Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
A la noche siguiente me puse ropa limpia sin la precaución de arrugada porque no era sábado y saqué del arcón mi ancha capa negra. Anuncié a Isabel que mis obligaciones me iban a demorar. Besé su boca y sus mejillas tenuemente avivadas con carmín.
En la calle mis zapatos crujieron sobre las hojas caídas. Me arrebujé en la capa e hice el imprescindible rodeo. Me aproximé a la residencia de Marcos por la vereda de enfrente. Cuando me cercioré de que nadie me veía crucé la calzada y pasé de largo. No debía golpear la aldaba, sino rozar mis nudillos sobre la madera. La hoja se abrió un poco. Reconocí al esclavo que hacía de mensajero.
—«Saltear» —pronuncié la contraseña.
La puerta giró lo necesario para que me deslizara al interior. El negro restableció la tranca y me guió hasta la sala de recibo. El patio estaba oscuro, apenas alumbrado por un farol colgado en la galería. La sala también permanecía en penumbras: un candelabro de tres velas permitía reconocer la disposición de los muebles. Daba la sensación de una casa donde sus habitantes se habían ido a dormir. El esclavo me ofreció una silla y desapareció, dejándome solo. Del patio llegaba música de chicharras. Esperé. Las incrustaciones de nácar sobre las decenas de cajoncitos de un bargueño emitían un brillo tenue. Junto a mi silla de roble distinguí un atril con un libro abierto, seguramente traído de un monasterio español. Estiré mis piernas sobre el piso embaldosado con cerámica.
Al rato se abrió la puerta del comedor: la cabeza de Marcos flotaba sobre los conos encendidos del candelabro y pidió que lo siguiera. Entramos en un recinto solitario y oscuro, apenas se recortaban las altas sillas en torno a una mesa. Cruzamos otra puerta de dos hojas; ¿era el dormitorio de su difunta madre? Estaba desorientado. Ni señales de gente. Iluminó el suelo y con la punta del zapato levantó el ángulo de una alfombra de lana negra; tenía cosido en el lado inferior un cordón que penetraba las maderas del piso. Apareció una argolla de hierro. Marcos me entregó el blandón, traccionó con fuerza la argolla y apareció una angosta escalera que bajaba a las profundidades. Me invitó a descender, él lo hizo tras de mí, cerró la tapa y tironeó del cordón que extendía la alfombra. Los pabilos del candelabro esmaltaron las botellas y tinajas de la angosta bodega. El lugar era fresco y acogedor; embriagaba el perfume del vino. Volvió a pasarme el blandón. Apoyó sus manos sobre un estante e hizo presión hasta que se produjo un crujido; después empujó con la mano izquierda y un bloque de botellas empezó a girar. Me golpeó la luz del recinto oculto. Quedé estupefacto.
Sobre la mesa cubierta con mantel ardía un voluminoso candelabro de bronce. A su alrededor permanecían de pie varias personas entre las cuales estaba Dolores Segovia, la esposa de Marcos. De un vistazo capté a todos. Mi corazón se aceleró. A un metro de ella, el matemático bizco que conocí en la tertulia de don Cristóbal hablaba con un hombre de barba cenicienta vestido con una túnica blanca, cinturón gris y un alto báculo; tenía el aspecto de un eremita; nunca lo había visto antes. El último miembro de esta reunión clandestina me obligó a restregarme los ojos. Me observaba desde su hierática corpulencia con blanda y amistosa sonrisa: era el visitador eclesiástico Juan Bautista Ureta. Mi cerebro estalló: ¡también él es judío!
Marcos cerró el acceso. El eremita extendió su brazo en círculo: se ubicó en la cabecera y nos invitó a tomar asiento. Las sillas estaban provistas de abultados almohadones. Marcos depositó a la vista de todos un mazo de naipes.
—Podemos empezar —dijo.
—Los naipes permanecerán ahí toda la noche —, aclaró el forastero—. Es preferible que nos acusen por jugar ilegalmente que por festejar la Pascua de los Panes Ázimos.
—No nos descubrirán —tranquilizó Ureta—. Este sitio es inexpugnable.
Dolores hurgó bajo la mesa y extrajo una fuente de plata. Era pesada por el metal y también por los elementos cuidadosamente distribuidos en su superficie. Contenía planchas de pan ázimo, un trozo de cordero asado que asomaba un hueso, conjuntos de hierbas, un huevo duro y un diminuto perol con papilla de color canela.
Marcos extrajo cazuelas y tazones de barro que distribuyó a cada uno.
—Me los entregaron ayer —notificó—. Son nuevitos como corresponde.
—Y estarán debidamente rotos para la próxima Pascua —rió Dolores.
—Así debe ser —murmuró el extraño mientras acomodaba las láminas de pan cenceño.
Marcos apoyó sus manos sobre el borde de la mesa y se dirigió a cada uno de los presentes con gravedad.
—Hermanos: nos reúne esta noche el
Séder de Pésaj
[37]
. Hemos sido esclavos en Egipto y el Señor, con su mano fuerte, nos condujo a la libertad. Los siglos de despotismo fueron compensados con la renovación del Pacto, el obsequio de la Ley y el ingreso a la Tierra Prometida. Hoy —hizo una pausa, ensombreció su tono— somos esclavos del Santo Oficio y el faraón se ha encarnado en los inquisidores. Nos agobia algo peor que la construcción de las pirámides: nos agobia su desprecio y su odio. Nuestros antepasados sufrían abusos y castigos, pero podían mostrarse tal como eran. En cambio nosotros debemos ocultar hasta nuestros sentimientos.
Tendió las manos hacia el forastero.
—Alegra nuestra celebración el rabí Gonzalo de Rivas. Es un erudito que ha peregrinado a Tierra Santa y visita las porciones dispersas de Israel. Bienvenido a nuestra casa y a nuestra ciudad, rabí. Usted nos honra y enaltece.
Contemplé a Juan Bautista Ureta con obsesión: resultaba inverosímil tenerlo ahí, con su hábito de mercedario, participando de una ceremonia judía.
El forastero acarició los rizos de su barba y paseó sus ojos húmedos por nuestros rostros.
—Toda fiesta necesita un tiempo de preparación —dijo—. Marcos se ha encargado de la vajilla de barro nueva y Dolores ha horneado las
matzot
[38]
, ha encendido y bendecido las velas. Cada uno de ustedes ha arreglado sus asuntos para poder concurrir y yo he conseguido ajustar mi itinerario para que las dos semanas de mi permanencia en Santiago coincidieran con el
Séder
.
Abrió la botija de vino y vertió sobre los tazones.
—Creo que ahora está todo listo para empezar —levantó su mirada tierna y pareció advertir que necesitábamos más esclarecimiento; repitió la caricia de su barba—. Hermanos: ésta es la festividad viviente más antigua de la humanidad. Muchas otras fiestas han desaparecido, muchas nacieron después. La celebración de
Pésaj
y el desarrollo de este
Séder
tienen tres mil años. Es notable que un acontecimiento tan lejano se centre en una aspiración tan anhelada como difícil: la libertad. Difícil y anhelada. Porque hoy, en 1626, no decimos que hace milenios unos antepasados que no conocemos y cuyos restos ya son menos que polvo padecieron la esclavitud en un remoto país: decimos
nosotros
fuimos esclavos y
nosotros
experimentamos el paso turbulento de la opresión a la libertad. La experiencia no ha terminado: se renueva, porque ahora, bajo otras vestiduras, prosigue la esclavitud y con renovada esperanza debemos soñar con nuestra libertad. Aquel extraordinario suceso nos vigoriza y muestra que en las situaciones más desesperadas siempre late la perspectiva de una solución.
Miró la bandeja.
—Aquí se exponen varios símbolos: las
matzot
recuerdan el pan de la miseria que prepararon nuestros antepasados sobre las calcinantes piedras del desierto. El trozo de cordero al animal que se sacrificó para la última y decisiva plaga, y cuya sangre preservó la vida de nuestros primogénitos. Las hierbas amargas nos hacen sentir el sabor que impregna la vida de los oprimidos. La papilla de manzanas, vino, nueces y canela evoca la arcilla que amasaron en Egipto nuestros abuelos —extendió el índice—. Por último, el huevo duro: simboliza el rodar de la vida y la resistencia del pueblo judío (mientras más se lo cuece, más se endurece); pero también es un elemento de luto: comemos huevos después de enterrar a un ser querido y ahora lo hacemos por los egipcios que murieron ahogados en el mar Rojo; indirectamente, han sido protagonistas de nuestra epopeya. Los judíos, de esta forma, recordamos que no se debe odiar ni a nuestros enemigos: todos los hombres son resplandores de Dios.
Señaló el tazón central, un cáliz lleno de vino hasta el borde.
—De esa copa beberá el profeta Elías, que es nuestro simbólico invitado. Un carro de fuego lo trasladó al cielo, y ahora, en carro de bruma, se desplaza hasta las cuevas y sótanos donde los judíos celebramos el
Séder
.
Se acomodó en los almohadones de la silla.
—Nos sentamos como príncipes: en esta noche especial somos hombres libres —sonrió—. La mesa está pronta, blanca y luminosa como un altar. Beberemos vino y compartiremos el pan cenceño. Luego disfrutaremos la comida que nos preparó Dolores.
El rabí Gonzalo de Rivas se puso de pie y nosotros lo imitamos respetuosamente. Levantó su tazón de vino y lo bendijo. Bebió un sorbo y nos ofreció el tazón. Cada uno lo recibió con ambas manos. Después recogió un puñado de legumbres, lo sazonó en un plato hondo con agua salada y lo distribuyó. Partió en dos una plancha de
matzá
, devolvió una mitad a la bandeja y puso entre sus almohadones la otra.
—Evoca la angustia del oprimido, que debe privarse de la comida y guardar para más tarde. Es también la sublime enseñanza de que debemos partir el pan y compartido.
Introdujo las manos bajo la rutilante bandeja cargada de
matzot
y demás símbolos: la levantó hasta la altura de sus ojos. Dijo con voz sonora:
—He aquí el pan de la miseria que comieron nuestros antepasados en Egipto. El que tiene hambre que venga y coma, quienquiera que necesite, que venga a festejar
Pésaj
. Ahora estamos aquí, que el año próximo estemos en la tierra de Israel. Ahora somos esclavos, que el año próximo seamos hombres libres.
Depositó la bandeja y se dirigió a Dolores y Marcos, que lo miraban embelesados.
—Sé que los niños no pueden participar. Es peligroso. En Roma y Amsterdam, donde las comunidades judías gozan de algunos derechos, los niños son los principales protagonistas. La ceremonia comienza con la formulación de cuatro preguntas, a cargo del más pequeño. Ellos dan pie a la lectura de la
Hagadá
[39]
. Las cuatro preguntas, en esta ocasión, podrían ser dichas por Dolores... La invito, hija, a pronunciarlas.
Dolores se ruborizó y leyó temblorosamente.
—«¿Por qué esta noche es distinta de las otras noches? Uno: todas las noches comemos pan fermentado o ázimo, pero esta noche solamente el ázimo. Dos: todas las noches comemos diversas verduras, pero esta noche solamente hierbas amargas. Tres: todas las noches no sazonamos la comida ni una sola vez y esta noche dos veces. Cuatro: todas las noches comemos sentados o reclinados, pero esta noche comemos todos reclinados.»
—Estas ingenuas preguntas —sonrió el rabí—, basadas en la novedad que percibía un niño, nos invitan a responder con sinceridad. Se podría decir que ejercitamos la memoria para que el suceso grandioso que marca el nacimiento de nuestro pueblo tenga fuerza de actualidad: fuimos y somos esclavos, ganamos y ganaremos la libertad. Desde hace tres mil años, en esta noche, se narra y asume la formidable epopeya.
Abrió la Biblia.
—No tenemos
Hagadá
. La supliremos leyendo partes del
Éxodo.
Su voz se abovedó y, trazando emotivas inflexiones, presentificó los días heroicos. La conocida secuencia adquirió carnadura y nos estremeció volver a oír sobre la dureza del faraón, las temibles plagas, el sacrificio del cordero y, finalmente, la multitudinaria partida.
Bebió vino e hizo circular el tazón nuevamente. Después levantó otra plancha de pan ázimo, la quebró y distribuyó. Terminaba la parte solemne.
—Hemos compartido el pan y el vino —explicó—. Así lo hacían ya nuestros antepasados en la tierra de Israel, así lo hacen todas las comunidades judías del mundo en esta noche. Así lo hicieron Jesús y sus discípulos cuando celebraban el
Séder
como nosotros ahora. La Última Cena fue un íntimo
Séder
, como el nuestro. Jesús presidía la mesa convertida en altar, como lo hago yo. Igual que yo, dio a beber vino y comer el pan ázimo. Pero esto no puede ni siquiera insinuarse ante los nuevos faraones… Ahora los invito a ponernos de pie. Saborearemos el cordero de la misma forma que nuestros abuelos en el desierto: parados.
—Alguna vez se sentaban —bromeó Juan Bautista Ureta.
—y alguna vez también consiguieron levadura para el pan —replicó—. Pero evocamos simbólicamente ciertos instantes significativos.
—Discúlpeme, rabí —se excusó Ureta.
—El judaísmo acepta bromas, no se preocupe la insolencia es parte de nuestra dinámica.
El clima respondía a la descripción que papá me hizo. La evocación no era excesivamente ceremoniosa. No había ornamentos, no se aturdían los sentidos con el espectáculo de colores, sonidos y aromas. Predominaba la calidez de hogar, el contacto humano, la conversación y los manjares. El conductor del oficio no era un pontífice temible que relampaguea en las alturas, sino un padre afectuoso o apenas un hermano mayor, alguien cuyo saber lo transforma en generosa fuente, no en autoridad represora. El encanto de esta celebración residía en su potente sencillez.
—Nunca hubiera sospechado que usted es judío — dije a Juan Bautista Ureta mientras masticaba la carne asada.
—Siendo fraile me oculto mejor. Además, puedo gozar la lectura de la Biblia sin generar presunciones.
—Es difícil ser fraile y ser judío.
Sus grandes órbitas de azabache se aclararon.
—Mi condición de fraile no implica peso, y sí ventajas.
—Pero... ser ministro de una religión en la que no se cree.
—No soy el único: la simulación la padece usted como yo. Algunos judíos consiguieron incorporarse a la orden de Santo Domingo, que es como incorporarse a una sucursal de la Inquisición. Y llegaron a obispos.
—Francisco de Vitoria.
—Por ejemplo.
Marcos cruzó su mano sobre mi hombro, incorporándose a nuestra charla.
—Te debo una disculpa por la sorpresa —dijo.
—¡Y qué sorpresa!
—¿Sabes? Nunca son suficientes las precauciones. Cuando atendiste a mi madre, yo no sabía si eras el católico que aparentabas o el judío que tengo ahora delante de mí. Llamé a Juan Bautista, un visitador eclesiástico para que mi tardanza en solicitar la extremaunción no generara sospechas. Y para que los vecinos viesen que no la privaba de los óleos. Más tarde Juan Bautista te sometió a presión para cerciorarse de tu integridad; incluso, creo —sonrió—, se le fue la mano. Después me visitaste en fecha de ayuno judío y no comiste; recitamos un salmo y no lo rubricaste con el
Gloria patri.
Esos elementos hubieran sido suficientes para que te invitara a participar de las sesiones de estudio que realizamos de cuando en cuando en este sótano (con el mazo de naipes a la vista por si nos asalta una inspección). Pero hemos aprendido a ser cautelosos. La Inquisición no sólo trabaja con funcionarios visibles: cualquiera puede deslizar una denuncia. Decidí que corriesen otros meses y recién ahora, con franca alegría, te incorporamos a nuestra minúscula comunidad.