La gesta del marrano (34 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La gesta del marrano
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—Efectivamente.

—No se debe anular este privilegio. La Inquisición funciona en Lima desde hace cuarenta años. Suena a vejación. ¡Qué es eso de desarmar al Santo Oficio!

—Me asombra usted.

Los ojos de Andrés Juan Gaitán eran moharras de acero.

—Me asombra usted —repitió el virrey—. Y me entristece: ¿quién sería tan puerco de intentar vejar al Santo Oficio?

—Pero esto debe ser corregido, entonces.

—Pero los negros armados a veces cometen tropelías. Son un peligro real.

—No cuando acompañan a funcionarios —replicó el inquisidor.

—En esas condiciones disminuye el peligro, sí.

—Le pido un decreto de excepción, entonces.

—¿Un decreto de excepción?

—Que los negros puedan llevar armas cuando acompañan a los inquisidores, al fiscal y al alguacil mayor del Santo Oficio.

—Lo pensaré.

Gaitán acarició su cruz. No le satisfizo la respuesta.

—¿Puedo solicitar a Su Excelencia un plazo?

—No le doy un plazo, sino mi promesa de contestarle a la brevedad.

El inquisidor advirtió que la audiencia llegaba a su fin. Este maldito poeta metido a virrey —pensó— quiere tener la última palabra y sacarme de aquí sin un compromiso. Pues no me iré antes de refregarle un recordatorio en su carita de malviviente.

El marqués de Montesclaros se incorporó. Era la señal inequívoca. El inquisidor debía hacer lo mismo y despedirse, según las normas del protocolo. Pero el inquisidor pareció víctima de una súbita ceguera: ni lo vio ni se movió, abstraído en la cruz que ocupaba la superficie de su pecho. Competían el poder del César y el poder de Dios. Andrés Juan Gaitán, representante de Dios, era casi Dios. Con estudiada voz de ultratumba le descerrajó el debido discurso. Habló sentado, como si gozara de la cátedra, a un virrey crispado y prisionero.

—Desde la fundación de la Iglesia —dijo como si le hablara a sus propias flacas manos ocupadas en acariciar la cruz—, castigo del crimen de herejía estuvo a cargo de los sacerdotes. Para que no hubiera descuidos, el papa Inocencio III creó el Tribunal de la Inquisición. Gran Papa, gran santo. Y para que la Inquisición no padeciera vallas en su tarea sublime, tanto los papas como los reyes la han eximido de la jurisdicción civil e incluso de la eclesiástica ordinaria. Todos sus miembros gozan de prerrogativas. Prerrogativas, privilegios e inmunidades para que su tarea redunde en el aumento de la fe. Como los asuntos relativos a la fe pertenecen en última instancia al Papa, la jurisdicción principal del Santo Oficio es eclesiástica. La jurisdicción civil, en cambio, y la de un virrey, y la de una Audiencia por extensión, están por debajo de aquélla. Así como la tierra está debajo del cielo.

Elevó lentamente la cabeza. Simuló sorprenderse. Como si no hubiera advertido que le estaba faltando el respeto al virrey. Hizo una reverencia disfrutando su pequeña victoria. Giró y caminó con estudiada majestad hacia la puerta, dueño del tiempo y del espacio.

El marqués masticaba algunas frases:
todas las prerrogativas... todas las prerrogativas.

70

El tabuco de mi padre —contaría Francisco— quedaba a la vuelta del hospital portuario. Me costó disimular la pena que sentía por este hombre vencido que adoptó, incomprensiblemente, una marcha bamboleante y grotesca. Me dolía su sonrisa, de perpetua disculpa. Era una lastimosa reproducción del médico que años atrás pisó firme en Ibatín. Sus manos terrosas colgaban como trapos. Miraba el suelo, desconfiado de su vista. Cuando me llevó por primera vez a su casa se detuvo frente a una puerta formada por listones que unían dos travesaños.

—Aquí es —murmuró avergonzado.

Empujó y entró. No tenía llave ni candado ni tranca una de las tres bisagras estaba rota. Me abochornó el agujero negro que era su vivienda. De repente se iluminó el portal de Ibatín y el patio de naranjos. El color pastel era revuelto con círculos azulinos. La intensidad de esa imagen me produjo un mareo. Avancé hacia el rectángulo oscuro y olí la salobre humedad del interior. A medida que se apagaba el' relumbre de Ibatín, empecé a divisar las paredes de adobe parcialmente encaladas, el piso de tierra y el techo cañizo por donde se filtraba la nubosidad del Callao.

—Nunca llueve —justificó mi padre.

Vi sus objetos. Pocos y ruinosos. Una mesa sobre la que se apilaban papeles, libros, una jarra de latón y un cazo de barro. Un estante con más libros. Un jergón de paja bajo ese estante con un blandón de bronce junto a la cabecera. Dos bancos, uno adherido a la mesa y el otro a la pared. En el fondo se tocaban un cofre y una alacena sin puertas. Varios clavos fijados en el muro eran los percheros. Se quitó el sambenito y lo colgó de uno de esos clavos.

Abrió los brazos huesudos: «Estás en tu casa», quería decir. Una casa lúgubre, testimonio de su caída. Corrió el segundo banco hasta la mesa. Después abrió el cofre: buscaba elementos que mejorasen la fisonomía del recinto y expresaron su alegría por mi llegada. Su preocupación por mi bienvenida resultaba intolerable. Enfatizaba su decadencia.

Descargué mi equipaje y la mula agradeció con un estremecimiento. Lo instalé en el centro de la pieza. El golpe sordo llamó la atención de mi padre. Su mirada pretendía decir: «¿Qué traes?» Extraje mis ropas, la gruesa Biblia y una talega. Le invité a que se acercara. No entendió. Que se acercara, que abriese la talega. «¿Un regalo?», supuso conmovido. Sí —quería explicarle, pero mis labios no podían emitir sonido—, es un regalo que viene de Córdoba; me lo entregó tu fiel esclavo Luis antes de mi partida y lo he vigilado como un tesoro de rey a lo largo del viaje.

Papá se inclinó, palpó el rústico saco e inmediatamente refulgieron sus ojos con la intensidad de otros tiempos. Reconocí el relámpago fugaz. Sus dedos abrieron el nudo y en seguida extrajo un escoplo; lo frotó contra su manga y lo acercó a la luz. Una sonrisa que por fin no era disculpa llenó su cara. Lo dejó cuidadosamente sobre la mesa como si fuera de cristal. Sacó una cánula, también la frotó e hizo chispear junto a la luz. Recogió, acarició el estuche de brocato y lo agitó para oír la respuesta de la llave española. Meneó la cabeza con una expresión de gratitud infinita.

Entonces le conté de Luis. Correspondía narrarle su prodigio: cómo escondió las piezas, cómo soportó el castigo del capitán Toribio Valdés y el interrogatorio del comisario. Pero me detuve cuando iba a describir sus escapadas al matadero para calmar nuestra hambre con sus hurtos. Aún no podía descender al pozo de la tragedia. Me mantuve, pues, en los límites anecdóticos del viaje. Debía circunvalar el árbol hasta adquirir aliento y atreverme a seguir una rama, y finalmente deslizarme por el grueso tronco hasta la raíz. Mejor comenzar por lo reciente; era menos doloroso.

—Vi al virrey, ¿sabes?; estaba cruzando el puente de piedra. Lorenzo insistía en que él lo miró; y que esa mirada era una invitación concreta para incorporarse a su cuerpo de oficiales.

Nada dije, en cambio, del palacio inquisitorial ni la aparición del inquisidor Gaitán. Lorenzo era un buen amigo —volví a hablar de él para diferenciado de su padre, el capitán de lanceros—. Creo que hará carrera, que oiremos de sus hazañas. Luego rememoré otras peripecias del viaje. Mencioné personas que papá conocía: Gaspar Chávez, Juan José Sevilla y Diego López de Lisboa. Ante sus nombres le tembló el mentón y bajó los párpados. No hizo comentarios. No hizo comentarios sobre nada. Se limitaba a escuchar con interés. A menudo se retorcía los dedos. Durante horas, en su húmedo tabuco resonó mi monólogo. Parecía lo mejor, lo soportable.

Cuando se agotó mi viaje retrospectivo y llegué al comienzo, a los detalles de mi partida, me encontré hablando del convento dominico de Córdoba. Me despedí de fray Bartolomé —dije—, a quien efectué una sangría. Sí, una sangría... Y me dispersé contando la hazaña porque era duro narrar otras cosas como el triste fin de Isidro Miranda, encerrado en su celda por demente. En forma salteada le conté de mis lecturas, la confirmación y el aprecio que me brindó el formidable obispo Trejo y Sanabria. Después no pude resistir y hablé de mis hermanas. «Estaban bien» (repetí expresiones de mi madre), bajo el amparo de un monasterio.

Los párpados de papá se empezaron a levantar con más frecuencia. Pero su mirada transmitía pesadumbre. Un dolor intenso y misterioso paralizaba su lengua. No podía contar. No podía preguntar. Pero agradecía mi relato fragmentado y zigzagueante como agua de una fuente amarga, imprescindible. Quería saber de Aldonza, lo decían sus ojos. Quería saber, porque ya le enteraron de su muerte en forma abstracta, como a nosotros nos habían enterado de sus tormentos y reconciliación. Yo aún no podía hablar de mamá. Reconstruí, en cambio, la mágica visita de fray Francisco Solano. Fue una aparición —exclamé—. Lo acompañaba su giboso ayudante, durmió en un canasto y... criticó la denominación de
cristiano nuevo
, papá. Me esforcé por recordar la brillante argumentación del fraile contra esa calificación discriminatoria. Aseguré que era un santo, que realizó milagros vistos por miles de personas. Y era un santo porque, además de los milagros, desafió a la chusma acompañándonos a la iglesia por la calle invadida de curiosos. Conté sobre el pintoresco vicario que tuvo en La Rioja y a quien acusaron de judaizante.

—Y el aprecio que tuvo por tu gesto, papá, cuando compraste la vajilla del procesado Antonio Trelles.

Otra vez izó los ojos, estremecido. Pero no habló.

Conseguí narrarle las atrocidades que padecimos tras su arresto y el de Diego. Entré a saco en la dolorosa profundidad.

—A propósito, papá, ¿qué sabes de Diego?

Hundió la cabeza entre los hombros y se llevó una mano al costado. Esa pregunta fue una estocada. Se tapó el rostro contraído. Empezó a llorar. Era la primera vez que lo veía llorar, con sacudidas y ahogo.

Yo no supe qué hacer con mis palabras, mis dedos, mis piernas. ¿Qué le habría pasado a Diego? ¿Murió?, ¿perdió la razón?, ¿lo encerraron nuevamente? La cordillera derrumbándose no me habría producido más angustia que ver a mi padre roto en cascajos. Me acerqué. Tímidamente apoyé mi mano sobre su espalda temblorosa y húmeda. Era un saco lleno de sufrimiento. Se apaciguó apenas y me devolvió la caricia.

—Partió —dijo con voz arenosa—. Después de cumplir la penitencia en un convento, pidió autorización para irse del Perú. Embarcó hacia Panamá. Evitó despedirse... Vaya a saber dónde estará ahora; qué es de su castigada vida.

Apoyó sus puños sobre las rodillas y se irguió con dificultad. Me pareció oír el crujido de sus envejecidas articulaciones. Se balanceó hasta el brasero, donde estaba a punto de hervir el agua. Sin mirarme por la vergüenza, pidió que le alcanzara unos trozos de tasajo, coles y ají.

Mientras cocinaba en esa primera noche que pasamos juntos, dijo que había velas en la alacena, una manta para mí en el cofre y pan de la mañana en un cesto junto al anaquel. No me di cuenta en ese momento de que habíamos empezado el diálogo. Elemental y exangüe, pero diálogo al fin.

71

¡Hipócritas! —maldijo por lo bajo el virrey—. El inquisidor Gaitán dedicó su sermón a condenar la vanidad y la soberbia mirándome fijo. Citó el capítulo VI de San Mateo:
Cuando oras no seas como los hipócritas, pues ellos aman orar en las sinagogas y en las calles, en pie, para ser vistos por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su pago
. ¿Quiénes son los que gustan exhibirse ante los hombres y recibir sus honores sino los inquisidores mismos?

A poco de mi llegada ya tuve que soportar sus insolentes reclamos. En el primer domingo de Cuaresma se iba a leer el edicto de fe en la iglesia mayor, tal como era la costumbre. Los alcaldes fueron a buscar y escoltar a los inquisidores directamente a la sede de la Inquisición y no a sus residencias. ¡Para qué diablos se les ocurrió innovar en esta ridícula materia! Los inquisidores se sintieron agraviados por el cambio de protocolo y, al organizarse el cortejo, no permitieron que los alcaldes se pusieron a su lado: les ordenaron pasar adelante como Funcionarios inferiores que abren paso y anuncian a los superiores. Los alcaldes se sorprendieron por la dureza del trato y, con palabras respetuosas, expresaron que debían conservar sus lugares en razón de su investidura. Los inquisidores les hablaron con odio, los insultaron y amenazaron. Los alcaldes tuvieron miedo, pero creían que aún estaban en condiciones de llegar a un acuerdo. Los inquisidores se manifestaron más ofendidos aún y mandaron prenderlos y encarcelarlos con grillos. Los alcaldes azorados, abandonaron la comitiva y corrieron a mi palacio. Yo les brindé protección porque, de lo contrario, perdía mi autoridad y los inquisidores pondrían la bota sobre mi cabeza. Esto no terminó ahí, por cierto: ahí empezaba.

Escribí a los inquisidores (con halagos y cortesías de introducción, ya que si entre hipócritas estamos...) diciéndoles que, mi juicio, los alcaldes al defender su jurisdicción y preeminencias no habían cometido desacato. En cambio (no podía frenar mi gozo de hundirles la espada), dije ellos sí se excedieron al mandar prender a los alcaldes, uno de los cuales era digno caballero de Calatrava. Les infligieron insultos, los hicieron derribar del caballo y amenazaron ponerles grillos, medida que sólo se usa para delitos graves. Por todo ello les proponía olvidar el caso.

El Inquisidor Verdugo (acertado apellido para un hombre tan piadoso) contestó al día siguiente. Relampagueaba cólera. Pero con fina ironía (ya que entre hipócritas estamos…) elogió mis esfuerzos por fortalecer la autoridad del Santo Oficio, a la cual estaba obligado (también me hundió la espada) como particular, como virrey, y para cumplir la voluntad de Su Majestad (de paso me recordaba que soy un subordinado). Verdugo calificaba el hecho (de no haber ido los alcaldes a buscarlos a sus casas sino a la sede de la Inquisición) como gravísimo y escandaloso. Según su punto de vista, la actitud de los alcaldes revelaba subversión contra la autoridad del Santo Oficio, deseos de obstruir su sagrada obra y un mal disimulado odio. El comportamiento de los alcaldes tuvo el agravante de humillarlos públicamente por abandonar la comitiva sin autorización ni dejarse prender. En consecuencia —concluía su carta—, yo debía limitarme a permitir que el Santo Oficio hiciera lo suyo y sólo brindar mi auxilio cuando me lo solicitasen.

La insolencia del inquisidor me puso los pelos de punta y, sin calcular el riesgo que implicaba para mi cargo y mi vida, respondí en el acto, sin las corteses mentiras de estilo. Dije que no podía consentir se metiera en mi jurisdicción porque aquí, en Lima, el representante de Su Majestad era yo. También le dije, con todas las letras, que en este caso era difícil separar lo esencial de lo generado por el amor propio. Le volví a clavar la espada pero hasta el mango (y se la revolví en las tripas), expresándole que era posible amar y respetar al Santo Oficio aunque no se acompañe a los ilustrísimos inquisidores desde el zaguán de su casa para un acto tan ordinario como la lectura de un edicto de fe. Y que me parecía una exageración calificar la conducta de los alcaldes como desacato, escándalo público, oposición y odio al Santo Oficio. Propuse remitir el asunto a Su Majestad.

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