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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (38 page)

BOOK: La gesta del marrano
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—En la siguiente sesión fui acostado nuevamente para el suplicio del fuego —prosiguió en voz muy baja, casi inaudible—. La manteca en los pies me produjo una convulsión, Francisco. Enloquecía. El inquisidor fue preciso esta vez.

»—Tu hijo Diego ha judaizado; lo sabemos. Testifícalo —susurró a mi oreja.

»—¡Es un pobre retrasado mental! —gemí—. Es un inocente.

»—¿Ha judaizado?

»—Ni sabe qué es judaizar, es un tonto —seguí mintiendo; en ese instante no se me ocurría otro recurso.

»—¿Ha judaizado? Testifica esto con un sí —su boca enrojecía mi oreja.

»—No sabe nada —sollocé.

»—¿Ha judaizado?

»—Es como si no hubiera, porque, ¡es tonto! —grité—. ¡Es inocente! ¡Es idiota!

»—Entonces ha judaizado. Retiren el brasero.

»La pluma del notario rasgó en el papel las frases confirmatorias. El inquisidor sabía que bastaba una ranura para que se abriera el torrente. Yo había testificado en contra de mi propio hijo, también pecador. Trataría de salvarlo, por supuesto, pero en mi discurso torpe aparecían los datos que transformaron la sospecha en certeza.

»No podía sentirme más despedazado. La brusca suspensión de la tortura no me aportó alivio, sino pavor. Era la prueba de que habían conseguido lo que se proponían, y que yo había condenado al pobre Diego. Perdí entonces las últimas amarras: era una basura que flotaba en el abismo. No había ya nada que hacer, ni defender, ni rescatar. Nada. El Santo Oficio, en cambio, aprovechaba en ese momento su infinita ventaja: la basura que era yo obtendría la misericordia de algo real y poderoso si me entregaba en sus brazos. Debía cancelar toda resistencia y toda discreción: debía confesar hasta las heces.

—¿Lo... hiciste? —dudó Francisco. Don Diego asintió.

—Lo hice —inhaló una profunda bocanada de aire—. Yo era cadáver; mi alma se había despegado, enloquecida, y vaya a saber por dónde penaba. Conté que había instruido a Diego en el judaísmo. Conté la verdad: se había herido un tobillo y aproveché el clima íntimo para explicarle quiénes éramos. Conté que Diego se sorprendió, se asustó, no era fácil aceptar que uno desciende de judíos.

»—¿Qué más? —me preguntaron.

»—Le prometí enseñarle nuestra historia, tradiciones, festividades —confesé—. Lo hice en Ibatín y continué enseñándole en Córdoba.

»—¿Qué más? —insistieron.

Don Diego se inclinó hacia adelante y borró con la mano los dibujos que fue haciendo en la arena mientras reconstruía su viaje al infierno.

—Lo que ahora no puedo borrar —cambió de tono y meneó la cabeza blanca— es aquel lejano momento: cuando en la penumbra, en Ibatín, expliqué por primera vez al pobre Diego que teníamos sangre judía. ¡Qué cara puso! Creo que lo asaltó la premonición de su tragedia.

Francisco asintió.

—Hace tantos años... No me pude contener, entonces. Estábamos solos en su cuarto. Completamente solos. Él, con su pierna vendada; yo, sentado a su vera. En penumbras. En silencio sobrecogedor, casi sagrado.

Francisco giró la cabeza y recorrió con mucha lástima los pliegues de ese rostro cortajeado por arrugas.

—No, papá. No estaban solos.

Don Diego se sobresaltó.

—¿Qué quieres decir?

—Yo fui testigo.

—Pero… —tartajeó el padre— ¡eras muy pequeño!

—Y curioso. Los espié desde las sombras.

—¡Francisquito!... —se le anudó la garganta al evocar la criatura que había sido—. Me ofrecías la bandeja de bronce con higos y granadas. Me reclamabas cuentos e historias —se quitó la capa que puso en sus hombros y se la devolvió—. Toma: estás desabrigado.

—Quédatela; por favor, papá.

Recordaron la tarde en que abrió el estuche forrado en terciopelo rojo y les explicó el maravilloso magnificado de la llave española. Recordaron las clases en el patio de los naranjos. El viaje a Córdoba y el robo de su cofre con libros en medio de las salinas. Recordaron el escaso tiempo que vivieron juntos en Córdoba, en la casa que les había dejado la familia de Juan José Brizuela. Y después recordaron los brutales arrestos.

—Me ilusioné, Francisco. La desesperación hace que uno se mienta a sí mismo —lamentó su padre—. En la mazmorra, después de confesar, es decir entregarme a los «clementes» brazos del Santo Oficio, supuse que el pobre Diego y yo recuperaríamos la libertad. Actué como indicaba mi abogado «defensor». Imploré con lágrimas la misericordia de la Inquisición. Expresé mi arrepentimiento. Abjuré repetidas veces de mi inmundo pecado. Insistí en que deseaba vivir y morir en la fe católica. Rogué ser admitido a reconciliación. Pedí por mi hijo, a quien llevé por la mala senda, aprovechándome vilmente de su corta edad y su débil entendimiento. Quería vivir para enmendarlo, enseñarle a comportarse como buen católico, ser merecedor de la gracia divina y convertirme en un soldado de Jesucristo. Dije e hice todo eso, Francisco. Nunca me quebré tanto.

Volvió a dibujar signos en la arena.

—Me comunicaron que también abjuraba mi hijo. Pero ambos debíamos aguardar el próximo Auto de Fe para recuperar la libertad. Nuestro mantenimiento en la cárcel no era problemático porque se pagaba con los bienes que oportunamente me habían confiscado. Era duro seguir esperando sin una fecha en el horizonte. Yo caminaba con ayuda de muletas. No me dejaron ver a Diego. A pesar de mi mansedumbre, con frecuencia volvían a lastimar mis muñecas y tobillos con los grilletes de hierro para recordarme que seguía preso y que mi falta había sido muy grave.

Abrumado, Francisco se levantó, caminó hasta el borde del mar y se arremangó los pantalones. Avanzó en el agua hasta que le llegó a las rodillas. Se lavó la cara y permaneció absorto en la rectitud del horizonte. Las gotas salobres y frías resbalaban por su piel. No sólo escuchaba el deseado relato de su padre: lo sufría. Regresó junto al encanecido médico, le acomodó la capa sobre los hombros y volvió a sentarse a su lado.

—¿Cómo fue el Auto de Fe, papá?

Don Diego arrojó un trozo de conchilla hacia el festón de espuma y se reconcentró. Faltaba expulsar este hueso de su garganta.

—El día anterior al Auto de Fe vinieron a leerte la sentencia. Recibí en mi estrecha mazmorra a oficiales y clérigos que hacían cortejo al inquisidor, quien traía en la mano grandes pliegos. Su cara parcialmente iluminada por la luz vacilante de un blandón estaba ausente. Me comunicó fríamente la sentencia. El abogado defensor me hundió su codo en el tórax y tuve que caer de rodillas y agradecer la clemencia del Señor y del justo Tribunal. Las horas que faltaban para el inminente Auto debían ser consagradas a la oración. Me acompañó un piadoso dominico. Ese tiempo se parecía al velatorio de un muerto. Antes del amanecer sonaron hierros, gritos, tacos y escudos. Me pusieron este sambenito —lo acarició—. Fíjate: una prenda tan ordinaria que reúne tanto desprecio. Apenas un escapulario de lana, ancho como el cuerpo, que llega sólo hasta las rodillas; su cortedad lo diferencia del que usan los frailes, claro. Su color amarillo debe relacionarse con algo feo y sucio, porque evoca la condición judía. Felizmente carece de pinturas en forma de llamas: yo no era un condenado a la hoguera. Cuando reunieron a los penitenciados para iniciar la marcha hacia el Auto de Fe, vi a tu hermano Diego con otro sambenito igual. ¿Te imaginas mi turbación? Lo miré con ganas de abrazarlo, besarlo, y pedirle perdón. Necesitaba pedirle perdón. Pero tu hermano Diego, Francisco, no quería mi perdón. Desvió los ojos. La cárcel y la tortura lo alejaron de mí para siempre. Le pusieron una vela verde en la mano y procedieron de la misma forma conmigo. Nos ordenaron avanzar por los lúgubres corredores. Pegado a mi hombro caminaba el fraile dominico insistiendo en sus plegarias. Yo no dejé de mirar a Diego, quien parecía huir de mí, con susto y vergüenza.

Se interrumpió. Las brasas del recuerdo le secaban los pulmones y necesitaba inspirar grandes bocanadas de aire.

—Cruzamos las altas puertas del Santo Oficio rumbo a la plaza de la Inquisición. Fuimos recibidos en la calle con hiriente júbilo. Éramos monstruos que poníamos color a la rutina. En torno desfilaban caballeros y órdenes religiosas con gran boato. Estaban las compañías armadas del virrey; hacían ruido los arcabuceros; delante de la Audiencia iban los maceros de la Corona; entre los funcionarios caminaban los pajes. Nos hicieron caminar delante del palacio, como animales exóticos, para que nos disfrutara la virreina oculta tras las celosías. No sé por qué el acto se demoraba mucho y los condenados desfallecíamos. Parece que se había producido un enredo de protocolo. Finalmente fuimos conducidos al patíbulo. Éramos criaturas lamentables, atrozmente cómicas. En la cabeza llevábamos un cucurucho de cartón pintado y en la mano una vela verde. De pie, atravesados por las miradas despreciativas de la muchedumbre, debíamos escuchar los largos sermones. Y tras los sermones, las pormenorizadas sentencias. Cada reo era tratado en forma separada. Los relajados pasaban al brazo secular para que éste les diera muerte con horca y luego hoguera, o directamente hoguera. Los penitenciados éramos castigados públicamente: algunos con azotes, otros con diversas condenas: salvábamos la vida gracias al arrepentimiento. Yo fui penado a confiscación de bienes, sambenito, castigos espirituales y cárcel por seis años. La sentencia de mi hijo fue menor: confiscación de bienes, hábito por un año, penitencias espirituales y seis meses de reclusión absoluta en un monasterio para su reeducación. Luego me avisaron que, por pedido del virrey Montesclaros y la bondad de los ilustrísimos inquisidores, debía radicarme en el Callao y trabajar en su hospital portuario. De esta forma, Francisco —hizo una irónica mueca—, recuperé mi libertad y me hicieron volver a la religión del amor.

79

En el convento de Lima crecía la atmósfera sepulcral. La dolencia del prior Lucas Albarracín alteraba todas las actividades. El doctor Alfonso Cuevas, tras otro exordio florido, había pronunciado la horrible palabra: «gangrena». Se aproximaba el instante de la medida heroica a la que había hecho referencia en visitas anteriores. Se multiplicaron las preces, letanías, misas y flagelaciones para que el cielo le devolviera la salud.

El hermano Martín estaba ojeroso y más flaco. Tomó como responsabilidad personal el padecimiento del prior. Concurría asiduamente a su cuarto: cambiaba el agua que había cambiado recientemente y renovaba las hierbas del calderillo que ni habían alcanzado a hervir. Iba y venía agotándose, con la esperanza de que su agotamiento fuese bien visto por el Señor y entonces concediera el esperado milagro. Ayunaba. Atendía después a cada uno de los pacientes y se encerraba en su celda para flagelarse con la energía de un potro. Sobre sus heridas se ponía una tela áspera, rodeaba su cintura con el cilicio y volvía a correr hacia el lecho de fray Lucas.

El doctor Cuevas pidió que se realizara una sesión capitular de la orden porque urgía tomar la decisión. Al padre Albarracín había que amputarle la pierna gangrenada antes de que el mal se extendiese al muslo y acabara con su vida. Los frailes sollozaron y se golpearon el pecho con sentidos
mea culpa
. El doctor trajo a un cirujano de toga larga que revisó cuidadosamente al enfermo y coincidió en la perentoriedad del acto quirúrgico. Prometió ocuparse de proveer dos cirujanos de toga corta para realizar la amputación.

El hermano Martín prestaba varios servicios. Estaba alerta a la menor solicitud para lanzarse como un rayo. La celda del superior —donde se efectuaría el tratamiento— fue provista con jofainas, braseros anchos, vendas, ungüentos, aceite, hojas de malva, ají molido y botijas llenas de aguardiente. Francisco ayudaba a Martín: iba a entrar de lleno en la cirugía mayor de su tiempo.

Sobre una pequeña mesa cubierta con mantel blanco ordenaran el instrumental: bisturí, serrucho, escoplo, martillo, pinzas y agujas. A un costado pusieron media docena de cauterizadores que eran largas espátulas de acero con mango de madera.

El doctor Cuevas se excusó de asistir a la operación porque, como médico, no quería interferir en las decisiones del eminente cirujano de toga larga. Éste ordenó que, desde las vísperas, se hiciera beber al enfermo un vaso de aguardiente cada media hora. Varios frailes se ofrecieron para velar junto al padre Albarracín y, bajo el control riguroso de un reloj de arena, ofrecerle la bebida.

Nunca el prior había ingerido tanto. Al principio le ardió la garganta y emitió débiles protestas. Después empezó a reconocer que le gustaba y sonrió. Los frailes reconocieron en esa olvidada sonrisa un signo del Señor y dieron gracias ante la inminencia del milagro. El padre Albarracín pidió más aguardiente antes de cumplirse la estricta media hora. Le recordaron la indicación del cirujano. El superior dijo que «se cagaba en el cirujano" y quería otro vaso de aguardiente. Los frailes se asustaron ante la ominosa alternativa de cometer pecado de desobediencia o pecado de negligencia. Uno sostuvo, con lógica, que era peor la desobediencia porque se efectuaba contra el superior de la orden, en cambio la negligencia sólo contra un cirujano. Tanto le satisfizo su propio razonamiento que se encaminó a la botija para satisfacer el incipiente vicio del enfermo. Otro lo detuvo de la manga. Dijo que en este caso era peor el pecado de negligencia porque podía costar una vida. El padre Albarracín se incorporó en el lecho como si hubiera recuperado diez años; tenía la nariz roja y los ojos brillantes y les gritó que dejaran de hablar estupideces y llenasen de una vez el vaso. Entre los clérigos hubo forcejeos y, mientras uno mostraba desesperadamente el reloj, otro le alcanzaba el aguardiente. El superior agarró el vaso con mano temblorosa, lo bebió de golpe, eructó y lanzó una horrible blasfemia. Los frailes se santiguaron, golpearon sus pechos y exigieron al diablo que se fuera del convento haciendo círculos en el aire con sus cruces.

A la mañana vinieron el cirujano de toga larga, los dos de toga corta y el séquito de barberos. El padre Lucas Albarracín apenas podía abrir los ojos y murmurar monosílabos. Alzaron su cuerpo liviano: frágil envoltorio de dos litros de alcohol. Lo depositaron tiernamente sobre la mesa de operaciones. Sus piernas quedaron colgantes. El cirujano de toga larga indicó que acercaran el respaldo de una silla para apoyar ahí el talón. De esta forma, la extremidad gangrenada quedaba en el aire y bien expuesta.

Los frailes elevaron el volumen de sus plegarias. Tenían que llegar al cielo antes que el bisturí. Aún era posible un milagro. Martín y Francisco se ocuparon de mantener los cauterizadores hundidos entre las brasas.

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