Bella intentó mantener la calma. Al fin y al cabo, estaba indefensa, ¿no era así? Pero le saltaron las lágrimas. Sentía un desasosiego cada vez mayor en su cuerpo comprimido por las envolturas. Fuera quien fuese, podía salir y atormentaría. Era tan sencillo tocar su sexo desnudo e importunarlo del modo que le viniera en gana. Sus pechos expuestos se estremecieron. ¿Por qué seguía ahí? Casi podía oír su respiración. Por un instante creyó que quizá fuera uno de los sirvientes, y bien podría pasar una hora jugando con ella sin que nadie se percatara.
Al comprobar que nada sucedía, que la puerta continuaba entreabierta, sin más, Bella lloró quedamente, a la luz de las antorchas que la deslumbraban. La perspectiva de la larga noche que la esperaba era mucho peor que cualquier azotaina. Las lágrimas cayeron en silencio deslizándose por sus mejillas.
Laurent:
Nos encontrábamos otra vez en el palacio, en la fresca oscuridad de los pasillos que olían al aceite y la resina que quemaban en las antorchas, sin más sonidos que los provocados por las pesadas pisadas de Lexius y por mis manos y rodillas al gatear sobre el mármol.
Al oírle cerrar la puerta de golpe y echar el cerrojo, supe que habíamos vuelto a sus aposentos. Su cólera era indisimulada.
Respiré profundamente y fijé la mirada en los motivos estrellados que decoraban el mármol del suelo. No recordaba haber visto esas preciosas estrellas rojas y verdes con círculos en su interior. La luz del sol calentaba el mármol, al igual que el conjunto de la habitación, que estaba caldeada y silenciosa. Vi la cama por el rabillo del ojo. Tampoco la recordaba. Seda roja, cojines apilados, lámparas suspendidas por cadenas a ambos lados del lecho.
Lexius había cruzado la estancia para coger una larga correa de cuero de la pared. Bien. Eso ya era algo. No las estúpidas tirillas de cuero. Una vez más, me senté sobre los talones y mi verga palpitó oprimida por el círculo de la correa que la rodeaba.
El amo se volvió y sostuvo la correa en sus manos. Era pesada. Debía de doler que daba gusto. Tal vez yo me arrepintiera antes incluso de que empezara la azotaina; me iba a arrepentir de verdad.
Miré a Lexius a los ojos. «Vas a sodomizarme, o yo a ti, antes de que salgamos de esta habitación —pensé—. Te lo prometo, joven y elegante señor del pico de oro.»
Pero me limité a sonreírle.
Él se detuvo, me observó fijamente con la cara inexpresiva, como si no se creyera que le estaba sonriendo.
—¡No podéis hablar en este palacio! —dijo apretando sus dientes—. ¡No os atreveréis a repetirlo!
—¿Sois un castrado o no? —le pregunté levantando las cejas—. Vamos, amo —de nuevo, lentamente se dibujó una sonrisa en mis labios—. Me lo podéis decir. No se lo contaré a nadie.
Parecía que el amo intentaba recuperar la compostura.
Respiró profundamente. Tal vez pensara en algo peor que los azotes, y yo me estaba pasando de listo. ¡Yo quería los azotes!
Alrededor de él, la pequeña habitación parecía fulgurar bajo la luz oblicua del sol: el suelo decorado, la cama de seda roja, el montón de cojines. Las ventanas estaban cubiertas, protegidas por enrejados esmaltados y afiligranados que las convertían en miles de diminutas ventanas. En gran medida, él parecía formar parte de aquello, vestido con la ajustada túnica de terciopelo, el cabello negro recogido detrás de las orejas y los centelleantes pendientes.
—¿Creéis que conseguiréis provocarme para que os posea? —susurró. Los labios le temblaban ligeramente, revelaban la tensión que le dominaba. Los ojos destellaban de rabia o de excitación. Resultaba difícil distinguir la causa. Pero ¿qué diferencia hay, realmente, si la fuente de energía es aceite o madera? Lo que importa es la luz.
No contesté. Pero mi cuerpo sí. Le miré de arriba abajo: su cuerpo delgado y esbelto, el modo en que su fina y elástica piel se arrugaba con delicadeza en las comisuras de la boca.
Movió la mano, la desplazó hasta el fajín y lo desabrochó.
Cayó al suelo y la túnica se abrió, el pesado tejido, las dos partes de la prenda se separaron y, debajo, vi el pecho desnudo, el negro pelo rizado de la entrepierna, la verga levantada como un asta, ligeramente curvada, y el escroto, bastante grande, envuelto por delicados rizos oscuros.
—Venid aquí —ordenó—. A cuatro patas.
Dejé que mi corazón latiera un par de veces antes de responder. Entonces me puse a cuatro patas, con la vista aún fija en él, y crucé la distancia que nos separaba.
Me senté otra vez sobre los talones sin que él me dijera que podía hacerlo y olí el perfume a cedro y las fragancias de su ropa, aspiré su olor varonil y levanté la vista para observar los pezones de color vino que se asomaban bajo la solapa de la prenda. Pensé en las abrazaderas que me habían puesto los criados, y en la manera en que las correas tiraban de ellas.
—Ahora veremos si vuestra lengua sabe hacer más cosas, aparte de soltar impertinencias —dijo. Él no podía contener la agitación en su pecho, no era capaz de evitar que su cuerpo le delatara, pese a que la voz sonaba inflexible—. Chupadla — dijo con suavidad.
Me reí para mis adentros. Me incorporé otra vez sobre mis rodillas y, con cuidado de no tocar sus ropas, me acerqué y empecé a lamer, no la verga, sino el escroto. Lo repasé a conciencia; por debajo, empujé un poco los testículos hacia arriba, lanzándoles estocadas con la lengua, para luego chuparlos por debajo hasta llegar a la carne que estaba justo detrás.
Sabía que él quería que me metiera los testículos en la boca, o que arremetiera contra ellos con más presión, pero hice exactamente lo que él me había dicho que hiciera. Si quería más, tendría que pedirlo.
—Introducíoslos en la boca —dijo.
Volví a reírme para mis adentros.
—Con mucho gusto, amo —contesté yo. Se puso tenso al oír aquella impertinencia. Pero yo tenía la boca abierta pegada a su escroto y le lamía los testículos, primero uno, luego el otro, intentando meterme los dos en la boca, pero eran demasiado grandes. Mi propia verga estaba al límite de la agonía. Retorcí las caderas, las hice girar y el placer bombeó por todo mi cuerpo, rebotando con dolor por las extremidades. Abrí aún más la boca y tiré del escroto.
—La verga —susurró él.
Entonces conseguí lo que quería. La empujó contra mi paladar y después presionó cuanto pudo hacia el interior de mi garganta. Yo la chupé con largos y poderosos lametazos, haciendo pasar la lengua por ella, permitiendo que mis dientes la arañaran ligeramente.
La cabeza me daba vueltas. Tenía la pelvis rígida y mis músculos estaban tan tensos que sabía que después tendría agujetas.
Lexius se adelantó para apretar la entrepierna contra mi rostro, y sentí su mano en la parte posterior de mi cabeza. Iba a eyacular en cualquier instante.
Yo retrocedí un poco y lamí la punta de la verga, para importunarle deliberadamente. Su mano me agarró con más fuerza pero no dijo nada. Relamí su verga despacio, jugando con la punta. Llevé mis manos al interior de su túnica. El tejido era fresco y suave, pero la verdadera seda era la piel de su trasero. Pegué mis manos a ella, le pellizqué la carne y mis dedos se aproximaron ondulantes hasta su ano.
Bajó las manos para sacar mis brazos de la túnica. Él dejó caer la correa.
Entonces yo me puse de pie y le empujé hacia atrás, hacia la cama, poniéndole la zancadilla para que perdiera el equilibrio.
Le tiré del brazo derecho para darle la vuelta y que cayera de cara sobre el lecho y me apresuré a despojarle de la túnica.
Era fuerte, muy fuerte y forcejeó con violencia.
Pero yo era mucho más fuerte y considerablemente más corpulento. Tenía los brazos atrapados en la túnica y, en un momento, se la arranqué y la arrojé a un lado.
—¡Maldito seáis! ¡Parad! ¡Maldito seáis! —exclamó y, a continuación, oí una sutil sucesión de amenazas y juramentos en su propia lengua, aunque no se atrevía a gritar en voz alta. El cerrojo de la puerta estaba echado. ¿Cómo iba a entrar alguien a ayudarle?
Yo me reía. Lo apreté contra el colchón de seda y lo sujeté con las manos y la rodilla doblada sobre él.
Lo observé: su alargada y lisa espalda, la piel extremadamente pura y aquel trasero, aquel musculoso trasero sin castigar, todo para mí.
Lexius forcejeaba como un loco. Estuve a punto de penetrarle en ese mismo instante. Pero quería hacerlo de un modo diferente.
—Os castigarán por esto, loco y estúpido príncipe —dijo, y hablaba con convencimiento. Me gustó cómo sonaba. Pero repliqué:
—¡No abráis la boca! —y se calló con asombrosa facilidad. Luego cobró fuerza de nuevo y forcejeó sobre la cama.
Yo me levanté lo justo para darle la vuelta y obligarlo a yacer tumbado de espaldas. Me quedé a horcajadas sobre él y, cuando intentó levantarse, le di unos sonoros manotazos, igual que él había hecho conmigo. Durante unos segundos permaneció echado, lleno de asombro, y yo aproveché para coger una de las almohadas y rasgar la seda de la funda.
Era una pieza de seda bien larga, lo suficiente para atarle las manos. Se las cogí, después de abofetearlo dos veces más y se las até por las muñecas. La seda era tan fina que permitía hacer unos nudos fuertes y ajustados que sus forcejeos únicamente conseguían apretar más.
Rasgué otra funda y lo amordacé. Cuando abrió la boca para soltar otro torrente de juramentos e intentó pegarme con las manos atadas, yo rechacé sus manos y le pasé la mordaza de seda por encima de la boca abierta y luego la até por detrás de la cabeza.
La boca abierta hacía más fácil apretar la mordaza para que quedara firmemente sujeta y cuando intentó pegarme de nuevo le abofeteé lentamente, una y otra vez, hasta que se detuvo.
Por supuesto, no es que fueran unos golpes terriblemente fuertes. A mí no me hubieran afectado en absoluto. Pero con él funcionaron a la perfección. Yo sabía que la cabeza le daba vueltas a causa de las bofetadas. Al fin y al cabo, él me había azotado así a mí tan sólo unos momentos antes en el jardín.
Lexius se quedó quieto, con las manos ligadas por encima de la cabeza. Tenía el rostro como la grana; la mordaza de seda era un corte rojo más claro sobre su cara, contra el que apretaba los labios. Pero la parte verdaderamente exquisita eran los ojos, sus inmensos ojos negros que me miraban fijamente.
—Sois una criatura muy hermosa, ¿sabéis? —le dije. Sentía su verga que tocaba ligeramente mis testículos. Yo continuaba montado a horcajadas sobre él. Bajé la mano y palpé la dura y caliente longitud del miembro, la humedad de la punta—. Casi sois incluso demasiado hermoso continué—. Me entran ganas de escabullirme a hurtadillas de este lugar, con vos desnudo, atado a mi silla, tal como los soldados de vuestro sultán me secuestraron. Os llevaría al desierto, os convertiría en mi esclavo, os golpearía con ese grueso cinto vuestro, mientras vos daríais de beber al caballo, cuidaríais el fuego, me prepararíais la cena...
Su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Sus mejillas estaban encendidas a pesar del color oscuro de la piel. Casi oía su corazón.
Descendí para arrodillarme entre sus piernas. Él no movió ni un sólo músculo para oponerse. Su verga se convulsionaba con breves sacudidas. Pero ya estaba bien de jugar con él. Tenía que poseerlo, ya. Tal vez luego me concedería los otros deleites, como castigar sus nalgas.
Le levanté los muslos enganchando mis brazos por debajo y, luego, forcé sus piernas sobre mis hombros de tal manera que su pelvis se levantaba por encima de la cama.
Lexius gimió y sus ojos llamearon como dos fuegos mientras me miraban llenos de ferocidad. Palpé el pequeño ano, tan seco, y luego, por primera vez en todos estos días de tortura, me toqué mi propio pene y unté por toda la punta la humedad que rezumaba de él, hasta dejarlo muy lubrificado.
Entonces lo penetre.
El amo estaba tenso, pero no demasiado. No podía evitar la penetración. Gimió otra vez pero yo continué bombeando a través del anillo de músculo que me raspaba y me enloquecía, hasta que estuve bien adentro. Luego presioné contra él, empujé sus piernas hacia abajo contra su cuerpo hasta que sus rodillas quedaron dobladas por encima de mis hombros y, entonces, empecé a arremeter con fuerza. Dejaba que mi verga se deslizara casi hasta fuera, luego me hundía hacia delante, después casi volvía a salir, y él suspiraba contra la mordaza. La seda se mojaba, se le vidriaban los ojos, el fascinante dibujo de sus cejas se contraía. Con la mano busqué a tientas su falo, lo encontré y empecé a manosearlo al ritmo de mis embestidas.
—Esto es lo que os merecéis —le dije entre dientes—. Esto es lo que verdaderamente os merecéis. Sois mi esclavo, aquí y ahora, y al cuerno todo lo demás, al cuerno el sultán y todo el palacio.
Su respiración era cada vez más agitada, y entonces yo me corrí en su interior, mientras apretaba con fuerza su verga entre mis dedos, sintiendo el líquido que salía a presión y reventaba con chorros repentinos, sin que él dejara de gemir audiblemente. Parecía no acabarse; toda la miseria de las noches en alta mar se vació en él. Con mi dedo pulgar, apreté la punta de su miembro. Cada vez con más fuerza hasta que la última gota de placer salió de mí, hasta que estuve totalmente vacío. Sólo entonces me retiré de él.
Me di media vuelta, me quedé tumbado de espaldas y cerré los ojos durante un largo instante. Aún no había acabado con él.
La habitación estaba agradablemente caldeada. Ningún fuego puede lograr lo que consigue el sol de la tarde en un lugar cerrado. Él permaneció echado con los ojos cerrados y las manos quietas sobre la cabeza, respirando profunda y sosegadamente.
Había relajado las piernas y me rozaba el muslo con el suyo.
Después de un largo momento, le dije:
—Pues sí, sois un buen esclavo —y solté una risita.
Lexius abrió los ojos y miró al techo. De repente, empezó a moverse otra vez, y en cuestión de segundos me encontré de nuevo sobre su cuerpo para maniatarlo.
No se resistió. Yo me levanté y me puse de pie al lado de la cama. Le dije que se diera media vuelta y se pusiera boca abajo. Él vaciló por un momento pero luego obedeció.
Cogí la larga correa. Contemplé sus nalgas y los músculos se comprimieron con fuerza, como si él supiera que lo estaba observando. Movió ligeramente las caderas sobre la seda. Tenía la cabeza vuelta hacia mí pero su mirada traspasaba mi cuerpo.