La Guerra de los Enanos (39 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Sudoroso, intentando dominar el arrebato de pánico que amenazaba con aniquilarlo, Raistlin hizo acopio de todo su coraje, de su energía física y mental para combatir la voluntad férrea que se insinuaba detrás de aquellas manos.

Se desplazó de manera inexorable, sin que de nada le sirvieran tales forcejeos, hacia un rostro que, a medida que se aproximaba, ganaba nitidez. Era el semblante de una mujer hermosa, de ojos oscuros, que profería palabras seductoras en un tono tan irresistible que despertaron la pasión del mago, si bien su alma se retorcía de odio al escucharlas.

Consciente de que debía evitar su proximidad, el hechicero hizo un esfuerzo desesperado a fin de desembarazarse de aquella zarpa tentadora y, al mismo tiempo, más poderosa que los nexos de su esencia vital. Hurgó en los recovecos de su espíritu, en sus zonas más recónditas, aunque ignoraba lo que en realidad buscaba. Su instinto le decía que, en alguna parte de su ser, encontraría algo susceptible de salvarlo.

Se destacó en las sombras la imagen de una sacerdotisa de túnica blanca, portadora del Medallón de Paladine. Brilló en la bruma su aureola y, por un instante, las manos que le aprisionaban parecieron ceder. Tan sólo fue eso, una liberación momentánea. Una risa estruendosa quebró el frágil contorno de la sacerdotisa, haciéndolo añicos.

—¡Mi hermano! —vociferó Raistlin a través de sus cuarteados labios, y la réplica de Caramon sustituyó a la de Crysania.

Ataviado con una armadura dorada, reverberante su espada, el guerrero se materializó en la negrura dispuesto a custodiarlo. No había dado dos pasos, sin embargo, cuando cortaron su avance desde detrás.

El torbellino lo engullía de manera implacable, ajeno a su resistencia. También la cabeza del archimago empezó a girar a un ritmo vertiginoso, tanto que a cada segundo se menguaba su fuerza y, en consecuencia, crecía su desmayo. Y entonces, de repente, brotó una figura solitaria de las más hondas simas de su memoria. No vestía de blanco ni esgrimía espada, era una criatura achaparrada con el rostro devastado por las lágrimas. Exhibía en su mano un pequeño animal: una rata muerta.

Caramon llegó al campamento cuando los primeros rayos del sol propagaban sus fulgores por el cielo. Había cabalgado toda la noche y estaba cansado, entumecido, más hambriento de lo imaginable.

La perspectiva de regalarse con un sustancial desayuno y dormir un rato lo habían animado en la última hora, así que la visión de su tienda le arrancó una sonrisa. En el momento en que se disponía a espolear a su extenuado caballo, oteó más detenidamente el panorama y, en un impulso mecánico, tiró de las riendas. Tras detenerse, ordenó a su escolta que le imitase mediante el consabido gesto de alzar la mano.

—¿Qué sucede allí abajo? —preguntó, alarmado, desvanecido su apetito.

Garic se situó a su flanco y, perplejo, meneó la cabeza.

En lugar de contemplar las volutas de humo de las fogatas matutinas, de olisquear los aromas de los guisos o de oír los gruñidos de los hombres al ser despertados de un largo sueño, los viajeros distinguieron lo que se les antojó un avispero tras recibir la visita de un oso. No atisbaron fuegos encendidos, los soldados corrían sin norte o se apiñaban en grupos hirvientes de excitación.

Alguien vislumbró a Caramon y emitió un alarido. La muchedumbre se arremolinó, echando a andar en un tropel tan decidido y multitudinario, que Garic, espantado, dio una precipitada orden a sus acompañantes. En cuestión de segundos, los subordinados del general habían formado un escudo humano en torno al cabecilla.

Era la primera vez que el guerrero veía tal despliegue de lealtad y afecto por parte de sus seguidores, motivo por el que se le hizo un nudo en la garganta. Emocionado, sin habla, hubo de aclararse la garganta antes de dirigirse a ellos.

—No es un motín —los aleccionó, al mismo tiempo que se abría paso entre la apretada formación—. Fijaos bien, no están armados y, además, hay numerosas mujeres y niños en el grupo. Pero —balbuceó— agradezco vuestra iniciativa.

Al pronunciar esta última frase, clavó sus ojos en Garic, el joven caballero, quien se sonrojó complacido, pese a no haber soltado aún la empuñadura de su espada.

Mientras dialogaban, la avanzadilla del gentío había alcanzado al hombretón. Varios pares de manos agarraron sus bridas al unísono y al hacerlo asustaron a su corcel, el cual, convencido de que se había enlabiado una batalla, irguió las orejas y, peor todavía, sus cascos delanteros, resuelto a golpear a quien osara acercársele.

—¡Retroceded! —bramó Caramon, capaz a duras penas de controlar al encabritado animal—. ¿Os habéis vuelto todos locos? Ahora sí que parecéis lo que sois, un hatajo de granjeros inexpertos. ¡Reculad os digo! ¿Se han escapado vuestras gallinas? ¿Dónde se han metido mis oficiales?

—Aquí, señor —se impuso al tumulto la voz de uno de los capitanes.

Purpúreos sus pómulos, turbado y colérico, el soldado apartó a la plebe para presentarse ante su adalid. La severa reprimenda de Caramon tuvo la virtud de calmar los ánimos, de tal suerte que el griterío se había reducido a un confuso murmullo cuando un grupo de centinelas asignados al capitán disolvió el arracimado cerco.

—Te pido disculpas en nombre de todos, señor —declaró el oficial una vez restablecida la paz.

El guerrero desmontó y acarició la testuz del equino, que, al sentir su contacto, se inmovilizó, si bien se mantuvo alerta y le miró con las pupilas dilatadas.

El capitán era un individuo de edad avanzada, un mercenario con treinta años de experiencia. Su rostro se hallaba surcado de cicatrices, le faltaba el brazo izquierdo a causa de un certero sesgo de espada y caminaba renqueante.

Aquella mañana, su desfigurada faz se ruborizó avergonzada al someterse al grave escrutinio de su joven general.

—Los exploradores anunciaron tu venida, señor, mas antes de que pudiera salir a tu encuentro, esta manada de lobos —lanzó una fulgurante mirada a su entorno— se abalanzó sobre ti como si fueras una hembra en celo. Te suplico que les perdones —insistió—; nadie pretendía enojarte mediante esta conducta tan irrespetuosa.

—¿Qué ocurre? —indagó el hombretón, recobrada la compostura, mientras se encaminaba al campamento sujetando la rienda de su agotado caballo.

El aludido no respondió de inmediato, y Caramon comprendió que prefería hablarle a solas.

—Seguid adelante —indicó a sus hombres—. Garic, ocúpate de revisar mis pertenencias.

Cuando los soldados se hubieron alejado, en la escasa intimidad que les ofrecía el hecho de estar circundados por una multitud de hombres y mujeres que les espiaban anhelantes, el general volvió a interrogar a su oficial.

El viejo mercenario tan sólo dijo dos palabras:

—El mago.

Al aproximarse a la tienda de Raistlin, Caramon observó compungido el cerco de hombres armados que la rodeaba a fin de mantener a raya a los curiosos. Al verle aparecer, muchos de los acampados exhalaron suspiros de alivio y comentaron: «Ahora que ha llegado el general, todo se arreglará.» Hubo quien se inclinó ante él, e incluso se llegaron a oír tímidos aplausos.

Exhortados por los desabridos reniegos del capitán, los que aún permanecían agrupados en su entorno abrieron una brecha para franquearle el paso. Los centinelas armados se apartaban también y cerraban de nuevo filas a su espalda en medio de los empellones de la muchedumbre, que se apretujaba y estiraba el cuello en un intento de verle. Como el oficial había rehusado darle más explicaciones sobre los acontecimientos que se habían producido en su ausencia, el guerrero no sabía a qué atenerse. No había de sorprenderle encontrar un dragón posado en la tienda de su gemelo o enfrentarse a un incendio de llamas verdes y coloradas.

En lugar de tales prodigios, sus ojos se tropezaron con un guardián apostado frente a la cortinilla y también con la sacerdotisa, que deambulaba nerviosa por delante del acceso. El luchador examinó al soldado, creyendo reconocerlo.

—Eres el primo de Garic, ¿verdad? —quiso cerciorarse—. El llamado Michael—añadió incierto, temeroso de haberse equivocado.

—Así es, general —le confirmó el joven caballero.

Se irguió en posición de firmes para dedicarle el saludo marcial que su rango merecía, mas fue una vana intentona. El centinela tenía el rostro macilento y desencajado, ribeteaban sus ojos unos círculos rojizos. Resultaba ostensible que no tardaría en desmoronarse, si bien sostuvo la lanza atravesada frente a la entrada para obstruir el avance de cualquiera que se atreviese a traspasarla.

Al oír el cavernoso timbre de Caramon, Crysania levantó la mirada.

— ¡Loado sea Paladine! —exclamó.

El guerrero advirtió su extrema palidez, el brillo atenuado de sus grisáceos iris y tuvo un escalofrío pese a caldearlo el radiante sol matutino.

—¡Deshaz de inmediato este corro! Quiero que todos reanuden en seguida su quehacer —ordenó al capitán.

El mercenario actuó sin dilación, indicando a sus soldados que dispersaran a aquella abigarrada asamblea que, entre improperios y quejas más o menos veladas, tuvo que acatar las decisiones de su mandamás. De todos modos, era evidente que sus incógnitas nunca serían despejadas.

—Caramon, escúchame —urgió la eclesiástica al fortachón, a la vez que posaba la mano en su hombro—. Este...

Sin dejar que terminara, él la apartó y arremetió contra el acceso guardado por Michael. El joven caballero no se amedrentó. Se limitó a plantar su lanza con mayor firmeza que antes.

—¡No te interpongas en mi camino! —le amenazó el general.

—Lo lamento, señor —repuso el centinela, tajante su tono pese a que le temblaban los labios—. Fistandantilus prohibió que pasara nadie.

Exasperada por la actitud del hombretón, que había reculado para estudiar a Michael con una cólera teñida de sorpresa, Crysania intervino.

—He tratado de explicártelo, pero te obstinas en no hacer caso. La situación que presencias se ha prolongado toda la noche y sé que algo espantoso ha sucedido. Raistlin obligó a este joven a jurar por su honor, por el Código y la Norma de su Orden...

—Por el Código y la Medida —la corrigió el guerrero, meneando la cabeza y, sin poder evitarlo, pensando en Sturm—. Una ley implícita que ningún caballero de su Orden quebrantaría, aunque le fuese la vida en ello.

— ¡Todo esto es un desatino! —se revolvió la sacerdotisa.

Rota su voz, la dama se cubrió la faz con las manos. Caramon la abrazó dubitativo, persuadido de que le regañaría, mas ella se refugió agradecida en su pecho.

—¡He tenido tanto miedo! —se desahogó—. Me despertó de un sueño profundo un alarido de Raistlin. Le oí mencionar mi nombre y, al correr veloz a su llamada, distinguí unos fulgores luminosos en el interior de la urdimbre. Profería sonidos incoherentes, aunque deduje que te invocaba también a ti antes de, sin apenas transición, abandonarse a unos gemidos desesperados. Confundida, angustiada, quise introducirme en su aposento, pero él me lo impidió —explicó, al mismo tiempo que señalaba a Michael que, enhiesto frente a la cortinilla, había fijado la vista en el horizonte—. Tras un corto silencio, balbuceó unas frases y su voz empezó a fundirse. Era como si una fuerza sobrenatural le absorbiera, le arrebatara incluso el habla.

—¿Qué pasó después?

Crysania hizo una pausa.

—Dijo algo más —susurró al fin—, si bien no pude entenderle. Se extinguieron las luces, un crujido rasgó la penumbra y... sobrevino una quietud más espeluznante que el conflicto.

Cerró los ojos, todavía afectada por los ominosos sucesos.

—¿Entresacaste algo inteligible de sus desvaríos? —indagó el hombretón.

—Una sola palabra, y eso es lo más extraño de todo —contestó Crysania—. La repitió varias veces, era algo así como «Bupu».

—¿Bupu? —se asombró el general—. ¿Estás segura?

—Sí, porque si no me equivoco es el apelativo de alguien a quien el mago conocía.

—Es una enana gully, a la que mi hermano profesa cierto cariño —le reveló el hombretón a fin de refrescarle la memoria—. ¿Por qué había de acordarse de ella en una hora tan crítica?

—No tengo la más remota idea —confesó la mujer, aunque una vaga noción de haber enviado a Tas en busca de aquella criatura revoloteaba en su cerebro—. Quizá sea importante para Raistlin. ¿No fue esa enana quien le contó a Par-Salian lo muy amable que se había mostrado el hechicero con ella? —preguntó. La sacerdotisa comenzaba a atar cabos.

Cararnon meneó la cabeza negativamente, no porque no fuera cierta la presunción de su interlocutora, sino porque opinaba que no era momento de ocuparse de una enana gully. Su problema más acuciante era Michael. Escrutó al testarudo soldado y evocó las innumerables ocasiones en que había detectado la misma actitud en su amigo Sturm. Un juramento por el Código y la Medida no era algo que pudiera transgredirse. ¡Dichoso Raistlin!

El joven caballero resistiría en su puesto hasta que le venciese la fatiga y, al volver en sí, se suicidaría. Tenía que existir un medio para sortear el obstáculo sin empujarlo a la muerte; quizá si Crysania hechizaba al muchacho con sus dotes clericales quedaría justificado su desmayo y no recurriría a tal extremo.

No, era imposible, en cuanto se enterasen en el campamento quemaría a la «bruja» en la hoguera. El corpulento luchador maldijo a su hermano, a los clérigos y a los Caballeros de Solamnia con sus normas estrictas, inviolables.

Exhaló un suspiro y se acercó de nuevo a Michael. El guardián enarboló la lanza, pero Caramon levantó las manos para convencerle de que no pretendía luchar.

El general se aclaró la garganta, determinado a parlamentar pero sin saber cómo iniciar su discurso. La efigie de Sturm no se había borrado de su mente, tan nítida se dibujaba que creyó ver una vez más el rostro de su entrañable compañero. No contemplaba, sin embargo, los rasgos que ostentara en vida, impregnados de austeridad, de nobleza. Sin salir de su asombro, el guerrero intuyó que lo que visualizaba era a Sturm después de muerto. Las improntas del sufrimiento y la pesadumbre habían difuminado las líneas del orgullo y la inflexibilidad. Aquellos ojos extraviados rezumaban comprensión e incluso le pareció atisbar una atribulada sonrisa en el semblante del caballero.

Tan real era la visión, que Caramon quedó unos instantes petrificado, mudo. Sólo cuando se esfumó la imagen, dejando en su lugar la faz de un joven espantado, exhausto y obcecado en el cumplimiento de su deber, recobró la compostura.

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