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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (33 page)

BOOK: La hija del Nilo
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César soltó la pluma un momento. Qué distinto era narrar victorias y derrotas. Mientras escribía no dejaban de acudir a su cabeza visiones y sonidos, e incluso revivía el sabor del polvo y el olor del humo y las pavesas. Contemplar sin poder hacer nada cómo sus hombres caían por la empalizada y morían aplastados bajo el peso de sus propios compañeros había sido terrible. Pero la impotencia que sintió cuando se plantó en la puerta de aquel fuerte fue mucho más frustrante. Había creído que su presencia y su carisma bastarían para detener la vergonzosa huida de sus hombres, y ellos prácticamente lo arrollaron.

La imagen que más lo obsesionaba era la de aquel portaestandarte, sus ojos abiertos de miedo y odio bajo la mandíbula del oso.

Se apretó el puente de la nariz. Le escocían los ojos y le dolía la cabeza. No era buen momento para sufrir otro ataque. ¿O sí? Uno largo, tal vez de diez o cien años, para que cuando despertase de la inconsciencia el piadoso olvido lo hubiese borrado todo.

Los ruidos del campamento y un atisbo de claridad le indicaron que estaba amaneciendo. Tomó el cálamo de nuevo. Quería terminar el relato.

«Al atardecer, cuando pasamos revista a las unidades, comprendimos la magnitud del desastre. Faltaban casi mil hombres, treinta y tres de ellos centuriones y tribunos y el resto soldados. Muchos de los que han llegado malheridos al campamento gracias a la ayuda de sus compañeros no sobrevivirán a los próximos días. Además, para mayor vergüenza mía, hemos perdido veintiocho estandartes. Las águilas, al menos, se han salvado.

»Sumando esta derrota a la de hace dos días, he perdido más de dos mil soldados. La IX, la misma legión que se me amotinó, ha quedado tan reducida que, para que pueda seguir operativa, tendré que desplegarla junto a la VIII, que también ha sufrido muchas bajas.

»Esta vez mi error no ha sido táctico como en el Sabis, sino estratégico. Al este de esta región se encuentran las prósperas ciudades de Macedonia y Tesalia y sus fértiles llanuras. Debería haberme dirigido allí. Decidí, por el contrario, quedarme en este país lluvioso y atrasado, al lado del mar que controla la flota de Pompeyo, y me empeciné en asediar a un ejército superior en número porque pensaba que así hundiría su moral.

»El resultado de las últimas operaciones es que, al contrario de mis expectativas, la moral del enemigo se ha multiplicado y en sus combates contra nosotros ha adquirido la experiencia y calidad que le faltaban. Mi ejército, en cambio, se encuentra desnutrido y con el ánimo abatido.

»Por primera vez en mi carrera, tengo que reconocer que he sido derrotado. Lo peor es que ahora mismo no sé qué hacer. No podemos regresar a Italia porque apenas tenemos barcos. Si abandonamos este lugar y nos dirigimos a los llanos de Tesalia en busca de provisiones, los hombres de Pompeyo, crecidos tras su victoria, nos perseguirán y nos darán caza por los pasos de montaña.

»Existe otra opción, por supuesto. Cuando Vercingetórix comprendió que no le quedaba esperanza de salvación, se atavió con una espléndida armadura repujada en oro, montó en el mejor de sus corceles de batalla, bajó de la ciudadela de Alesia sin escolta y se dirigió hacia la puerta principal de mi campamento. Una vez allí, desmontó delante de mi tienda, se quitó la armadura pieza por pieza y, por fin, se sentó en el suelo sin decir nada. Yo, que siempre he admirado a los hombres con estilo, tuve que reconocer que el que se hacía llamar rey de los galos se había rendido como un vencedor.

»Ahora Vercingetórix se encuentra en Roma, aguardando a que yo regrese para celebrar mi triunfo y lo exhiba en la cabalgata con los demás prisioneros. ¡Qué ironía si yo me entrego ahora como hizo él y acabo haciéndole compañía en el festejo triunfal de Pompeyo el Grande!

»Aún me queda otra opción. Sería la más honorable para mí. Tomar mi propia espada y antes de...».

—Menéstor, no hace falta que contengas más la respiración. Te vas a asfixiar.

A su espalda, Menéstor tomó aliento y resopló. César, que estaba escribiendo sentado en un taburete, se giró sobre él y se encaró a su asistente. Los ojos del griego, de por sí pequeños, apenas se veían ahora, y dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿A tu edad te vas a volver sentimental, Menéstor? —preguntó César con una sonrisa melancólica.

—No pretendía leer lo que escribes, pero...

—Considerando que no querías leerlo, has hecho cierto esfuerzo viniendo de puntillas para ponerte detrás de mi espalda y asomarte por encima de mi hombro. ¿Tus filósofos llamarían a eso una acción involuntaria?

Menéstor se puso de rodillas, tomó las manos de César y las besó.

—Señor, por favor, no hagas lo que estás pensando.

—¿Ahora mi antiguo esclavo me dicta lo que tengo que hacer?

—¡Líbrenme los dioses, señor! Pero tú eres César. ¡No puedes perder!

—Todo el mundo puede perder, Menéstor —contestó César, entrecerrando los ojos. Un rayo de luz tempranero que se había colado por la ventana de la tienda estaba arrancando un reflejo dorado de su reluciente coraza de gala y lo deslumbraba.

—¡Tú no, señor! Muchas veces te he oído decir que no puede haber derrota cuando uno se niega a aceptarla.

César acarició la cabeza de su criado.

—Mi buen Menéstor, también me habrás oído decir que la voluntad de un hombre puede domeñar la naturaleza. Cuando intenté cruzar el Adriático una noche de tormenta, la naturaleza o los dioses, si es que existen, me demostraron lo contrario.

—¡Señor!

—Debería haber hecho caso a su advertencia entonces. Pero seguí empeñado en lo imposible.

César se levantó por fin. Estaba descubriendo un placer inesperado regodeándose en el sabor de los posos que el vino agrio de la derrota depositaba en el fondo de la copa. Tal vez los dioses sí existieran de verdad. Quizá le acababan de enviar una señal con ese reflejo en su armadura. ¿Qué aspecto ofrecería ataviado con ella y rindiéndose a Pompeyo?

O tendido en su pira funeraria.

—Ayúdame a engalanarme, Menéstor. Pase lo que pase hoy, César debe presentar un aspecto intachable.

—Sí, señor —respondió su liberto, levantándose del suelo y enjugándose las lágrimas.

Tras lavarse y vestirse, César abrió los brazos para que Menéstor pudiera abrochar mejor las correas que unían las dos piezas de la coraza. En el pectoral de plata, un relieve en ataujías de oro representaba una escena que parecía fuera de lugar en una armadura: la diosa Venus surgiendo de entre la espuma del mar. Pero de ella provenía el linaje de los Julios. Además, ¿no era Venus amante del belicoso Marte?

Durante la noche no habían dejado de oírse voces por todo el campamento. Ahora, mientras Menéstor le ajustaba el correaje, dichas voces empezaron a juntarse en un rumor creciente y más articulado sobre el que destacaban gritos exaltados con su nombre: «Caesar, Caesar!».

Una mano grande y pálida se coló por la abertura de la puerta y apartó el faldón de cuero a un lado. César volvió a deslumbrarse un instante, pues la entrada se hallaba orientada al este, pero la enorme sombra de Saxnot se interpuso y tapó el sol.

—César, soldados quieren verte.

—¿Soldados? ¿Qué soldados?

—Todos.

—Muy bien. ¡Menéstor, mi paludamentum!

Mientras le ponía la capa roja, Menéstor le preguntó con voz atribulada:

—¿Qué pasa ahora, señor?

—¿No está bastante claro, amigo mío? Los soldados no aguantan más. Se han amotinado contra mí.

—¿Y qué vas a hacer, señor?

Una vez cerrados los broches, César hizo un floreo con la capa, que le cayó sobre el brazo izquierdo como si se dispusiera a pronunciar un discurso en la rostra de los oradores. Después, con una sonrisa indescifrable incluso para él mismo, se dirigió a la puerta de la tienda y dijo:

—La pregunta, Menéstor, no es qué voy a hacer yo, sino qué van a hacer ellos. Ahora estoy en sus manos.

39

Ascalón, costa de Siria

—¿Qué te parece, señora? ¿Era lo que querías?

El jefe de la ceca le enseñó la moneda, una tetradracma de plata. El rostro de perfil podría haber sido el de cualquiera de sus antepasados masculinos: la barbilla rotunda, la mandíbula cuadrada, unas cejas prominentes y, sobre todo, una nariz ganchuda como el pico de un cuervo. El único rasgo femenino que se había permitido era el moño en la nuca, asomando por encima de la diadema real.

—Sí, era lo que quería —contestó Cleopatra.

Carmión cogió una de las monedas y la sostuvo entre el índice y el pulgar. Tras examinarla, miró a Cleopatra y examinó una vez más la efigie acuñada.

—Pareces un hombre, señora. No te hace justicia —dijo por fin la criada.

—La hará si sirve para pagar a las tropas que van a devolverme mi trono legítimo.

Cleopatra se guardó dos dracmas y dos tetradracmas de muestra y, seguida por Apolodoro, Iras y Carmión, salió de la ceca y tomó por la avenida de los Broncistas. En todos los talleres, los martillos resonaban sobre los yunques y las chapas de metal, y los fuelles soplaban con profundos silbidos que parecían brotar de pechos asmáticos. La calle olía a humo, a hollín y a pavesas, a aceite de temple, a metal recalentado y a sudor.

Olía a preparativos de guerra.

Aunque el sol empezaba a declinar, los toldos de juncos y arpillera que cruzaban la calle de una terraza a otra seguían siendo de agradecer. Ascalón estaba al lado del mar, como Alejandría, pero aquí hacía mucho más calor. O eso le parecía a Cleopatra, tal vez porque la mansión en que se alojaba no tenía paredes tan gruesas como las del palacio real ni disponía de una piscina privada para bañarse y nadar todos los días. Sin el aporte del Nilo, en aquella zona el agua escaseaba mucho más.

Al salir de la calle contempló otra vez la moneda. La verdad era que no sólo parecía un hombre, sino además un hombre bastante feo. A ella, desde luego, no la habría atraído un varón con ese rostro. Sin embargo, era la misma Cleopatra quien había insistido en que la retrataran con rasgos masculinos y vigorosos para que los mercenarios a los que había contratado supieran que, aunque mujer, era capaz de dirigir un ejército. Incluso, si era necesario, usaría una barba postiza como habían hecho en el pasado algunas mujeres que reinaban como faraón.

Pues no pensaba dejar que ningún hombre tomara decisiones por ella. Cuando estaba en Alejandría, Aquilas la trataba con una condescendencia insufrible. Cada vez que pretendía despachar con él asuntos relativos al ejército o la flota de guerra, le decía que los dejara en sus manos y no malgastara su «linda cabecita» en ellos. Y tanto en Petra como aquí en Ascalón, Malik, el rey de los nabateos, se empeñaba en darle consejos jamás solicitados sobre la campaña inminente.

Al menos con Malik tenía una ventaja. Cleopatra se hallaba en deuda con él por su hospitalidad, por su dinero y por los soldados y caballos que había puesto a su disposición. Pero la deuda del nabateo con ella era mucho mayor: le debía el trono, y tal vez la vida.

Recordando su aventura en Petra, que por extraña casi le resultaba onírica, y cómo había actuado primero con Avdat, luego con el visir y por último con Malik, Cleopatra se preguntó si no se estaría convirtiendo por fin en una intrigante.

No era una cuestión que la reconcomiese moralmente, sino todo lo contrario. En realidad, se sentía orgullosa de ello. Iras, Carmión y Sosígenes se lo habían dicho, cada uno a su manera: si quería mantenerse en el trono, debía aprender a moverse entre las sombras y manipular a los demás.

Lo que sí la inquietaba era la posibilidad de transformarse en una asesina.

Había visto morir ya a varias personas de forma violenta, la mayoría a manos de Apolodoro, pero era la primera vez que alguien perdía la vida por acción suya. Al recapacitar sobre lo ocurrido no experimentaba ninguna sensación, ni buena ni mala. Ni siquiera esa breve euforia que notaba cuando acertaba al disparar el arco y abatía a una paloma, una liebre o un ciervo. En aquella cueva de Petra todo había sido más frío, como si existiera una separación total entre esparcir un fino polvo en una copa de vino y la muerte de otro ser humano; o, como habría dicho Sosígenes, como si hubiese una falta de relación entre causa y efecto.

Al fin y al cabo, era una Lágida. Tal vez llevaba el asesinato en la sangre, como su hermano. Al menos, a ella no le había producido placer envenenar a Avdat, mientras que Ptolomeo habría disfrutado tanto como un sátiro sumergido en un barril de vino.

«Tienes que ser más práctica —se dijo—. Era necesario hacerlo, y lo hiciste». Había sido una breve guerra entre dos reinos, y el de ella había ganado.

En el patio de la casa la aguardaba un mensajero tan cubierto de polvo que, por contraste con su rostro, los bordes interiores de sus párpados parecían heridas sangrantes.

—Esto viene de Alejandría, señora.

La carta estaba sellada con un lacre que alguien había roto y vuelto a unir. En él se veía un león que sujetaba una espada entre sus garras, y sobre él unos caracteres latinos que Cleopatra ya había aprendido a interpretar.

CN·MAGN

Gneo Magno. Aquél era el sello de Pompeyo.

A Cleopatra se le aceleró el corazón. Había enviado una carta al general pidiéndole ayuda o como mínimo arbitraje en la rencilla con su hermano. Pero, si ésa era la respuesta, ¿por qué Pompeyo la había enviado a Alejandría y no a Ascalón, tal como le pedía ella? ¿Y por qué el sello había sido rasgado y cerrado de nuevo?

No tardó en comprender la razón. El texto, redactado en griego, decía:

De Gn. Pompeyo Magno, procónsul, al rey Ptolomeo Filopátor.

Mi buen amigo:

Me congratula comunicarte que pronto podré visitar tu hermoso reino, pues mi guerra contra el rebelde César está a punto de terminar. Sus tropas han sido derrotadas en Dirraquio, y después de dejar miles de muertos en el campo de batalla se ha retirado con el rabo entre las piernas como un perro apaleado. [Un lenguaje poco habitual en la correspondencia diplomática, pensó Cleopatra, pero expresivo y muy propio de aquel romano de modales un tanto toscos]. César no tiene dónde escapar, pues mi flota domina los mares gracias, entre otras ayudas, a los barcos que tan amablemente me enviaste. Pronto él y su estéril rebelión serán sólo materia de estudio para historiadores.

Cuando lo aplaste como se aplasta a una mosca, prometo ir a visitarte y a renovar contigo los lazos que me unieron a tu querido padre. Espero que para entonces hayas solucionado el conflicto con tu hermana. Si no es así, como albacea que soy del testamento de tu padre que obra en mi poder, mediaré entre vosotros y, si es menester, le arreglaré a ella un buen matrimonio fuera de Egipto para que no vuelva a injerirse en tu reinado. ¡Espero que no haya que tomar medidas más drásticas!

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