La hija del Nilo (36 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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—Señor, perdona que te interrumpa, pero hay un mensajero fuera.

César apartó la mirada del texto. Llevaba mucho rato enfrascado en él y se había acercado tanto al papiro que ahora tenía la vista desenfocada.

—Dime, Menéstor.

—Es un griego, y trae caduceo de heraldo.

—¡Un mensajero protegido por el dios Hermes! En ese caso, no le haremos esperar.

César salió de la tienda. Era la hora sexta y el sol brillaba en lo más alto. En el espacio despejado que dejaban siempre frente al pretorio montaban guardia seis de sus doce lictores y cincuenta germanos, y se veían otros corrillos de soldados dispersos bajo los pocos árboles que no habían talado. Un grupo de centuriones sentados en el suelo jugaba a los dados a la sombra de un toldo andrajoso. Por si alguien no se daba cuenta del calor que hacía, las cigarras se lo recordaban con su monótono chirrido.

El heraldo era un hombre que frisaría los setenta años, tan enjuto y menudo como si aquel sol inclemente de la llanura lo hubiese resecado y encogido. Entre los dos germanos que lo flanqueaban parecía aún más pequeño. Se cubría con un ancho sombrero, el pétaso típico de los caminantes y mensajeros, y llevaba un báculo cuyo extremo representaba dos serpientes de cabezas enfrentadas.

—Cuéntame, buen hombre —dijo César en griego—. ¿Qué mensaje me traes?

—Señor —contestó él, quitándose el sombrero—, es sólo para tus oídos.

—¿Lo habéis registrado? —preguntó César en latín dirigiéndose a los germanos.

—Es inofensivo, César. No lleva armas.

César agarró al heraldo por el codo y lo llevó consigo al centro del descampado. El viejo tenía el brazo tan delgado que se lo podía rodear juntando el pulgar y el índice. No parecía efecto del hambre, sino de la frugalidad y el continuo trajín por los caminos. Era de esos tipos duros como sarmientos que aguantan muchos años en este mundo y sólo se van de él cuando el tiempo termina de consumirlos.

—El mensaje que te traigo es de Pompeyo, señor —susurró.

—Entrégamelo pues.

—No ha querido escribirlo, señor.

—Bien, ¿y qué dice?

—Que quiere reunirse contigo.

—¿Conmigo? ¿Cuándo y cómo?

—Hoy mismo, a la hora novena. A solas.

42

—Así que ya estás aquí. Te dije a la hora novena.

—Tú también has llegado antes —replicó César.

—Sí, a los dos siempre nos ha gustado anticiparnos para reconocer el terreno.

Ambos hombres se abrazaron. César había hecho lo mismo con muchos enemigos, incluso con Vercingetórix el día en que se le rindió. Solía ser un gesto formal: los pechos apenas se rozaban, las manos palmeaban la espalda por cumplir. Con Pompeyo parecía que iba a ser igual. Pero entonces su viejo amigo le clavó los dedos en los omoplatos y lo estrujó contra su corpachón. César no se resistió y a su vez lo apretó con fuerza.

Pasaron así un rato. Después se separaron, pero cogidos por los codos, y se examinaron.

—Estás más calvo todavía —dijo Pompeyo—. Y más flaco. ¿Tanta hambre te he hecho pasar?

—Tú también estás más delgado. Te viene bien. La última vez que te vi empezaba a costar más rodearte que saltarte.

Pompeyo soltó una carcajada y se dio una palmada en la coraza de cuero que resonó como un tambor.

—¡Es cierto! Me has hecho un favor con esta guerra, César. Empezaba a anquilosarme. El ejercicio me ha venido muy bien. Esta coraza que ves es la misma que utilicé en la campaña de África, antes de celebrar mi primer triunfo.

—¡No me lo puedo creer!

César, en efecto, no se lo creía. Pompeyo estaba más delgado que cuando se entrevistó con él en Luca, pero no tanto como para usar la misma armadura de hacía treinta años. En general, siempre había sido un hombre grande. No tan alto como César, pero de espaldas más anchas y piernas más musculosas. Había encanecido, aunque al ser rubio lo disimulaba mejor que los morenos. La protuberancia que remataba su nariz a modo de berenjena se veía más hinchada y con unas venillas rojas que delataban su afición al vino. Era algo bastante normal en los hombres de su edad; César, que lo bebía muy diluido con agua para que no se le subiera nunca a la cabeza, constituía una excepción.

—Pues créetelo —dijo Pompeyo—. ¡Aguanto las cabalgadas y las marchas mucho mejor que esos chavales! En mi vida me he encontrado mejor.

—No te engañes. Nuestro secreto está aquí —dijo César, tocándose la cabeza con el dedo—. Somos tan testarudos que, por no reconocer que nos hacemos viejos, aguantamos el triple de sufrimiento que los jovenzuelos. Ven, sentémonos.

Ambos se apoyaron en una gran piedra lisa y limpia de líquenes y de polvo. Al hacerlo, Pompeyo dejó escapar un gruñido involuntario. César se rió.

—¿Ves? ¿A que cada vez que te sientas sueltas ese mismo ruido, como si te rechinara todo el cuerpo? Yo no lo he hecho porque me he dado cuenta a tiempo.

—¡Ja, ja, ja! Reconozco que me has pillado en la trampa, César.

Durante un rato no dijeron nada y escucharon tan sólo el soplido del viento y el graznar de los cuervos. Sobre el llano, una bandada de pájaros revoloteaba de tal manera que, cuando cambiaba de dirección, sus alas ofrecían el perfil más fino y blanco al sol y durante un instante las aves desaparecían de la vista por arte de magia.

Se habían reunido en una loma a mitad de distancia entre ambos campamentos. Por supuesto, ninguno de los dos venía solo, aunque ambos traían una comitiva muy reducida: Saxnot y nueve de sus germanos escoltaban a César, y diez jinetes a Pompeyo. Ahora los dos grupos se encontraban a mitad de la ladera bajo unos acebuches, charlando y pasándose un odre de vino como si no estuviesen en mitad de una guerra. César, sin decirles nada a sus oficiales, había salido de la tienda pretoria con el rostro embozado y vestido con pantalones como un germano más. Por la armadura que llevaba, era obvio que Pompeyo no se había molestado en disimular tanto, aunque se suponía que se trataba de un encuentro privado y no oficial.

César miró a su alrededor. Ya que había subido allí, no podía evitar examinar el terreno desde una perspectiva distinta. A sus pies se extendía una larga llanura que corría de este a oeste, dividida en dos por el río Enipeo. Su campamento se hallaba al este, o a la izquierda desde su punto de vista, no muy lejos de la ciudad de Farsalia. El de Pompeyo estaba a la derecha, sobre el arranque de una línea de montes que se ondulaban hacia el norte y separaban aquella llanura de la de Larisa, la ciudad más poblada de Tesalia.

La batalla que César quería debería haberse librado justo a sus pies, entre aquel monte y el río. Pero, obviamente, no iba a convencer a Pompeyo de que aceptara el combate.

Allí arriba se notaba menos calor y soplaba el viento. Una racha más fuerte agitó el flequillo de César y lo despegó de su frente, haciéndolo ondear como una bandera.

—Deberías cortarte ese ridículo flequillo —dijo Pompeyo—. Aunque los aduladores que te rodean te digan lo contrario, no te queda nada bien.

César agachó la mirada y sonrió, mientras desgranaba una espiga de trigo silvestre entre los dedos. ¡Ah, la famosa calvicie de César! Sus enemigos creían que le importaba mucho. Por eso se burlaban de él, porque procuraba taparse con una fina cortinilla de cabello que llamaba más la atención de lo que la habría llamado su propio cráneo mondo.

En realidad, la calvicie no le incomodaba demasiado, pues la naturaleza le había dotado de una cabeza de proporciones armoniosas. Si se dejaba aquel flequillo era imitando el ejemplo de Alcibíades, un político de la edad de oro de Atenas. Un individuo similar a él en muchas cosas: pragmático, buen general y dotado para la oratoria.

Este Alcibíades tenía un perro que le había costado más de un talento, una auténtica fortuna. El animal, de gran tamaño, poseía una cola espléndida que constituía su principal adorno. Cuando a Alcibíades se le ocurrió cortársela, sus amigos le dijeron: «¡Pobre animal! Ahora ya no vale nada. ¡Has escandalizado a toda la ciudad!». «Es justo lo que pretendía —respondió él—. Mientras me critiquen por lo del perro, no se molestarán en buscarme algún defecto peor».

Eso mismo le ocurría a César con la calva. En tanto que la gente pensara que le ofendían los comentarios sobre su falta de pelo y se burlaran de él, cosa que le traía al pairo, no indagarían para encontrarle defectos más graves cuya crítica podría dolerle más.

Pero a Pompeyo no se lo comentó, pues ése era un secreto que no le había confesado a nadie. Salvo a Menéstor, claro. ¿Qué se le puede ocultar al criado que te viste y te desviste, te afeita y te corta el pelo?

—Te he traído esto.

Pompeyo tenía en la mano un papiro enrollado con una cinta amarilla. Al ver el doble lazo que la ataba, a César se le aceleró el corazón. ¡Julia! Ella siempre hacía ese nudo, y el amarillo era su color favorito.

Amarillo como el de sus cabellos y los coleteros que le ponía su abuela Aurelia, la madre de César.

Cogió la carta y se la guardó entre el cinturón y la ropa.

—La escribió después de dar a luz —dijo Pompeyo, con los ojos clavados en el suelo—. Estaba perdiendo mucha sangre y sabía que iba a morir. Yo, para no asustarla, le decía que no iba a pasar nada, pero ya sabes lo valiente que era. Ella me consolaba a mí.

Hablaron un rato de Julia, y también de otros familiares. César le preguntó por Bruto. Pompeyo le dijo que estaba en su campamento y que se encontraba bien.

—¿Qué tal se porta? —preguntó César.

—Es un buen chico, un buen romano. Pero los dioses no lo han llamado por el sendero de la milicia. En eso es igual que Cicerón.

—No los compares. Bruto vale mucho más que Cicerón. Es mucho más íntegro y menos retorcido.

César sentía mucho cariño por Bruto. Lo conocía desde niño; un chico serio, respetuoso e introvertido, siempre entregado a sus lecturas. Le había parecido débil, el típico muchacho del que los demás críos abusan con esa crueldad infantil que a veces los adultos pasan por alto por pura desmemoria de su propia niñez, y eso había despertado su instinto de protección.

Por Roma corría el rumor de que Bruto era hijo espurio suyo, debido a que César había sido amante de su madre. Pero Servilia, mayor que César, había alumbrado a Bruto antes de conocerlo. De hecho, César le sacaba quince años a Bruto nada más. Físicamente habría podido ser su padre, pero a esa edad las únicas mujeres con las que se acostaba eran esclavas y prostitutas, no esposas de senadores.

—¿Sabes, César? —dijo Pompeyo de repente—. Cada vez te entiendo mejor.

—¿Qué quieres decir?

—Que comprendo en parte que dieras un puñetazo en la mesa y dijeras a los optimates: «¡Hasta aquí hemos llegado!».

—¿Tan harto te tienen?

—¡No te haces ni idea! ¿Recuerdas la historia de Emilio Paulo antes de partir a la guerra de Macedonia, cómo reunió al pueblo romano en el Foro y les echó un rapapolvo tremendo a todos los generales de salón? ¡Ojalá tuviera yo tan mal carácter como dicen que tenía ese hombre!

—Bueno, sé que cuando sacas tu temperamento los pones firmes a todos.

Pompeyo sonrió. Ponerle delante un halago era como enseñarle una salchicha a Marco Antonio, un cebo irresistible.

—¿Eso crees? Bueno, si no tuviera carácter no habría hecho las cosas que he hecho. El mar seguiría infestado de piratas y Roma tendría la mitad de provincias y de riquezas.

—Eso no se puede negar.

—Pero esos optimates son insoportables —insistió Pompeyo—. ¿Sabes que ya se están repartiendo tus propiedades y tus cargos?

—Vaya, por lo menos los buitres suelen esperar a que el burro esté muerto antes de comérselo.

—Ahenobarbo, Esfínter y mi propio suegro no hacen más que calentarme la cabeza para ver quién te sucede como pontífice máximo. Entre todos ya han escrito una lista en la que han apuntado quiénes van a ser cónsules ¡en los próximos diez años!

—¿Y Catón? ¿Qué te dice Catón? —le tiró de la lengua César, que no soportaba a aquel hombre al que Pompeyo parecía apreciar.

—No me dice nada porque lo he dejado en Dirraquio.

—Al mando, supongo.

—¡Hombre, no habría aceptado menos!

«Así que ya empiezas a conocer de verdad a Catón», pensó César.

—¿Sabes cómo me llamó hace unos días Ahenobarbo?

—No. ¿Cómo?

—¡Agamenón, rey de reyes! ¡Como si pretendiera convertirse en mi Aquiles! Él es el que más me calienta la cabeza diciéndome que combata aquí o allá, que haga las cosas de esta forma o de esta otra. Cada día que sacas a tus tropas, se empeña en que acepte la batalla. ¡Estoy por dejarle el mando, a ver qué se le ocurre!

Pompeyo, que llevaba un rato mirando al horizonte mientras despotricaba, volvió el rostro hacia César, y su expresión cambió.

—Sólo combatiré contigo cuando yo quiera, César.

—Es tu prerrogativa como general.

—Sabes que no me puedes ganar.

—¿Tan seguro estás?

—¡Los dos lo sabemos, César, déjate de tonterías! Empezaste como abogado y como político, y al final resultó que no eras mal general. ¡Pero yo llevo mandando ejércitos desde que me quité la pretexta! Soy como tu tío Mario, un militar innato. ¡Odio la política, pero gano guerras!

—Yo también las he ganado.

—Discúlpame, pero no entiendo que en Roma se hayan organizado tantas alharacas por tus victorias. Los celtas y los germanos son bárbaros atrasados. ¿De qué glorias guerreras pueden alardear? ¡Una victoria sobre cuatro cazurros piojosos y el senado decreta quince días de agradecimiento a los dioses!

César meneó la cabeza. El problema de Pompeyo era que quería que sus victorias fueran inmortales y nadie las superara. Por él, las fronteras de Roma se quedarían para siempre tal como las había establecido para que nadie lo aventajara en gloria.

—Igual que barrí a los piratas del mar en un mes, habría conquistado la Galia entera en una sola campaña y nadie se habría vuelto a levantar. ¿Has visto tú que alguien se rebele en Grecia, en Asia Menor, en Siria? —Pompeyo se interrumpió y se mordió los labios. Después, en tono más bajo prosiguió—: Perdóname, viejo amigo. Eres grande en muchas cosas, y yo mismo he buscado tu consejo en ocasiones, como bien recordarás.

—Pero...

—Pero como general no estás a mi altura. Renuncia a esta locura. Ya viste lo que ocurrió en Dirraquio. La próxima vez que se repita, será la última.

—¿Y qué pretendes que haga? ¿Que me rinda para que me entregues a Labieno y me sacrifique como a una res?

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