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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (92 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Sabía que acababa de empezar una vida de incesante gratitud.

Desde el lugar en que estaba, parcialmente oculto detrás de los cocoteros que orillaban el empinado sendero que salía del poblado, Marc Hayden podía seguir las idas y venidas de los miembros de la expedición.

Vio cómo Claire salía de su cabaña y se metía en la que Maud utilizaba como oficina. Durante los quince minutos siguientes, vio cómo Rachel DeJong encontraba a Harriet Bleaska y Orville Pence en el centro del poblado, les estrechaba las manos y los tres juntos, al parecer muy contentos, se dirigían al despacho de Matty. Después Lisa Hackfeld salió de repente de su residencia y echó a correr hacia la de Matty. Los únicos que no salieron eran aquellos que por el momento no le interesaban. Estelle y Sam Karpowicz, y la hija de ambos, aún no habían salido, por la razón que fuese.

Al principio, después de la escena que tuvo con aquella descocada de Claire y de ocultar la mochila detrás de la choza de Tehura, Marc se había propuesto pedir a ésta que mantuviese a los Karpowicz ocupados durante la hora del almuerzo o de la comida. Como no se atrevía a allanar antes la cámara oscura de Sam, para robarle fotografías y rollos de película, ya que temía que Sam terminase por descubrir su falta, en el tiempo que aún faltaba, Marc se propuso requisarlas o pedírselas prestadas por un día. Se negaba a creer que el acto de apoderarse de las fotografías y películas constituyese un robo. Había llegado a convencerse de que todo cuanto hacían o hiciesen los miembros de la expedición pertenecía indistintamente a todos.

De acuerdo con este razonamiento, Marc tenía parte en todo cuanto captaban las cámaras de Sam. Aunque no fuese así, en el peor de los casos Marc tenía derecho a que Sam le prestase las fotografías; esto le permitiría sacar copias para Garrity y para sí mismo. Después devolvería los negativos a Alburquerque.

Sin embargo, Marc comprendía que Sam Karpowicz presentaría objeciones a esta solicitud. El fotógrafo acababa de demostrar, con su estallido de mal genio provocado por lo que su hija vio en la escuela, que era un hombre en extremo irascible. Eso no quería decir que Sam hubiese obrado mal. Marc hubiera hecho lo mismo en iguales circunstancias. A poco que se las alentase, las pequeñas desvergonzadas como Mary se convertirían en grandes desvergonzadas como Claire. El remedio consistía en tirar de las riendas desde muy jóvenes y no aflojarlas ni un momento. El había sido demasiado indulgente con Claire, desde la misma noche de bodas, cuyo recuerdo le asqueaba; aquella fue su equivocación, y el resultado saltaba a la vista.

Marc comprendió que estaba divagando y su pensamiento volvió a Sam. Sí, en efecto, Sam podía plantearle ciertas dificultades, y antes de luchar con aquel hombre terco y voluntarioso, Marc decidió ir sigilosamente a la cámara oscura para tomar lo que deseaba, y asunto concluido. El problema consistía en meterse en la cámara oscura en ausencia de los Karpowicz. El plan que había trazado aquella mañana, consistente en que Tehura, su colaboradora, los invitase a almorzar o cenar en su choza tuvo que aplazarse porque Tehura no estaba en casa y no había conseguido encontrarla en parte alguna. Afortunadamente, mientras la buscaba, Marc tropezó con Rachel Dejong, que se dirigía a su improvisado consultorio. Cambiaron unas cuantas palabras triviales, pero al separarse Rachel le dijo:

—Bien, ya nos veremos en el almuerzo que nos ofrece tu madre.

Marc se había olvidado por completo del almuerzo de Matty señalado para las doce y media. Aquel almuerzo, pensó Marc, que conocía a su madre, tenía por objeto reforzar la moral del equipo. Había pasado ya la mitad del tiempo señalado para la estancia en la isla. Adley decía que este momento representaba siempre el "punto crítico", y a Matty le gustaba citar a Adley. Poco más o menos a la mitad del tiempo señalado para una expedición, los miembros del equipo empezaban a sentirse harapientos, se ponían nerviosos y susceptibles en un lugar y un clima exóticos. Era el momento indicado para reunirlos y para hacer que escuchasen a su jefe, que les hablaba para levantar su decaída moral y escuchaba después sus quejas y problemas, para verter sobre ellos el bálsamo de sus consejos. Matty era un hacha en estos menesteres. Gracias a Dios, pronto la perdería de vista.

Al pensar en el famoso almuerzo, Marc comprendió que esto le daría ocasión de visitar subrepticiamente la cámara oscura. De este modo no necesitaría la ayuda de Tehura hasta la noche. Aunque resultase irónico, su madre se convertía en cómplice de su propia ruina. Hasta entonces, él no había comprendido tan claramente hasta qué punto contribuiría a la ruina de su madre. Cuando él hubiese desaparecido para llevar adelante su proyecto, en compañía de Garrity, la casquivana Claire quedaría aplastada y Courtney deshonrado. Mas para Matty, ah para Matty, aquello sería la ruina. Cuando Marc y Garrity, durante su gira de conferencias por Estados Unidos expusieran al público el libertinaje que reinaba en Las Tres Sirenas, Matty se quedaría sin nada nuevo que exponer ante la Liga Antropológica Americana. En realidad, se convertiría en blanco de censuras, en baldón para su especialidad, por el papel que había representado al traicionar a una sociedad. Podría darse por muy afortunada si conservaba su puesto en el Colegio Raynor. Desde luego, aquel estúpido y senil presidente Loomis la mantendría en el puesto, hasta que muriese. Pero por él, Matty y Claire podían volverse dos viejas arrugadas y gruñonas, que no le importaban un comino.

Algo llamó la atención de Marc, arrancándole de sus divagaciones. Vio que Estelle y Sam Karpowicz acababan de salir de su cabaña. Permanecieron un momento de pie ante ella, hablando, y después recorrieron las cinco chozas que los separaban de las oficinas de Matty.

Así que se perdieron de vista, Marc salió de su escondrijo y corrió hacia el poblado. La choza que ocupaban los Karpowicz era la última y por lo tanto, la más próxima a él. Antes de un minuto llegó junto a ella, sudoroso, y se escabulló por el pasadizo lateral hasta la cámara oscura, situada detrás de la choza.

Al pasar frente a la primera ventana oyó una voz y quedó helado de espanto. Se detuvo. Era la voz de Mary Karpowicz, no había duda. Se había olvidado por completo de ella. ¿Por qué la condenada criatura no asistía al almuerzo? Se agazapó en silencio junto a la ventana, para que no pudiesen verle y esperó, sin saber qué partido tomar. Las voces que se escuchaban en el interior pertenecían a Mary y a un hombre; a juzgar por el ligero acento, era un indígena. Las palabras que ambos pronunciaban resonaron en su oído y le enfurecieron.

Ella dijo:

—Pero si tú me quieres, ¿por qué no, Nihau?

El dijo:

—Eres demasiado joven.

Ella dijo:

—Soy mayor que las chicas de Las Sirenas amigas tuyas.

El dijo:

—Tú no eres una chica de Las Sirenas. Tú eres distinta. En tu país es diferente.

Ella dijo:

—No tan diferente como tú crees, Nihau. No te creo, no creo que sea únicamente por mi edad. Dime por qué no quieres…

El dijo:

—Has aprendido mucho aquí, Mary. Te has hecho mujer. Ahora eres más juiciosa que antes. Tendrás mucho que ofrecer al hombre de tu país que quieras, cuando finalmente lo encuentres. Esto no tardará en suceder, dentro de dos o tres años, cuatro a lo sumo. Cuando lo encuentres, te acordarás de lo que te he dicho y me lo agradecerás. No quiero echarte a perder. Quiero que todo llegue para ti a su debido tiempo.

Ella dijo:

—Eres muy bueno, Nihau, pero no te entiendo. No entiendo que le des tanta importancia, a pesar de que tú mismo dices que en esta isla os enseñan como tú me has enseñado, y os dicen que esto es natural y que…

El dijo:

—Mary, tú no eres de esta isla y estarás poco tiempo con nosotros. Debes vivir y pensar de acuerdo con lo que tus padres y tus compatriotas te han enseñado. Me gustaría mucho… iniciarte en esto… pero no lo haré, porque te comprendo y te quiero demasiado para ello. Por favor, no insistas. No te olvidaré y tú no debes olvidar jamás lo que aquí has aprendido.

Ea, ahora vamos a comer con mi familia.

A punto de lanzar una blasfemia por la demora que le habían impuesto aquellos jovenzuelos, Marc, de todos modos, se sintió profundamente satisfecho de que hubiesen escuchado la voz de la razón. Se apresuró entonces a volver al poblado, llegando hasta el puente. Cuando se volvió, vio que Mary y el muchacho indígena salían de la choza. Marc se puso a andar con aire descuidado y procurando cruzarse con ellos. Cuando lo hizo los saludó con un amistoso ademán, al que ambos correspondieron.

Continuó paseando en dirección opuesta a la que ellos llevaban y aminoró el paso al llegar a los cocoteros. Entonces miró hacia atrás. Habían cruzado el puente más alejado y se encaminaban a la hilera de chozas.

Marc contempló sus figurillas, que se alejaban en la distancia. A los pocos segundos se perdieron de vista entre las chozas y el poblado quedó desierto de toda presencia humana, salvo la suya.

Casi corriendo, Marc regresó a la morada de los Karpowicz. La contorneó con paso furtivo y llegó a la parte trasera.

Ante él vio alzarse en solitario esplendor la pequeña choza de bálago donde Sam tenía su cámara oscura.

Marc empujó la endeble puerta, que se abrió fácilmente. En el umbral de aquellas riquezas, su cerebro empezó a funcionar con rapidez. Se llevaría una selección de las fotografías más espectaculares y una docena de las películas más características. Con esto le bastaría; si se llevase más, Sam podía apercibirse de su ausencia si aquella tarde entraba en la cámara oscura. Además, así no iría tan cargado cuando huyese por la noche. Llevaría el botín a su choza, para empaquetarlo y camuflarlo, y después llevaría el paquete, por un camino tortuoso, a la Choza Sagrada, desde donde volvería sobre sus pasos para cruzar el poblado hasta la choza de Tehura. Una vez allí, ocultaría el paquete y la mochila en la densa espesura próxima, hasta la llegada de la noche.

Tenía que actuar con rapidez, antes de que los invitados al almuerzo de Matty se dispersasen.

Entró en la cámara oscura, cerró la puerta a su espalda y al fin quedó solo con las riquezas de Ali Babá.

Había transcurrido una hora y media en la choza donde Maud Hayden tenía su despacho, y el almuerzo fraternal tocaba casi a su fin. Los invitados permanecían sentados sobre las esterillas, rodeando el largo y bajo banco que servía de mesa para el banquete. Todos los miembros de la expedición se hallaban presentes, con excepción de Marc Hayden y Mary Karpowicz. El único extraño que había sido invitado era Tom Courtney, porque pertenecía no solamente al mundo de los isleños sino también a su mundo. Estaba sentado a un extremo de la improvisada mesa, cerca de la puerta y frente a Claire.

El banquete empezó con una nota en extremo jubilosa. Orville Pence llegó dando el brazo a Harriet Bleaska y con una botella de champaña, que había recorrido miles de kilómetros. Cuando todos estuvieron reunidos, golpeó la mesa de Maud con la pesada botella reclamando atención. Cuando reinó silencio en la habitación, anunció su compromiso con Harriet y dijo que se casarían en Las Vegas el día siguiente a su llegada a Estados Unidos, para iniciar de inmediato su luna de miel en Nevada.

Todos se acercaron a Orville para estrecharle la mano y todos besaron a Harriet en la mejilla. Únicamente Claire permaneció apartada, limitándose a dirigir una sonrisa a la pareja. En una ocasión, cuando Orville llenaba las copas de champaña para el primer brindis, la mirada de Claire se cruzó con la de la enfermera. Harriet estaba radiante por el contento que le producía ser el centro de la atención general, pero cuando vio a Claire su sonrisa se cambió por una expresión de incertidumbre. Claire lo lamentó al instante pues comprendió que Harriet se había dado cuenta de su mirada de compasión. Para no echar a perder aquellos gozosos momentos para Harriet, Claire se esforzó por fingir una expresión de contento, e incluso le hizo un guiño y un gesto de aprobación. Pero aquel fugaz momento de sinceridad no pudo borrarse por entero: Harriet sabía, y se daba perfecta cuenta de que Claire lo había notado, que ésta hubiese preferido que su futuro esposo hubiese sido el indígena.

Después de los brindis empezó el almuerzo, servido por una mujer alta y huesuda, de aspecto rígido e impasible y edad indeterminada. Mientras la mujer iba y venía del fogón de tierra a la mesa y luego pasaba como una sombra detrás de los comensales con los platos, Claire la notó algo vagamente familiar. No consiguió identificarla hasta que la tuvo al lado, inclinándose para servirla. Era aquella mujer llamada Aimata, condenada a la esclavitud como castigo por haber dado muerte a su marido hacía unos años. El marido de Aimata tenía treinta y cinco años y como el promedio de la vida humana se calculaba en setenta años, ella fue sentenciada a treinta y cinco años de esclavitud. Después de recordar esto, Claire se sintió incapaz de apartar su mirada de aquella alta mujer morena y apenas pudo probar bocado durante el resto de la comida.

El improvisado banquete resultó un éxito. Tomaron leche de coco en las tazas de plástico de Maud, el inevitable fruto del árbol del pan, ñames, plátanos rojos y también taro, pollo asado, pescado al vapor y por último un incongruente postre formado por tortas para té variadas, procedentes de la despensa norteamericana de Maud.

Durante todo el almuerzo, mientras sus invitados sorbían, masticaban, engullían, paladeaban y se relamían, Maud Hayden no dejó de charlar ni un momento. Contó una infinidad de anécdotas sobre los mares del sur, apelando a su vastísimo repertorio y se extendió sobre las maravillas y las añagazas de la Etnología. Sus relatos estaban siempre impregnados de humor aunque a veces asomaba una moraleja. Claire había oído aquellas anécdotas no una vez sino varias durante los dos últimos años, tan llenos de palabrería, y por lo tanto prestaba menos atención que los demás. Sin embargo, pese al aborrecimiento que sentía por la progenie de Maud, se dijo que esto no era razón para odiar a Maud o las anécdotas que contaba, e hizo como los demás, como Courtney sentado frente a ella, todos los cuales escuchaban complacidos. Por lo tanto, fingió escuchar y deleitarse con las archisabidas anécdotas.

Maud les habló de las curiosas ideas que los indígenas de las Marquesas tenían sobre Norteamérica a comienzos del siglo pasado. En aquellos días, lo único que aquellos indígenas sabían de Norteamérica procedía de sus esporádicas relaciones con los balleneros de Nueva Inglaterra que desembarcaban en sus costas. Aquellos rudos marinos no sentían interés alguno por sus enseres, costumbres o vida social, y sólo les atraían sus mujeres. Tan grande era la atracción que ejercían las indígenas de las Marquesas sobre los marineros norteamericanos, que en aquellas islas todos estaban convencidos a pies juntillas de que la lejana Norteamérica era un país poblado únicamente por hombres solitarios. Así lo hacía creer la conducta de aquellos visitantes que demostraban no haber visto mujeres hasta entonces y que, al encontrarlas finalmente, trataban de recuperar el tiempo perdido.

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