajo los árboles. Podía creerse que el sitio estaba encantado y sus eróticos habitantes se transformaban en follaje ante intrusos como yo. Ascendí por los vericuetos que recorría una dispersa manada y llegué a la cumbre. Ante mis ojos se extendió la ciudad de Santiago y sus cultivadas tierras. El aire limpio me llenó de bienestar. Reconocí la cuadrada y espaciosa plaza central con el vistoso Ayuntamiento y la catedral de piedra. Ubiqué iglesias, conventos, monasterios, el colegio jesuita, el hospital donde debía estar trabajando, la casa de Marcos Brizuela, la del capitán Pedro de Valdivia y la residencia de Isabel. Era una buena atalaya. Permanecí en ambas ocasiones varias horas. Pensaba con optimismo y agradecía a Dios que allanase mi vida.