La hija del Nilo (57 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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—¡Alto! No, no te la lleves. Quién sabe a qué nueva indignidad sois capaces de someterlo.

El sirviente dio media vuelta y se acercó a César. Éste le hizo una seña a Menéstor, que se adelantó y cogió la urna con mucho cuidado, como si temiera que fuese a romperse entre sus dedos.

—Llévatela, por favor, y no la pierdas de vista hasta que pueda rendirle los honores apropiados —le dijo César en latín, en tono más conmovido de lo que él mismo esperaba. Después se volvió hacia Potino y Teódoto—. ¿Qué habéis hecho con el cuerpo?

—César, por favor —dijo Teódoto, haciendo un gesto apaciguador con las manos—. Pensábamos que esto te complacería. Era tu enemigo...

—¡Maldito griego maestro de charlatanerías, Pompeyo era mi adversario en la guerra, pero fue mi amigo y estuvo casado con mi hija! —estalló César. Empezaba a notar una presión en la cabeza que conocía bien. Cuando perdía el control, las venas de las sienes se le hinchaban y adquirían una extraña forma de escalera.

—Teódoto no lo hizo con mala intención, noble César —intervino Potino—. Cuando Pompeyo nos envió un mensaje pidiendo hospitalidad en Pelusio y debatimos qué hacer, él argumentó que podía ser un gran peligro para la nación, y con su hábil retórica convenció al rey.

—¿Cómo? —exclamó Teódoto—. ¿Estás diciendo que fui yo el único que sugirió eliminar a Pompeyo? ¿Acaso Aquilas y tú sostuvisteis lo contrario?

—¿Niegas que fuiste tú quien dijo: «Los muertos no muerden»? Porque te sentías muy satisfecho de tu ingenio en ese momento.

—¡Basta! —exclamó César—. ¡Os he preguntado dónde está el cuerpo!

—No... No lo sabemos —respondió Teódoto—. Sólo le dijimos a Septimio que le cortara la cabeza para que te sirviera como prueba de su muerte.

Las últimas palabras casi no se oyeron, porque el maestro de retórica fue perdiendo la confianza en su propia frase y su voz se debilitó mientras la pronunciaba. Potino, que pese a no poseer testículos parecía tener mucha más presencia de ánimo, dijo:

—Lamentamos si el procedimiento te ha parecido inconveniente, César. Pero tendrás que reconocer que te hemos solucionado un problema. Vuestra guerra civil ha terminado.

—¡Eso es lo que tú te crees! Durante dos meses he recorrido miles de kilómetros sin darme descanso ni otorgárselo a mis hombres para encontrar a Pompeyo. Pero no para asesinarlo como a un criminal de baja estofa, que es lo que habéis hecho vosotros. ¡Yo quería ofrecerle mi perdón y mi amistad! Le iba a proponer unos términos tan generosos que no habría podido rechazarlos. ¡Entonces sí que se habría terminado la guerra civil! Pero ahora, asesinándolo, lo habéis convertido en un símbolo. ¡Aún tendré que luchar años contra sus hijos y el resto de sus partidarios hasta que la República conozca la paz!

—César —dijo Potino—, ¿estás seguro de que Pompeyo habría...?

—¡Silencio! Si oigo salir una sola palabra más de las mismas bocas que le aconsejaron al rey esta infamia, no respondo de lo que puedo hacer. ¡Fuera de aquí!

—Pero, César, éste es nuestro palacio —empezó Teódoto—. No puedes...

Potino, que veía el peligro mejor que el rétor, lo agarró de un pliegue del manto y tiró de él. Los dos consejeros y su séquito se apresuraron a abandonar la estancia.

—César... —dijo Claudio Nerón.

—Déjalo. Ahora no quiero hablar.

Sin volverse a mirar a sus compañeros, César salió a la terraza que se asomaba al mar y apoyó las manos en la balaustrada de bronce. En el puerto, los barcos seguían entrando y saliendo a decenas, escoltados por cortejos de ruidosas gaviotas. El mundo proseguía con su ritmo habitual para todos.

Salvo para Pompeyo.

¿Eso era todo? ¿En eso quedaba la gloria de un hombre? El conquistador de Oriente, Pompeyo el Grande, al final había sido lo bastante pequeño como para caber en una caja de dos palmos.

César miró al Faro. La muerte de Pompeyo, la altura de aquel desmesurado edificio y la magnitud de aquella inabarcable ciudad le hicieron sentir pequeño; tan pequeño y desvalido como cuando su padre lo llevó a hombros por la vía Sacra para ver el triunfo de Lucio Cornelio Dolabela, el primer recuerdo de su vida. Y, al mismo tiempo, tan viejo y cansado como aquel extraño país de Egipto en que los ríos corrían de norte a sur y crecían en verano y se secaban en invierno.

César lloró.

62

Por la noche, después de que Teódoto le ofreciera a César la cabeza de Pompeyo, Salvio, el jefe de los lictores, llamó a su puerta y le dijo que alguien quería verlo.

—Es un griego —explicó Salvio, un fornido romano de pura cepa.

—¿Un griego? ¿Aquí en Alejandría? Qué extraño, ¿verdad?

—Lo siento, César —respondió Salvio, captando el sarcasmo—. Sólo me ha dicho que se llama Filipo, y que quiere rogarte un favor en nombre de una vieja amistad. Le hemos registrado y no lleva armas.

—Que pase.

Cuando César vio al tal Filipo lo reconoció, aunque el hombre había perdido al menos diez kilos desde la última vez que lo viera y parecía haber ganado otros tantos años. Era un liberto de Pompeyo, su criado de confianza tal como lo era Menéstor para César. Traía en las manos un ánfora descascarillada. ¿De qué clase de regalo se trataba?

No. No podía ser un regalo. Antes de que Filipo se lo dijera, César lo intuyó.

Ahí dentro reposaban las cenizas del cuerpo de Pompeyo.

César dejó que Filipo se sentara. Mientras Menéstor le servía vino mezclado con agua, el liberto de Pompeyo relató cómo había muerto su señor, atrapado en una trampa tendida por el general Aquilas y uno de sus antiguos centuriones. ¿Podrían traicionar así a César hombres como Esceva, el difunto Crastino, Voreno o Pulón? Él quiso pensar que no.

—A los soldados que nos escoltaban los tiraron al agua, y se hundieron con sus armaduras —explicó Filipo. La debilidad y el miedo y el dolor evocados por el recuerdo hacían que su voz temblara tanto como las manos con que sujetaba la copa—. A mí no me hicieron nada. Sólo se rieron de mí.

—¿Qué hicieron con Pompeyo?

—Le cortaron la cabeza allí mismo, señor, en el bote. ¡Fue ese traidor, Lucio Septimio, que las Furias lo maldigan! Después arrojaron su cuerpo al mar, y a mí me dijeron que, si quería vivir, volviera nadando hasta mi barco.

—¿Y no lo hiciste?

—A bordo de la Seleucia habían visto lo ocurrido y estaban virando para huir. No creo que hubiese llegado. Además, el cuerpo de mi señor se encontraba allí, flotando a mi lado. No podía dejar que se pudriese en el agua, así que tiré de él como pude hasta que hice pie. Allí hay muy poca profundidad.

—De modo que lo llevaste hasta la orilla.

—Sí, señor. Había por allí cerca unos pescadores, y les pedí un cuchillo para cortar ramas y fuego para encender una pira. Ellos me ayudaron y me dieron esta vasija vieja. Aquí están las cenizas de mi señor. Te las traigo porque sé que tú fuiste su amigo. ¡Ah, qué desgracia fue que los dioses se llevaran a tu amada hija Julia, señor!

Conmovido por la fidelidad de aquel hombre y por el recuerdo de Julia, César apartó la mirada para que ni él ni Menéstor viesen las lágrimas que bailaban en sus ojos. Ya había llorado demasiado ese día. ¿Qué demonios le pasaba? ¡César no podía llorar!

Aquella noche, Filipo se alojó en el mismo aposento que Menéstor. Al día siguiente, César hizo que le compraran pasaje en una nave que partía esa misma tarde a Roma. Le dio a Filipo quinientos sestercios como viático, el anillo de su señor y una urna de oro donde guardaron las cenizas del cuerpo y la cabeza de Pompeyo, de nuevo reunidos aunque fuera de aquella extraña forma. También le entregó una carta para Cornelia, su esposa, en la que le ofrecía sus condolencias, le explicaba que él jamás habría querido que las cosas acabaran así y terminaba diciéndole que acudiera a su casa en Roma para pedir a su esposa Calpurnia todo lo que pudiera necesitar.

Esa misma tarde, al tiempo que zarpaba la nave donde viajaban los restos de Pompeyo, César recibió otra visita. Era Dioscórides, que esta vez acudía sin su inseparable Serapión. A cambio lo acompañaba un hombre delgado, de rasgos afilados y ojos verdes como los de un gato. Aunque llevaba el rostro recién afeitado y olía a baño y aceites aromáticos, por la torpeza con la que andaba, impropia de su edad —no podía tener más de treinta y cinco años—, y por lo macilento de su rostro, César pensó que debía de haber padecido penalidades muy recientes.

Sin embargo, aquellas penalidades no tenían que ver con la vida militar. César sabía distinguir a un soldado a primera vista, y aquel hombre no lo era.

—César, me congratula traerte una buena noticia —dijo Dioscórides—. Éste es Sosígenes, el astrónomo por el que me preguntaste.

—¿No estaba muerto? —preguntó César, enarcando una ceja.

El llamado Sosígenes sonrió. Pese a lo que hubiese podido sufrir, sus ojos chispearon divertidos.

—Se ve que los rumores sobre mi muerte fueron algo exagerados —dijo.

—Ha sido el visir Potino quien ha subsanado el error —explicó Dioscórides—. En realidad, este hombre no ha sido ejecutado. Tan sólo lo habían encarcelado temporalmente por un malentendido.

—Mala conciencia —dijo César.

—Perdón, César. No te entiendo —dijo Dioscórides.

—Es fácil de entender —intervino Sosígenes, hablando a toda velocidad—. Si el noble César se interesó por mí y le dijiste que yo estaba muerto, eso lo contrarió. En qué medida, lo ignoro; pero lo contrarió. Potino y Teódoto intentaron ayer congraciarse con César ofreciéndole la cabeza de su enemigo Pompeyo. Una estupidez, porque a los cazadores natos no les gusta que nadie cace la presa por ellos. Cuando se dieron cuenta de que habían ofendido a César en lugar de halagarlo, para salvar su mala conciencia decidieron contentarlo de alguna forma, por pequeña que fuese. Al saber que César preguntó por mí, han decidido sacarme de esa lóbrega cisterna donde me habían encerrado a modo de mazmorra.

César escuchó fascinado el torrente verbal de aquel hombre, que apenas parpadeaba mientras hablaba. Hacía mucho tiempo que nadie que no fuese al menos de sangre real se permitía hablar delante de él con tanta libertad.

«Es muy brillante, aunque su carácter resulte insoportable a veces», había dicho de él Posidonio.

Tal vez pudiera ser insoportable. Pero a César le cayó bien desde el primer momento, y supo que en él acababa de encontrar un amigo.

Algo que, en un nido de arañas como Alejandría, le hacía mucha falta.

VI
63

Al anochecer, Potino, que no había vuelto a asomar por aquella ala del palacio desde el fiasco de su supuesto regalo, mandó un heraldo a César para comunicarle que al día siguiente, a la hora cuarta, el rey Ptolomeo lo recibiría en audiencia.

Un poco más tarde, tres barcos atracaron en el muelle real. Dos de ellos sólo traían encendidos fanales a proa y popa, como era habitual al navegar de noche; pero al tercero lo alumbraban tantas luces que parecía la procesión de antorchas que los atenienses celebraban en honor de su patrona Atenea, y brillaba como si estuviese construido en oro macizo. Cuando amarró, lo único que pudo verle César fue la popa, ya que su ventana no ofrecía un buen ángulo. Por eso no pudo saber quién bajaba por la pasarela, aunque imaginó que se trataba del mismo Ptolomeo.

Después de eso estuvo anotando órdenes para el día siguiente y escribiendo cartas para Marco Antonio, su esposa Calpurnia y algunos senadores. Menéstor roncaba al otro lado de la puerta del aposento contiguo y él ya se estaba adormilando cuando llamaron a la puerta. Consultó la clepsidra y comprobó que la aguja marcaba el cuatro. Una hora algo intempestiva para recibir visitas.

—¡Adelante! —dijo.

Esa noche Salvio descansaba. Uno de los lictores que montaban guardia —siempre había al menos cuatro delante de su puerta, amén de un par de germanos— entró, plantó las fasces en el suelo de ónice y se cuadró ante César. Era el más veterano de todos, un cincuentón llamado Caucilio.

—César, ahí fuera hay un hombre que dice traerte un regalo.

—¿Un regalo? ¿De quién?

—Según él, de la diosa Isis.

—¿De una diosa nada menos? Vivimos en una ciudad de milagros, sin duda.

—A lo mejor se refiere a los sacerdotes de Isis.

Caucilio resultaba tan inmune a la ironía como Mitrídates a los venenos. En cualquier caso, no se le había contratado como lictor por sus luces.

—Es muy posible, Caucilio. ¿Lleva armas encima?

—Las llevaba. Le hemos confiscado dos puñales y una espada. Trae una gran bolsa de cuero de las que se usan para llevar la ropa de cama a la lavandería. Cuando hemos querido abrirla, se ha negado diciendo que dentro estaba tu regalo. Nos ha pedido que te dijéramos que es Apolodoro, de Capua.

—¡Apolodoro, y con un regalo! Eso sí que ha despertado mi curiosidad. Dile que entre.

—No sabemos qué puede haber en la bolsa. Además, ese tipo tiene aspecto de ser peligroso.

—¡Oh, y lo es! El hombre más peligroso que puedas conocer en tu vida, mi buen Caucilio. Haz que pase y cierra la puerta.

—Pero César, nuestro deber...

César le puso las manos sobre los hombros y con gentil firmeza le hizo dar la vuelta y lo empujó hacia el vestíbulo.

—Haz lo que te digo.

Por fin, Apolodoro entró. La puerta se cerró detrás de él. ¿Cuánto hacía que César no lo veía, ocho o nueve años? Había engordado unos kilos, como suele ocurrir con los eunucos. Eso escondía todavía más su cuello de por sí corto, de tal modo que la cabeza parecía brotar directamente de aquellos hombros anchos y macizos. Tenía más canas y más entradas en el pelo; en el rostro no se advertían cicatrices nuevas. Bajo el sayo negro, conociendo su forma de pelear, tal vez escondiera alguna más.

Apolodoro era aquel luchador invencible que César mantuvo durante unos años en su escuela de gladiadores de Capua. Se lo había comprado a Pompeyo, que lo apresó durante su campaña contra los piratas. Capturarlo no resultó fácil, pues Apolodoro se las arregló para matar a cinco hombres él solo. No pudieron derribarlo hasta que se quedó sin espada cuando, al atravesar el cuerpo de un soldado con ella, la clavó en el mástil con tal fuerza que ni él mismo fue capaz de arrancarla.

La idea de Pompeyo era exhibirlo en su desfile triunfal y después ejecutarlo. Pero cuando César se enteró de las cualidades de aquella bestia —hombre no parecía la palabra más adecuada para definirlo—, le pagó a Pompeyo un buen dinero por él y lo ingresó en el ludus gladiatorius que poseía en Capua.

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