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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (4 page)

BOOK: La guerra de Hart
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—No,
Kapitän
, era un túnel. Es absurdo tratar de escapar. En esta ocasión ha costado la vida a dos hombres.

La noticia silenció a los aviadores.

—¿Dos hombres? —inquirió el capitán—. Pero ¿cómo es posible?

El hurón se encogió de hombros.

—Estaban excavando. La tierra cedió. Quedaron atrapados. Sepultados. Una desgracia.

El alemán alzó un poco la voz, contemplando fijamente la formación de sus enemigos.

—Es estúpido.
Dummkopf
. —Acto seguido se agachó y cogió un puñado de barro, que estrujó entre sus dedos largos y casi femeninos—. Esta tierra es buena para plantar. Cultivar productos. Es buena.

Buena para los juegos que ustedes practican. Esa también es buena… —agregó señalando el recinto del campo de ejercicios—. Pero no lo bastante resistente para túneles. —El hurón se volvió hacia el capitán—. No volverá a volar,
Kapitän
, hasta después de la guerra. Si sobrevive.

El capitán neoyorquino lo observaba con insistencia.

—Eso ya lo veremos —respondió al cabo de unos momentos.

El hurón le saludó perezosamente y echó a andar, deteniéndose al llegar al extremo de la formación, donde cruzó unas palabras con otro oficial. Tommy Hart se inclinó hacia adelante y observó que Fritz Número Uno había extendido la mano, con la que tomó apresuradamente un par de pitillos. El hombre que se los entregó era un capitán de bombardero, un hombre flaco, bajo y risueño de Greenville, Misisipí, llamado Vincent Bedford. Era el negociador más experto de la formación y todos lo llamaban Trader Vic, como el dueño del célebre restaurante.

Bedford hablaba nerviosamente y con un marcado acento sureño. Era un magnífico jugador de póquer y un más que pasable
shortstop
de ligas menores. Había sido vendedor de coches, lo cual encajaba con su personalidad. Pero lo que mejor hacía era negociar en el Stalag Luft 13, trocando cigarrillos, chocolatinas y botes de café auténtico, que llegaban en paquetes de la Cruz Roja o de Estados Unidos, por ropa y otros artículos. O bien aceptaba ropa que no necesitaban y la cambiaba por comida. Ningún trato era demasiado difícil para Vincent Bedford, y casi nunca salía perdiendo.

Y en el caso poco frecuente de que saliera malparado, su instinto de jugador le permitía recuperar las pérdidas. Una partida de póquer solía reponer sus existencias con tanta eficacia como un paquete enviado de casa. Bedford negociaba también con otros artículos; siempre se enteraba de los últimos rumores, siempre averiguaba antes que nadie las últimas noticias de la guerra. Tommy Hart suponía que mediante sus tratos se había conseguido una radio, aunque no lo sabía con certeza. Lo que sí sabía era que Vincent Bedford era un prisionero del barracón 101 con quien convenía trabar amistad. En un mundo en el que los hombres apenas poseían nada, Vincent Bedford había amasado una fortuna para estar confinado en un campo de prisioneros, haciendo acopio de grandes cantidades de café, comida, calcetines de lana, ropa interior de abrigo y cualquier otro objeto que hiciera más llevadera la vida allí.

Las pocas veces en las que Trader Vic no estaba consumando algún trato, Bedford se lanzaba a grandilocuentes e idílicas descripciones de la pequeña población de la que provenía, expresándose con el dulce acento del sur profundo, lentamente, con ternura. Las más de las veces, los otros aviadores le decían que después de la guerra se trasladarían todos a Greenville, con el fin de hacerle callar, porque esos comentarios sobre el hogar, por elegiacos que fueran, propiciaban siempre una nostalgia peligrosa. Todos los hombres del campo vivían al borde de la desesperación, y el hecho de pensar en su país no les beneficiaba, aunque casi no pensaban en otra cosa.

Bedford observó al hurón alejarse unos pasos, tras lo cual se volvió y murmuró algo al siguiente hombre en la formación. La noticia tardó unos segundos en recorrer el grupo y llegar a la siguiente fila.

Los hombres que habían quedado atrapados se llamaban Wilson y O'Hara. Ambos eran importantes «ratas de túneles». Tommy Hart conocía a O'Hara sólo de una manera superficial; el desdichado prisionero ocupaba una litera en su barracón, aunque en otro dormitorio, de modo que no era sino uno más de los doscientos rostros hacinados allí. Según la información que susurraban los
kriegies
de una fila a otra, ambos hombres habían descendido al túnel a última hora de la noche anterior, y estaban reforzando los puntales cuando la tierra cedió. Habían quedado sepultados vivos.

Según la información recabada por Bedford, los alemanes habían decidido dejar los cadáveres en el lugar donde el suelo se había desplomado sobre ellos.

Los susurros no tardaron en dar paso a airadas voces de protesta. Las formaciones de los prisioneros adoptaron un carácter más sinuoso a medida que las filas se enderezaron y los hombres se cuadraron. Sin que nadie diera la orden, todos adoptaron la posición de firmes.

Tommy Hart hizo lo propio, no sin antes echar un vistazo a las filas hasta localizar a Trader Vic.

Lo que vio lo dejó perplejo y un tanto preocupado por algo, un detalle huidizo, que no logró identificar.

En éstas, antes de que tuviera tiempo de descifrar qué le había llamado la atención, el capitán neoyorquino gritó:

—¡Criminales! ¡Malditos asesinos! ¡Salvajes!

Otras voces en la formación se hicieron eco del mensaje y los gritos de indignación llenaron el recinto.

El coronel se situó a la cabeza de la formación, volviéndose para mirar a los hombres con una expresión que exigía disciplina, aunque sus ojos grises y fríos y la crispación de su mandíbula denotaban una furia contenida. Lewis MacNamara era un veterano del ejército, un coronel con el colmillo retorcido que llevaba más de veinte años vistiendo el uniforme, que rara vez tenía que alzar la voz y estaba acostumbrado a que le obedecieran. Era un hombre envarado, que consideraba su cautiverio como otra de una larga lista de misiones militares. Cuando MacNamara adoptó la posición de descanso frente a los
kriegies
, con las piernas ligeramente separadas y las manos enlazadas a la espalda, un par de gorilas amartillaron sus armas, un gesto más que nada de amenaza, pero con la suficiente determinación para que los prisioneros vacilaran y enmudecieran poco a poco.

Nadie creía realmente que los gorilas fueran a disparar contra las formaciones de aviadores. Pero tampoco se podía estar seguro.

La aparición del comandante del campo, seguido por dos ayudantes que caminaban con cautela pisando el barro con sus lustrosas botas de montar, provocó silbidos y abucheos. Von Reiter no hizo caso. Sin decir una palabra al coronel, el comandante se dirigió a las formaciones:

—Ahora realizaremos el recuento. Luego pueden romper filas.

Tras hacer una pausa, el comandante añadió:

—¡En el recuento faltarán dos hombres! ¡Qué estupidez!

Los aviadores guardaron silencio, en posición de firmes.

—¡Éste es el tercer túnel en un año! —prosiguió Von Reiter—. ¡Pero es el primero que ha costado la vida a dos hombres! —gritó con un tono lleno de frustración—. ¡No toleraremos más intentos de fuga!

Se detuvo y contempló a los hombres. Luego alzó un dedo huesudo y señaló como un viejo y arrugado maestro de escuela a sus díscolos alumnos.

—¡Nadie ha conseguido nunca fugarse de mi campo! ¡Jamás! ¡Y nadie lo conseguirá!

Se detuvo de nuevo, observando a los
kriegies
agrupados.

—Quedan advertidos —concluyó.

En el momentáneo silencio que se hizo entre las formaciones de hombres, el coronel MacNamara avanzó un paso. Su voz tenía el mismo tono autoritario que el de Von Reiter. La espalda rígida y su postura era un ejemplo de perfección militar. Paradójicamente, el hecho de que su uniforme estuviera raído y deshilachado no hacía sino poner más de relieve su porte.

—Quisiera aprovechar esta oportunidad para recordar al
Oberst
que todo oficial tiene el deber de tratar de escapar del enemigo.

Von Reiter alzó una mano para interrumpir al coronel.

—No me hable de deber —replicó—. Fugarse está
verboten
.

—Este deber, este «requisito», no es distinto para los aviadores de la Luftwaffe apresados por nuestro bando —añadió MacNamara alzando la voz—. ¡Y si un aviador de la Luftwaffe muriera en el intento, sería enterrado por sus camaradas con honores militares!

Von Reiter frunció el ceño y se dispuso a responder, pero se detuvo. Asintió ligeramente con la cabeza. Ambos hombres se miraron de hito en hito, como si lucharan por algo que se interponía entre ellos. El afán de imponer ambos su voluntad.

Entonces el comandante indicó a MacNamara que lo acompañara, volviéndose de espaldas a los hombres formados. Los dos oficiales desaparecieron al unísono hacia la puerta que conducía al edificio de oficinas del campo. Al instante unos hurones se colocaron a la cabeza de cada formación y los aviadores iniciaron la acostumbrada y laboriosa labor de recuento. A mitad del mismo, los
kriegies
percibieron la primera explosión grave y sonora, al tiempo que unos zapadores alemanes colocaban las cargas a lo largo del túnel que se había desplomado, llenándolo con la tierra arenosa y amarilla que había segado la vida de dos hombres. Tommy Hart pensó que era absurdo, o cuando menos injusto, alistarse como aviador para surcar el aire diáfano y limpio, por peligroso que fuera, para morir solo y asfixiado, atrapado a más de dos metros bajo tierra. No obstante, se abstuvo de manifestarlo en voz alta.

El túnel que arrancaba del barracón 109 había sido ocultado debajo de un lavabo. Tras descender, doblaba hacia la derecha y se prolongaba en dirección a la alambrada. De los cuarenta barracones del recinto, el 109 era el segundo más cercano al perímetro. Para alcanzar la oscura línea de altos abetos que señalaba el límite de un frondoso bosque bávaro, era preciso cavar un túnel de más de cien metros. Habían logrado construir una tercera parte. De los otros tres que habían sido excavados durante el año anterior, éste era el que había llegado más lejos y ofrecía más esperanzas.

Al igual que todos los
kriegies
, Tommy Hart se había acercado a mediodía al límite del mismo a fin de contemplar los restos del túnel, tratando de imaginar lo que debieron experimentar los dos hombres atrapados. Los zapadores habían removido la tierra, manchando la hierba con un lodo parduzco y sembrándola de cráteres en los lugares donde las explosiones habían hecho derrumbarse el techo. Una partida de guardias había vertido cemento fresco en la entrada del túnel en el barracón 109.

Tommy suspiró. Cerca de él había otros dos pilotos de aviones B-17, abrigados con gruesas cazadoras forradas de borrego, pese a la suave temperatura, contemplando el escurridizo panorama.

—No parece que esté tan lejos —comentó uno.

—No, queda cerca —murmuró su compañero.

—Muy cerca —apostilló el primer piloto—, le metes en el bosque, caminas entre los árboles hasta la carretera que conduce a la ciudad y ya estás. Sólo tienes que llegar a la estación y localizar una vía férrea que se dirija hacia el sur. Luego saltas a un tren de mercancías que se dirija a Suiza y lo has conseguido. ¡Animo! Queda muy cerca.

—No queda cerca —les contradijo Tommy Hart—. Sube a la torre norte y lo comprobarás.

Tras dudar unos instantes, los dos hombres asintieron con la cabeza, como si también supieran que sus ojos los traicionaban. La guerra tiene la facultad de reducir o ampliar las distancias, según la amenaza que suponga desplazarse a través de un espacio erizado de peligros. Siempre es difícil ver con claridad, pensó Tommy, sobre todo cuando uno se juega la vida.

—No obstante me gustaría tener una oportunidad, por pequeña que fuera —dijo uno de los hombres. Era algo mayor que Tommy y más corpulento. No se había afeitado y llevaba su gorra de campaña encasquetada hasta las cejas—. Sólo una oportunidad. Si consiguiera alcanzar el otro lado, donde no hay alambrada, juro que no habría nada en este mundo capaz de detenerme.

—Salvo un par de millones de alemanes —le interrumpió su amigo—. Además, ¿dónde ibas a ir, si no hablas una palabra de alemán?

—A Suiza. Es un país precioso. Lleno de vacas, montañas y casitas pintorescas.

—Chalés —dijo el otro—, se llaman chalés.

—Eso. Me imagino pasando un par de semanas allí, atiborrándome de chocolate. Unas gruesas y suculentas tabletas de chocolate con leche ofrecidas por una bonita campesina peinada con trenzas y cuyos papás se hallaran oportunamente ausentes. Después, regresaría directamente a Estados Unidos, donde está mi novia, y quizá me dispensarían una bienvenida digna de héroe.

El otro piloto le dio una palmada en el brazo. La cazadora de piel sofocó el sonido.

—Eres un soñador —dijo. Luego se volvió hacia Tommy y le preguntó—: ¿Llevas tiempo preso?

—Desde noviembre del cuarenta y dos —respondió Tommy.

Ambos hombres dejaron escapar un silbido.

—¡Caray! Eres todo un veterano. ¿Has logrado salir alguna vez?

—Ni una —contestó Tommy—. Ni siquiera un segundo.

—Chico —prosiguió el piloto del B-17—, pues yo sólo llevo cinco semanas aquí y estoy tan desesperado que no sé qué hacer. Es como si te picara en medio de la espalda, en un punto que no alcanzas.

—Más vale que te acostumbres —repuso Tommy—. Algunos tíos tratan de emborracharse para no pensar. Y al poco tiempo la palman.

—Jamás me acostumbraré —declaró el piloto.

Tommy asintió con la cabeza. «Jamás te acostumbras», pensó. Cerró los ojos y se mordió el labio, inspirando aire para calmarse.

—A veces —dijo Tommy con voz queda—, tienes que buscar la libertad aquí… —Y se tocó la frente.

Uno de los pilotos asintió, pero el otro aviador se volvió hacia los barracones.

—¡Eh! —dijo—. ¡Mirad quién viene!

Tommy se volvió con rapidez y vio a una docena de hombres marchando en formación a través de la amplia explanada del campo de ejercicio. Los hombres lucían sus mejores galas del Stalag Luft 13: corbata, camisa y chaqueta planchadas, y pantalones con raya bien marcada. En suma: el uniforme de gala de un campo de prisioneros.

Cada uno llevaba consigo un instrumento musical. El sol de mayo arrancaba intensos reflejos al metal de un trombón. Un hombre portaba un pequeño tambor militar sujeto a la cintura, colgando frente a él, y a medida que los hombres se aproximaron inició un rápido y metálico redoble.

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