Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Lo visité, pues, en el Día del Perdón, sin noticias ciertas sobre sus sentimientos profundos. Que estuviese en su casa sin trabajar, tampoco valía como dato: sus tareas eran irregulares y dependían de las mercaderías que llegaban o debía despachar.
—El trabajo es una maldición, Francisco —se excusó Marcos—, una de las primeras condenas. Lo dice categóricamente el
Génesis
.
—¿Sabes de dónde proviene la palabra «trabajar»? —recordé un descubrimiento lingüístico—. Del latín
tripaliere
. Significa torturar.
—Clarísimo, entonces.
—Pero pertenecemos a la clase de los
labradores
, Marcos.
—No soy agricultor.
—Labradores en sentido de trabajadores —aclaré—: tú comerciante, yo médico. Aunque nos disguste, estamos más cerca de los menestrales, orfebres, artesanos y carpinteros que de los
oradores
y
defensores
[34]
.
—No dependía de nosotros la elección.
—Podíamos, de haberlo querido, ser oradores. El sacerdote, que es el orador por excelencia, tiene poder sacramental como intermediario entre Cristo y el hombre —lo miré al fondo de los ojos.
—Yo no tuve la necesaria formación para convertirme en sacerdote. Tú, en cambio, viviste en conventos —insinuó.
—No depende tanto de la formación como de la vocación, Marcos. En todo caso, no tienes la vocación de sacerdote.
—¡Aunque sí de intermediario! —rió.
—Tu intermediación no es tan apreciada como la del sacerdote —lo pellizqué.
—Porque no comercio entre Cristo y los hombres, sino sólo entre los hombres —mantuvo la sonrisa—. Y cobro por ello.
—Todos cobran —avancé más.
—Los sacerdotes no cobran: reciben limosna.
—¿Y los diezmos? —corregí—. Cuando la limosna parece un pago insuficiente, reclaman y amenazan.
—¿Cómo los comerciantes?
—¡Shtt!... —crucé el índice sobre mis labios—. No blasfemes.
Marcos arrimó su butaca a la mía.
—Quisiera tener la elocuencia del obispo —susurró—: cobraría mejor a mis clientes morosos.
—No blasfemes —advertí de nuevo.
—Peor se han portado los capitulares que enviaron cartas al virrey y al arzobispo de Lima solicitando la creación de un juzgado de apelaciones en el fuero eclesiástico para defenderse de los dictámenes que lanza con violencia nuestro obispo.
—Es un hombre fogoso.
—A él le cabe la expresión «ciego de furia».
—No te mofes de su enfermedad —contuve la sonrisa—. Además, ¿te puedo confesar una sospecha? Dudo de su ceguera: creo que la usa para despistar y elegir: sólo ve aquello que le interesa.
Se puso serio al escuchar pasos.
La criada negra me ofreció una bandeja con dulces, un trozo de torta y una jarra de bronce con chocolate líquido.
—Gracias —rechacé la atención.
La criada intentó dejar la bandeja a mi lado, como le enseñaron que debía proceder ante las visitas. Yo insistí en que la retirara.
Marcos me observó con atención. Me ponía a prueba ese día era
Iom Kipur
. Cuando la esclava se marchó, rogué a Marcos con un guiño que no se molestara por mi negativa. Asociaba ese momento, agregué, con el hermoso Salmo 4.
—¿Lo recuerdas? —preguntó.
—«Tú has llenado mi corazón de mayor júbilo que cuando abunda el trigo y vino nuevo» —recité.
La casa de Marcos se llenó de luz.
—Falta —señaló—: «Me acuesto en paz, y en seguida me duermo; porque sólo tú, oh Dios, me das paz y reposo.»
Nos miramos.
—Salmo 4 —reiteré—. Es la oración del justo rodeado de impíos.
—¿Quieres decir que somos
dos
justos rodeados de impíos?
Nuestros ojos brillaron. Teníamos conciencia de que habíamos recitado un Salmo omitiendo las palabras
Gloria patri
que todo católico pronuncia al final. Esa ausencia era una prueba de una presencia conmovedora. Nos habíamos revelado la intimidad.
—Usted me acaba de decir —responde Francisco— que debemos tenerle miedo al demonio y a sus trampas porque llevan a la perdición. Que debemos tenerles miedo a los herejes y a los inmundos ritos judíos. Lo ha dicho con profunda y conmovedora certeza. Sin embargo, fray Alonso, créame que por obra de usted y muchos hombres parecidos a usted, los judíos ahora tenemos miedo a algo más próxima y evidente que el demonio: los cristianos.
—«¡Bésame con los ósculos de tu boca!... Más dulces que el vino son tus amores; suave es el olor de tus perfumes; tu nombre es ungüento derramado.»
—Francisco. Eres tan cortés, tan poeta.
—
Cantar de los cantares
, de Salomón, querida.
—¡Qué hermoso! —exclamó Isabel—. Recítalo otra vez.
—«Bellas son tus mejillas entre los pendientes y tu cuello entre los collares» —la acaricié.
—No sé cómo retribuirte —se estremecía.
—Di: «Bolsita de mirra es mi amado, que reposa entre mis pechos.»
—Francisco.
—¿No te gustó? Te obsequio otro versículo, es para ti: «Como el lirio entre cardos, así es mi amada entre las doncellas.»
—Dime un versículo menos audaz, que yo pueda repetir.
—«Como un manzano entre árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes.»
—Me gusta. «Como manzano entre árboles silvestres, así es Francisco, mi amado —sonrió Isabel—, entre los jóvenes.
—Agrega esto: «Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me estrecha en abrazo.»
—Te amo.
—Di: «Francisco, esposo mío.»
—Francisco, esposo mío.
—«¡Qué bella eres amada mía, qué bella eres! Tus ojos son de paloma, a través del velo. Tu melena, cual rebaño de cabras que ondula por las pendientes de Galaad. Como cinta de escarlata tus labios. Tus mejillas, mitades de granada. Como la torre de David es tu cuello, edificada como fortaleza.»
—¡Cómo te exaltas! Tiemblo toda.
—«Tus pechos son dos crías mellizas de gacela pacen entre lirios.»
—Oh, querido.
—«¡Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, en tus delicias! Tu talle semeja la palmera, tus pechos racimos.»
Isabel acarició mi frente, mi mentón, mi cuello. Permanecimos abrazados. Una rama de laurel florecido se movía tras el muro, saludando nuestras noches de amor.
Mejoré mi vivienda antes del casamiento. Agrandé la sala de recibo, encalé las paredes del dormitorio y construí dependencias para la servidumbre. Compré sillas, dos alfombras y una ancha alacena. Colgué una araña en el comedor y agregué blandones. En el patio del fondo aún quedaba medio millar de adobes y carradas de piedra para una futura ampliación.
El pedido de mano a don Cristóbal no resultó engorroso porque él separó francamente las aguas. Dijo que me apreciaba como persona, pero que necesitaba asegurarse de que su querida ahijada Isabel no sufriría privaciones después del casamiento. Por lo tanto, no objetaba la unión si yo podía garantizarle que mi patrimonio actual y futuros ingresos serían suficientes. Entendí que debía recorrer este eslabón en más de una entrevista. También entendí que la sombra del visitador eclesiástico Juan Bautista Ureta revoloteaba como un buitre. Aunque don Cristóbal conocía mi sueldo de 150 pesos, que era un monto respetable, y el ingreso de honorarios extras, demoraba su consentimiento. Durante el proceso yo temí que mi condición de cristiano nuevo fuese un obstáculo difícil de remover. Esta desventaja debía compensarse con dinero. Finalmente llegamos al punto en que se confeccionaría la capitulación. Convocó al notario Corvalán para redactarla. Hacían falta dos testigos: acordamos invitar al capitán Pedro de Valdivia, el visitador Juan Bautista Ureta y el capitán Juan Avendaño. Este último era pariente de doña Sebastiana.
El notario escribió el largo documento, lo leyó en voz alta, hubo asentimiento de miradas y lo firmamos con la misma pluma que nos ofrecía con mano segura y nariz arrogante. Empezaba el texto con la fórmula de que «yo, doctor Francisco Maldonado da Silva, residente en esta ciudad de Santiago de Chile, mediante la gracia y bendición de Dios Nuestro Señor y su bendita y gloriosa Madre, estoy concertado de casarme con doña Isabel Otañez». Seguía: «para ayudar de la dote, me ha prometido el señor doctor don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor, oidor de esta Real Audiencia, la suma de quinientos sesenta y seis pesos de a ocho reales». De ella, sólo doscientos cincuenta pesos fueron entregados en dinero efectivo y el saldo en ropa, géneros y algunos objetos menores de los cuales el notario Corvalán hizo un morboso detalle: «una ropa de embutido de mujer, valuada en cuarenta y cinco pesos», «seis camisas de mujer con sus pechos labrados, valuadas en cuarenta y cinco pesos», «enaguas de ruan labradas, de ocho pesos», «cuatro sábanas nuevas de ruan, de veinticuatro pesos», «un faldellín de tamanete usado, de ocho pesos», «cuatro paños de mano, de un peso» y así sucesivamente. Don Cristóbal había vencido en la negociación. En el mismo documento se estipulaba que yo hacía una contrapartida de trescientos pesos y me comprometía a incrementar esa suma con otros mil ochocientos para que en caso de que el matrimonio fuera disuelto por muerte u otra razón ese dinero quedara en manos de Isabel. Se añadía que «doy dicha donación por aceptada y legítimamente manifestada» y lo hacía con todos los requisitos necesarios en favor de mi esposa.
Contemplé el perfil de Isabel en la penumbra. Se había dormido y un mechón de cabellos se elevaba rítmicamente con su respiración. Su cuerpo tierno y real me estimulaba. Su sola presencia iluminaba mi vida. Pensando en ella, en nosotros, amplié la casa, compré muebles y repasé los libros de
Ruth
,
Judith
,
Esther
y el
Cantar de los Cantares
. «Construiré con ella la familia que, andando el tiempo, reparará la que perdí —me decía—. Tendré hijos y gozaré de un entorno incondicional.»
La ceremonia del casamiento se realizó con la austeridad que imponían las circunstancias. Isabel era una cristiana devota y yo respeté debidamente sus sentimientos. Ella ignoraba mi judaísmo y era necesario que jamás se enterase: no cabía el más remoto propósito de hacerla cargar con las definiciones de mi identidad secreta. Esta asimetría era éticamente objetable. Pero —como decía Marcos— aún no encontré la alternativa. Para mantener cierto grado de libertad —¡qué irónico!— tenía que ponerle cadenas a mi libertad: ser concesivo con don Cristóbal, tener cuidado con fray Ureta y ocultamente de por vida ante mi esposa.
Seguía los pasos de mi padre, pero estaba determinado a no ser derrotado como él.
Felipa e Isabel volvieron a escribirme. Habían analizado mi propuesta de venir a Chile, recabaron consejo y aceptaban viajar. Se permitieron filtrar una palabra estremecedora: me extrañaban. Expresaron su enhorabuena por mi casamiento y enviaban sus cariños a mi flamante esposa.
Habían empezado a organizar su partida. Isabel debía cobrar deudas y vender algunos bienes de su difunto marido; su hijita Ana saltó de alegría al comunicársele que atravesaría las montañas más altas de la tierra y conocería a su tío Francisco.
Hacia el final de la carta anotaron que habían comprado a la negra Catalina: aún veía bien con su ojo sano, dejaba muy blanca la ropa y guisaba como en su juventud; vendría a Chile con ellas. Luis, en cambio, falleció. En cuatro renglones me informaron que fue detenido cuando intentó otra fuga, acusado de hechicería y condenado a doscientos azotes. Murió antes de cumplirse el número de golpes.
Dejé la carta sobre la mesa y hundí mi rostro entre las manos: ese negro noble no se había resignado a la esclavitud. Evoqué su marcha cómica, sus risotadas de marfil, su coraje, sus sufrimientos. Lo habían matado como a un perro sarnoso. Los verdugos aparecían como guardianes de la ley y la víctima como un despreciable violador. El orden imperante era un desorden que bramaba. La muerte de Luis, contada por mis hermanas como un hecho anodino, me hizo temblar. Pero ¿contra qué?, ¿contra quién?
Pronuncié
Kadish
[35]
por su alma. Las sonoras cadencias podían simbolizar el viento boscoso de su infancia. No fue un cristiano devoto, tampoco fue judío. Creía en dioses absurdos que no se irritarían por mi
Kadish
. Fue leal a sus raíces. Por eso solamente dios lo iba a premiar o con su misericordia.
¡Mida sus palabras! —se horroriza Alonso de Almeida—. Está hablándole a un calificador del Santo Oficio. ¡Por Dios y la Virgen! Tengo la obligación de reproducir todo lo que usted dice, letra por letra. ¡Salga de su trance diabólico! ¡Apártese de la locura, por su bien!
—No estoy loco.
—Escúcheme —enternece la voz—: el Santo Oficio está esperando que usted se arrepienta y pida misericordia; le otorgará su clemencia. Se la otorgará, le aseguro, porque está en el lugar de Dios.
—¿De Dios? —Francisco apoya su cabeza contra la pared—. Hay un solo Dios y es clemente, por cierto. Pero no me consta que haya delegado su espacio ni su poder. No consta en ninguna parte. ¡Eso sí es locura!
Marcos Brizuela apareció en el hospital. Se interesó por un platero que fracturaron en una riña. Era un mestizo de gran habilidad que le había confeccionado hermosas piezas. Sería una pena que sufriese invalidez porque la ciudad quedaría privada de un gran artista. Conduje a Marcos junto al enfermo, quien se emocionó hasta las lágrimas: su visita implicaba un gran honor. Marcos le entregó una escarcela abultada.
—Que no falten remedios ni comida —dijo.
—Gracias, señor, gracias.
Después caminamos hasta la puerta.
—La sutura evoluciona bien, por ahora —comenté—. No hay signos de infección.
—Me tranquiliza escucharte. Es un alma buena y un talento excepcional.
—Me gustaría conocer las maravillas que te ha fabricado.
Me alejó de la puerta y miró en derredor.
—Te las mostraré pasado mañana a la noche —dijo en voz baja—. He venido a invitarte, precisamente.
—¿Pasado mañana?
—Vendrás solo, Francisco. Y entrarás con el mayor disimulo.
—Para ver platería...
—Para algo más importante.
Lo miré fijo.
—Para celebrar
Pésaj
[36]
—sonrió.
Le apreté las manos. Mi estremecimiento pasó a su cuerpo. Nos unía una fraterna emoción.
—
Pésaj
—murmuré.
Esa noche abrí el libro del Éxodo y lo leí de cabo a rabo. No era primavera, como en el hemisferio boreal, sino otoño. El aire apacible contenía la fragancia de los frutos maduros. Una cautelosa frescura rodaba de la puerta a la ventana.