La Guerra de los Enanos (51 page)

Read La Guerra de los Enanos Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
12.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Paladine no me curará —dijo, estrangulada su garganta por el esfuerzo.

— ¡No puedes sucumbir! —protestó e] general, consternado—. Tú mismo me contaste que el destino estaba escrito.

—El tiempo ha sido alterado —le reveló su gemelo.

Los ojos giraban en enloquecidas órbitas, la cabeza se agitaba, la sangre chorreaba por su boca.

—Pero...

—Ha llegado mi hora, ¡déjame morir en paz! —exclamó el yaciente entre horribles convulsiones, corroído de ira.

Caramon se estremeció. Miró a su hermano, deseoso de conmoverse, pero aquella faz macilenta, desvirtuada, se le antojó la de un extraño. La máscara de sabiduría e inteligencia había sido brutalmente arrancada de sus facciones para poner al desnudo las líneas más sinuosas del orgullo, la ambición y la avaricia, todas ellas ribeteadas por la huella de una insensible crueldad. Era como si, al escudriñar un rostro que conocía desde su nacimiento, el guerrero descubriera de pronto a una criatura abyecta e ignota.

«Quizá Dalamar vislumbró lo mismo que veo yo ahora en la Torre de la Alta Hechicería —conjeturó—, cuando su maestro le imprimió en la carne el estigma de sus manos castigadoras. Quizás el mismo Fistandantilus contempló este rostro espeluznante antes de morir.»

La repugnancia, el pavor, le indujeron a desviar la mirada de aquel semblante cadavérico y ominoso. Endurecida su expresión, estiró el brazo.

—Te vendaré la herida —anunció más que pedirlo.

Raistlin meneó la cabeza con vehemencia. Separó la garra que parecía encerrar en sus entrañas la poca vida que le restaba y, aun a riesgo de que se le escapara el último soplo, vapuleó el robusto brazo del guerrero.

—¡No! Quiero terminar cuanto antes —aseveró—. He fallado, no soporto que los dioses se burlen de mí.

El hombretón estudió unos segundos al yaciente y, de manera repentina, irracional, una cólera irrefrenable se apoderó de él. Tan hostil sentimiento era producto de su perenne servilismo, de los innumerables años de convivencia en que no había sido sino un títere vilipendiado, humillado por las chanzas despiadadas de aquel ser monstruoso. Era la furia que vengaba a los amigos muertos a causa de su desmedida sed de poder, que rehabilitaba a su propia persona después de haber sido arrojado a la pendiente de la destrucción. Era el rencor frente a una criatura que había devorado, negado el amor. En la cumbre del paroxismo, Caramon aferró las negras vestiduras y levantó la cabeza de su gemelo de la almohada donde se complacía en su sufrimiento.

— ¡Por los dioses que no he de permitir que mueras! —explotó, temblorosa su voz debido a la rabia—. No perecerás, ¿me oyes bien? Durante toda tu existencia, has pensado únicamente en ti mismo, en salvaguardar tus intereses, y ahora, en tu lecho de muerte, buscas la salida más cómoda. Has sido un egoísta, pero ahora no actuarás según tu conveniencia. No quedaré atrapado en esta guerra insensata, ni abandonarás a Crysania. ¡No, hermano! ¡Vivirás, maldita sea! Vivirás para mandarme de regreso a casa. Lo que pase después es algo que no me concierne.

Raistlin le observó y, a pesar de su comatoso estado, se dibujó en sus labios una grotesca parodia de sonrisa. Se diría que iba a carcajearse, mas una burbuja sanguinolenta obstruyó su boca. El general aflojó la zarpa con la que atenazaba la túnica y, con una violencia más querida que real, lanzó hacia atrás a su oponente, ignorando la emoción que le consumía. En efecto, el mago se desmoronó en su cojín y fijó en el guerrero unas pupilas rezumantes de odio.

—Voy a advertir a Crysania —masculló Caramon, indiferente por completo a aquel feroz escrutinio—. Merece al menos una oportunidad de ejercer sus dotes curativas sobre tu persona. Sé que si las miradas matasen, ahora mismo caería fulminado —apuntó, para darle a entender que se había percatado de su actitud y nada le importaba—. Escúchame bien, Raistlin, Fistandantilus o quienquiera que seas: si es voluntad de Paladine que mueras antes de cometer más atrocidades en este mundo, acataré sus designios, y también lo hará la sacerdotisa. Pero en el caso de que decida prolongar tu existencia, tanto tú como nosotros respetaremos esa resolución.

El mago, casi agotadas sus energías, mantuvo la mano apretada contra el brazo de su hermano, asiéndole con unos dedos yertos que comenzaban a asumir el rigor de la muerte.

Firme, comprimidos los labios, el hombretón se deshizo de aquella mano que se obstinaba en retenerle y, poniéndose de pie, se alejó del lecho. Oyó a su espalda un plañido discorde, un chillido de tormento que se abrió paso hasta su alma y detuvo su avance. Evocó en aquel instante la imagen de Tika, del hogar, y halló el remedio que sus vacilaciones necesitaban.

Salió a buen ritmo al desolado paraje nocturno, en dirección a la tienda de la sacerdotisa, cuando descubrió al enano sentado de modo displicente en las sombras, ocupado en tallar un leño con su afilado cuchillo. La visión de aquella pequeña criatura trajo a su memoria el asalto de que habían sido objeto y, sin apenas darse cuenta, rebuscó bajo su armadura hasta extraer el pergamino que le entregara Garic. Lo releyó, aunque el conciso mensaje se había grabado en su mente.

«El archimago os ha traicionado a ti y a tu ejército. Envía un emisario a Thorbardin para averiguar la verdad.»

Tiró al suelo el papiro y siguió su camino.

¡Qué broma tan cruel! ¡Cuan vejatoria y retorcida!

En medio de su suplicio, Raistlin oía las risas de los dioses. «Me ofrecen la salvación con una mano y me la arrebatan con la otra —se dijo—. ¡Cómo deben regocijarse de mi derrota!»

Los ataques espasmódicos de su cuerpo eran livianos comparados con los de su espíritu, que se contorsionaba en una ira inerme, al recibir el acoso de su conciencia, de una voz interior que le repetía lo ridículo de su fracaso.

—¡Eres un humano débil e insignificante! —le gritaban las divinidades—. Nosotros, en nuestra superioridad, hemos querido recordarte que eras un simple mortal.

No se enfrentaría al triunfo de Paladine, se negaba a contemplar desvalido la complacencia y la glorificación que el hacedor hallaba en su caída. Era mejor morir en el acto y buscar refugio en las oscuras esferas que se lo brindasen. Pero aquel condenado hermano suyo, aquella otra mitad de sus propias esencias que tanto envidiaba y despreciaba y que, por derecho, le habría correspondido encarnar, se empecinaba en privarle del anhelado solaz.

—¡Caramon! —vociferó, solo en un mundo de tinieblas—. ¡Caramon, socórreme! ¡Protégeme, no me abandones! —Rompió en sollozos y se agarró el vientre, que había adquirido la dura tensión de una piedra—. No dejes que me encare en soledad con mi sino.

Se extravió su cerebro en un torbellino, perdido el hilo del raciocinio, y sufrió alucinaciones mientras la vida escapaba entre sus dedos agarrotados. Visualizó alas de reptiles del Mal, un Orbe de los Dragones roto, a Tasslehoff, a un gnomo... «La salvación está en la muerte», le susurraba en su delirio un ente incorpóreo.

Una luz blanca, pura y lacerante como una espada abrió una brecha en su interior. Sintiendo su asedio, el hechicero trató de sumergirse en el bálsamo cálido y acogedor de la negrura. Oyó que alguien, él mismo, suplicaba a Caramon que acabara con él y con su dolor, que extinguiera el intangible puñal luminoso.

Era él quien profería estas exhortaciones, pero no en obediencia a un dictado de su albedrío. Sólo supo que hablaba a una criatura real porque, en la aureola de la prístina luz, vislumbró la espalda vuelta de su gemelo.

El fulgor se incrementó y moldeó hasta transformarse en un rostro translúcido, en una faz hermosa, serena, dotada de unos ojos grises y fríos. Unas manos gélidas tocaron su ardiente piel.

—Te curaré —dijo una voz femenina.

—¡Vete!

—¡Te curaré! —se impuso la dama, que no era otra que Crysania.

Un agotamiento sin límites envolvió a Raistlin. Estaba cansado de luchar, de debatirse contra el dolor físico, contra la irrisión, contra el tormento que había sido su inseparable compañero a lo largo de toda su existencia.

«De acuerdo, me resignaré. Que ría su Dios; al fin y al cabo se lo ha ganado —pensó—. No corro ningún riesgo, rehusará sanarme y podré hallar reposo en la penumbra, en las mullidas tinieblas.»

Con los ojos cerrados, para obstruir así la hostigante luz, aguardó las carcajadas... y, repentinamente, vio el semblante de la divinidad.

Caramon estaba junto a la entrada de la tienda de su hermano, presa de una migraña que nacía de su desesperación. Los ruegos de Raistlin reclamando el golpe justiciero, definitivo, habían traspasado todas sus vísceras y tuvo que correr en busca de aire. No obstante, tampoco resistía la espera. Le pareció evidente que la sacerdotisa había fallado, así que, con la mano cerrada en torno a la empuñadura de su espada, el guerrero penetró en la estancia y se encaminó hacia el lecho.

En aquel preciso momento, cesaron las quejas del nigromante. Crysania se volcó sobre su cuerpo y apoyó la cabeza en su pecho.

«Ha muerto —se dijo el hombretón—. Raistlin ha dejado de existir.»

Al observar el rostro de su gemelo no sintió pesar, sino un estupor indefinible, que le impulsó a murmurar:

—La muerte ha congelado sus facciones en una máscara grotesca.

El hechicero tenía el semblante rígido como el de un cadáver, la boca abierta y desencajada, la tez pálida, sus ojos ciegos, fijos en las hundidas cuencas, se habían petrificado en la contemplación de un punto lejano.

Tras aproximarse un poco más, tan anonadado que era incapaz de convocar emociones tan naturales como el decaimiento, la pesadumbre o incluso el alivio, el general estudió mejor la expresión del yaciente y comprendió, con un terror insuperable, que no había exhalado su último suspiro. Aquellas pupilas desorbitadas no veían el mundo porque se habían asomado a otro.

Un alarido ensordecedor agitó el cuerpo del mago, más espeluznante que sus gemidos agónicos. Movió levemente la cabeza y sus labios inarticulados vibraron, como para dar forma a un sonido gutural de su garganta.

Y entonces, sin que lograra pronunciar una palabra, Raistlin entornó los párpados. Ladeó el rostro, se relajaron sus músculos y, por arte de encantamiento, se difuminaron las huellas del dolor hasta no dejar más vestigio de su presencia que una extrema palidez. Respiró en una honda inhalación, expulsó la bocanada que alimentara sus pulmones y volvió a sorber el gas de la vida.

Asombrado por el prodigio al que acababa de asistir, indeciso sobre si debía alegrarse o abandonarse a un mayor desaliento, Caramon observó cómo el cuerpo ensangrentado de su gemelo reanudaba sus funciones.

Desechando el embotamiento que le atenazaba, similar al que se experimenta cuando alguien nos despierta de un profundo letargo, el hombretón se arrodilló junto a Crysania y, tras rodearla con su brazo, la ayudó a erguirse. La sacerdotisa le miró parpadeante, sin dar muestras de reconocerle. Desvió acto seguido los ojos hacia Raistlin. Una sonrisa ensanchó su faz y, en un susurro apenas audible, elevó una loa a su dios. No pudo concluir su plegaria, una punzada en el costado la forzó a estrujarse contra Caramon quien, al recogerla, atisbo una mancha de sangre en su blanca túnica.

—Deberías cuidarte —le aconsejó el guerrero, a la vez que la conducía al exterior y prestaba el apoyo de su robusto brazo a sus pasos inciertos.

Ella levantó la frente al oír sus recomendaciones. Aunque débil, la satisfacción del triunfo confería a la mujer una belleza nueva, exultante y sosegada a un tiempo.

—Quizá mañana —contestó—. Esta noche he obtenido una victoria mayor que la que me proporcionaría sanarme. ¿No lo entiendes? Mis oraciones han sido escuchadas.

Capturado por su sereno embrujo, al hombretón le afloraron lágrimas a los ojos.

—¿Es ésta la culminación de todos tus deseos? —preguntó taciturno, espiando de soslayo el campamento.

Las fogatas se habían reducido a montículos de cenizas y rescoldos. Ajeno al escrutinio del general, uno de los hombres se alejó a toda carrera; sin duda, adivinó Caramon, para difundir la noticia de que el mago y la bruja habían conseguido, al unir sus diabólicos poderes, restituir la vida a un cadáver.

El amargo sabor de la bilis inundó la boca del hercúleo humano. Imaginó la excitación, los comentarios, las especulaciones, los ademanes recelosos u hostiles que tal rumor había de provocar, y se encogió su alma. Tan sólo quería acostarse, mecerse en el olvido del sueño.

—También tú has recibido una respuesta, Caramon —dijo la sacerdotisa con fervor, retomando el hilo de su conversación—. Ésta es la señal de los dioses que ambos aguardábamos. ¿Estás todavía tan ciego como en la Torre? —le imprecó, plantada de manera repentina delante de él—. ¿Acaso este portento no te incita a creer? Nos pusimos en manos de Paladine y el hacedor nos ha hablado. Raistlin está destinado a vivir, a realizar su hazaña. Juntos, él y yo lucharemos hasta vencer el Mal del mismo modo que, hace unos minutos, he desterrado a la muerte. ¡Únete a nosotros!

El guerrero clavó en ella sus pupilas, inclinó la cabeza y bajó los hombros.

«Yo no quiero combatir la perversidad —pensó—, sino regresar a mi casa. ¿Es pedir demasiado?»

Se llevó la mano a las sienes para aplacar sus palpitaciones, mas se detuvo con el brazo en alto, pues, bajo la tenue luminosidad de los primeros albores del día, columbró las improntas que dejaron en su carne los sangrantes dedos de su hermano.

—Apostaré un centinela en tu tienda —declaró secamente—. Intenta dormir un rato. Esquivo, el general echó a andar.

—Caramon —le invocó Crysania.

—¿Qué se te ofrece? —indagó el aludido, con toda la gentileza de que fue capaz.

—Te sentirás mejor dentro de poco; yo rezaré por ti. Buenas noches, amigo. Acuérdate de agradecer a Paladine la benevolencia que ha demostrado al infundir en el cuerpo de tu gemelo un nuevo hálito vital.

—Descuida, lo haré —musitó Caramon.

Estaba turbado, incómodo, su migraña se había acentuado. Sabedor de que no tardaría en aparecer la náusea en su estómago, en lugar de acompañar a la dama hasta su tienda, como tenía previsto, giró sobre sus talones y, raudo, corrió hacia la recia urdimbre que debía cobijarle.

Solo en la oscuridad, la náusea acudió puntual a su cita. Vomitó en un rincón hasta vaciar sus entrañas de alimentos, de sinsabores, y se desplomó sobre el lecho, rendido de fatiga.

Other books

Distortions by Ann Beattie
Morning Star by Judith Plaxton
The Last Man by Vince Flynn
Confessions of a Wild Child by Jackie Collins
The Thomas Berryman Number by James Patterson
Africa Zero by Neal Asher
A Place Called Harmony by Jodi Thomas