Según pasó el tiempo, los castigos fueron menos frecuentes. No obstante, cuando me tocaba, cada castigo era una catástrofe más terrible para mi corazón. Gareth no escatimaba mal genio ni dejaba de mostrar su decepción. Yo estaba demasiado enamorado de él, lo sabía. Me encantaba su voz, su manera de ser, su mera presencia silenciosa. Por Gareth exhibía mi mejor forma, el mejor trote, soportaba castigos severos con arrepentimiento sincero, obedecía con rapidez e incluso con regocijo.
Gareth me felicitaba a veces por la manera en que manejaba a Jerard. Solía venir al patio de recreo a observarnos. Decía que los azotes de propina que yo le daba le volvían un corcel más animado y vivaracho. A mí me encantaba el halago.
Pero, por muy intenso que fuera este amor por Gareth, el que sentía por Jerard también aumentaba.
Después de las palizas, me volvía cada vez más tierno con Jerard; lo besaba, lo lamía y jugueteaba con él de una forma poco frecuente en el patio de recreo de los corceles. Gozaba de su cuerpo durante una hora completa y los días en que no lo sacaban y me quedaba sin jugar con él tenía dificultades para encontrar sustitutos obedientes. Era asombroso el dolor que yo podía provocar con la mano desnuda.
De hecho, había ocasiones en las que me intrigaba mi pasión por azotar a otros. Me gustaba tanto hacerlo como que me azotaran. En lo más profundo de mi corazón soñaba con fustigar a Gareth.
Sabía que si lo azotaba, el amor que sentía por él sería excesivo, que iría más allá de mi control, sería irrevocable.
De todos modos, eso nunca llegó a suceder.
De momento, tenía a Gareth. Quizás él tuviera un amante durante aquellos primeros meses, nunca lo sabría. Pero al finalizar la primera mitad del año, Gareth se dejaba caer por mi establo y pasaba largos ratos allá, comportándose de un modo extraño e inquieto.
—¿Qué os preocupa, Gareth? —le pregunté finalmente, cobrando valor para susurrarle en la oscuridad. Si él hubiera querido, podría haberme azotado por hablar, pero no lo hizo. Me había colocado las manos en la nuca y así podía apoyarse sobre mi espalda con los brazos cruzados y reposar la cabeza. Me gustaba que se apoyara en mí de este modo, pues disfrutaba al sentirlo sobre mí.Me acarició el pelo perezosamente. De vez en cuando me rozaba ligeramente la verga con la rodilla.
—Los corceles humanos sois los únicos esclavos de verdad —murmuró él como en un sueño—. Prefiero un corcel a la más delicada de las princesas. Los corceles son magníficos. Todos los hombres deberían tener la oportunidad de servir como corceles durante un año de su vida. La reina debería disponer de un buen establo en el castillo. Los nobles y las damas ya lo han solicitado repetidas veces. Podrían salir a cabalgar por el campo con corceles humanos con espléndidas guarniciones. Debería haber una buena academia para corceles y más competiciones, ¿no os parece?
No respondí. Me aterrorizaban las carreras. Con frecuencia yo quedaba ganador, pero las competiciones me asustaban más que cualquier otra cosa que me obligaran a hacer. De nuevo, se trataba de actuar para divertir a otros, en vez de trabajar. A mí me gustaba la disciplina férrea y el trabajo.
Otra vez su rodilla se pegaba a mi verga.
—¿Qué queréis de mí, guapo? —le pregunté en voz baja, empleando la expresión que tan a menudo él usaba conmigo.
—Sabéis qué quiero, ¿no? —susurró.
—No. Si lo supiera, no hubiera preguntado.
—Los demás se burlarán de mí si lo hago. Se supone que me aprovecho de los corceles cuando me place, ya sabéis...
—¿Por qué no hacéis lo que deseáis en vez de preocuparos por los demás?
No precisó nada más. Se dejó caer de rodillas, tomó mi verga entre sus labios y al instante me encontré aproximándome vertiginosamente a una culminación que era pura dicha. «Es Gareth, mi hermoso Gareth», no dejaba de pensar. Luego, todos mis pensamientos quedaron anulados. Él se arrimó a mí sin dejar de repetir lo perfecto que yo era y cuánto le gustaba el sabor de mis jugos. Cuando introdujo suavemente su verga en mi trasero, sentí que otra vez me acercaba al paraíso.
Aunque esto se repitió con cierta frecuencia y su deliciosa boca me proporcionaba a menudo satisfacción, después seguía siendo un amo riguroso y yo era el triple de buen corcel, el esclavo estremecido que lloraba ante la menor palabra de desaprobación. A partir de entonces, cada vez que se enfurecía, yo pensaba no sólo en su hermoso rostro y agradable voz, sino en su boca lamiendo vigorosamente mi miembro en la oscuridad. Cada vez que me increpaba, me ponía a llorar como un loco.
Una vez tropecé mientras tiraba de un precioso carruaje, y Gareth se enteró. Entonces ordenó que me sujetaran al muro del establo con las extremidades estiradas y me fustigó con una ancha correa de cuero hasta que se aburrió. Yo temblaba de dolor, no me atrevía ni a frotar la verga contra las piedras por temor a correrme. Cuando me soltó, me arroje a sus pies y le besé repetidamente las botas.
—No cometáis más torpezas como ésa, Laurent —advirtió—. Cada vez que falláis, yo quedo desprestigiado. —Luego me permitió besarle las manos y yo lloré de gratitud.
Cuando llegó de nuevo la primavera, casi no podía creer que hubieran transcurrido nueve meses. Tristán y yo estábamos echados en el patio de recreo confesándonos nuestros temores.
—Nicolás va a ir a ver a la reina —dijo Tristán—. Le pedirá que le permita comprarme una vez concluido este año. Pero a la reina no le complace su pasión. ¿Qué vamos a hacer cuando se acaben estos días?
—No lo sé. Quizá decidan vendernos otra vez a los establos —respondí—. Somos buenos caballos.
No obstante, era como todas nuestras conversaciones de este tipo: pura especulación. Sólo sabíamos que la reina consideraría nuestros casos al finalizar el año.
Cuando vi al capitán de la guardia en una ocasión en que entró en las cuadras, me mandó llamar y me permitió hablar con él, le dije que Tristán estaba desesperado por volver junto a Nicolás y que yo estaba en la misma situación por permanecer donde me encontraba.
Después de la vida de caballo, ¿cómo podría soportar cualquier otra cosa?
Me escuchó con evidente compasión.
—Dais buena reputación a las cuadras, los dos —dijo el capitán—. Os ganáis dos y tres veces vuestro pan.
«Más que eso», pensé yo pero no lo dije.
—Es posible que la reina conceda a Nicolás su deseo y, en cuanto a vos, lo natural sería que os dejaran permanecer un año más. La reina está sumamente complacida de que ambos os hayáis calmado y por fin sepáis comportaros. En el castillo no le faltan juguetes nuevos que la satisfagan.
—¿Sigue Lexius aún con ella? —pregunté.
—Sí, se muestra inflexible con él, pero es lo que necesita —dijo el capitán—. Y también hay un joven príncipe que apareció misteriosamente por estas tierras y pidió clemencia a la reina para que lo acogiera. Cuentan que oyó hablar de las costumbres de la reina a través de la princesa Bella.
Imaginaos. Suplicó que no le obligáramos a marcharse.
—Ah, Bella. —Sentí una repentina estocada de dolor. Creo que no había pasado un solo día en el que no pensara en ella, con su vestido de terciopelo y una flor en la mano enguantada, cuyos pétalos adquirían un aspecto aún más delicado con el tejido que los apretaba. Había vuelto para siempre a las convenciones sociales, pobre y querida Bella...
—Para vos, princesa Bella, Laurent —me corrigió el capitán.
—Por supuesto, princesa Bella —dije yo en tono suave y respetuoso.
—En cuanto a lo que pueda suceder —continuó el capitán volviendo a la cuestión que nos ocupaba—, está lady Elvira, que pregunta por vos constantemente...
—Capitán, soy tan feliz aquí... —protesté.
—Lo sé. Haré lo que esté en mi mano. Pero continuad siendo obedientes, Laurent. Os quedan tres años por delante para servir en algún puesto, de eso no me cabe duda.
—Capitán, hay una cosa más —dije.
—¿De qué se trata?
—La princesa Bella... ¿Os llegan noticias suyas?
Su rostro se entristeció denotando cierta nostalgia.
—Sólo sé que a estas alturas ya debe de estar casada. Tenía más pretendientes de los que alcanzaba a atender.
Aparté la vista pues no quería revelar mis sentimientos. Bella casada. El tiempo no había mitigado mis sentimientos.
—Ahora es una gran princesa, Laurent —dijo el capitán tomándome el pelo—. Tenéis ideas irreverentes, ¡lo veo!
—Sí, capitán —dije yo. Los dos sonreímos. Pero no me resultaba fácil—. Capitán, concededme un favor. Cuando sepáis con certeza que se ha casado, no me lo digáis. Prefiero no saberlo.
—No es propio de vos, Laurent —respondió el capitán.
—Lo sé. ¿Cómo podría explicároslo? Apenas tuve ocasión de conocerla.
La recordé mientras hacíamos el amor en la oscuridad de la bodega del barco, su pequeño rostro enrojecido en el momento de correrse debajo de mí. Agitaba las caderas entregada al éxtasis y casi levantaba mi peso del suelo con ella. Por supuesto, el capitán desconocía esta parte de la historia. ¿O no? Intenté sacármelo de la cabeza.
Pasaron semanas. Era incapaz de llevar la cuenta. No quería saber lo deprisa que transcurría el tiempo.
Luego, una noche, Tristán me confió llorando de dicha que la reina iba a entregarlo a Nicolás cuando finalizara el año. Sería el corcel particular de Nicolás y volvería a dormir en su alcoba. Estaba extasiado.
—Me alegro por vos —le dije de nuevo.
¿Y qué sucedería conmigo cuando llegara el momento? ¿Me subirían a la plataforma de subastas para que algún viejo y degenerado zapatero remendón me comprara y me obligara a barrer su taller mientras los corceles pasaban ante su puerta trotando en todo su esplendor? ¡Oh! ¡No podía soportar la idea! ¡Esto era lo único en lo que creía! Y los días pasaban...
En el patio de recreo, devoraba a Jerard como si cada momento juntos fuera el último. Luego, un día al anochecer, cuando acababa de terminar con él y lo acurrucaba entre mis brazos para gozar de un rato de tiernos arrullos, vi un par de botas ante mis ojos. Al alzar la vista, me di cuenta de que era el capitán de la guardia.
Nunca venía por allí. Me quedé pálido.
—Majestad —dijo—. Por favor, levantaos, traigo un mensaje de gran importancia. Debo pediros que vengáis conmigo.
—¡No! —exclamé yo. Lo observé con horror pensando enloquecido cómo podría detener sus labios para que las palabras no anunciaran aquel maligno presagio. «¡No puede haber llegado el momento! ¡Se supone que tengo que servir tres años más!»
Todos habíamos oído los gritos de Bella en el momento de comunicarle la suspensión de su vasallaje. Yo quería rugir con igual desesperación en ese instante.
—Me temo que es cierto, majestad —dijo, y extendió la mano para ayudarme a incorporarme.
La torpeza que demostramos en aquel momento fue asombrosa. Justo allí, en las cuadras, había unas ropas preparadas para mí y dos muchachos jóvenes que, con las cabezas agachadas para no ser testigos de mi desnudez, iban a ayudarme a vestirme.
—¿Hay que hacerlo aquí? —pregunté. Yo estaba colérico. Pero intentaba ocultar mi pesar, mi total conmoción. Miré fijamente a Gareth mientras los muchachos me abotonaban la túnica y me ataban las lazadas de los pantalones. Bajé la vista para mirar las botas, los guantes, en silencio, pero lleno de furia—. ¿No podíais haber tenido la decencia de llevarme al castillo para este ritual denigrante? Es la primera vez que veo hacerlo aquí, en medio del suelo cubierto de heno.
—¡Perdonadme, majestad! —dijo el capitán—, pero estas noticias no podían esperar.
Dirigió una mirada a la puerta abierta. Allí, de pie, también con las cabezas inclinadas, vi a dos de los consejeros más importantes de la reina, los cuales se habían servido de mí en numerosas ocasiones en el castillo. Yo estaba a punto de echarme a llorar. Miré a Gareth otra vez. Él también estaba al borde de las lágrimas.
—Adiós, mi hermoso príncipe —dijo, se arrodilló en el heno y me besó la mano.
—«Príncipe» ya no es el tratamiento adecuado para el gracioso aliado de nuestra reina —dijo uno de los consejeros dando un paso adelante—. Majestad, debo comunicaros la triste noticia de la muerte de vuestro padre. Ahora sois el soberano de vuestro reino. El rey ha muerto, ¡larga vida al rey!
—Maldito aguafiestas —susurré yo—. ¡Siempre fue un completo canalla y ha tenido que elegir este momento para pasar a mejor vida!
Laurent:
No había tiempo para demorarse en el castillo. Tenía que cabalgar a casa de inmediato. Sabía que encontraría mi reino al borde de la anarquía.
Mis dos hermanos eran idiotas y el capitán del ejército, pese a ser leal a mi padre, intentaría hacerse con el poder.
De modo que, tras conferenciar con la reina durante una hora, en la que discutimos básicamente acuerdos de guerra y pactos diplomáticos, partí a caballo. Llevaba conmigo un gran tesoro que ella misma me había entregado y algunas lindas baratijas y recuerdos del pueblo y del castillo.
Aún me asombraba que aquellas ropas engorrosas me siguieran a todas partes. Era un fastidio no estar desnudo, pero tenía que continuar mi camino. Ni siquiera eché un vistazo al pueblo cuando pasé cabalgando junto a él.
Por supuesto, antes que yo miles de príncipes habían sufrido una suspensión tan repentina del vasallaje, el trauma de volver a vestirse y toda la ceremonia, pero pocos habían tenido que tomar al instante las riendas del reino al que regresaban. No había tiempo para lamentaciones, para demorarme en una posada de camino a casa y beber para quedarme aletargado mientras me acostumbraba al mundo real.
Llegué al castillo tras dos noches de cabalgada al límite de las fuerzas y en el plazo de tres días puse todo en orden. Ya habían enterrado a mi padre. Mi madre había muerto años atrás. El país necesitaba una mano enérgica al mando del gobierno y enseguida dejé claro a todo el mundo que ésa era mi mano.
Mandé azotar a los soldados que habían abusado de las muchachas del pueblo durante los pocos días de anarquía.
Sermoneé a mis hermanos y les hice volver a sus obligaciones con graves amenazas. Reuní al ejército para pasar revista y concedí recompensas generosas a los que habían amado a mi padre y ahora se presentaban ante mí con la misma lealtad.
En realidad, nada de esto resultó difícil, pero sabía que más de un reino europeo había caído porque el nuevo monarca no había sido capaz de tomar las riendas. Vi la mirada de alivio en los rostros de mis súbditos que comprendían que su joven rey ejercía la autoridad de un modo natural, con facilidad, y se ocupaba personalmente de todos los asuntos del gobierno, grandes y pequeños, con gran atención y energía. El tesorero mayor se alegraba de tener a alguien que le ayudara y el capitán del ejército retomó el mando con fuerza revitalizada sabiendo que contaba con mi apoyo.