La guerra de Hart (9 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: La guerra de Hart
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En cambio, un hurón como Fritz Número Uno, o el comandante, se mostraba más hermético al respecto.

Tommy se volvió hacia el alemán. Fritz Número Uno era alto, como él mismo, y delgado como un
kriegie
. La diferencia principal entre ellos era que la piel del alemán tenía aspecto saludable, muy distinto del cutis cetrino y apagado que todos los prisioneros adquirían al cabo de unas pocas semanas en el Stalag Luft 13.

—¿Qué pasa, Fritz? ¿Le ha comido la lengua el gato?

El hurón alzó la vista, perplejo.

—¿Gato? ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que ¿por qué está tan callado?

Fritz Número Uno asintió con la cabeza.

—El gato se come tu lengua. Muy ingenioso, lo recordaré.

—¿Y bien? ¿Qué le preocupa?

El hurón arrugó el ceño y se encogió de hombros.

—Los rusos —repuso en voz baja—. Hoy se ha empezado a despejar una zona para instalar otro campo para más prisioneros aliados. Nosotros cogemos a los rusos y los usamos para trabajar.

Viven en unas tiendas de campaña a menos de dos kilómetros, al otro lado del bosque.

—Muy bien ¿y con eso qué?

Fritz Número Uno bajó la voz, volviendo la cabeza con rapidez para cerciorarse de que nadie podía oír lo que decía.

—Los obligamos a trabajar hasta morir, teniente. No hay paquetes de la Cruz Roja con carne enlatada y cigarrillos para ellos. Sólo trabajo, y muy duro. Mueren a docenas, a centenares. Me preocupa la represalia del ejército rojo si se enteran de cómo tratamos a esos prisioneros.

—Le preocupa que cuando aparezcan los rusos…

—No se mostrarán caritativos.

«Lo tenéis bien empleado» pensó Tommy al tiempo que asentía.

Pero antes de que pudiera responder, el otro extendió la mano para detenerlo. Se hallaban a unos treinta metros de la puerta del recinto sur. Tommy comprendió en el acto. Una larga y sinuosa columna de hombres que desde la izquierda marchaba hacia ellos se disponía a pasar frente a la entrada del campo de prisioneros de Estados Unidos. Los observó con una mezcla de curiosidad y desesperación. Pensó que eran hombres, con sus vidas, sus hogares, sus familias y sus esperanzas.

Pero eran hombres muertos.

Los soldados alemanes que vigilaban la columna vestían el uniforme de combate. Encañonaban a toda la línea de hombres que avanzaban arrastrando los pies. De vez en cuando uno gritaba
«Schnell! Schnell!»
, exhortándolos a apresurarse, pero los rusos caminaban a su propio ritmo, lento y laborioso. Estaban extenuados. Tommy observó signos de enfermedad y dolor detrás de sus espesas barbas, en sus ojos hundidos y atormentados. Caminaban cabizbajos, como si cada paso que daban les produjera un inmenso sufrimiento. De vez en cuando veía a un par de prisioneros que observaba a los guardias alemanes, murmurando en su propia lengua, y advirtió que la ira y la rebeldía, se mezclaban con la resignación. Se trataba de un conflicto: hombres cubiertos con los harapos de una existencia dura y llena de privaciones, pero que no se sentían derrotados a pesar de su desesperada situación. Marchaban hacia el próximo minuto, que no era sino sesenta segundos más próximo a sus inevitables muertes.

Tommy sintió un nudo en la garganta.

Pero en aquel momento, se produjo algo insólito:

Dentro del recinto americano, más allá de la alambrada, Vincent Bedford había entrado a batear.

Al igual que todos los jugadores, y el resto de los
kriegies
, había visto acercarse a los prisioneros, que marchaban penosamente. La mayoría de los americanos se habían quedado inmóviles, fascinados por aquellos esqueletos andantes.

Pero Bedford no. Tras lanzar un alarido, había dejado caer el bate al suelo; agitando los brazos y gritando con furia, Trader Vic había dado media vuelta y había echado a correr hacia el barracón más cercano, cerrando la recia puerta de madera con un sonoro portazo.

Durante unos instantes, Tommy se sintió confuso. No comprendía nada. Pero al cabo de unos segundos se le hizo la luz, cuando el de Misisipí salió del barracón casi con la misma velocidad con que había entrado, pero cargado de hogazas de pan moreno alemán. Gritó a sus compatriotas:

—Kriegsbrot! Kriegsbrot!

Luego, sin entretenerse en comprobar si su mensaje había quedado claro, Vincent Bedford echó a correr a toda velocidad hacia la puerta del campo. Tommy observó que los guardias alemanes le apuntaban.

Un
Feldwebel
, que llevaba una gorra de campaña, se separó del escuadrón que custodiaba la puerta, precipitándose hacia Bedford y agitando los brazos.

—Nein! Nein! Ist verboten!
—gritó.

Al tiempo que corría hacia el aviador americano, intentaba inútilmente desenfundar su Mauser.

Se plantó ante Bedford en el preciso instante en que Trader Vic alcanzó la puerta.

La columna de rusos aminoró aún más el paso, volviendo las cabezas hacia el vocerío. Pese a las insistentes órdenes de los guardias,
«Schnell! Schnell!»
, apenas se movían.

El
Feldwebel
miró colérico a Bedford, como si, en aquel segundo, el americano y el alemán ya no fueran prisionero y guardia, sino enemigos encarnizados. Por fin el
Feldwebel
logró desenfundar su arma y, con la terrorífica rapidez de una serpiente, la apoyó en el pecho del sureño.

—Ist verboten!
—repitió con severidad.

Tommy observó una expresión enloquecida en los ojos de Bedford.


Verboten?
—preguntó con voz aguda, esbozando una mueca de desprecio—. ¿Pues sabes qué te digo, chico? ¡Que te den por el saco!

Bedford se apartó rápidamente a un lado del alemán, haciendo caso omiso del arma. Con un movimiento airoso y fluido, extendió el brazo hacia atrás y arrojó una hogaza por encima de la alambrada de espino. El pan rodó en el aire, arqueándose como una bala trazadora hasta aterrizar justo en medio de los prisioneros rusos.

La columna pareció estallar. Sin romper la formación, todos se volvieron hacia el campo de los norteamericanos. Al instante alzaron los brazos con gesto implorante y sus voces roncas desgarraron la tarde de mayo.

—Brot! Brot!
—no cesaban de repetir.

El
Feldwebel
alemán amartilló su pistola, dejando oír un clic que Tommy percibió a través de las súplicas de los rusos. Los otros guardias hicieron lo propio. Pero todos permanecieron inmóviles, sin dar ni un paso hacia Bedford o la columna de rusos.

Bedford se volvió hacia el
Feldwebel
y dijo:

—Tranquilos, chicos. Podéis matarlos mañana. Pero hoy, cuando menos, comerán. —Sonrió como un loco y lanzó otra hogaza por encima de la valla, seguida de una tercera. El
Feldwebel
miró fijamente a Bedford unos momentos, dudando de si matarlo o no hacerlo. Luego se encogió de hombros con un gesto exagerado y enfundó de nuevo su pistola.

Docenas de
kriegies
habían salido de los barracones, cargados con las duras hogazas de pan alemán. Los hombres se acercaron a la valla y al cabo de unos minutos una lluvia de pan cayó sobre los prisioneros rusos, quienes, sin abandonar la formación, se apresuraron a recoger hasta el último trozo. Tommy observó a Bedford cuando éste arrojó su última hogaza, tras lo cual el sureño retrocedió, con los brazos cruzados, sonriendo satisfecho.

Los alemanes permitieron que la escena continuara.

Al cabo de unos momentos, Tommy reparó en una hogaza que no había logrado salvar la distancia. En béisbol se utiliza el término «brazo corto» para describir un lanzamiento que no alcanza su objetivo. La hogaza cayó en el suelo a una docena de pasos de la columna. En aquel preciso momento, Tommy observó que un ruso de complexión menuda, semejante a un conejo, que se hallaba situado en el borde de la fila de hombres, había reparado en la hogaza. El hombre parecía dudar en rescatar el precioso trozo de pan. En aquel segundo, Tommy imaginó los pensamientos que debían de pasar por la mente del hombre, calculando sus probabilidades. El pan era vida.

Abandonar la formación podía significar la muerte. Un riesgo, pero un premio importante. Tommy quería gritarle al hombre: «¡No! ¡No merece la pena!», pero no recordaba la palabra rusa,
«Niet!»

Y en aquel instante de vacilación, el soldado se separó, avanzó y se agachó, extendiendo los brazos para tomar la hogaza.

No lo consiguió.

Una ráfaga de ametralladora desgarró el aire, fragmentando los gritos de los prisioneros. El soldado ruso cayó de bruces, a pocos pasos del trozo de pan. Su cuerpo se sacudió con los estertores de la muerte, mientras la sangre se extendía por la tierra que le rodeaba. Quedó inmóvil.

La columna se estremeció. Sin embargo, en lugar de proferir gritos de indignación, los rusos enmudecieron al instante. En aquel silencio había odio y rabia.

El guardia alemán que había disparado se dirigió con parsimonia hacia el cadáver y lo empujó con la bota. Accionó el cerrojo de su arma, haciendo saltar el cartucho utilizado, y sustituyéndolo con otro. Luego hizo una brusca seña a dos hombres de la columna, los cuales avanzaron, salvaron la corta distancia y se agacharon para recoger el cadáver. Se santiguaron, pero uno de ellos, con los ojos fijos en el guardia alemán, alargó la mano y tomó la peligrosa hogaza. En el rostro del soldado ruso se dibujó una mueca de furia, como un animal acorralado que se revuelve, un glotón o un tejón, dispuesto a defender con uñas y dientes lo que guarda en su magro arsenal. A continuación los prisioneros cogieron el cadáver, transportando a hombros el macabro botín. Tommy Hart temió que los alemanes abrieran fuego contra toda la columna y se apresuró a mirar a su alrededor en busca de un lugar donde refugiarse.

—Raus!
—ordenó el alemán. Estaba intranquilo. Los hombres, con torpeza y a su pesar, volvieron a formar, y reanudaron la marcha.

Pero del centro de la columna brotó una voz anónima que entonó una pausada y triste canción.

Las palabras, graves y resonantes, flotaron en el aire, elevándose sobre el sonido amortiguado de las pisadas. Ninguno de los guardias alemanes hizo un gesto inmediato para detener la canción. Aunque las palabras eran incomprensibles para Tommy, la letra tenía un significado claro y nítido. Al cabo de unos momentos, la canción se desvaneció junto con la columna, a través de la lejana hilera de abetos.

—Eh, Fritz —murmuró Tommy, aunque ya conocía la respuesta—. ¿Qué estaba cantando?

—Era una canción de gratitud —se apresuró a responder Fritz Número Uno—. Y libertad.

El hurón meneó la cabeza.

—Seguramente será su última canción —dijo el hurón—. Ese hombre no saldrá vivo del bosque.

Luego señaló la puerta de la alambrada, junto a la que seguía de pie Vincent Bedford. El de Misisipí observó también a los rusos hasta que se perdieron de vista. Luego la sonrisa se borró de su rostro y Bedford saludó discretamente tocándose la visera de su gorra.

—No creí —murmuró Fritz Número Uno mientras indicaba al guardia que custodiaba la alambrada que la abriera— que nuestro amigo Trader Vic fuera un hombre tan valiente. Fue una estupidez arriesgar la vida por un ruso al que tarde o temprano matarán, pero hubo valor en ello.

Tommy asintió. Él pensaba lo mismo. Pero lo que más le sorprendió fue comprobar que Fritz Número Uno conocía el apodo que sus compañeros de campo habían dado a Vincent Bedford.

Cuando la puerta de acceso a los barracones se cerró tras él, Tommy divisó a Lincoln Scott. El aviador negro se hallaba a cierta distancia, junto al límite del campo, observando el lugar por el que los rusos habían penetrado en la frondosa y sombría línea de árboles. Como de costumbre, estaba solo.

Poco antes de que los alemanes apagaran la luz por la noche, Tommy se acostó en su litera en el barracón 101. Apoyó un texto de procedimiento penal sobre sus rodillas, pero no logró concentrarse en aquella árida prosa. La sinopsis del caso resultaba aburrida y falta de imaginación. Tommy se distrajo entonces rememorando la sala de Flemington y el juicio que allí se había celebrado.

Recordó las palabras de Phillip Pryce, que el odio constituía el trasfondo del caso que se juzgaba, y pensó que debía de existir una forma de neutralizar aquella furia. Pensó que el mejor abogado halla la forma de aprovechar las fuerzas dirigidas contra su cliente.

Se volvió bajo la manta para tomar uno de los cabos de lápiz que guardaba junto a la cama. En un trozo de papel de embalar escribió algo y, acto seguido, volvió a examinar el caso del carpintero.

Sonrió pensando que éste era un pequeño acto de desesperación legal, porque los hechos en los que Hugh Renaday se apoyaba con obstinación se alineaban ante él como una falange de hoplitas. No obstante, reconocía que Phillip era un hombre sutil y que un argumento interesante serviría para alejarlo de las pruebas. Sería un golpe maestro, pensó, preguntándose qué fama reportaría al abogado de Bruno Richard Hauptmann el hecho de haber conseguido liberarlo. Incluso en esta recreación imaginaria del caso.

Consultó su reloj. Los alemanes se mostraban inconstantes en cuanto a la hora en que apagaban las luces. Para una gente tan estricta, resultaba insólito, casi inexplicable. Tommy supuso que aún disponía de más de treinta minutos de luz.

Se quitó el reloj, lo giró y leyó la inscripción mientras deslizaba el dedo por ella. Cerró los ojos y comprobó que de ese modo podía eliminar los sonidos y los olores del campo de internamiento, y tras respirar hondo volvió a Vermont. Era propenso a fantasear sobre ciertos momentos muy especiales: la primera vez que se había besado con Lydia, la primera vez que había sentido la suave curva de sus pechos, el momento en que había comprendido que la amaría al margen de lo que le ocurriera en la guerra. Pero Tommy se afanó en desterrar esos recuerdos, pues prefería soñar despierto con hechos corrientes, por ejemplo, las costumbres de su infancia y juventud. Recordaba haber capturado una reluciente trucha irisada que había picado su mosca seca en un pequeño recodo del río Mettawee, donde el curso de las aguas había creado una charca llena de peces de gran tamaño, y cuya existencia, al parecer, sólo él conocía. También recordó el día de principios de septiembre en que había ayudado a su madre a preparar su equipaje para la academia, doblando cada camisa dos o tres veces antes de depositarla con delicadeza en la enorme maleta de cuero.

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