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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (8 page)

BOOK: La guerra de Hart
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—En cualquier caso —continuó Renaday cuando doblaron una esquina y pasaron junto a dos oficiales británicos que removían diligentemente la tierra de un parterre—, está muy contento de que sea viernes y vengas a visitarnos. No sabes cuánto disfruta con estas sesiones. Como si el hecho de utilizar el cerebro le ayudara a superar sus achaques. —Renaday meneó la cabeza.

»A otros hombres les gusta hablar de su hogar —añadió—, pero Phillip disfruta analizando esos casos. Supongo que le recuerdan lo que fue y lo que probablemente será cuando regrese a Inglaterra. Debería estar sentado frente a un hogar encendido, instruyendo a sus acólitos en las complejidades de un oscuro asunto legal, con zapatillas de seda, un batín de terciopelo verde y bebiendo una taza de buen té. Cada vez que miro a ese viejo cabrón, no me explico en qué estaría pensando cuando se subió a ese condenado Blenheim.

Tommy sonrió.

—Seguramente, lo mismo que todos.

—¿A qué te refieres, mi docto amigo americano?

—Que pese a la enorme y casi constante cantidad de pruebas que indicaban lo contrario, no iba a pasarnos nada grave.

Renaday soltó una grave y resonante carcajada que hizo que los oficiales que atendían el jardín alzaran la cabeza y fijaran por un instante su atención en el canadiense antes de volver a centrarse en sus pulcros parterres de color marrón amarillento.

—Ésa es la amarga verdad, yanqui.

Renaday meneó la cabeza, sonriendo.

—Ahí está Phillip —dijo señalándolo.

El teniente coronel Phillip Pryce estaba sentado en los escalones de un barracón, con un libro en las manos. Pese al calor, llevaba una delgada manta verde aceituna sobre los hombros y se había apartado la gorra de la frente. Tenía las gafas apoyadas en la punta de la nariz, como si fuera la caricatura de un maestro, y mordisqueaba el extremo de un lápiz. Al ver a los dos hombres que se dirigían hacia él agitó la mano como un niño saludando a un desfile militar.

—Ah, Thomas, Thomas, siempre es una alegría verte por aquí. ¿Vienes preparado?

—Siempre preparado, señoría —respondió Tommy Hart.

—Aún nos escuece la paliza que nos diste a Hugh y a mí a propósito del escurridizo Jack y sus lamentables crímenes —prosiguió Pryce—. Pero estamos dispuestos a plantar batalla exponiendo uno de tus casos más sensacionales. Creo que ahora nos toca a nosotros darte una lección, ¿cómo lo dices tú? con los bates.

—A los bates —repuso Renaday mientras Hart y Pryce se saludaban con un afectuoso estrechón de manos. Tommy tuvo la sensación de que el saludo del coronel era un tanto menos enérgico de lo habitual—. Se dice «a los bates» y no «con los bates», Phillip.

—Es un deporte endiablado, Hugh. En ese aspecto no se parece en nada a vuestro estúpido pero amado hockey, que consiste en patinar como un loco sobre el hielo bajo un frío polar, tratando de golpear a un indefenso disco de goma y meterlo en la portería contraria, evitando al mismo tiempo que tus oponentes te machaquen con los palos.

—Gracia y belleza, Phillip. Fuerza y perseverancia.

—¡Ah, virtudes muy británicas!

Todos rieron.

—Sentémonos fuera —dijo Pryce con su voz suave, generosa, llena de reflexión y entusiasmo—. El sol es muy agradable. A fin de cuentas, no es algo que los ingleses estemos acostumbrados a ver, de modo que, incluso aquí, entre los horrores de la guerra, deberíamos aprovecharnos de la temporal benevolencia de la madre naturaleza, ¿no?

Volvieron a reír.

—Traigo unos regalos de las ex colonias, Phillip —dijo Tommy—. Una muestra de nuestra prodigalidad, una pequeña recompensa por haber enviado allende los mares a una colección de idiotas en el setenta y seis, que se dejaron deslumbrar por el esplendor del Nuevo Mundo.

—Pasaré por alto esta lamentable, pueril y errónea interpretación de un momento decididamente insignificante en la ilustre historia de nuestro gran imperio. ¿Qué nos traes?

—Cigarrillos. Americanos, menos la media docena que utilicé para sobornar a Fritz Número Uno…

—Observo que, curiosamente, su precio ha subido —farfulló Pryce—. ¡Ah, el tabaco americano! El mejor de Virginia, supongo. Excelente.

—Un poco de chocolate…

—Delicioso. De la célebre Hershey de Pensilvania…

—Y esto… —Tommy Hart entregó al anciano el bote de té Earl Grey. Había tenido que comerciar con el piloto de un caza, un fumador empedernido que consumía dos cajetillas de cigarrillos al día, para conseguirlo, pero el precio le pareció barato apenas vio cómo el anciano sonreía. Pryce entonó de inmediato una canción.

—¡Aleluya!
¡In excelsis gloria!
Y nosotros condenados a utilizar una y otra vez ese falso té indio.

¡Hugh, Hugh, tesoros de las colonias! ¡Riquezas inimaginables! ¡Un té como Dios manda! ¡Una golosina para frenar el apetito, una auténtica y deliciosa taza de té seguida por un delicioso cigarrillo! ¡Estamos en deuda contigo, Thomas!

—Es gracias a los paquetes —repuso Tommy—. Los nuestros son mucho mejores que los vuestros.

—Por desgracia, es cierto. No es que los prisioneros no apreciemos los sacrificios que hacen nuestros atribulados compatriotas, pero…

—Los paquetes de los yanquis son mejores —interrumpió Hugh Renaday—. Los paquetes británicos son patéticos: asquerosas latas de arenque ahumado, falsa mermelada y algo que llaman café, pero que evidentemente no lo es. ¡Espantoso! Los paquetes canadienses no están mal, pero andan un poco escasos de los productos que le gustan a Phillip.

—Demasiada carne enlatada. Poco té —dijo Pryce con fingida tristeza—. La carne enlatada tiene toda la pinta de ser de los cuartos traseros del viejo caballo de Hugh.

—Probablemente.

Los hombres rieron de nuevo, y Hugh Renaday entró en el barracón con el chocolate y el bote de té para preparar tazas para los tres hombres. En el ínterin, Pryce encendió un cigarrillo, se recostó y, cerrando los ojos, exhaló el humo por la nariz.

—¿Cómo te sientes, Phillip? —preguntó Tommy.

—Mal, como siempre, querido amigo —contestó Pryce sin abrir los ojos—. La constancia de mi estado físico me procura cierta satisfacción. Siempre me siento igual de jodido.

Pryce abrió los ojos y se inclinó hacia delante.

—Pero al menos esto funciona a la perfección —dijo tocándose la frente—. ¿Has preparado una defensa para tu carpintero acusado del crimen?

Tommy asintió con la cabeza.

—Desde luego —respondió.

El anciano volvió a sonreír.

—¿Se te han ocurrido algunas ideas novedosas?

—Solicitar un cambio de jurisdicción, eso para empezar. Luego me propongo presentar a irnos meticulosos expertos en madera o científicos para que arremetan contra el hombre de Hugh, el presunto experto forense en madera. Sospecho que ni siquiera existe tal cosa, pero trataré de hallar a un tipo de Harvard o de Yale que lo confirme. Porque nuestro mayor obstáculo es el testimonio sobre la escalera. Puedo explicar lo de los billetes y todo lo demás, pero el hombre que asegura que la escalera sólo pudo ser construida con la madera del garaje de Hauptmann… Además, buena parte del caso se apoya en ese testimonio.

Pryce movió la cabeza arriba y abajo con lentitud.

—Continúa. Lo que dices no deja de ser cierto.

—Verás, la escalera de madera es lo que me obliga a llamar a declarar a Hauptmann para que se defienda. Y cuando suba al estrado, frente a todas las cámaras y periodistas, en medio de aquel circo…

—Deplorable, desde luego…

—Y hable con un acento… que hará que todo el mundo le odie. Desde el momento en que abra la boca. Creo que lo odiaban cuando lo acusaron de los cargos. Pero cuando saque a relucir ese acento extranjero…

—El caso se basa en gran medida en el odio que suscita ese hombre. ¿No es así?

—Sí. Un inmigrante. Un hombre rígido, tosco, que en seguida se granjea las antipatías del público. En cuanto lo subamos al estrado será como desafiar al jurado a que lo condenen.

—Una rata solitaria, un cliente difícil.

—Sí. Pero debo hallar la forma de transformar puntos flacos en puntos fuertes.

—Cosa nada fácil.

—Pero imprescindible.

—Eres muy astuto. ¿Y qué me dices de la extraña identificación del afamado aviador, cuando afirma que reconoció la voz de Hauptmann como la voz que oyó en el oscuro cementerio?

—Bueno, su testimonio es absurdo, Phillip. ¡Que un hombre sea capaz de reconocer la media docena de palabras de otro, años más tarde! Creo que yo le habría preparado una sorpresa al coronel Lindbergh al interrogarlo…

—¿Una sorpresa? Explícate.

—Habría colocado a tres o cuatro hombres con marcado acento extranjero en distintos lugares de la sala. Entonces habría hecho que se levantaran uno tras otro, rápidamente, para decir: «¡Deje el dinero y márchese!», tal como afirma el coronel que hizo Hauptmann. La acusación protestará, por supuesto, y el juez lo considerará una ofensa…

Pryce sonrió.

—Ah, un poco de teatro, ¿no? Jugar un poco con esa multitud de horripilantes periodistas para poner de relieve una mentira. Lo veo con toda claridad. La sala atestada de gente, todos los ojos sobre Thomas Hart, como hipnotizados cuando éste presenta a los tres hombres y luego se vuelve hacia el famoso aviador y pregunta, «¿Está seguro de que no era él? ¿Ni él? ¿Ni él?», y el juez golpeando con el martillo y los periodistas precipitándose hacia los teléfonos. Crear un pequeño circo para contrarrestar el circo organizado contra ti, ¿no es eso?

—Precisamente.

—Ah, Thomas, serás un magnífico abogado. En el peor de los casos, el ayudante del diablo, si morimos aquí y nos vamos al infierno. Pero recuerda que conviene ser prudente. Para mucha gente entre el público, el jurado y el mismo juez, Lindbergh era un santo. Un héroe. Un perfecto caballero. Es preciso ser prudente al demostrar que un hombre aureolado por el resplandor de perfección que le ha otorgado la opinión pública es un mentiroso. ¡Tenlo presente! Hablando de perfección, aquí viene Hugh con el té.

El anciano tomó la taza humeante y aspiró con arrobo.

—Ah —dijo—, ojalá tuviéramos un poco de…

Tommy sacó del bolsillo el bote de leche condensada al tiempo que terminaba la frase del anciano: «¿…un poco de leche fresca?»

—Thomas, hijo mío, llegarás lejos en esta vida —comentó Phillip Pryce con una carcajada.

Acto seguido vertió un generoso chorro en su taza de loza blanca y bebió un largo trago con manifiesto placer.

—Ahora que me he dejado sobornar por el yanqui —dijo mirando a Renaday sobre el borde de la taza—, espero que tú también te hayas preparado debidamente, Hugh.

Renaday se sirvió un poco de leche en su té y asintió con vehemencia.

—Por supuesto, Phillip. Aunque me hallo en situación de clara desventaja debido a este descarado soborno por parte de nuestro amigo estadounidense, estoy perfectamente preparado. Las pruebas que poseo son abrumadoras. El dinero del rescate, esos billetes hallados en casa de Hauptmann. La escalera, que puedo demostrar que fue construida con madera de su propio garaje. La falta de una coartada creíble…

—Y de una confesión —interrumpió Tommy Hart bruscamente—. Incluso después de que fuera sometido a un largo y durísimo interrogatorio.

—Esa ausencia de confesión —terció Pryce—, es francamente preocupante, ¿no es cierto, Hugh?

Asombra que no fueran capaces de obtenerla. Cabe pensar que el hombre acabaría desmoronándose ante los esfuerzos de la policía estatal. También cabe pensar que los remordimientos le atormentarían por haber matado a una criatura inocente. Imaginamos que esas presiones, externas e internas, serían prácticamente insuperables, sobre todo para un hombre tosco, de escasa educación, y que, al cabo de un tiempo se produciría por fin esta confesión, la cual respondería a los muchos y persistentes interrogantes. Pero en vez de ello, este estúpido obrero insiste en su inocencia…

El canadiense asintió con la cabeza.

—Me sorprende que no le hicieran confesar. Yo lo habría hecho, aunque no sin recurrir a lo que vosotros, los que habéis nacido más abajo de la latitud cuarenta y ocho, llamáis tercer grado. Ahora bien, reconozco que una confesión sería oportuna, quizás incluso importante, pero… —Hugh Renaday se detuvo y sonrió a Tommy—. Pero no la necesito. No. El hombre ha entrado en la sala envuelto en un manto de culpabilidad. Cubierto de pies a cabeza de culpabilidad. Preñado de culpabilidad… —Renaday sacó la barriga y se dio una sonora palmada. Los tres hombres se rieron de aquella imagen—. Yo apenas tengo que hacer nada, salvo ayudar al verdugo a anudar la soga.

—En realidad, Hugh —dijo Tommy con suavidad—, en Nueva Jersey utilizaban la silla eléctrica.

—Bueno —replicó el canadiense mientras partía un trocito de chocolate y se lo metía en la boca antes de pasarle la tableta a Pryce—, pues más vale que la vayan preparando.

—No creo que les sea fácil hallar voluntarios para esa tarea, Hugh —dijo Pryce—. Incluso en tiempo de guerra.

La carcajada del teniente coronel desembocó en un feroz ataque de tos, que remitió cuando el anciano bebió un largo trago de té, volviendo a dibujar una amplia sonrisa en su arrugado rostro.

El debate había ido como una seda, pensó Tommy, mientras él y Fritz Número Uno regresaban al recinto sur. Tommy se había impuesto en algunos puntos, había concedido otros, había defendido con pasión cada aspecto procesal, perdiendo en la mayoría de los casos, pero no sin plantar batalla.

En general, se sentía satisfecho. Phillip Pryce había decidido abstenerse de emitir un fallo y permitir que la semana siguiente prosiguiera el debate, provocando en Hugh Renaday un teatral gesto de indignación y ásperas protestas acerca de que el escandaloso soborno de Tommy había nublado la visión, por lo común perspicaz, de su amigo. Fue una queja que ninguno de los tres se tomó muy en serio.

Después de caminar juntos durante breves momentos, Tommy observó que el hurón estaba muy callado. A Fritz Número Uno le gustaba utilizar sus dotes de políglota, afirmando a veces en privado que después de la guerra podría emplearlas con fines nobles y lucrativos. Por supuesto, era difícil adivinar si Fritz Número Uno se refería a después de que ganaran los alemanes o bien a después de que lo hicieran los Aliados. Siempre era difícil, pensó Tommy, adivinar el grado de fanatismo de la mayoría de alemanes. El hombre de la Gestapo que visitaba de vez en cuando el campo —por lo general, tras un intento de fuga fallido— exhibía sus opiniones políticas abiertamente.

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