Read La Guerra de los Enanos Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
—¡Abrid las puertas! —exclamó el mandamás.
Empujadas por manos anhelantes las dos hojas, que habían pasado la noche atrancadas, se deslizaron sobre sus goznes. El guerrero hizo un último reconocimiento del recinto para asegurarse de que todos estaban a punto y, al fijarse en un rincón, sus pupilas se cruzaron con las de su gemelo.
Raistlin, sin apearse de su corcel, se había retirado a un lugar donde se proyectaban las sombras de los descomunales accesos. No había intervenido en los preparativos desde que su hermano tomara la alternativa, sólo observaba en una extraña inmovilidad.
Durante un tiempo no superior al que se tarda en exhalar el aire de las vías respiratorias, los hermanos se examinaron mutuamente. Al fin, fue Caramon quien desvió los ojos.
Extendida su mano, arrebató el estandarte a su portador y, sosteniéndolo en alto, emitió un único grito:
—¡Thorbardin!
El sol matutino, que había asomado su rostro majestuoso entre las cumbres, prendió en la áurea armadura del cabecilla como para arrancarle destellos aún más deslumbradores. Bajo su influjo se tornaron de oro las hebras que configuraban la estrella de la banderola y también adquirieron matices dorados las puntas de las espadas de los soldados alineados en el patio.
—¡Thorbardin! —repitió el adalid y, espoleando a su equino, atravesó las puertas al galope.
—¡Thorbardin! —corearon las tropas, entre atronadores alaridos y el fragor de espadas contra escudos. Los enanos, por su parte, entonaron un cántico que, dada la calidad cavernosa de sus voces, a más de uno se le antojó sobrenatural—: Roca y metal, metal y roca, el arma con la piedra se forja.
Echaron a andar, y el estampido de sus pies inmersos en férreas botas marcó el ritmo de la melodía.
A los hombrecillos, los siguieron los bárbaros de las Llanuras, con porte menos marcial. Envueltos en sus pieles a fin de resguardarse del frío, caminaban sin una cadencia predeterminada afilando sus pertrechos, trenzando plumas en sus cabezas o pintándose singulares símbolos en los pómulos y la frente. No transcurriría mucho tiempo antes de que, cansados de la rigidez de la marcha, abandonasen la senda para viajar en los acostumbrados grupos de cazadores.
En tercer lugar, avanzaban los granjeros y los ladrones reclutados por Caramon, muchos de ellos a trompicones por hallarse aún bajo los efectos del festín de la victoria. Y, en la retaguardia, cerraban el desfile los dewar, los nuevos aliados.
Argat trató de llamar la atención de Raistlin antes de salir al exterior, pero el mago parecía haberse fundido en las sombras y apenas distinguió su caballo, menos todavía su camuflado semblante. La única parte visible de su persona eran los blancos dedos con los que aferraba las riendas.
El hechicero no miraba al dewar ni tampoco al ejército, sino a la figura que, refulgente en su dorada aureola, cabalgaba en cabeza. El hombrecillo tendría que haber poseído una aguda percepción para notar que sus manos asían las riendas más tensas de lo normal o que los ropajes temblaron un breve segundo, como respondiendo a un entrecortado suspiro.
Cuando los últimos dewar cruzaron el umbral, el patio quedó vacío salvo por los familiares de los alistados. Las mujeres enjugaron sus lágrimas y, sin cesar de conversar entre ellas, iniciaron sus quehaceres de la jornada, mientras los niños se encaramaban a los muros a fin de despedir a los viajeros y alentarles hasta que la distancia les impidiera oír sus voces. Se atrancaron las puertas, que se movieron sobre sus engrasados goznes tan silenciosas como al abrirse.
Solo en las almenas, Michael contempló aquella serpiente multicolor que se alejaba hacia el sur y admiró el brillo de los metales realzados por el astro celeste, las volutas de humo que expulsaban los alientos y el canto de los enanos, que retumbaba en las rocosas inmediaciones.
Tras las tropas, solitaria y vestida de negro, se destacaba una siniestra figura. Al reparar en su oscuro contorno, el caballero sintió un repentino júbilo. Consideraba un buen presagio que la muerte fuera detrás, y no delante, de las huestes.
El sol alumbró el patio de Pax Tharkas al separarse las monumentales hojas que constituían su acceso, y empezaba a declinar unas jornadas más tarde, cuando se ajustaron las del gran alcázar montañoso de Thorbardin. Gimió y matraqueó el mecanismo que, alimentado por agua, accionaba las puertas, y pareció como si una parte de la montaña misma se hubiera clausurado, obediente a una orden. Una vez selladas, era materialmente imposible distinguir las planchas de la roca, tan primoroso era el arte de los enanos, que habían consagrado largos años a su construcción.
El cierre de las puertas significaba guerra inminente. Se había difundido la noticia de la marcha del ejército de Fistandantilus, llevada por espías sobre las rápidas alas de los grifos. En la plaza fuerte bullía desde entonces una insólita actividad. De las fraguas de los armeros surgían auténticas bengalas de chispas, que no se disiparon hasta que los atareados hombrecillos cayeron dormidos, todavía con el martillo en la mano. También en las tabernas reinaba una desbordante animación, que se prolongó toda la noche, ya que los moradores del lugar acudían en tropel a fin de jactarse de las hazañas que realizarían en el campo de batalla.
Tan sólo una gruta del enorme reino subterráneo permaneció en reposo, y fue allí donde se encaminó el héroe de los enanos, con resonantes zancadas, dos días después de que Caramon abandonara Pax Tharkas.
Al entrar en esa gruta, que no era sino la sala de audiencias del rey de las tribus de las Montañas, Kharas oyó los estridentes ecos de sus botas en la bóveda de la cámara, que, de forma cóncava, había sido horadada a partir de los accidentes naturales del terreno. La estancia se hallaba vacía, excepto por un grupo de hombrecillos que se hallaban sentados sobre un estrado de piedra.
El recién llegado jalonó las hileras de bancos donde la víspera centenares de miembros de su tribu habían aprobado, en un enfervorecido griterío, la decisión del thane de declarar la guerra a sus hermanos de sangre.
Hoy se celebraba un consejo especial para ultimar los pormenores de la contienda, al que sólo asistían las altas dignidades. No era necesaria la presencia de los ciudadanos, e incluso Kharas se sorprendió sobremanera al comunicársele que había sido invitado. El héroe había perdido el favor del soberano, todos los sabían, no faltando los especuladores que auguraban su próximo exilio,
Al acercarse a la asamblea, el alto servidor intuyó que Duncan le escrutaba en actitud hostil, aunque este hecho podía imputarse a la desfiguración de su rostro. En efecto, el monarca tenía el ojo izquierdo y el pómulo de ese mismo lado ennegrecidos, magullados, a consecuencia del golpe que le propinara su consejero antes de huir de Pax Tharkas.
—Levántate, Kharas —le indicó el rey cuando aquel súbdito de exagerada estatura, y ahora barbilampiño, se inclinó en una profunda reverencia.
—No hasta que me perdones, thane — repuso el interpelado sin mudar su postura.
—¿Qué he de perdonarte?, ¿que infundieras un poco de sentido común en un viejo estúpido como yo? —admitió Duncan—. Lo que debo hacer no es disculpar tu acción, sino agradecértela. «El deber es a veces doloroso», afirma el proverbio —dijo, frotándose la mandíbula—. Te aseguro que ahora lo comprendo. Pero olvidemos ese asunto.
Al ver que Kharas se enderezaba, el rey le alargó un pergamino.
—Te he rogado que vengas por otro motivo. Lee este mensaje —le instó.
Desconcertado, el consejero examinó el rollo que le tendían y que estaba atado con una cinta negra, pero no sellado. Tras lanzar una furtiva mirada a los distintos thanes, sentados en butacas de roca un poco más bajas que la del monarca, se detuvo su vista en el único asiento que permanecía desocupado, el de Argat, cabecilla de los dewar. Arrugado el ceño, el héroe enanil deshizo el nudo y leyó el mensaje en voz alta, sin más interrupción que la que le imponía el tosco y en ocasiones ininteligible lenguaje de su autor:
«A Duncan, rey de los enanos de Thorbardin.
»En primer lugar, recibe el respetuoso saludo de aquel al que ahora tildas de traidor.
»Te enviamos este pergamino quienes sabemos que castigarás a los dewar alojados bajo la montaña por lo que hicimos en Pax Tharkas. Si algún día llegan a entregártelo, significará que logramos mantener las puertas abiertas.
«Desdeñaste nuestro plan ante el consejo. Quizás a estas alturas ya habrás escuchado la voz de la prudencia. Desde la confrontación de Pax Tharkas, conduce al ejército el mago en persona. El mago es nuestro amigo. Él guía a las tropas por las llanuras de Dergoth y nosotros marchamos con ellas, como aliados. Cuando llegue la hora, aquellos a los que consideras traidores entrarán en acción. Atacaremos al enemigo desde dentro y lo postraremos bajo el filo de vuestras hachas.
»Si abrigas alguna duda de nuestra fidelidad, guarda como rehenes a los miembros de nuestro pueblo que viven contigo y espera nuestro regreso. Te prometo un gran regalo en prueba de mi total sinceridad.
»
Argat, thane de los dewar
.»
Kharas revisó un par de veces aquel enigmático escrito, y su entrecejo no se ensanchó. Si algo hizo fue hundirse en surcos todavía más hondos.
—¿Y bien? —indagó Duncan.
—No me conmueve la palabrería de un renegado —repuso el alto súbdito, enrollando de nuevo la misiva y restituyéndosela a su dueño con un gesto que denotaba repulsa.
—Pero si dice la verdad podría otorgarnos la victoria —insinuó el monarca.
Kharas alzó sus pupilas y las clavó en las de su superior, que estaba acomodado en el centro de la plataforma.
—Si en este mismo momento, mi thane, se me ofreciera la oportunidad de conferenciar con Caramon Majere, general de nuestro adversario y a todas luces un hombre probo y honorable, le advertiría del peligro que corre, aunque mis revelaciones entrañaran nuestra derrota.
Los cabecillas resoplaron y gruñeron, todos a una.
—Deberías haber nacido Caballero de Solamnia —murmuró uno, si bien tal sentencia nada tenía de cumplido.
Duncan conminó al silencio a la asamblea y, aunque reticentes, los thanes obedecieron.
—Kharas —invocó a su servidor con infinita paciencia—, conozco tus sentimientos acerca del honor y te aseguro que merecen mi encomio. Pero tus elevadas miras no alimentarán a los huérfanos de quienes mueran en la batalla, ni impedirán a nuestros parientes roernos hasta los huesos si somos nosotros quienes sucumbimos. No —continuó, más severo su tono—, existen situaciones en que los principios han de someterse al deber. Tú mismo me lo enseñaste —añadió, y de nuevo se tanteó los moretones del rostro.
Compungido, el interpelado contrajo sus facciones. Tras alzar , en un impulso reflejo, la mano para atusarse la ondulante barba que ya no adornaba su mentón, la dejó caer laxa sobre el costado y, con evidente sonrojo, bajó la cabeza.
—Nuestros exploradores han verificado este informe —prosiguió el soberano—. El ejército rival ha emprendido viaje hacia Thorbardin.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Kharas, alzados otra vez los ojos y con creciente disgusto—. Yo también he oído tales rumores, pero no les di crédito ni por un segundo. ¿Han partido antes del arribo de sus carros de provisiones? En ese caso debe ser cierto que el hechicero ha asumido el mando, pues ningún militar cometería semejante error.
—Estarán en la planicie dentro de dos días —se ratificó el rey, sin hacer caso de tan elocuentes aseveraciones—. Su objetivo es, según nuestros espías, la fortaleza de Zhaman, donde instalarán su cuartel general. Tenemos allí una reducida guarnición, que realizará un simulacro de defensa y se dará a la fuga para atraerlos a campo abierto.
—Zhaman —repitió pensativo el consejero, rascándose la mandíbula ahora que ya no podía mesarse la barba. De pronto avanzó unos pasos y, anhelante, propuso—: Thane, si consigo exponerte un plan factible para zanjar esta guerra con el mínimo derramamiento de sangre, ¿me escucharás?
—Lo haré —accedió el otro, rígidas todas sus vísceras.
—Dame un escuadrón de hombres especialmente seleccionados, mi señor, y yo mismo me ocuparé de matar a ese endemoniado Fistandantilus. Después de destruirle, mostraré el pergamino al general y a nuestros congéneres. Comprenderán entonces que han sido traicionados, y no podrán sustraerse al predominio de nuestras huestes levantadas contra ellos. ¡Se rendirán, estoy convencido!
—¿Qué haremos con ellos si se rinden? —le preguntó Duncan irritado, pese a que mientras hablaba no cesaba de dar vueltas en su cabeza al proyecto.
Los demás dignatarios reunidos en el cónclave, por su parte, habían abandonado los susurros entre dientes para proceder, ahora, a consultarse unos a otros mediante ademanes en los que los pelos de sus hirsutas cejas se confundían en una sola franja irregular.
—Entrégales Pax Tharkas, thane —sugirió Kharas, más vehemente a cada segundo—. A quienes quieran vivir allí, por supuesto. Nuestros hermanos de raza volverán a sus hogares, y nosotros les haremos algunas concesiones. Unas pocas bastarán —se apresuró a puntualizar al ver que el rostro del monarca se ensombrecía—. Quedarán establecidas al discutir los términos de su claudicación, sí bien hemos de prometerles cobijo durante el invierno, a ellos y a los humanos. Pueden trabajar en las minas...
—Reconozco que tu plan tiene posibilidades —le atajó el soberano—. Una vez te encuentras en el desierto, siempre te resta la alternativa de ocultarte en las dunas.
Enmudeció, deseoso de reflexionar, y transcurrieron varios minutos antes de que reanudara su conversación.
—Se trata de una misión muy peligrosa, Kharas—objetó—, que quizá no dé el fruto esperado. Aunque logres aniquilar al Ente Oscuro, y te recuerdo que sus poderes han alcanzado una reputación difícil de desmentir, es más que probable que te eliminen sin contemplaciones en cuanto descubran tu acción. Quizá no llegues a hablar nunca con Caramon Majere. Se rumorea que el nigromante es su hermano gemelo.
El leal senador esbozó una sonrisa, extendidos aún sus dedos sobre la rasurada tez.
—Moriré gustoso, señor, si con ello evito sacrificar a mis semejantes.
Duncan le observó iracundo, pero, al rozar su inflamada faz, suspiró y recobró la calma.
—De acuerdo —dijo—, te autorizo a intentarlo. Elige con celo a los hombres que han de acompañarte. ¿Cuándo piensas partir?