—Levantaos y poneos a cuatro patas —Ordené.
Él obedeció con cierta gracia intencionada y se arrodilló con la cabeza levantada y las manos aún atadas, creando una imagen verdaderamente fascinante. Era mucho más delgado que yo. Pero aquella gracia suya era maravillosa, como un caballo perfecto para correr, no el corcel que puede llevar a un caballero, sino un animal más nervioso, excelente para un mensajero.
La mordaza de seda roja parecía un insulto delicioso. No obstante, Lexius se arrodilló sin protestar ni resistirse. No intentó desprenderse de ella, a pesar de que hubiera podido hacerlo aun con las muñecas atadas.
Doblé la correa y le azoté las nalgas. Él se puso tenso. Volví a azotarle. Juntó las piernas con fuerza, pero pensé que podía permitírselo mientras se mostrara obediente.
Le fustigué con fuerza una y otra vez, maravillándome de que su preciosa carne de tono aceitunado continuara manteniendo el color. Lexius no articulaba ni un sonido. Luego me trasladé hasta los pies de la cama para poder blandir mejor la correa. En un momento, había conseguido que una maraña de color rosa oscuro resaltara sobre la carne. Moví la correa con más fuerza. Recordaba mis primeros latigazos en el castillo, cómo me habían escocido, cómo había forcejeado y gemido sin moverme lo más mínimo, cómo había intentado adivinar el sentido de aquel dolor: debía permanecer en una posición humilde y ser azotado para placer de otro.
Azotarle producía una sensación extasiante de libertad, no por la venganza ni nada tan ridículo o premeditado.
Simplemente era un círculo que se completaba. Me encantaba el sonido de la correa que le golpeaba, la manera en que sus nalgas habían empezado a bailar un poco a pesar de sus esfuerzos por mantenerse quieto.
Lexius estaba empezando a cambiar en todo. Tras otra tanda de golpes, bajó la cabeza y su espalda se arqueó como si intentara retraer las nalgas. Era totalmente inútil. Luego, volvieron a bailar hacia fuera y a balancearse. Gimió. No podía controlarse más. Todo su cuerpo oscilaba, bailaba, con una ondulación completa que respondía a la correa.
Supe que yo había hecho lo mismo cuando me fustigaban, miles de veces, sin ser consciente de ello. Siempre me había perdido en el sonido, en las dulces y cálidas explosiones de dolor, con aquel repentino picor previo al golpe de la correa. Solté una rápida descarga de fuertes latigazos sobre él, y gimió puntualmente con cada uno de ellos. De hecho, ni siquiera intentaba refrenarse. Su cuerpo relucía a causa de la humedad, la rojez parecía viva sobre la superficie de la piel, todo él estaba en movimiento constante, lleno de elegancia.
Le oí sollozar contra la mordaza. Eso estaba bien. Me detuve y fui hasta la cabecera de la cama para mirarlo a la cara. Una buena exhibición de lágrimas. Pero no había insolencia en su rostro. Le desaté las manos.
—Bajad al suelo, colocad las manos delante del cuerpo con las piernas estiradas —ordené.
Lentamente, con la cabeza inclinada, Lexius obedeció.
Me encantaba la forma en que le caía el pelo sobre los ojos, la manera en que la mordaza sujetaba el resto de su cabellera. Había conseguido humillarlo. Su trasero tenía un aspecto delicioso, caliente, ardía de calor.
Lo levanté por las nalgas con ambas manos y le obligué a caminar a cuatro patas de esa forma, con el trasero alzado y pegado a mi pelvis mientras yo caminaba detrás de él. Retrocedí un paso y empecé a azotarlo con fuerza andando en círculo por toda la habitación, obligándole a marchar deprisa. El sudor le caía por los brazos. Su enrojecido trasero hubiera merecido cumplidos en el castillo.
—Venid aquí, permaneced quieto —le ordené. Otra vez, me coloqué entre sus piernas y lo penetré, por sorpresa, provocando que soltara un grito a través de la mordaza.
Estiré el brazo y le desaté el nudo de la nuca, aunque sostuve las dos piezas de seda como si fueran riendas, con las que tiré de su cabeza hacia arriba mientras le penetraba con violencia, empujándole hacia delante e impidiendo mediante las riendas que bajara el rostro. Él sollozaba pero yo no era capaz de distinguir si era a causa de la humillación, del dolor o de ambas cosas. Su trasero resultaba delicioso pegado a mi pelvis, caliente, y se apretaba con gran fuerza.
Me corrí una vez más, con un repentino chorro que le inundó con sacudidas violentas. Él lo aguantó sin atreverse a bajar la cabeza; la seda seguía tensa en mis manos.
Cuando acabé, estiré la mano bajo su vientre y palpé su pene. Estaba duro. Era un buen esclavo.
Me reí entre dientes. Dejé caer al suelo la mordaza de seda y di la vuelta para situarme delante de él.
—Levantaos —le mandé—. Ya he acabado con vos.
Lexius obedeció. Todo su cuerpo resplandecía de sudor. Incluso su pelo negro como el azabache relucía. Sus ojos tenían una mirada tranquila y profunda, su boca parecía sensual. Nos miramos fijamente a los ojos.
—Ahora podéis hacer conmigo todo lo que os plazca —dije yo—. Supongo que os habéis ganado ese privilegio. —Pero la boca... ¿por qué no lo había besado? Me incliné hacia delante, teníamos la misma altura, y lo besé. Lo besé con mucha ternura y él no se movió para oponerse. Abrió la boca.
Mi verga volvió a enderezarse. De hecho, el placer recorrió todo mi cuerpo y empezó a oprimirme. Pero ya no dolía. Era dulce, cada vez más y más poderoso, y yo continuaba besando a este hombre suave como la seda.
Lo solté. Levanté la mano para pasarla por la línea de su mandíbula en la que el vello bien afeitado empezaba a crecer como suele hacer al final del día.
Sentí la pelusa sobre el labio superior, en la barbilla.
Sus ojos brillaban con un fulgor indescriptible. Pero era el alma, el alma que se percibía a través del velo de belleza, lo que resultaba perturbador.
Me crucé de brazos, atravesé la habitación hasta llegar casi a la puerta y allí me arrodillé.
Que se desaten los infiernos, pensé. Le oí moverse por la estancia y, por el rabillo del ojo, distinguí que se estaba vistiendo, que se pasaba el peine por el pelo y se ordenaba la ropa con gestos rápidos, irritados.
Sabía que él estaba confundido. Pero yo también. Nunca antes había hecho cosas así y jamás había sospechado cuánto iba a gustarme. De repente quise llorar. Me sentía aterrorizado y triste, y medio enamorado de él.
Lo odié por haberme demostrado todo esto, y me sentí triunfante... todo al mismo tiempo.
Parecía que había pasado un cuarto de hora pero aun así la doble puerta no se había cerrado. De vez en cuando se había movido y crujido un poco en sus bisagras, y la abertura se estrechaba y luego se ampliaba. Bella temblaba y lloriqueaba bajo la comprimida envoltura de oro; sabía que alguien la observaba. Intentó calmar su turbación pero le fue imposible. Luego, cuando el pánico la invadió, forcejeó violentamente contra las ligaduras que la sujetaban con absoluta firmeza, pero fue inútil.
Cuando la puerta se abrió aún más, su corazón pareció detenerse por completo. Bajó la vista cuanto pudo, pero sin bajar la barbilla puesto que el collar se lo impedía. Sus lágrimas enturbiaban la visión en un destello dorado a través del cual distinguió a un señor suntuosamente vestido que se aproximaba hacia ella.
Una capucha de terciopelo verde esmeralda, bordada de oro, le cubría la cabeza, y el manto que llevaba puesto ocultaba el resto del cuerpo. Su rostro permanecía completamente oculto en una sombra.
Súbitamente, Bella sintió una mano sobre su sexo húmedo. Se tragó un sollozo cuando la mano le tiró del vello púbico, le pellizcó los labios y luego se los separó con dos dedos. Sofocó un grito mordiéndose el labio, intentando mantenerse callada. Los dedos le pellizcaron el clítoris y tiraron de él como si pretendieran estirarlo. Bella gimió en voz alta, olvidándose de cerrar los labios, y las lágrimas se derramaron por sus mejillas con mayor rapidez, mientras ahogaba un jadeo en la garganta.
La mano se retiró. Bella cerró los ojos a la espera de que el hombre siguiera andando. Deseaba que se fuera por el pasillo como habían hecho los otros en dirección al sonido distante de la música. Pero seguía allí, justo delante de ella, observándola. Los suaves grititos creaban un eco abominable en el nicho de mármol.
Bella nunca antes había sido atada de un modo tan opresivo ni se había sentido tan indefensa. Jamás había conocido una tensión tan silenciosa. Mientras, aquella figura permanecía ante ella sin hacer nada.
De pronto, oyó un susurro, una voz tímida, que le hablaba. Decía palabras que no entendía y el nombre «Inanna». Con un sobresalto, Bella cayó en la cuenta de que se trataba de una voz femenina. Era una mujer que estaba pronunciando su propio nombre. Bella vio que aquella criatura de manto esmeralda no era en absoluto un noble. Más bien, parecía la mujer de ojos violetas del harén.
—Inanna —repitió la mujer. Luego se llevó el dedo a los labios para indicar a Bella que debía permanecer en silencio. No obstante, su expresión no era de temor, sino de decisión.
La visión de la mujer vestida con la espléndida capa verde subyugó a Bella y, para su extrañeza, la excitó. «Inanna —pensó—. Qué nombre tan bonito. Pero ¿qué quiere esta criatura de mí?» Cuando Inanna alzó la vista hacia Bella, ésta le devolvió la mirada con descaro. Unos ojos feroces, pensó la princesa en esos momentos, y aquella boca agridulce y la sangre que brincaba bajo la piel aceitunada como debía de danzar en su propio rostro. El silencio que se hizo entre ambas mujeres estaba cargado de emoción.
Luego Inanna se llevó la mano al interior de sus ropajes y sacó un largo par de tijeras de oro. Las abrió de inmediato, las deslizó bajo las envolturas de seda que cruzaban el vientre de Bella y cortó la tela con grandes y lentos tijeretazos, levantando poco a poco el frío metal por la carne de Bella al tiempo que la tela caía con rapidez.
Bella no alcanzaba a ver cómo se producía esto a causa del alto collar. Pero sentía con viveza la hoja de las tijeras que avanzaba poco a poco por su pierna izquierda, luego por la derecha, y el apretado tejido que se desprendía sin el menor sonido, para liberarla. En un instante se desembarazó de toda la cubierta de seda y pudo mover los brazos; sólo la sujetaba el collar. A continuación Inanna se metió en el nicho, la liberó del gancho y, soltándole el collar, ayudó a Bella a salir del hueco y andar hacia la puerta.
Bella se volvió y echó una rápida ojeada al collar abierto y la seda que había quedado abandonada. Con toda seguridad, alguien lo descubriría. Pero ¿qué podía hacer? La mujer era su ama, ¿O no? La princesa vaciló pero Inanna abrió su manto, cubrió a Bella con él y pasando por la doble puerta la llevó hasta el interior de una gran sala.
A través de un enrejado de filigranas, Bella distinguió una cama y un baño, pero Inanna tiró de ella para que pasara de largo. Luego le hizo cruzar otra puerta y le indicó que continuara por un estrecho corredor, tal vez un pasillo que sólo utilizaban los sirvientes. Mientras Bella se apresuraba rodeada por el manto que colgaba de ella sin cubrirla, sintió el cuerpo de Inanna pegado al suyo, el tupido tejido que tapaba sus pechos, las caderas y el brazo. Bella estaba excitada y asustada pero también se sentía medio divertida por lo que estaba sucediendo.
Cuando llegaron a otra puerta, Inanna la abrió y, una vez dentro, echó inmediatamente el cerrojo. Estaban ante otra celosía y, más allá, había otro dormitorio. Todas las puertas estaban cerradas.
A Bella aquella habitación le pareció espléndida. Era inmensa, las paredes cubiertas por delicados mosaicos floreados, las ventanas enrejadas, con cortinajes de diáfana tela dorada, y la gran cama blanca con almohadones de satén dorado esparcidos sobre ella. Unas gruesas velas blancas ardían sobre sus altos soportes. La luz era uniforme y el aire cálido.
Toda la habitación, a pesar de su grandiosidad, era relajante y acogedora.
Inanna dejó a Bella y se adelantó hacia la cama. De espaldas a la esclava, se quitó la capa y la capucha y a continuación se arrodilló y las ocultó debajo de la cama, alisando con cuidado la colcha blanca del lecho.
Se dio media vuelta y las dos mujeres se miraron de frente. Bella estaba asombrada del encanto de la mujer, del violeta oscuro de sus ojos que entonces se intensificaba más a causa de las prendas violetas que llevaba, y del ajustado corpiño de grueso tejido que revelaba perfectamente el contorno de sus pezones. El fajín era de metal dorado. Se ajustaba más arriba que el que llevaba antes, ascendía en punta hasta debajo de sus pechos y descendía en punta casi hasta su sexo, que estaba cubierto por unas estrechas calzas de tejido tan grueso como el del corpiño. Los vaporosos bombachos brillaban tenuemente, velando las piernas desnudas de Inanna hasta el fruncido de los tobillos.
Bella asimiló todo aquello, tomó nota del cabello oscuro de Inanna, de las joyas que lo adornaban y de la manera en que aquella mujer tenía la vista fija en ella, examinándola. Pero los ojos de Bella volvían a fijarse una y otra vez en la faja. Quería abrir la larga hilera de pequeños engarces metálicos y liberar el cuerpo que había dentro. Qué terrible era que las esposas del sultán fueran como esclavas, que llevaran este ornado instrumento de represión y castigo.
Pensó en las mujeres del harén: habían jugado con ella, le habían dado placer, la habían manipulado como si fuera una muñeca articulada y, sin embargo, nunca habían revelado nada de sí mismas. ¿Es que el placer les estaba negado?
Miró a Inanna y, en silencio, le dijo con todo su cuerpo: «¿Qué es lo que queréis de mí?»
Su propio cuerpo anhelante estaba lleno de curiosidad y de un vigor regenerado.
Inanna se adelantó y miró a Bella contemplando su desnudez. De repente, la esclava se sintió natural y libre. Estiró el brazo sin demasiada confianza y palpó las duras bandas metálicas de la cintura. Vaya, aquello estaba engoznado por los lados. El tejido que contenía los pechos y el sexo de Inanna pareció de pronto insoportablemente caluroso y opresivo.
«Me habéis sacado de la envoltura —pensó Bella—. ¿Debería sacaros yo de la vuestra?» Levantó la mano y con los dedos índice y corazón hizo un gesto que imitaba el corte de las tijeras. Señaló las prendas de Inanna y levantó las cejas inquisitivamente, repitiendo el movimiento como si estuviera cortando de un tijeretazo.
La mujer comprendió y su rostro irradió un repentino deleite. Incluso se rió.