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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (5 page)

BOOK: La guerra de Hart
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El jefe del escuadrón encabezaba la marcha, a cierta distancia del resto, con la mirada fija al frente, contemplando a través de la alambrada el bosque que se extendía más allá. Sostenía dos instrumentos, un clarinete, en la mano derecha, y una trompeta reluciente en la izquierda. Todos los hombres mantenían la formación, marchando a paso ligero. De vez en cuando el jefe dictaba una orden en tono cadencioso que se superponía al constante redoble del tambor militar.

A los pocos segundos, la extraña formación atrajo la atención de los otros
kriegies
. Los hombres empezaron a salir de los barracones, tratando de abrirse paso entre el resto de sus compañeros para comprobar qué ocurría. Delante de algunos barracones laterales, los oficiales ocupados en sus pequeños jardines dejaron caer sus herramientas al suelo para seguir al escuadrón que marchaba por la explanada. Se interrumpió un partido de béisbol, que acababa de iniciarse. Los jugadores abandonaron sus guantes, bates y pelotas para unirse a la multitud concentrada detrás del escuadrón.

Su jefe era un hombre de baja estatura, parcialmente calvo, delgado y musculoso como un boxeador de peso gallo. Parecía no haber reparado en los centenares de aviadores que habían aparecido tras él, y continuaba avanzando con la vista al frente. Marcaba el paso del escuadrón —el cual desfilaba de tal modo que habría hecho palidecer de envidia a un grupo de instrucción de West Point— y se acercaba al límite del recinto. A la orden emitida enérgicamente por el jefe, «Escuadrón… ¡Alto!», los hombres se detuvieron a pocos pasos de la alambrada, dando un taconazo.

Los guardias armados con metralletas de la torre más próxima los apuntaron. Tenían un aire entre intrigado y concentrado. Sus ojos apenas eran visibles bajo los cascos de acero y miraban por encima del cañón de la metralleta.

Tommy Hart observó la escena, pero de repente oyó a uno de los pilotos del B-17 que permanecían junto a él murmurar con voz grave y compungida:

—O'Hara, el irlandés que murió anoche en el túnel, era un chico de Nueva Orleans, como el director de la banda. Se alistaron juntos. Volaban juntos. Tocaban música juntos. Creo que él era el clarinete…

El director de la banda se volvió hacia los hombres y les ordenó:

—¡Banda de jazz de los prisioneros del Stalag Luft 13…! ¡Atención!

Los hombres del escuadrón dieron un taconazo al unísono.

—¡Ocupen sus posiciones!

De inmediato formaron un semicírculo, frente a la valla de alambre de espino y la cicatriz en la tierra que marcaba el último tramo del túnel, donde yacían sepultados los dos hombres que lo cavaban. Todos los músicos se pusieron firmes. Éstos se llevaron sus instrumentos a los labios, aguardando la señal del director de la banda. El tambor sostuvo sus palillos sobre el parche. Un guitarrista deslizó los dedos sobre los trastes, sosteniendo una púa en la mano derecha.

El director de la banda observó a cada uno de sus hombres, para comprobar si estaban preparados. Luego, se volvió, situándose de espaldas a la banda. Dio tres pasos al frente, hasta el mismo límite del campo, y con un gesto rápido, depositó el clarinete en el suelo, junto a la alambrada. Luego se alzó, saludó al instrumento, y volvió a ocupar su posición frente a los músicos de una manera vacilante. Tommy Hart observó que los labios del director temblaban levemente cuando se acercó la trompeta a la boca. Vio que rodaban lágrimas por las mejillas del saxo tenor y de un trombón. Todos los hombres parecían dudar. Se hizo el silencio. El director de la banda asintió con la cabeza, se humedeció los labios para dominar el temblor, alzó la mano izquierda y empezó a marcar el compás.

—Con mucho
swing
—dijo—.
Chattanooga Choo-choo
. ¡Con ritmo, con ritmo! Un, dos, tres, cuatro…

La música estalló como un cohete luminoso. Se elevó hacia el firmamento, sobre la alambrada y la torre de vigilancia, alzando el vuelo como un pájaro y desapareciendo, desvaneciéndose a lo lejos, más allá del bosque y de su promesa de libertad.

Los músicos tocaban con intensidad desenfrenada. Al cabo de unos segundos, sudaban. Movían y agitaban sus instrumentos al son de la música. Uno tras otro fueron dando un paso hacia delante, colocándose en el centro del semicírculo para ejecutar un solo de ritmo sincopado, con el lastimoso quejido de un saxofón o los sonidos vibrantes y nerviosos de la guitarra. Los hombres tocaban prescindiendo de las indicaciones del director, reaccionando a la fuerza de la música que creaban, a la intensidad de las viejas melodías, respondiendo como si una mano celestial les diera unos golpecitos en el hombro.
Chattanooga Choo-choo
fluía como un río para desembocar en
That Old Black Magic
y luego en
Boggie Woogie Bugle Boy of Company B
, momento en que el director de la banda avanzó al frente, para ejecutar su solo de trompeta. La música prosiguió, libre, desenfrenada, ininterrumpida, en escalas descendentes, meciéndose, inexorable en su fuerza, cada melodía fundiéndose suave y amablemente con la siguiente.

La inmensa multitud de
kriegies
permanecía inmóvil, silenciosa, atenta.

La banda siguió tocando sin descanso durante casi treinta minutos, hasta que sus miembros quedaron sin resuello, como corredores de fondo tras una maratón. El líder retiró la mano izquierda del pabellón de la trompeta al tiempo que todos atacaban los últimos compases de
Take the A Train
, la alzó sobre su cabeza y luego la bajó con brusquedad. La banda dejó de tocar.

Nadie aplaudió. De la gigantesca multitud de hombres no brotó el menor sonido.

El líder de la banda miró a sus músicos e hizo un gesto de aprobación con la cabeza. En su rostro, sudoroso y bañado en lágrimas, se dibujó una sonrisa triste. Tommy Hart no vio ni oyó la orden, pero los miembros de la banda adoptaron de improviso la posición de descanso, apoyando los instrumentos contra sus pechos como si de armas se tratase. El líder se acercó al trombonista y le entregó su trompeta, tras lo cual dio media vuelta, avanzó hasta la alambrada y recogió el clarinete. De cara al bosque y el inmenso mundo que se extendía más allá de la alambrada, se llevó el instrumento a los labios y tocó una larga, lenta y vibrante melodía. Tommy no sabía si el hombre improvisaba, pero escuchó con atención mientras las claras y afinadas notas del clarinete bailaban a través del aire. Pensó que la música era semejante a los pájaros que solía ver en las ondulantes praderas de Vermont, en otoño, poco antes de que se produjeran las grandes migraciones hacia el sur. Cuando algo les asustaba, aquellas aves batían las alas al unísono; durante unos instantes revoloteaban tratando de agruparse y luego emprendían el vuelo y parecían dirigirse hacia el sol.

La última nota sonó singularmente alta, singularmente solitaria.

El músico se detuvo, apartando despacio el instrumento de sus labios. Durante unos momentos lo sostuvo contra su pecho. Luego se volvió bruscamente y ordenó:

—¡Banda de jazz de los prisioneros del Stalag Luft 13!… ¡Atención!

Los músicos se cuadraron a la perfección.

—¡En columnas de a dos… media vuelta! ¡Tambor… adelante, marche!

La banda comenzó a alejarse de la alambrada. Pero si antes habían marchado a paso ligero, ahora se movían con deliberada lentitud. Una cadencia fúnebre, cada pie derecho vacilando ligeramente antes de apoyarse en el suelo. El sonido del tambor era pausado y doliente.

La multitud de
kriegies
se abrió, dejando que la banda pasara a través de ellos a paso lento.

Luego los prisioneros cerraron filas tras los músicos y reanudaron alguna actividad que les ayudara a superar otro minuto, otra hora, otro día de cautiverio.

Tommy Hart alzó la vista. Los dos guardias alemanes de la torre seguían apuntando a los hombres con sus ametralladoras. Sonreían. «No lo saben —pensó Tommy—, pero durante unos minutos, delante de sus narices y de sus armas, todos hemos vuelto a sentirnos libres.»

Como disponía de un rato antes del recuento de la tarde, Tommy regresó al dormitorio donde se hallaba su litera para coger un libro. Cada barracón del Stalag Luft 13 estaba construido con tableros de fibra de madera, un material que se helaba en invierno debido a las corrientes de aire y que en verano producía un calor insoportable. Cuando llovía y los hombres permanecían en el interior de los barracones, las habitaciones adquirían un hedor acre, a moho, a sudor, a cuerpos hacinados. Había catorce dormitorios en cada barracón, cada uno de los cuales contaba con literas para ocho hombres. Los
kriegies
habían comprobado que al mover unos centímetros uno de los tabiques podían crear espacios vacíos entre éstos, que utilizaban para ocultar objetos para la fuga, desde uniformes reformados para que parecieran trajes normales, hasta picos y hachas para cavar túneles.

Cada barracón contenía un pequeño baño con una pila, pero las duchas estaban en un edificio situado entre los campos norte y sur, y para utilizarlas los hombres debían ir escoltados. No las visitaban con frecuencia. En cada barracón había también un retrete con una cadena, pero éste funcionaba sólo de noche, después de apagarse las luces. Durante el día, los
kriegies
utilizaban las letrinas exteriores. Se llamaban
Aborts
, y comprendían media docena de cubículos. Ofrecían cierta privacidad, pues los retretes estaban separados por tabiques de madera. Los alemanes les suministraban abundante cal viva, y las cuadrillas encargadas de limpiar los
Aborts
fregaban la zona con un potente jabón desinfectante. Cada dos barracones compartían un
Abort
.

Cada barracón disponía de una cocina rudimentaria con un fogón de madera. Disponían de raciones mínimas de algunos productos, sobre todo patatas, salchichas que sabían a rayos, nabos y
kriegsbrot
, el pan duro y moreno del que al parecer se alimentaba toda la nación. Como cocineros, los
kriegies
utilizaban la imaginación para obtener diversos sabores de la mezcla de los mismos productos. Los paquetes de comida enviados por los familiares o remitidos por la Cruz Roja eran la base de la dieta. Los hombres estaban siempre al borde del hambre.

El Stalag Luft 13 era un mundo dentro del mundo.

Había clases diarias de arte y filosofía, actuaciones musicales casi todas las noches en el barracón 112, al que apodaban el
Luftclub
, y un teatro que contaba con su propia compañía.

Entonces estaban representando
El hombre que vino a cenar
, obra que había recibido críticas muy elogiosas en el periódico del campo. Había emocionantes competiciones deportivas, entre ellas una presunta rivalidad entre el equipo de primera categoría del recinto sur y un escuadrón británico del campo norte que jugaban a
softball
. Los británicos no acababan de comprender muchas de las sutilezas de este deporte, pero dos de los pilotos de su campo habían jugado de lanzador en el equipo nacional de críquet antes de la guerra y habían entendido rápidamente qué era un
strike
.

Había una biblioteca de préstamo, que disponía de una ecléctica combinación de novelas de misterio y obras clásicas.

Pero Tommy Hart poseía su propia colección de libros.

Cursaba su tercer año en la facultad de derecho de Harvard cuando se produjo el ataque a Pearl Harbor. Algunos de sus compañeros de estudios habían aplazado su alistamiento en el ejército hasta finalizar el año académico y la graduación; Tommy, en cambio, se había incorporado discretamente a la cola formada junto al puesto de reclutamiento cerca de Faneuil Hall, en el centro de Boston. En los papeles de reclutamiento había anotado, casi al azar, las fuerzas aéreas, y al cabo de unas semanas había atravesado Harvard Yard, cargado con su maleta y bajo una intensa nevada de enero, para tomar el metro hasta South Station y un tren a Dothan, Alabama, para formarse como aviador.

Poco después de ser capturado, Tommy había rellenado un formulario de la Cruz Roja para notificar a su familia que seguía vivo. Había dejado muchos espacios en blanco, pues no se fiaba de los alemanes que iban a procesar el documento. Pero en la parte inferior había un espacio destinado a OBJETOS ESPECIALES REQUERIDOS. En esta línea Tommy había escrito, más bien en plan de guasa:

«Principios del derecho consuetudinario
de Edmund, tercera edición, 1938, University of Chicago Press.» Para su sorpresa, el libro le estaba esperando a su llegada al Stalag Luft 13, aunque era la organización YMCA la que lo había remitido. Tommy había sostenido el grueso volumen de precedentes legales contra su pecho durante su primera noche en el campo, como un niño que abraza a su osito de peluche favorito, y por primera vez desde el momento en que había visto las llamas deslizándose sobre el ala de estribor del
Lovely Lydia
, se había atrevido a pensar que quizá sobreviviría.

Tras los
Principios
de Edmund, Tommy había leído, en rápida sucesión,
Elementos de procedimiento penal
de Burke y varios textos sobre agravios, testamentos y acciones legales. Había adquirido obras sobre historia de las leyes y un ejemplar de segunda mano pero valioso sobre la vida y opiniones de Oliver Wendell Holmes. Asimismo había solicitado una biografía y las obras escogidas de Clarence Darrow. Lo que más le interesaba de éste eran sus célebres recapitulaciones ante los jurados.

Así pues, mientras otros dibujaban o memorizaban un guión que luego interpretaban como podían en el escenario, Tommy Hart se dedicaba a estudiar. Había imaginado cada curso de su último año, reproduciéndolos con exactitud. Había escrito tesis imaginarias, había presentado sumarios y documentos legales imaginarios, había debatido las diversas ópticas de cada tema y asunto que se le ocurría, creando a su vez los argumentos persuasivos para reforzar la postura elegida en todas las disputas legales imaginarias que hallaba.

Mientras otros planeaban fugarse y soñaban con la libertad, Tommy aprendía leyes.

Los viernes por la mañana, Tommy sobornaba a un guardia con un par de cigarrillos para que lo llevara al recinto de los aviadores británicos, donde se reunía con el teniente coronel Phillip Pryce y el teniente Hugh Renaday. Pryce era un hombre de edad avanzada, uno de los más viejos de los dos recintos. Era delgado, tenía el pelo canoso, la piel cetrina y una voz aflautada. Siempre parecía estar peleando, con la nariz enrojecida y sorbiéndose los mocos, como si sufriera un resfriado o un virus que amenazaba con degenerar en una neumonía, al margen del clima.

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