—¿Veis eso? —preguntó Gareth. Yo asentí con un movimiento de cabeza lo más vigoroso que pude—. Ahora recordad: cuando marchéis ése debe ser vuestro aspecto. Pertenecéis a los que os ven. Avanzad con paso alto, con orgullo. Puedo perdonar algunos errores pero la falta de brío no se encuentra entre ellos.
Todavía me dejaron más pasmado, petrificado, dos coches que pasaron con estruendo, con las cabriolas de los esclavos y el resonar de las herraduras sobre las piedras.
Íbamos a hacer esto durante todo un año, así serían nuestras vidas, y en cuestión de segundos comenzaría la primera prueba de verdad.
Continuaban cayéndome las lágrimas, sin reparo alguno, pero me tragué los sollozos. Masqué contra la embocadura de cuero y me gustó la sensación que producía, tal y como Gareth había dicho. Cuando flexioné los músculos, también me gustó la sacudida del arreo y saber que estaba lo suficientemente bien amarrado como para que dejara de preocuparme por la posibilidad de rebelarme.
Un instante después apareció la carreta del corregidor. Llegó pesadamente hasta la puerta y bloqueó la visión de todo lo que quedaba al otro lado. Venía cargada de artículos de lino, muebles y otras mercancías, por lo visto procedentes del mercado que había que llevar a la casa del corregidor. Los mozos de los establos desenjaezaron a toda prisa a los seis esclavos polvorientos que habían tirado del carromato. A continuación sacaron de las cuadras a cuatro corceles frescos y los enjaezaron en los puestos delanteros mientras nosotros esperábamos.
Me pregunté si alguna vez había experimentado una tensión así, tal sensación de terror y debilidad. Por supuesto que la había experimentado un millar de ocasiones antes, pero ¿qué importaba? El pasado no venía en mi ayuda. Me encontraba en el borde hiriente del presente. Gareth me agarró por el hombro. Los otros mozos de cuadra se acercaron a ayudar. Tristán y yo quedamos acomodados con bastante rudeza en nuestro sitio, situados tras los dos primeros pares de corceles.
Sentí que enlazaban unas correas alrededor de mis brazos atados, para luego pasarlos por el aro sujeto al falo. Después levantaron las riendas por detrás de mí.
Antes de que pudiera resignarme o preparar mi espíritu para esta nueva realidad, tiraron de los arreos, el falo me levantó del suelo y todo el tiro se puso de súbito al galope.
Ni siquiera hubo un momento para rogar clemencia o tiempo para recibir un último toque de ánimo por parte de Gareth. Nada. Levantábamos las rodillas, nos movíamos deprisa sobre los adoquines de la calzada y nos introdujimos en el torrente de tráfico que antes habíamos observado con aprensión y horror.
En estos momentos desgarradores, me di cuenta de que tanto el arnés como la embocadura, las botas y el falo, eran diferentes a cualquier ingenio al que me hubieran sometido anteriormente. ¡Su propósito era claro y útil! No servían meramente para torturarnos o humillarnos, para volvernos dóciles como objeto de diversión de otros, sino que habían sido ideados para tirar simple y eficazmente de este carromato a lo largo de la carretera. Como la reina había dicho, éramos caballos de tiro.
¿Era más o menos rebajante que nos hubieran puesto a trabajar de un modo tan ingenioso, que nuestras tendencias como esclavos se hubieran canalizado con tal destreza? No lo sabía. Lo único que sabía, al tiempo que nos colocábamos estrepitosamente en el centro de la calzada, era que estaba colmado de vergüenza; cada paso de la marcha la intensificaba pero, aun así, me sentía como siempre que me encontraba en el centro del castigo; sobrevenía la tranquilidad, descubría un lugar apacible en medio del frenesí, donde podía rendir todas las partes de mi ser.
La correa del conductor me azotó en las piernas con un fuerte estallido. La visión de los corceles por delante de mí me parecía asombrosa. Las espesas colas de caballo oscilaban y bailaban desde sus traseros enrojecidos. Las piernas pateaban violentamente contra el suelo y su cabello relucía tenuemente sobre sus hombros.
Nosotros compondríamos la misma imagen, pero además la larga correa del conductor nos alcanzaba por todo el cuerpo sin descanso. Aquello no era el leve aguijón enloquecedor de las correíllas del sultán, sino que sentíamos un potente azote cada vez que la correa nos fustigaba. Continuamos la marcha calzada abajo con un fuerte matraqueo de herraduras mientras el cielo brillaba sobre nuestras cabezas igual que había hecho un millar de cálidos días de verano, mientras otros carruajes se cruzaban con nosotros.
No podía decir que el camino comarcal resultara más fácil que la calzada del pueblo. En todo caso, había más tráfico: esclavos trabajando en los campos, pequeñas carretas que pasaban traqueteando, una hilera de cautivos atados a una valla mientras un señor furioso los azotaba enérgicamente.
Cuando llegamos a la carretera de la granja, el breve descanso del arnés del que disfrutamos apenas sirvió de evasión a nuestro nueva situación. Los esclavos desnudos y polvorientos de la granja pasaban con indiferencia junto a nosotros para descargar laboriosamente la carreta y luego volverla a cargar hasta arriba de frutas y verduras para el mercado. Una doncella nos observaba fútilmente desde la puerta de la cocina.
Los corceles experimentados escarbaban la tierra con las herraduras de sus botas, sacudían las cabezas de vez en cuando si se les acercaban las moscas y estiraban los músculos como si les satisficiera su propia desnudez.
En cambio, Tristán y yo nos habíamos quedado bastante quietos. Cada diminuta variación de aquella escena campestre parecía arrebatar un poco más de mi corteza cerebral y hacía más profunda mi condición humilde. Incluso los gansos que picoteaban a nuestros pies parecían formar parte de un mundo que nos había condenado a ser rudas bestias y a seguir así por mucho tiempo.
No nos correspondía saber si alguien disfrutaba con la visión de nuestras vergas erectas o de nuestros pezones torturados. El conductor de la carreta aumentaba o aminoraba la marcha y cuando nos vapuleaba con la correa doblada por la mitad, lo hacía más bien por aburrimiento que por propio gusto.
En un momento en que dos de los corceles se restregaron uno contra el otro, el conductor les castigó muy disgustado pero sin ningún entusiasmo.
—No os toquéis —declaró. La doncella del fregadero le acercó una pala de madera. El hombre se plantó delante de nosotros y buscó espacio suficiente para castigar a los infractores. Repartió los azotes a un trasero y a otro y, con la mano izquierda, sacudió ambos falos agarrándolos por la anilla, sin dejar de vapulear impetuosamente las nalgas y las piernas de los corceles con la pala.
Tristán y yo observábamos petrificados a los dos esclavos que gemían bajo los fuertes azotes mientras los músculos de sus nalgas enrojecidas se contraían y se dilataban con impotencia. Supe que jamás debía caer en el error de restregarme contra otro cuerpo enjaezado. No obstante, estaba convencido de que algún día lo haría.
Finalmente, volvimos a ponernos en marcha. Trotábamos deprisa, con un hormigueo en los músculos, los traseros escocidos debajo de la correa y las embocaduras estiradas brutalmente hacia atrás, a un ritmo ligeramente rápido para nosotros, lo que enseguida nos hizo llorar.
Nos condujeron hasta el mercado y de nuevo nos permitieron descansar por unos instantes. La multitud del mediodía nos prestaba tal vez un poco más de atención que los sirvientes de la granja. Alguien se detenía para dar un golpecito a un trasero por aquí o un manotazo a una verga por allá, y los corceles a quienes habían tocado sacudían levemente la cabeza y pateaban el suelo ¡como si les gustara! Yo sabía que cuando finalmente algún transeúnte me tocara, haría lo mismo. Entonces, de pronto, me encontré sacudiendo el cabello y mascando con fuerza contra la embocadura cuando un jovencito con un saco colgado al hombro se detuvo para decirnos que éramos unos caballos bonitos y jugar con los pesos que colgaban de nuestros pezones.
«Nos asimilará por completo —pensé—. Se convertirá en nuestra naturaleza arraigada.»
A medida que la tarde transcurría en una sucesión de trayectos de este tipo, podía decirse que, más que llegar a acostumbrarme, me resigné profundamente a ello. No obstante, sabía que el verdadero entendimiento, la absoluta apreciación de la vida como corcel sólo vendría con el paso de los días y de las semanas. No era capaz de aventurar cuál sería mi estado de ánimo en el curso de seis meses. Sería una interesante revelación para mí.
Al caer la noche hicimos el último trayecto. Ya no estábamos amarrados a la carreta del corregidor sino que tirábamos de la vagoneta de desperdicios que recorría el mercado desierto para recoger las basuras. Tristán y yo nos movíamos perezosamente mientras varios esclavos desnudos llenaban la carreta, obligados a trabajar por sus groseros e impacientes supervisores.
Los lugareños, vestidos ya para la noche, pasaban junto a las tiendas y puestos vacíos en dirección al cercano lugar de castigo público. Se oían los chasquidos de las palas y correas en plena actuación, los vítores y gritos de la multitud, el ruido general de celebración. Para bien o para mal, también nos habían excluido de aquello.
A nosotros nos correspondía el mundo de las cuadras, los jóvenes y vigorosos mozos que nos desenjaezaban con palabras simples: «tranquilo», «calma» y «arriba la cabeza, buen chico», mientras nos conducían a latigazos hasta nuestras casillas y luego nos colocaban sobre las vigas para darnos de comer y beber.
Fue una sensación agradable que nos sacaran las botas, notar las plantas de los pies sobre el suelo blando y ligeramente húmedo, sentir que el cepillo me enjabonaba todo el cuerpo. Tenía los brazos desatados y me permitieron estirarlos por un momento antes de doblármelos de nuevo a la espalda.
Esta vez no hizo falta que nadie nos dijera que debíamos comer o beber con entusiasmos ¡nos moríamos de hambre! Pero el deseo también nos torturaba. Más tarde, aún doblado sobre las vigas, mientras el mozo de cuadra me levantaba la cabeza para limpiarme la cara y los dientes, sentí mi verga como una lanza afilada de pura hambre. No podía acercarse a ningún punto de la áspera madera que me sostenía. Eran demasiado listos como para permitir eso. Además, ya sabía lo que les sucedía a los que intentaban tocar a los demás.
Me aferraba a la esperanza de que nos proporcionaran cierto alivio. Seguro que nos lo daban. Pero cuando se llevaron los cuencos de agua y comida, colocaron una gran almohada plana en el abrevadero y empujaron mi cabeza para que la apoyara en ella. El efecto que provocó en mí fue notable. Comprendí que íbamos a dormir de esta manera, con nuestro peso abocado sobre las vigas y la cabeza apoyada en la almohada. Podíamos estirar las piernas si así lo queríamos o simplemente dejar que los pies descansaran sobre el suelo. Era una buena postura, completamente degradante. Volví la cabeza hacia Tristán, que me estaba mirando. ¿Quién se daría cuenta si estiraba el brazo y le tocaba la verga? Podía hacerlo. Sus ojos eran dos esferas centelleantes en medio de las sombras.
Entretanto, los mozos hacían entrar y salir a otros corceles. Oíamos los sonidos que producían al enjaezarlos y desenjaezarlos, las voces de los lugareños en el patio para pedir tal o cual caballo. Aunque el establo estaba más oscuro que por la mañana, no por ello resultaba más tranquilo. Los mozos silbaban mientras realizaban sus faenas y de vez en cuando molestaban a algún corcel con sus afectuosos vozarrones.
Continué mirando a Tristán, aunque era incapaz de ver su verga a causa de las vigas transversales. De todos modos, ya era bastante malo ver su atractivo rostro apoyado en la almohada. ¿Cuánto tardarían en atraparme si me montaba sobre él, hundía mí verga bien adentro y...? Tendrían sistemas para castigarnos en los que yo ni había pensado...
Gareth apareció de repente. Oí su voz y en ese mismo instante sentí que pasaba su mano por mi irritado trasero.
—Bien, los cocheros han hecho un buen trabajo con vosotros dos —dijo—. Por los informes que me han llegado sois unos buenos corceles. Estoy orgulloso de vosotros.
La oleada de placer que sentí se convirtió en otra extraordinaria humillación.
—Ahora, levantaos, los dos, con los brazos bien doblados tras la espalda y las cabezas altas como si llevarais la embocadura. Afuera. Moveos deprisa.
Nos hizo marchar hasta cruzar la puerta y salir al patio de carromatos. Una vez allí, a un lado del establo vi otra puerta doble que estaba abierta. Un madero que servía para cerrar la puerta cruzaba el vano de la abertura a media altura. Un hombre hubiera tenido que agacharse bajo ella o encaramarse por encima para pasar; lo primero resultaba mucho más fácil.
—Aquí está el patio de recreo. Pasaréis aquí una hora — explicó Gareth—. Ahora, poneos a cuatro patas y no abandonéis esta postura mientras permanecéis en el patio. Ningún corcel camina derecho salvo cuando marcha a las órdenes de su señor o cuando trota enjaezado. Si desobedecéis, os encadenaré los codos a las rodillas para que no podáis poneros en pie. No me obliguéis a hacerlo.
En cuanto nos pusimos a cuatro patas, Gareth nos propinó un repentino golpe en el trasero con la palma de la mano para empujarnos por la puerta.
Entramos de inmediato en un patio de tierra bien barrido, iluminado por antorchas y farolillos, con varios árboles grandes y viejos que se alzaban contra el muro más alejado y, por todas partes, corceles desnudos sentados o deambulando a cuatro patas. El ambiente era tranquilo hasta que nos vieron y al instante los demás caballos se acercaron a nosotros.
Comprendí qué era lo que sucedería. No intenté oponerme ni correr. Allí donde miraba veía costados desnudos, largos mechones despeinados, caras sonrientes. Justo delante de mí, un joven y hermoso corcel de pelo rubio y ojos grises, sonrió al acercarse, me pasó la mano por la cara y abrió mi boca con el pulgar.
Me mantuve expectante, nada seguro de por cuanto tiempo iba yo a permitir que continuara esto pero, de pronto, noté a otro esclavo detrás de mí que ya me estaba metiendo la verga en el ano, y aun otro mas que me había pasado el brazo por los hombros y tironeaba con energía de mis pezones. Retrocedí y me sacudí violentamente, pero sólo conseguí que la verga penetrara en mí más profundamente y que el cautivo guapo me agarrara por delante, riéndose, mientras se apoyaba en los talones y me empujaba enérgicamente la cabeza hacia abajo, hacia su pene. Otro corcel me obligó a apartar los brazos de debajo de mi cuerpo mientras yo abría la boca sobre la verga del cautivo rubio, aun sin estar seguro de quererlo. Gemí a causa de la fuerte opresión que sentía por detrás pero también es verdad que bullía de excitación. Estos corceles me gustarían si al menos...