—Ocúpese usted de solucionar el problema.
Y efectivamente se ocupaba. Sacó tres veces de la cama a los abogados de Haseldyne & Ku, con el fin de obtener de un juez domesticado un mandato garantizando libertad de publicidad. Se obtuvo, pero la justicia seguía su curso. La vista por las denuncias tendría lugar al cabo de una semana, pero dentro de mucho menos que una semana ya nada tendría importancia.
Cada vez que asomaba la nariz veía que los integrantes de mi leal y valiente comando no dormían mejor que yo. El menor ruido los despertaba con sobresalto; se despertaban aprisa, tardaban en dormirse, y lo hacían con sueño liviano e intranquilo, pues también a ellos les acosaban las pesadillas. No todos mis sueños eran pavorosos pero ninguno era lo que se dice dorado. El último que recuerdo era sobre las Navidades, unas futuras e improbables Navidades pasadas en compañía de Mitzi. Eran como los recuerdos de la infancia, con una nieve teñida de hollín manchando los cristales y el árbol de Navidad adornado con anuncios de regalos adquiridos a plazos sin entrada... Sólo que Mitzi no dejaba de arrancar los anuncios de las ramas y tiraba al retrete los caramelos de bajo contenido en droga de los niños, y de pronto se oía un portazo y sabía que eran dos miembros del cortejo de Santa Claus que pistola en mano, venían a detenerme.
Una parte del sueño era verdad. Alguien llamaba a la puerta exterior. De haber sido yo aficionado al juego, hubiese apostado que los primeros golpes a mi puerta los daría el Gran Jefe, porque para ello sólo tenía que atravesar la ciudad. Pero me equivoqué. El Gran Jefe debía hallarse en Roma, con Mitzi y Haseldyne, o mejor dicho ya a medio vuelo de regreso para apagar este incendio inesperado. El primero en llegar fue Val Dambois. ¡Qué tramposo hijo de puta! Ni engañándole podía uno estar tranquilo, porque a la vista estaba que él a su vez me había burlado.
—Así que no embarcaste rumbo a la Luna —dije como un estúpido.
El me lanzó una mirada asesina, menos fiera sin embargo que el objeto que llevaba en la mano. No era una pistola inmovilizante ni tan siquiera mortífera. Era una metralleta campbelliana, un proyector límbico, arma prohibida a la población civil y cuya utilización era ilegal fuera de los recintos señalizados. Y lo peor era que todos se habían ido a dormir dejando sola en la oficina a Marie que se había adormilado en el diván. Val había traspasado la red de la puerta sin que nadie lograse detenerle.
Caí en la cuenta de que mi cuerpo se había puesto a temblar, detalle sorprendente puesto que no me figuraba que hubiese nada capaz de asustar a una persona con tanto miedo como el que yo tenía. Opinión equivocada. La visión del centelleante cañón de la metralleta límbica me heló la espina dorsal y convirtió el resto de mi organismo en gelatina. Además, apuntaba contra mí.
—¡Propagandista asqueroso! ¡Maldito hijo de puta! —rugió Val Dambois—. Sabía que tramabas algo apartándome de aquí con esas prisas. Suerte que en la terminal siempre hay un adicto a la Moka-Koka dispuesto a aceptar un soborno para pegarse un viajecito. Y he podido atraparte con las manos en la masa.
Val Dambois siempre había tenido el defecto de hablar demasiado; eso me permitió recobrar el valor. De modo que reuniendo todo el que tenía, forzando una sonrisa y procurando mantener un tono distante y sereno, o confiando en ello al menos porque a mí no me lo parecía, dije:
—Llegas tarde, Val. Todo ha terminado. Los anuncios están en antena.
—¡No vivirás para gozar de tu triunfo! —gritó poniendo el dedo en el gatillo.
—Val —dije con paciencia y manteniendo la sonrisa—, eres un imbécil. ¿No te das cuenta de lo que está ocurriendo?
—¿Qué? —preguntó con suspicacia y con un leve balanceo del arma.
—Tenía que sacarte de en medio porque hablas demasiado. Ordenes de Mitzi. No confiaba en ti.
—¿Qué Mitzi no confiaba en mí?
—No, porque eres un quejica, ¿no te das cuenta? De todos modos, si no me crees, escúchalo tú mismo. En el próximo anuncio sale Mitzi en persona —y al decir eso miré hacia la pantalla de la pared.
Lo mismo hizo Val Dambois. No era la primera equivocación que cometía pero aquella fue fatal, porque apartó los ojos de Marie. En realidad, teniendo en cuenta el aspecto y el estado de Marie, no puede culpársele, pero el pobre Val debió lamentarlo. La pistola de Marie disparó un rayo y el proyector límbico cayó de la mano de Val, antes de que el propio Val se desplomase.
Con un poco de retraso se abrió la puerta de la garita y entraron en la oficina los restantes miembros del comando, a los que el incidente había despertado. Tendida en su diván y apoyándose en un codo Marie sonreía; el diván contenía el corazón artificial que la mantenía con vida; se hallaba, pues, ligada a él pero le dejaba las manos libres para, llegado el caso, empuñar un arma.
—Te he librado de una buena, Tenny —comentó orgullosa.
—Tienes toda la razón —repliqué. Y dirigiéndome a Gert Martels añadí—: Ayúdame a arrastrarlo hasta ahí dentro.
Le metimos en la garita utilizada por los técnicos de control para dormir la siesta durante el turno de trabajo, y ahí le dejamos para que hiciera lo mismo. El proyector límbico se lo entregué a Jimmy Paleólogo. Yo no podía ni tocar aquel objeto pero supuse que él lo consideraría un valioso complemento de nuestro limitado arsenal. Nueva suposición equivocada. Cogió el arma, salió corriendo al pasillo, oí el rumor de un grifo abierto en los aseos y regresó con ella goteando.
—Este ya no volverá a funcionar —comentó arrojándolo a una papelera—. ¿Qué te parece, Tarb? ¿Reanudamos los turnos para dormir?
Respondí que no agitando la cabeza. El cuarto de dormir se había convertido en cárcel y además estábamos todos desvelados.
—Más nos vale disfrutar del espectáculo —repuse y les dejé preparando Kaf para acabarse de despejar.
Quería enterarme de cómo iban las cosas por La Era de la Publicidad y deseaba hacerlo a solas, en la intimidad de mi oficina.
Lo que vi no fue excesivamente tranquilizador. Transmitían exclusivamente boletines de noticias, con titulares que proclamaban:
El director de la Comisión Federal de Comunicaciones promete entablar juicio contra la Agencia H & K. Es probable que los dos dirigentes de la misma sean condenados a la pena máxima, quemado de cerebro.
Me froté inquieto la nuca preguntándome qué debía sentirse siendo un vegetal.
No permanecí mucho rato entregado a tan tediosa tarea porque a la postre Mitzi debió tomar el vuelo nocturno de regreso. De pronto se oyó un estrépito, chillidos, carcajadas de alivio, y cuando abrí la puerta exterior allí me la encontré. Atrapada en la red de Gert Martels.
—¿Qué hacemos con ésa? —preguntó Nels Rockwell a través del vendaje—. En la garita sobra sitio.
Sacudí la cabeza.
—No. Ella puede pasar a mi oficina.
Cuando Marie accionó el dispositivo que retiraba la red, Mitzi tropezó y estuvo a punto de caerse. Se enredó entre las mallas y me miró furiosa.
—¡Estúpido! —me gritó escupiendo el insulto—. ¿Quién demonios te crees que eres, Tenn?
—No hubieras debido enviarme al centro de desintoxicación, Mitzi —le contesté ayudándola a levantarse—. Me he curado del todo.
Se quedó boquiabierta. Permitió que la cogiera del brazo y la condujera a mi oficina. Una vez allí se dejó caer en un asiento sin apartar los ojos de mí.
—Tenny, ¿sabes lo que has hecho? No podía creérmelo cuando me dijeron que habías puesto en antena propaganda política. ¡Es inaudito!
—Efectivamente, es inaudito que la gente diga la verdad —afirmé corroborando mis palabras con un asentimiento de cabeza—. Según tengo entendido, nunca se ha hecho una cosa así.
—¡Tenny, por Dios! ¡La Verdad! ¡No seas inmaduro! —exclamó furibunda—. ¡Cómo es posible ganar enarbolando la verdad!
—Mira —le respondí con suavidad—, cuando estuve en el centro de desintoxicación tuve tiempo sobrado para pensar y hacer examen de conciencia; era mejor que cortarse el cuello, ¿sabes? Y me planteé muchas preguntas. Te voy a hacer una: ¿es correcto lo que estamos haciendo?
—¡Tenny! —exclamó sin poder disimular su horror—. No estarás defendiendo a los malditos propagandistas comerciales, ¿verdad? ¡Han despojado a su propio planeta y ahora quieren hacer lo mismo con Venus!
—No —contesté con firmeza—, con eso no respondes a mi pregunta. No te he preguntado si ellos obraban mal, porque sobre esto no tengo ninguna duda. Te he preguntado si nosotros obrábamos bien.
—Comparados con esos malditos...
—No, eso tampoco sirve. «Comparados con» no es contestación. Mira, no es suficiente ser menos malo. Lo menos malo sigue siendo malo.
—¡En mi vida he oído una cháchara tan aburrida, tan rebosante de moral barata como...! —Se interrumpió para escuchar.
De la antesala llegaba el rumor de una violenta disputa. Los irritados bramidos de un hombre; ¿sería Haseldyne? Ordenes terminantes pronunciadas por una voz aguda de mujer, ¿Gert Martels? Un portazo. Mitzi se me quedó mirando estupefacta.
—No vas a conseguir que acabe bien —murmuró.
—Es posible —repuse—. De todos modos he elegido este local porque está junto a la sala de comunicaciones. Todas las comunicaciones de la agencia pasan por aquí, de manera que el edificio está aislado, y los guardias de seguridad tienen órdenes de dejar entrar pero no salir al personal.
—No, Tenny, no quiero decir ahora —sollozó—. Me refiero a después. ¿Sabes lo que te harán?
La piel de la nuca se me puso en carne de gallina porque efectivamente lo sabía.
—Posiblemente me quemen el cerebro. Quizá me maten —admití—. Pero eso es sólo si fracaso, Mits. Hay en antena veintidós anuncios independientes, Mitzi. ¿Quieres ver alguno? —le pregunté volviéndome hacia el monitor.
—¡Ya los he visto! —exclamó deteniendo mi gesto—. Esa gorda inválida que tienes ahí afuera, declarando a relinchos que se veía obligada a comer porquerías... Ese salvaje que dice que han destrozado las tradiciones de su pueblo...
—Marie, sí, y el sudanés. —Localizarle había sido pura cuestión de suerte. Lo consiguió Gert Martels después que conseguí sacarla del calabozo, cuando le expliqué lo que me proponía—. Y esos son solamente dos. Hay uno extraordinario en el que aparece Jimmy Paleólogo explicando cómo funcionan las técnicas campbellianas sobre sujetos como yo y también sobre los nativos. El de Nels Rockwell no está mal, tampoco...
—¡Ya te he dicho que los he visto! ¡Tenny, creía que estabas a favor nuestro!
—Ni con vosotros ni en contra, Mits.
—Receta ideal para abstenerse de actuar —comentó despectiva sin que me dignase a replicar. De abstención precisamente no podía acusárseme. Lo comprendió en el instante de haber pronunciado esas palabras—. ¡Fracasarás, Tenny! ¡Al mal no puede vencérsele predicando cuatro máximas piadosas!
—Quizá no. Quizá el mal sea invencible. Tal vez los males de este mundo hayan ido demasiado lejos y sea el mal quien gane la partida. Pero no hay por qué ser cómplice de ello, Mitzi, ni renunciar a luchar como hizo Mitch Courtenay, vuestro héroe.
—¡Tenny! —exclamó no con irritación sino turbada por mi blasfemia.
—Es lo que hizo. Mitz. No resolvió el problema. Se limitó a huir.
—¡Nosotros no estamos huyendo!
—De acuerdo —admití—, vosotros lucháis. Pero usando las mismas armas y por lo tanto obteniendo los mismos resultados. La maldita propaganda comercial ha convertido a este planeta en diez mil millones de bocas descerebradas, y vosotros lo que os proponéis es matar de inanición a esas mismas bocas para que os dejen en paz. Por eso no estoy ni del lado de los publicitarios ni del de los venusianos. Prefiero optar por otra alternativa. Quiero intentar algo diferente.
—¡La verdad!
—La verdad, Mitzi —declaré—, es la única arma que no es de dos filos.
Ahí me interrumpí. Derivaba hacia un pomposo discurso y sabría Dios las cimas oratorias que podía alcanzar ante aquel auditorio unipersonal y femenino. Los fragmentos más interesantes de mi discurso ya los había pronunciado y además los tenía grabados. Tecleé en el tablero de mandos en busca del anuncio por mí interpretado y me detuve con el dedo apoyado en el botón que lo proyectaría en pantalla.
—Mitzi, he confeccionado veintidós anuncios, tres por cada una de las siete personas que estoy empleando...
—¿Siete? —repitió suspicaz—. Ahí afuera sólo he visto a cuatro.
—Dos eran niños y ordené al sudanés que permaneciese con ellos para que no tuviesen problemas. Escúchame con atención. Mits. Los primeros veintiuno no tienen otro objeto que preparar a los espectadores para el veintidós. El mío. Es decir, el que yo interpreto y te dedico especialmente a ti.
Oprimí el botón. La pantalla cobró vida. Y aparecí yo, serio y preocupado, sobre el fondo de una fotografía de archivo de Port Kathy.
—Me llamó Tennison Tarb. Soy redactor publicitario de primera categoría y lo que aparece a mis espaldas es una vista de la capital de Venus —dijo mi voz, y el compartimento profesional de mi mente pensó: no está mal, poco altisonante, dicción algo apresurada—. ¿Ven ustedes a la gente? Se parecen mucho a nosotros y sin embargo difieren en un aspecto importante: no les gusta que la publicidad domine sus mente. Por desgracia este hecho ha tenido funestas consecuencias porque ahora tienen las mentes dominadas por otro sentimiento: el odio que sienten hacia nosotros. Nos llaman malditos propagandistas comerciales y creen que nos proponemos conquistarlos y obligarles a tragar a la fuerza nuestra publicidad. Eso les ha tornado tan mezquinos como cualquier publicitario, pero lo terrible es que sus sospechas son ciertas. Hemos introducido espías en su gobierno. Hemos enviado equipos de terroristas con objeto de sabotear su economía. Y en este momento estamos planeando invadirles y atacarles con armamento límbico campbelliano, exactamente lo mismo que hicimos hace poco tiempo en el desierto de Gobi, campaña de la que yo fui testigo...
—Oh, Tenny —murmuró Mitzi—, te quemarán el cerebro.
—Sí, sin duda alguna, si fracasamos.
—¡Pero cómo no vas a fracasar!
Cuesta desarraigar las antiguas costumbres. Por más que deseaba poner las cosas en claro con Mitzi, no pude evitar lanzar una mirada de pesar a la pantalla... se acercaba el momento más emocionante del discurso. A pesar de todo dije:
—Pronto lo averiguaremos, Mits. Vamos a ver qué dicen.