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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (10 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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—¿Adónde me lleváis? —gritó en voz alta sin poder contenerse. Alzó la vista, intentando frenéticamente atrapar los labios que acababan de retirarse de su boca. Pero sólo veía rostros sonrientes.

La llevaron a través de la gran habitación. Su cuerpo aún seguía sobresaltado, palpitante, los pechos anhelaban que los volvieran a chupar.

Al cabo de un momento, descubrió la respuesta a su pregunta.

Una estatua de bronce delicadamente trabajada relucía en el centro del jardín: por lo visto, era la imagen de un dios, con las rodillas dobladas, los brazos estirados a los lados y la sonriente cabeza echada hacia atrás. De la pelvis desnuda sobresalía una verga y Bella comprendió que las mujeres pretendían empalarla allí.

La princesa casi rió de felicidad. Sintió cómo la situaban sobre el bronce duro, liso, bañado por el sol, mientras docenas de manitas suaves la sostenían. Notó que el falo entraba en su húmeda vagina, sus piernas se ensortijaban alrededor de los muslos de bronce, los brazos se elevaban en torno al cuello de la deidad. La verga la llenó, perforó la boca del útero y provocó una nueva contracción de placer en todo su cuerpo. Empujó hacia abajo y su vulva se quedó herméticamente cerrada en contacto con el bronce; se balanceó sobre él y el orgasmo emergió de nuevo.

—Sí, sí —gritó, y por doquier veía los rostros arrebatados de ellas. Arrojó la cabeza totalmente hacia atrás—. ¡Besadme! —gritó, abriendo la boca con avidez. Le respondieron al instante, como si comprendieran sus palabras. Los labios encontraron su boca, sus pechos. Los oscuros rizos volvían a provocarle cosquillas, y Bella se arrojó otra vez a sus brazos apartándose del dios, unida a él únicamente por el pubis.

Sólo necesitaba su verga mientras las mujeres la libaban.

El orgasmo fue cegador, arrasador. Las manos de la muchacha se aferraban a brazos suaves, sedosos, a cuellos cálidos y tiernos. Los dedos se entrelazaban con el pelo largo y fino. Estaba colmada de carne y de felicidad.

Cuando concluyó, cuando no pudo soportarlo más y la retiraron del dios, Bella se dejó caer sobre almohadones de seda, con el cuerpo húmedo y febril, la visión nublada, mientras las criaturas del harén ronroneaban y susurraban sin dejar de besarla y acariciarla.

POR EL AMOR DEL SEÑOR

Laurent:

Tristán y yo habíamos visto cómo purgaban a Bella y a Elena, y pensé «no pueden hacernos esto», pero por supuesto me equivocaba.

Después de afeitarnos la cara y las piernas, nos llevaron a la sala de baños. Bella ya se había marchado, el amo se la había llevado.

Tristán y yo sabíamos lo que nos esperaba, aunque me pregunté si no les deleitaría más atormentarnos a nosotros que a las mujeres.

Nos obligaron a arrodillarnos uno frente al otro y abrazarnos, como si les gustara la imagen que ofrecíamos, como si no hiciera falta separarnos por cuestiones de intimidad. Sin embargo, no permitían que nuestras vergas se tocaran. Cuando lo intentamos, nos fustigaron con aquellas pequeñas tirillas humillantes que no podían golpear decentemente ni a un mosquito. Lo único que conseguían aquellos instrumentos era recordarme lo que significaba que a uno lo castigaran de verdad.

No obstante, ayudaban a mantener el fuego encendido, como si agarrar a Tristán no fuera suficiente.

Por encima del hombro de Tristán, vi que el criado bajaba el caño de cobre para insertar el extremo en su trasero. En aquel mismo instante sentí que otra boquilla penetraba en mi interior. Tristán se puso en tensión, sus entrañas se llenaban como las mías, y yo me agarré a él, intentando sujetarlo firmemente.

Quería decirle que ya me lo habían hecho antes, una vez en el castillo, a petición de un invitado real como preludio a una larga noche de juegos todavía más humillantes y, aunque había sido intimidatorio, no era tan terrible. Pero, naturalmente, no me atreví ni a susurrarle al oído. Simplemente le agarraba y esperaba. El agua caliente entraba a chorros en mí mientras los mozos permanecían ocupados lavándonos el resto del cuerpo como si esto otro, la purga, no estuviera sucediendo.

Acaricié el cuello de Tristán con la mano y le besé debajo de la oreja cuando llegó el peor momento, al retirarnos las boquillas y vaciarnos. Todo su cuerpo quedó rígido contra el mío, pero él también me besaba en el cuello, me mordisqueaba levemente, nuestras vergas se rozaban, acariciándose.

Los mozos estaban tan atareados vertiendo agua caliente sobre nuestras espaldas y limpiando la suciedad que durante un instante no se fijaron en lo que estábamos haciendo. Apretujé a Tristán contra mí, sentí su vientre pegado al mío, su verga abultada contra mi cuerpo, y casi eyaculé, sin importarme lo que los demás quisieran de nosotros.

Pero nos separaron. Nos obligaron a separarnos y nos apartaron mientras el vaciado continuaba y el agua seguía chorreando por nuestro cuerpo. Sentí una gran debilidad. Les pertenecía por dentro y por fuera. Estaba sometido al estrepitoso fluir del agua en esta cámara reverberante que era la habitación. Estaba en sus manos. Me debía a todo el procedimiento y la forma en que trabajaban, como si se lo hubieran hecho a miles de esclavos antes que a nosotros.

Si nos castigaban por habernos tocado, pues bien, sería culpa mía. Deseé que hubiera alguna manera de comunicarle a Tristán que lamentaba crearle problemas.

Pero, por lo visto, los criados estaban demasiado ocupados como para castigarnos.

A diferencia de lo que había sucedido con las mujeres, una purga no era suficiente, de modo que tuvimos que soportar otra. Esta vez también nos permitieron abrazarnos. Introdujeron las boquillas y, de nuevo, el agua penetró a chorros en mi interior.

Además, mientras continuaba la purga, uno de los asistentes azotaba levemente mi verga con la correa de cuero.

Mi boca estaba cerca de la oreja de Tristán. Él volvía a besarme. Era una delicia.

«No puedo soportar más esta privación. Es peor que cualquier cosa que puedan hacernos», me dije. Hubiera resultado fácil cometer alguna nueva indiscreción, como presionar la verga contra su vientre o cualquier otra cosa.

Sin embargo, en ese instante apareció nuestro nuevo amo y señor, Lexius, y al verle en el umbral de la puerta sentí un pequeño sobresalto.

Miedo. ¿Cuándo había conseguido alguien del castillo hacerme sentir el impacto del miedo de este modo? Era enloquecedor. Nuestro señor permanecía en el umbral con las manos enlazadas en la espalda, estudiándonos mientras los mozos acababan la limpieza con las toallas. En su rostro había una fría jovialidad, como si estuviera orgulloso de su selección.

Hubo un momento en que me quedé mirándolo de frente y él no mostró la menor señal de desaprobación. Le miré a los ojos y pensé en aquel guante que había entrado en mi trasero, en la sensación de que me dilataba, que quedaba empalado sobre su brazo mientras los otros escuchaban.

Esto, sumado a la vergüenza de haber sido purgado, llegaba al límite de lo que podía soportar.

No sólo tenía miedo de que se pusiera de nuevo el guante para repetir aquello, sino que sentía un orgullo infame de que me hubiera hecho aquello únicamente a mí, que sólo a mí me hubiera amarrado a su pantufla.

Quería agradar a aquel demonio; eso era lo más horrible. Aún empeoraba más las cosas el hecho de que había conjurado el mismo hechizo sobre los otros. Había convertido a Elena en una devota virgen temblorosa, y a Bella la había reducido a una más que obvia adoración.

Ahora, si los criados le decían que Tristán y yo nos habíamos tocado... pero no lo hicieron. Nos estaban secando. Nos frotaban el pelo con las toallas. El amo impartió una breve orden y entonces nos obligaron a descender a cuatro patas para seguirle otra vez al baño principal. Hizo un gesto para que nos moviéramos de rodillas delante de él.

Podía sentir sus ojos desplazándose sobre mi cuerpo, lo veía mirando a Tristán. Luego su voz alcanzó mi carne como un látigo; era otra orden que los asistentes se apresuraron a obedecer. Sacaron el cuero y los ornamentos de oro. Me levantaron los testículos y me abrocharon una ancha anilla enjoyada alrededor de la verga para mantener los testículos comprimidos hacia delante.

Me lo habían hecho antes en el castillo pero nunca había padecido un deseo sexual tan voraz.

Luego, las abrazaderas para los pezones, sólo que esta vez no llevaban las traíllas sujetas. Eran pequeñas y comprimidas, con diminutos pesos que colgaban de ellas.

No pude evitar dar un respingo cuando me las pusieron. Lexius lo vio, lo oyó. No me atreví a alzar la vista pero atisbé que se volvía hacia mí y de repente sentí sus manos sobre la cabeza. Me acarició el pelo. Luego dio un golpecito al peso que colgaba del pezón izquierdo e hizo que se balanceara desde la pinza. Volví a encogerme con un sobresalto. De nuevo recordé lo que había dicho sobre mostrar nuestra pasión en silencio y me sonrojé.

No era difícil. Me sentía limpio y reluciente por dentro y por fuera; no tenía medios para combatir su poder sobre mí. La pasión consumía mis caderas y de repente las lágrimas surcaron mi rostro.

Apretó contra mis labios el dorso de su mano, que yo besé de inmediato. Cuando a continuación hizo lo mismo con Tristán, pareció que él convertía el beso en un arte más delicado, que rendía completamente su cuerpo a aquel contacto. Sentí que mis lágrimas se hacían más abundantes, descendían más deprisa y con más calor.

¿Qué me estaba sucediendo en este extraño palacio? ¿Por qué en estos simples instantes preliminares me veía rebajado de este modo? Al fin y al cabo, yo era el fugitivo, el rebelde.

Sin embargo, ahí estaba yo, arrojado a cuatro patas al lado de Tristán en cuanto percibía una orden silenciosa, con la cabeza pegada al suelo. Ahora seguía a Lexius; abandonábamos los baños y salíamos al corredor.

Nos encontramos en un jardín lleno de higueras de poca altura y parterres de flores y, de inmediato, vi lo que iba a sucedernos. Pero para asegurarse de que lo entendíamos, Lexius nos tocó por debajo de las mandíbulas con la correa para que levantáramos la cabeza y miráramos al frente. Luego nos llevó, aún a cuatro patas, a dar un pequeño paseo por el camino para que pudiéramos estudiar más a fondo a los esclavos que decoraban el jardín.

Eran varones, y había al menos una veintena, con el color de piel intacto. Cada uno de ellos estaba montado sobre una cruz de madera lisa, plantada en la tierra entre las flores y la hierba, bajo las ramas más bajas de los árboles.

Aquellas cruces no se parecían a la cruz de castigo del pueblo. Los altos travesaños pasaban por debajo de los brazos de los esclavos, que estaban atados a la parte de atrás. Unos amplios ganchos curvados, de bronce pulimentado, servían para sostener los muslos y mantenerlos separados. Cada esclavo tenía las plantas de los pies apretadas una contra la otra, con los tobillos atados.

Sus cabezas colgaban hacia delante de tal manera que podían ver sus vergas erectas, y las muñecas estaban ligadas a la cruz por detrás de la madera, con cadenas conectadas a los grandes falos dorados que sobresalían de sus traseros. Nadie levantó la vista ni se atrevió a moverse mientras recorríamos el jardín.

Vi a los silenciosos sirvientes, con pesadas vestimentas, que avanzaban a una velocidad servil y extendían alfombras de brillantes colores sobre la hierba para disponer luego unas mesas bajas sobre ellas, como si prepararan un banquete. Estaban colgando lámparas de cobre de los árboles y antorchas a lo largo de los muros que cercaban el lugar.

Había cojines repartidos por todas partes. Jarras de vino de plata y oro estaban ya dispuestas en sus lugares y, encima de las mesas, había bandejas con copas. Era evidente que al caer la noche allí iba a servirse la cena.

Imaginaba el tacto del travesaño de madera bajo los brazos, el liso y frío cobre de los ganchos curvándose alrededor de las piernas, la penetración del falo. A la luz de las lámparas, la visión de los esclavos montados sobre los falos debía de ser asombrosa. Aquí era donde cenarían los nobles, acompañados de estas esculturas para deleite propio si es que por casualidad su mirada se posaba en ellas. ¿Qué sucedería más tarde? ¿Los bajarían de las cruces, los violarían?

Aún faltaba mucho para la noche.

Yo no quería estar en esta cruz, sufriendo, esperando, viendo los torsos resplandecientes de los otros esclavos y sus vergas hinchadas. No, esto era demasiado, pensé. Sería insoportable.

Nuestro alto señor de elegante arrogancia nos guió hasta el mismísimo centro del jardín. El aire, una leve brisa, era caliente y dulce. Dimitri ya estaba empalado; también había otro esclavo europeo de piel clara y pelo rojo, probablemente un príncipe arrebatado a nuestra benevolente reina; dos cruces vacías nos esperaban a Tristán y a mí.

Aparecieron los criados y levantaron a Tristán. Pude observar cómo lo alzaban con eficacia y rapidez. No insertaron el falo hasta que sus muslos estuvieron cómodamente instalados entre la curva de los ganchos de cobre. Cuando vi el tamaño del falo di un respingo. Por un instante, le encadenaron las muñecas al extremo de aquello, con el madero vertical de la cruz entre ellas. Su verga no podía haber estado más dura.

Mientras los criados le peinaban el cabello y le ataban los pies en su sitio, comprendí que sólo disponía de algunos segundos para hacer algo temerario si es que iba a hacerlo. Alcé la vista hacia el rostro de mi señor. Tenía los labios separados mientras estudiaba a Tristán y las mejillas ligeramente arreboladas.

Yo continuaba en el suelo a cuatro patas. Me acerqué más a él, hasta que al final estuve pegado a su túnica y, entonces, intencionadamente, me senté sobre los tobillos y levanté la mirada hacia él. Por su rostro cruzó una extraña expresión, un preludio a la rabia que le había provocado mi acción. Sin separar los labios, susurré para que los criados no pudieran oírme:

—¿Qué tenéis debajo de esa túnica —pregunté— para que nos atormentéis de este modo? ¿Sois un eunuco, no es así? No veo vello en vuestro bonito rostro. Eso es lo que sois, ¿no?

Pensé que veía cómo se le erizaban todos los cabellos de la cabeza. Los asistentes continuaban untando los músculos de Tristán con un aceite claro y limpiaban con cuidado los restos que la piel no absorbía. Pero aquello no ocupaba más que una pequeña parte de mi visión.

Yo tenía la vista fija en el amo.

—Y bien, ¿sois un eunuco? —le susurré sin apenas mover los labios—. ¿O tenéis algo bajo esos elegantes ropajes que podáis meterme a la fuerza? —Me reí con los labios cerrados, una verdadera risa perversa. Aquello resultaba sumamente divertido. Sabía perfectamente que estaba cometiendo una terrible infracción. Pero la mirada de puro asombro que apareció en su rostro mereció la pena.

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