La Guerra de los Enanos (50 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Tras incorporarse con dificultad, el enano estiró el brazo y recuperó su daga de un tirón. Entre gritos de acerba angustia, bañado en el diluvio de su propia sangre, el mago cayó de bruces inerme.

Fue entonces, perpetrado su acto, cuando Kharas se concedió unos minutos para contemplar la escena. Sus hombres libraban una encarnizada batalla contra el general, quien, al oír el grito de su hermano, había palidecido visiblemente y se había entregado a la contienda con un ímpetu renovado, hijo del terror y la cólera. La bruja parecía haberse esfumado, su fantasmal aureola se había extinguido en la penumbra circundante.

Una exclamación ahogada, que no procedía de los litigantes, obligó al barbilampiño enano a girar la cabeza. Descubrió a los dos espectros que había llamado en su auxilio el nigromante, y no dejó de sorprenderle el pánico que desvirtuaba sus facciones mientras, rígidos, observaban al yaciente. No le cupo la menor duda de que eran criaturas de carne y hueso al comprobar su aspecto: uno era un kender ataviado con calzones azules y el otro un gnomo de incipiente calvicie que vestía un mandil de cuero, ninguno de ellos ofrecía la imagen de un espectro convocado desde el Abismo.

No tenía tiempo para reflexionar sobre el fenómeno. Había cumplido con éxito su cometido, al menos en parte. En cuanto a su otro designio, revelar a Caramon las confabulaciones de sus supuestos aliados, no era aquella la ocasión propicia, de modo que desistió y consagró todos sus esfuerzos a organizar la huida. Corrió hasta el lado de la tienda donde se desarrollaba la trifulca, recogió su mazo y, tras ordenar a sus secuaces que se apartaran, se abalanzó sobre el fornido luchador sin otro propósito que ponerle fuera de combate.

El mazo descargó su peso en el cráneo del general, dirigido certeramente por su portador para privarle del sentido. El atacado se desplomó como un fardo y, de pronto, se hizo en la tienda un letal silencio.

Asomándose por la cortinilla, Kharas verificó que el caballero que montaba guardia yacía desmayado. No percibió ningún síntoma de que los soldados que se agrupaban en torno a las lejanas fogatas hubieran detectado el alboroto.

Alzó entonces la mano, deseoso de detener el vaivén del farolillo y ver el desenlace del enfrentamiento. El archimago, sin mover un músculo, estaba tendido en un charco sanguinolento. El general se encontraba cerca de él, estirado su brazo hacia su gemelo como si socorrerle hubiera sido su último anhelo antes de perder el conocimiento. En un rincón se hallaba la bruja, tumbada boca arriba y con los ojos cerrados. Al vislumbrar sangre en su túnica, Kharas lanzó a sus hombres una mirada fulgurante.

—Lo siento —se excusó uno de ellos, a la vez que se convulsionaba en un violento temblor—. La he abatido porque su luz era demasiado brillante. Por un momento he creído que me iba a estallar la cabeza, y no se me ha ocurrido otro medio mejor para apagarla. He vacilado unos instantes porque no quería agredirla, pero el hechicero ha exhalado un alarido y, cuando ella ha respondido con otro, su aureola se ha intensificado. No lo he soportado y he tenido que golpearla, aunque sin mucha fuerza. No está malherida.

—Bien —susurró, comprensivo, el cabecilla—. Salgamos de aquí —añadió, si bien no pudo por menos que ojear al guerrero que yacía a sus pies—. Lo lamento —se disculpó y, asiendo el pergamino del cinto, lo depositó en su palma inerte—. Quizás algún día pueda darte las explicaciones que mereces. ¿Estáis todos bien? —inquirió a sus seguidores.

Los hombres asintieron y empezaron a deslizarse por la entrada del túnel, que tan hábilmente habían forzado.

—¿Qué hacemos con estos dos? —preguntó uno de los asaltantes, deteniéndose junto al kender y el gnomo.

—Les llevaremos con nosotros —decidió Kharas—. Si les dejáramos libres no tardarían en dar la alarma.

Al escuchar tal sentencia, Tasslehoff pareció volver a la vida.

—¡No! —se rebeló, estudiando al alto enano entre espantado y plañidero—. ¡No podéis hacernos esa jugada después de lo mucho que nos ha costado regresar al mundo! Hemos dado con Caramon, al fin podremos catapultarnos a nuestra casa y a nuestro tiempo. ¡Por favor, permitid que nos quedemos!

—¡Lleváoslos! —insistió el consejero, en un tono tajante que no admitía réplica.

—No —insistió también Tas en un suplicante gemido, mientras forcejeaba en los brazos de su aprehensor—. No comprendes lo sucedido. Estábamos en el Abismo y logramos escapar...

—Amordazadlo —bramó Kharas impaciente, a la vez que espiaba el túnel abierto bajo la tienda para cerciorarse de que todo estaba en orden.

Tras indicar a los otros mediante un gesto que se apresurasen, el héroe de los enanos se arrodilló en el borde del agujero para dirigir las operaciones. Sus secuaces emprendieron el descenso arrastrando al enmudecido kender, si bien, frente a su desesperada resistencia, que se manifestó en puntapiés y arañazos sin tiento, tuvieron que detenerse y embroquelarlo como un pollo antes de arriarlo.

En compensación, el otro cautivo no les causó molestias. El pobre gnomo estaba paralizado por el miedo y se sumió en una especie de trance hipnótico en el que, extraviada la vista y con el labio colgando, obedeció al mandato de aquellos extraños sin chistar.

Kharas fue el último en partir. Antes de saltar a la seguridad del túnel, dio una postrera ojeada a la tienda.

El farolillo, que había cesado de oscilar, alumbraba con su tenue luz una escena dantesca. La mesa estaba resquebrajada, las sillas volcadas, la cena se había diseminado en incontables fragmentos. Un riachuelo de sangre fluía debajo del cuerpo del nigromante, formando una pequeña laguna en el margen del boquete y vertiéndose despacio, gota a gota, sobre el pasadizo subterráneo.

Tras zambullirse en la oscuridad del corredor, el enano que cerraba la comitiva se alejó del lugar en rápidas zancadas hasta que, una vez hubo interpuesto cierta distancia, frenó su marcha. Agarró entonces un cabo de cuerda que serpenteaba por el suelo, y tiró de él enérgicamente. El otro extremo estaba atado a una de las vigas sustentadoras del techo, justo debajo de la morada de campaña del general, que se desmoronó al recibir la sacudida. Se produjo un zumbido de derrumbamiento y las rocas circundantes empezaron a salir de sus encajes, aunque Kharas no pudo ver las consecuencias de su acción por culpa de la polvareda que provocaron los bloques al desprenderse.

Sabedor de que el túnel se había obstruido y cubría así su retirada, el consejero emprendió carrera en pos de sus hombres.

—General...

Caramon estaba de pie, con las manos extendidas en busca de la garganta de su enemigo y el rostro desfigurado por la ferocidad.

Garic, que era quien llamaba al confuso guerrero reculó asustado.

—General, soy yo —repitió el centinela.

La familiar voz del caballero penetró cual un doloroso dardo la mente del hombretón quien, con un gemido, estrujó su cráneo entre las manos y se tambaleó. El noble soldado detuvo su caída y logró reclinarlo en una silla.

—¿Y mi hermano? —inquirió el maltrecho luchador, todavía en el límite del desvanecimiento.

—Verás, Caramon... —titubeó el otro.

—¡He preguntado por mi hermano! —se encolerizó el general.

—Lo hemos llevado a su tienda —musitó el caballero—. Su herida es...

—¿Cómo? —le apremió el hombretón, al mismo tiempo que alzaba la cabeza y observaba a Garic con los ojos inyectados en sangre.

Éste no sabía qué responder. Abrió la boca, la cerró de nuevo y, al fin, acertó a explicar:

—Mi padre me describió en alguna ocasión la naturaleza de esos tajos, que someten a quienes los sufren a interminables agonías.

—Lo que, en otras palabras, significa que el arma ofensiva ha traspasado el vientre del mago —apostilló Caramon.

El joven confirmó esta presunción con un tímido asentimiento, y se cubrió el rostro con la mano. Al espiarlo de cerca, el general percibió su exagerada lividez y, entornando los párpados, hizo acopio de valor para vencer su propio mareo, la náusea que había de asaltarle cuando abandonase su apoyo. Se enderezó y, en efecto, la negrura se arremolinó a su alrededor en una nube palpitante. Se forzó a resistir, a permanecer firme, y abrió los ojos.

—Y tú, ¿cómo te encuentras? —interrogó a su seguidor.

—Bien —se apresuró a contestar el caballero, enrojecidos sus pómulos por la vergüenza—. En el momento en que me disponía a socorreros, alguien me propinó un fuerte golpe.

—Sí, es evidente —ratificó Caramon al estudiar la sangre coagulada que teñía la sien del infortunado guardián—. No se puede prever todo, no te inquietes. También a mí me pillaron desprevenido —le tranquilizó con un asomo de sonrisa. Garic agradeció mediante un segundo asenso que intentara infundirle ánimos, pero su expresión evidenciaba hasta qué punto le obsesionaba su derrota.

«Lo superará —pensó el guerrero—. Nadie se libra del fracaso, antes o después tenemos que enfrentarnos a él.»

—Voy a ver a mi hermano —dijo en voz alta, a la vez que se aproximaba a la cortinilla con paso bamboleante—. ¿Y Crysania? —preguntó de pronto, deteniéndose en el umbral.

—Duerme. Tenía un corte en las costillas, como si un cuchillo le hubiera rozado el costado. Se lo vendamos lo mejor que pudimos, hubo que rasgar su vestido —relató el caballero, y su rubor fue en aumento—. Le dimos unos sorbos de coñac...

—¿Está al corriente de lo que le ha sucedido a Raist... Fistandantilus? —lo interrumpió su superior.

—Él prohibió que se lo comunicásemos.

Caramon enarcó las cejas y, al cabo de un instante, arrugó la frente. Examinó la maltratada estancia, distinguió el purpúreo reguero en el pisoteado suelo y, tras emitir un suspiro, descorrió la cortinilla y salió al exterior, llevando a Garic a sus talones.

—¿Y el ejército? —indagó mientras caminaban.

—Todos se han enterado, era inevitable que se extendiera la noticia —declaró el centinela, encogiendo los hombros en un gesto de impotencia—. Necesitábamos refuerzos para cuidaros y perseguir a los enanos.

—Supongo que ellos habrán bloqueado el túnel —aventuró el general, si bien la migraña le impidió continuar y tuvo que sellar sus labios.

—Sí —corroboró el caballero—. Intentamos cavar, pero fue tan inútil como pretender vaciar el desierto de arena. No hubo manera de rastrearlos.

—¿Cómo está la moral de los hombres?

El fornido luchador hizo una pausa al formular esta demanda, pues habían llegado a la tienda de Raistlin. Oyó en el interior un ahogado lamento.

—Atribulados; reina un gran desconcierto entre las tropas —confesó Garic.

Caramon comprendió y, en silencio, oteó la oscuridad que anidaba a perpetuidad en el refugio de su hermano.

—Entraré solo —resolvió el guerrero—. Gracias por todo lo que has hecho, muchacho. Ahora acuéstate y descansa —aconsejó a su subordinado en tono paternal—, antes de que te desplomes. Más tarde requeriré tus servicios, y poco vas a ayudarme si enfermas.

—Sí, señor.

Obediente, el joven guardián echó a andar con paso vacilante. No tardó, sin embargo, en volver sobre sus pasos y aproximarse de nuevo a su adalid. Tras hurgar bajo el peto de su armadura, retiró un pergamino empapado en sangre y se lo tendió.

—Lo hallamos en tu mano, general. El trazo es, indiscutiblemente, de un enano.

El guerrero ojeó el objeto que le presentaba, lo desenrolló, lo leyó y, sin proferir ningún comentario, lo ajustó a su cinto.

Una legión de centinelas cercaba ahora las tiendas de los cabecillas. Indicando a uno de ellos que se acercara, le dio instrucciones de conducir a Garic a un lugar tranquilo donde pudiera reposar. Tras asegurarse de que se cumplía su orden, reunió todo el coraje que atesoraba y se adentró en el recinto que cobijaba al hechicero.

Una vela ardía sobre la única mesa, al lado de un libro de encantamientos que se mantenía abierto y demostraba el propósito de Raistlin de enfrascarse en sus estudios una vez concluida la cena. Un enano de mediana edad, que exhibía en su piel las cicatrices de mil batallas y que el general reconoció como uno de los esbirros de Reghar, estaba agazapado en las sombras lindantes con el lecho. El hombre que había apostado dentro de la estancia saludó al mandamás cuando éste cruzó el umbral.

—Aguarda fuera —le ordenó Caramon, y el soldado desapareció.

—No consiente que lo toquemos —murmuró el enano, señalando al archimago— Hay que lavar esa herida y contener la hemorragia, aunque no creo que tenga remedio. Un buen vendaje mitigaría el dolor; así por lo menos...

—Yo le atenderé —le atajó el guerrero, lacónico e incluso abrupto.

Afianzando sus rodillas, el hombrecillo se incorporó y se aclaró la garganta, en la actitud de quien no acierta a decidir si es preferible hablar o callar. Al fin optó por lo primero, si bien escrutó al colosal humano con ojillos perspicaces mientras se manifestaba.

—Reghar me dijo que debía proponértelo: si quieres, puedo acortar su agonía. Poseo mucha experiencia en estos menesteres, ya que ostento el oficio de carnicero desde hace años y me doy buena maña en rematar a los animales.

—Vete.

—De acuerdo —se sometió el enano que, a pesar de su falta de tacto, abrigaba las mejores intenciones—. Tú tienes la última palabra. Pero si fuera mi hermano...

—¡Sal! —vociferó Caramon, al borde de la enajenación.

No miró a la escurridiza criatura, ni siquiera oyó el ruido de sus botas cuando abandonó la tienda. Todos sus sentidos confluían en Raistlin.

El nigromante yacía en el camastro, todavía vestido y con las manos recogidas sobre la tremenda herida. Ennegrecido más de lo habitual por la sangre, el terciopelo de sus ropajes se adhería a la carne en un fantasmal amasijo y, en cuanto a su estado, era obvio que traspasaba una fase crítica. El mago se revolvía en espasmos involuntarios, cada aliento que inhalaba era un incoherente gemido y, al expulsar el aire, su suplicio se hacía patente en un siniestro gorgoteo.

Para el hombretón, no obstante, lo más espantoso de aquel cuadro eran los destellos que animaban las pupilas del moribundo, la forma en que le espiaba, consciente de su presencia, a medida que avanzaba hacia el lecho. Raistlin estaba despierto.

Arrodillándose a su lado, el guerrero posó la mano sobre la febril frente del hechicero.

—¿Por qué no has permitido que venga Crysania? —inquirió en un susurro. El enfermo asumió un rictus de dolor y, rechinando sus dientes, logró articular una frase a través de sus labios amoratados.

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