Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
El inquisidor tardó en contestar esta vez y evaluó cada palabra. Escribió que el caso de los alcaldes pertenecía al Santo Oficio (el muy perro tenía como norma no ceder nunca) y que si yo hubiese permitido el arresto de los alcaldes, todo ya se habría solucionado. Que gustosamente pondría la causa en mis manos, pero se lo impedían sus obligaciones.
Consulté con la Real Audiencia, naturalmente, y algunos oidores opinaron que no había razón para ceder. Fue entonces cuando tuve noticia de los cargos que los perros iban a levantar en mi contra, fabricando calumnias que llegarían oblicuamente a la Suprema de Sevilla. Decidí aflojar (contra mis convicciones y sentimientos), no vaya a ser que una estulticia de protocolo se convirtiese en mi irrefrenable desgracia. Sentí tanto asco que escribí al Rey: dije que estos venerables padres (me esforzaba por mantener las formas) eran muy celosos de su jurisdicción; tras las críticas de protocolo se escondía un celo en ascuas por el espacio de poder. No sólo compiten conmigo y toda la jurisdicción secular: también con la Iglesia. Me alivió enterarme poco después de que el arzobispo Lima pensaba igual. Escribió —¡el arzobispo, no yo!— que los inquisidores pretenden gozar de las mismas preeminencias que el virrey.
¡Menos mal que el arzobispo se llama Lobo Guerrero! No es un hombre que se acobarde. Pero uno de los inquisidores se llama Francisco Verdugo... ¿Qué ha pretendido Dios de mí al ponerme entre un Lobo Guerrero y un Verdugo? No debe ser simple casualidad.
Francisco volvió a instalarse en la celda vacía del convento dominico de Lima. Fray Manuel Montes lo acompañó, como de costumbre, entró primero y corroboró la ausencia de objetos. Ignoraba a las ratas.
—Dormirás aquí —dijo fríamente como si fuese la primera vez.
Las ratas saludaron con su precipitación de torrente.
A la madrugada pasó el hermano Martín. Los contornos de los árboles recién empezaban a mostrarse. No lo saludó, lo cual era extraño en él; algo grave ocurría. Francisco se deslizó hacia el hospital. Vio la botica abierta e inspiró sus fragancias. Volvió el hermano Martín a la carrera y tropezó con fray Manuel, quien avanzaba lentamente con paso rígido. Martín cayó de rodillas y le besó la mano. El fraile la retiró bruscamente. Martín le besó los pies y el fraile retrocedió.
—¡No me toques!
—¡Soy un mulato pecador! —dijo Martín a punto de quebrarse en un sollozo.
—¿Qué has hecho?
—El prior Lucas se ha enojado porque traje un indio al hospital.
Fray Manuel permaneció callado, los ojos perdidos en lontananza. Después se curvó para que no lo alcanzaran los dedos implorantes del mulato y se escabulló a la capilla. Francisco se acercó a Martín, que yacía tendido boca abajo.
—¿Puedo ayudarte?
—Gracias, hijo.
Le ofreció su mano.
—Gracias. Soy un pecador impenitente —rezongó—. Un pecador inmundo.
—¿Qué ha pasado?
—Desobedecí. Eso ha pasado.
—¿Al prior?
—Sí. Para salvar a un indio.
—No entiendo.
—Un indio cubierto de heridas y de llagas se desvaneció anoche frente a la puerta del convento. Corrí a levantarlo; estaba vivo, pero exhausto —movía nerviosamente los dedos—. Sólo gemía. Fui a pedir permiso al prior, que está enfermo también. Lo negó; me recordó que éste no es un hospital de indios —levantó un pliegue de su túnica y se secó la cara—. No pude dormir, me pareció entender que el Señor, a través de mis sueños, me ordenaba prestar ayuda a ese pobre infeliz. Fui a la puerta. Era la mitad de la noche y ahí estaba, tendido, cubierto de insectos. Las sombras me confundieron, porque a vi Nuestro Señor Jesucristo después de la crucifixión —ahogó el llanto—. Lo cargué sobre mi hombro. Era tan liviano... Lo llevé a mi celda, lo recosté, lo atendí. Pequé miserablemente.
—¿Por qué pecaste?
—Desobedecí a mi prior. Introduje al indio y éste no es un lugar para indios. Hay un orden en el mundo.
—¿Qué harás ahora?
—No sé.
—Estás en pecado.
—Sí. Fui a contarle al prior, como corresponde. Recién fui a contarle. Se enojó mucho. Y está muy enferme. El enojo le hará mal.
—¿Por eso te arrojaste a los pies de fray Manuel?
Lo miró perplejo.
—Fray Manuel es un ministro de Dios —dijo, asombrado de que Francisco mezclara los temas.
—Pero él no sabía de tu desobediencia.
—Claro que no: se lo acabo de decir. Me arrojaría a sus pies porque edifica humillarse ante un ministro Dios. Francisco: ¡qué tonto eres!... Hubiera hecho lo mismo aunque no tuviera el problema del indio. Cada sacerdote me genera amor, devoción. Es un ministro del Todopoderoso y yo siento alegría arrojándome a sus plantas. ¿No te ocurre lo mismo?
Francisco no pudo responder. Lo llevó al hospital.
—¿Quieres ayudarme? —su invitación era tan apagada y triste como su rostro.
—Sí.
—Lavaremos a los enfermos. Después les serviremos el desayuno.
Por todas partes hervían hierbas aromáticas. Las nubes de vapor medicinal se imponían a las vaharadas hediondas que emitían algunos pacientes. Recogieron las bacinas con excrementos y las lavaron. Algunos hombres dormitaban entre fiebres, otros se quejaban. Martín le cambió el vendaje a un mercader que había sido recientemente amputado por una gangrena. Después curó a un oficial del Santo Oficio apuñalado en el muslo por negro demente. Atendieron a un par de frailes desdentados, puro hueso, que trajeron de la jungla. Ya otro mercader con verrugas infectadas.
El hermano Martín estaba inusualmente sombrío, pero mencionaba a cada enfermo por su nombre, les acariciaba la frente y murmuraba plegarias, les acomodaba los jergones, atendía los reclamos. Después llamó a la servidumbre para que barriese los cuartos. También agarró una escoba. Se fijó si había agua en las jofainas, si repusieran las bacinas individuales y nuevas hierbas en los calderillos. Se secó la frente con la manga de su hábito.
—¿Qué harás con el indio? —preguntó Francisco nuevamente.
—Vuelvo junto al prior. Le suplicaré una pena severísima, por desobedecerle, por comportarme como un mulato despreciable.
—¿Y el indio?
—El indio… —caviló—. Desobedecí. Eso es pecado. Pero el indio… ¿Es acaso la caridad inferior a la obediencia? Se lo preguntaré de rodillas.
Marchó lentamente, cabizbajo. Siguió preguntándose cuál era la jerarquía de la caridad. Le quemaba saberlo.
El prior estaba muy débil para resolver enigmas. Le ordenó azotarse, ayunar y ponerse guijarros bajo la estera. Pero autorizó que el indio siguiese en el hospital, aunque recluido en la pequeña celda de Martín.
Martín se arrastró como un perro en torno al catre de fray Lucas para agradecerle su piedad y prometió aplicarse las penitencias.
La enfermedad del prior se había convertido en un problema agobiante del convento y de la orden dominica. Aunque se alimentaba y bebía copiosamente —los criados se ocupaban de prepararle guisados nutritivos y escogerle el agua fresca del amanecer—. Empeoraba de día en día. A su rápido decaimiento se añadió una acelerada pérdida de la vista.
Francisco se sentía incómodo. Rodaban espectros; todos tenían mal humor; en el refectorio se comía tensamente. A cada lado se efectuaban servicios religiosos extras; y cada uno debía sentirse culpable de la enfermedad. Francisco también. Por si no lo sabía, fray Manuel Montes se lo descerrajó de frente: debía hacer actos de contrición y liberarse de algo peligroso que habitaba en su sangre abyecta y que había empezado a crecer seguramente desde que reencontró a su padre en el Callao. Francisco se retorció los dedos y rezó mucho.
Nadie se atrevía a mencionar la complicación que ensombrecía el pronóstico. Los frailes debían azotarse para eliminar los pecados que descendían transformados en enfermedad sobre el estragado cuerpo del prior. Se realizaban procesiones nocturnas en torno al claustro bajo la trémula luz de los cirios. Se flagelaban en grupos. Los látigos giraban sobre las cabezas y golpeaban pesadamente en los hombros y espaldas hasta hacerlos sangrar. Las rogativas crecían de volumen hasta conmover el cielo. Algunos caían al piso enladrillado y lamían las gotas de sangre, emblema de la derramada por Cristo, hasta que las lenguas se convertían en otra fuente de hemorragia purificadora.
Francisco presenció uno de los solemnes ingresos del doctor Alfonso Cuevas, médico del virrey y la virreina. Fue su primer contacto con la alta medicina oficial. Tras el fracaso de los tratamientos que recomendaron varios físicos, cirujanos, herbolarios, especieros y ensalmadores, la orden dominica había decidido solicitar su concurso, previa autorización de Su Excelencia. El virrey Montesclaros accedió, por supuesto, y el facultativo empezó a asistirlo. Anunciaba su hora de arribo con antelación para que le preparasen buena luz y una muestra de orina en recipiente de cristal. Los frailes se excitaban, discutían sobre qué candelabros y qué recipientes, quién aguardaría al médico en la puerta de calle, quién en el primer patio, quién ante la celda de fray Lucas y quién dentro de la celda para escuchar sus palabras. El convento se alborotaba desde que anunciaban su visita. Martín corría con la escoba y sus criados ayudantes para limpiar otra vez el cuarto que ya había sido limpiado.
El doctor Cuevas llegaba en su carroza, como era habitual, un criado le abría la portezuela y otro le ayudaba a descender. Parecía la recepción a un agasajo. Vestía calzón de paño negro a media pierna y zapatos con gruesas hebillas de bronce. De un chaleco de terciopelo pendía una cadena de plata con sellos relucientes. Se quitaba la capa y el alto sombrero, que recogía un fraile con tres reverencias. Atravesaba el claustro como un ángel de la victoria. Francisco corrió tras los frailes y, a través de hombros y cabezas, pudo atrapar fragmentos de su embriagadora visita.
El doctor, tras examinar aspecto y olor del paciente, estudió su orina y se dispuso a formular su impresión. Esta vez —señaló con el ceño nublado— reconocía que fray Lucas Albarracín estaba decididamente grave.
Los sacerdotes rumorearon alarma, congoja. Martín se mordió los labios y oprimió el brazo de Francisco un par de veces. Según la
Articella
de Galeno, el
Canon
de Avicena y las opiniones de Pablo de Egina —agregó el facultativo—, Lucas Albarracín acumulaba síntomas que existían más oraciones que sangrías (indirecta alusión al mal pronóstico). Dijo que se habían acumulado cinco trastornos que empezaban con la letra «pe»: Tenía una «
pentape
». Levantó su delgado bastón y señaló partes del cuerpo yacente. Enumeró y tradujo para su audiencia:
prurito
(picazón),
poliura
pálida
(meadas frecuentes e incoloras),
polidipsia
(sed),
pérdida de peso
(eso lo entienden),
polifagia
(hambre exagerada). Además, ha desaparecido el pulso que late sobre el pie. Hizo otra pausa y se dispuso a clarificar el valor de las amenazas en la clínica. Para ello citó a Hipócrates, Alberto Magno y Duns Scoto. Debía proveerse calor a la pierna. Si el pulso no retornaba en un tiempo prudencial, habría que tomar medidas heroicas. Explicó entonces, con renovadas citas de los clásicos (pero incluyendo esta vez una parrafada del gran cirujano Albucasis), que las medidas heroicas tenían muchas veces el premio de una satisfactoria curación. No dijo aún cuál sería la medida heroica. Extrajo su perfumado pañuelo, rozó elegantemente su boca y su nariz e indicó el régimen alimenticio: tisanas, verduras y caldo de gallina.
Recuperó su sombrero y su copa. Caminó por entre el enjambre de sacerdotes hacia la puerta con más apostura que al llegar. Parecía un general romano después del triunfo. Los frailes sonreían contentos y reiteraban sus gracias al Señor. No hicieron preguntas, porque significaría insolencia. En cambio rebotaba el vocablo esperanzado «curará», «curará». Con semejante doctor el Demonio se retorcía como una cucaracha en el brasero.
Francisco también sintió alivio. Cuevas tenía habilidad para apaciguar el entorno, aunque la salud del enfermo no acusara modificación. Poco después Cuevas ordenaría la medida heroica y Francisco tendría acceso a la ferocidad de un acto quirúrgico en la Ciudad de los Reyes, a metros de la Universidad de San Marcos, en este mismo antiguo convento de Lima.
No olvidaré —se regodeaba el elegante marqués de Montesclaros— la pulseada que tuve con los inquisidores Verdugo y Gaitán con motivo del último Auto de Fe.
Los recursos del Tribunal y de los reos eran escasos para desplegar la pompa que tanto les gusta. Entre los reos había miserables de variada naturaleza y unos pocos valiosos; recuerdo a un médico portugués que arrestaron en la lejana Córdoba, apoyado sobre muletas y que, a pedido mío, fue enviado después de la reconciliación a trabajar en el hospital del Callao para aliviar nuestra crónica carencia de facultativos. Los inquisidores decidieron efectuar el Auto de Fe en la catedral. Me opuse y ordené que se realizara con el mismo ceremonial del inmediato anterior. Yo sabía que, al elegir la catedral, pretendían obtener por lo menos otra ganancia a cambio, esta vez a costas del pobre Lobo Guerrero. Dije: no les daré el gusto. Los inquisidores, simulando hipócritamente buena disposición, trataron de torcer mi voluntad. Propusieron, los muy viles, que si yo me sentía incómodo en la catedral, que no me molestase en concurrir... Mi mirada llena de cinabrio cerró la entrevista. Entonces llamaron a mi confesor y le exigieron que me persuadiera. ¡Son increíbles!
Claro. Los Autos de Fe implican un acontecimiento que combina miedo y diversión. El pueblo es convocado mediante pregones y las personalidades con invitaciones especiales. Pero antes de comenzar, las autoridades civiles y eclesiásticas, ¡deben ir en busca de los inquisidores! (aquí empieza la pública genuflexión que tanto aman), para después marchar en procesión hacia la plaza Mayor. Primero camina el virrey junto a los inquisidores (segunda genuflexión: significa que su poder se homologa al mío). Delante va el estandarte de la fe, llevado ¿por quién?: el fiscal del Santo Oficio (tercera genuflexión). Siguen la Audiencia, los Cabildos, la Universidad. Una vez llegados a la plaza escalamos solemnemente el tablado donde también se sigue un riguroso protocolo. El virrey y los inquisidores se sientan juntos en la grada más alta bajo un dosel, igualándose nuevamente al representante de Su Majestad con ellos (cuarta genuflexión). A los lados y delante se distribuyen las demás autoridades, con la misma secuencia que en la procesión. En las gradas inferiores los religiosos de las órdenes; es decir, muy por debajo de los inquisidores y demás funcionarios del Santo Oficio (quinta genuflexión). Enfrente del tablado oficial se sitúa a los penitentes, hasta donde llega una pasarela que ocupan los reos de uno en uno cuando se da lectura a las sentencias. En torno se distribuyen las gradas para el resto de la multitudinaria concurrencia.