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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, Relato

La liberación de la Bella Durmiente (30 page)

BOOK: La liberación de la Bella Durmiente
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Sufriendo en silencio, Bella emprendió el camino de vuelta a sus solitarios aposentos.

Una vez allí, se sentó junto a la ventana y apoyó la cabeza en los brazos doblados sobre el alféizar, soñando con Laurent y todos los que había dejado atrás, con la intensa y valiosísima educación del cuerpo y del alma que se había interrumpido y perdido para siempre.

«Querido joven príncipe —suspiró mientras recordaba a su pretendiente rechazado—, espero que consigáis entrar en los dominios de la reina. Ni siquiera se me ocurrió preguntar vuestro nombre.»

VIVIR ENTRE CORCELES

Laurent:

Aquel primer día entre los corceles había ofrecido revelaciones importantes, pero las verdaderas lecciones de esta nueva vida vendrían con el tiempo, con la disciplina cotidiana en el establo y los numerosos aspectos de menor importancia que mi rigurosa y prolongada servidumbre allí iba a depararme.

Antes había pasado por muchas experiencias difíciles pero no por ninguna prueba especial que se hubiera mantenido durante tanto tiempo como esta nueva existencia. Necesité tiempo para asimilar lo que significaba que nos hubieran condenado a Tristán y a mí a pasar doce meses en las cuadras, sin salir de allí para llevarnos a la plataforma de castigo público, o a pasar una noche con los soldados en la posada ni gozar de ninguna otra diversión.

Dormitábamos, trabajábamos, comíamos, bebíamos, soñábamos y amábamos como corceles. Como había dicho Gareth, los corceles eran bestias orgullosas, y no tardamos en descubrir este orgullo así como una profunda adicción a las largas galopadas al aire fresco, al firme contacto con nuestros arneses y embocaduras, y al rápido forcejeo con nuestros compañeros en el patio de recreo.

Sin embargo, la rutina no facilitaba las cosas. Nunca se suavizaba la disciplina. Cada día era una aventura de logros y fracasos, de conmociones y humillaciones, de recompensas o castigos severos.

Dormíamos, como he descrito, en nuestros compartimentos, doblados por la cintura, con la cabeza apoyada en las almohadas. Esta posición, aunque era bastante cómoda, contribuía a reforzar la sensación de que habíamos dejado atrás el mundo de los seres humanos. Al amanecer nos alimentaban apresuradamente, nos aplicaban aceites y nos sacaban al patio para que nos alquilara el populacho que esperaba nuestra salida. Era relativamente frecuente que los lugareños quisieran palparnos los músculos antes de escogernos, o incluso que nos pusieran a prueba dándonos unos pocos correazos para ver si respondíamos con premura y buena forma.

No pasaba un día sin que solicitaran nuestros servicios una docena de veces. También era frecuente que ataran a Jerard al mismo tiro que nosotros, ya que él había pedido a Gareth disfrutar de este privilegio. Me acostumbré a tener cerca a Jerard, igual que me había pasado con Tristán, y naturalmente me habitué a susurrarle pequeñas amenazas al oído.

En los períodos de recreo, Jerard me pertenecía por completo. Nadie se atrevía a desafiarme, mucho menos el propio Jerard. Le flagelaba el trasero vigorosamente y él no tardó en estar tan bien entrenado que adoptaba la posición apropiada sin esperar a que yo se lo ordenara. Ya sabía lo que le esperaba cuando se acercaba a cuatro patas y me besaba las manos. El hecho de que yo lo azotara con más fuerza que cualquiera de los cocheros y que estuviera el doble de rojo que cualquier otro caballo siempre era motivo de chanzas entre los corceles de la cuadra.

Pero estos pequeños interludios de recreo eran breves. Lo que en realidad constituía nuestra verdadera vida era el trabajo diario. A medida que pasaban los meses conocí todas las clases de carretas, carruajes o vagonetas. Tirábamos de los elegantes carruajes dorados de los ricos nobles rurales, que dividían su tiempo entre el castillo y sus casas solariegas. Arrastrábamos los carros con las cruces de los fugitivos para su exhibición pública y castigo. También con la misma frecuencia, nos encontrábamos delante de arados en los campos o bien éramos escogidos para realizar la tarea solitaria de tirar de una pequeña canasta con ruedas e ir al mercado.

Estos recorridos en solitario, aunque físicamente requerían menos esfuerzo, a menudo resultaban especialmente degradantes. Descubrí que odiaba que me separaran de los demás corceles para enjaezarme en solitario a un carrito del mercado. Me provocaba un miedo y agitación incontenibles encontrarme a solas con un granjero fastidioso que me conducía a pie, entreteniéndose siempre con la correa por mucho calor que hiciera. Aún fue peor hacerme popular entre los granjeros porque entonces empezaban a solicitar mis servicios llamándome por mi nombre y me hacían saber lo mucho que apreciaban mi tamaño y fuerza, y lo divertido que era llevarme a latigazos hasta el mercado.

Siempre era un alivio volver a galopar junto a Tristán, Jerard y los demás, delante de un gran coche, aun cuando no acababa de acostumbrarme a que los lugareños señalaran el excelente tiro de caballos y murmuraran su aprobación. Los habitantes del pueblo podían ser todo un tormento. Había jóvenes cuya principal diversión era descubrir un tiro enjaezado a un lado de la carretera mientras esperaba muda y desamparadamente a su señor o a su ama.

Entonces nos martirizaban cruelmente a todos. Tiraban de nuestras colas, sacudían el tupido pelo que nos rozaba las piernas con aquel fuerte picor, y luego nos golpeaban las vergas para que sonaran las degradantes campanillas.

Pero el peor momento era cuando alguno de estos jovencitos decidía menear la verga de un corcel para hacerle eyacular. Por mucho que los corceles nos quisiéramos unos a otros, el apuro de la víctima provocaba las risas amortiguadas por la embocadura de los demás, pues sabíamos cómo se esforzaba la víctima para no correrse mientras las manos le acariciaban y jugueteaban con él. Por supuesto, eyacular y ser descubierto significaba recibir un severo castigo, y los lugareños que jugaban con nosotros lo sabían. Durante el día, la verga de un corcel tenía que estar dura. Cualquier satisfacción estaba prohibida.

La primera vez que fui víctima de este lamentable manoseo estábamos amarrados al carruaje del corregidor, al que habíamos llevado de regreso desde la granja a su excelente casa en la calle mayor del pueblo. Estábamos esperando en la calle a que salieran él y su esposa cuando de repente nos rodeó un grupo de muchachos revoltosos y uno de ellos empezó a manosearme la verga despiadadamente. Retrocedí de un brinco en el arnés intentando escapar a sus manos, incluso imploré desde detrás de la embocadura, aunque está estrictamente prohibido, pero la fricción era demasiado intensa, y finalmente me corrí en la mano del mocoso, que además empezó a reprenderme como si yo hubiera cometido alguna falta. Luego tuvo el descaro de llamar al cochero.

Pensé ingenuamente que me permitirían hablar en mi defensa, pero los corceles no hablan; son criaturas mudas, con el freno en la boca.

Al regresar a los establos me desenjaezaron y me llevaron hasta una de las picotas de la cuadra. Después de ponerme de rodillas sobre el heno, me doblé hacia delante para que me inmovilizaran las manos y la cabeza en el tablero de madera y allí me quedé hasta que Gareth apareció y me reprendió furiosamente. Él era tan hábil dando reprimendas como mostrando cariño.

Rogué con gemidos y lágrimas para que me permitieran explicarme, aunque tenía que haber sabido que todo sería en vano. Gareth preparó una mezcla de harina y miel y me explicó lo que estaba haciendo. A continuación me pintó el trasero, la verga, los pezones y el vientre con aquel preparado. Aquella sustancia se adhirió a mi piel como una desfiguración espantosa en comparación con la belleza de los arreos. Gareth acabó su trabajo describiendo sobre mi pecho la letra C con la misma mezcla, para simbolizar la palabra «castigo».

Después me amarraron al pesado y viejo arnés de una carretilla de barrendero callejero, el único lugar adecuado para un esclavo a quien han marcado de este modo. No tardé en descubrir el significado real del castigo. Incluso cuando avanzaba a trote rápido, algo extraño en una maltrecha carretilla de barrendero, las moscas venían a probar la miel. Se movían sobre las zonas más sensibles y en el trasero, torturándome despiadadamente.

El castigo se prolongó durante horas. Todos mis logros en cuanto a resignación y compostura como corcel quedaron reducidas a nada. Cuando finalmente me llevaron de vuelta a los establos, me empicotaron otra vez y permitieron a los esclavos que se dirigían al recreo que me penetraran por la boca o el trasero, según les pareciera más conveniente, mientras yo continuaba allí indefenso.

Era una odiosa combinación de degradación e incomodidad pero lo peor de todo era mi arrepentimiento, la profunda deshonra que sentía por haber sido un mal corcel. Aquella falta no encerraba ningún humor secreto ni satisfacción maliciosa. Había sido malo, y juré no volver a cometer ningún error; un propósito que, pese a toda su dificultad, no era del todo imposible.

Por supuesto, no lo conseguí. En los siguientes meses hubo muchas ocasiones en las que los muchachos o las chicas del pueblo se aprovecharon de mí, y yo no fui capaz de controlarme. Como mínimo la mitad de las veces me pillaron y me castigaron.

Me llevé un castigo aún más severo cuando me atraparon besando a Tristán, arrimado a él en el establo. Esta vez la falta fue intencionada por pura debilidad. Nos encontrábamos en nuestro compartimento y estaba convencido de que nadie nos descubriría. Pero un mozo de la cuadra nos vislumbró brevemente al pasar y de pronto apareció Gareth y me molió a golpes. Me sacó de mi establo y me azotó con el cinto con absoluta crueldad.

Me quedé sobrecogido de vergüenza cuando Gareth exigió saber cómo me había atrevido a comportarme de aquel modo. ¿Es que no quería complacerle? Yo asentí con un gesto, con el rostro surcado de lágrimas. No creo que haya deseado complacer a alguien con tal empeño en toda mi existencia. Mientras Gareth me enjaezaba, yo me preguntaba cuál sería el castigo esta vez. No iba a tardar mucho en obtener una respuesta.

Tendría que llevar un falo que Gareth había Sumergido en un espeso líquido de color ambarino que desprendía una deliciosa fragancia y que nada más insertarlo en el ano me provocó un picor atroz. Gareth esperó a que yo lo sintiera y empezara a retorcer las caderas y a llorar.

—Este recurso lo reservamos para los corceles vagos —dijo mientras volvía a golpearme sonoramente—. Los reanima al instante. Van por la calzada y no dejan de menear las caderas intentando calmar la picazón. Vos no lo necesitáis porque estéis desanimado, guapo, sino por desobediente. No volveréis a caer en pecados de este tipo con Tristán.

Me obligaron a salir apresuradamente al patio y me amarraron a un carruaje que se dirigía a una casa solariega. Mi rostro estaba bañado en deshonrosas lágrimas mientras intentaba no agitar las caderas, pero perdí la batalla. Casi de inmediato, los otros corceles empezaron a burlarse y a susurrar desde detrás de sus embocaduras: «¿Te gusta eso, Laurent?» y «¡Qué gusto da!» No utilicé las amenazas que me venían a la mente para responderles. En el patio de recreo nadie podía escaparse de mí, pero ¿qué tipo de amenaza era ésa cuando la mayoría de ellos no pretendían huir?

Cuando nos pusimos en marcha y salimos de las cuadras, ya no pude soportar más la tensión. Meneé las caderas arriba y abajo, las hice girar, intentando aliviar la picazón. Aquella sensación aumentaba y disminuía con oleadas palpitantes que me recorrían todo el cuerpo.

La picazón marcó cada minuto de cada hora de la jornada. No empeoraba ni mejoraba. Mis movimientos a veces aliviaban el picor, pero a veces lo intensificaban. Más de un lugareño se reía al observarme pues sabía perfectamente cuál era la causa de mis ignominiosos movimientos. No había conocido nunca una tortura tan denigrante, tan agotadora.

Para cuando regresé a los establos estaba exhausto. Me desenjaezaron y aún con el falo firmemente sujeto, me eché a cuatro patas y gemí a los pies de Gareth, con la embocadura colocada, arrastrando las riendas detrás de mí.

—¿Vas a ser un buen chico? —preguntó con las manos en jarras. Yo respondí con un apasionado gesto de asentimiento.

—Poneos en pie en la entrada de ese establo —ordenó— y agarraos a los ganchos que cuelgan de la viga.

Yo obedecí y me estiré para cogerme a las dos horquillas con los brazos muy extendidos. Me puse de puntillas para no soltar los ganchos. Gareth permanecía a mi espalda. Cogió las riendas que colgaban sueltas de mi embocadura y me las ató firmemente en la nuca. Entonces sentí que aflojaba el falo. Sólo aquel leve movimiento me provocó una exquisita sensación en todo el cuerpo que alivió aquel picor insoportable. Cuando me lo extrajo del todo, abrió el frasco de aceite y embadurnó el objeto. Yo masqué con fuerza contra la embocadura sin poder contener los gemidos que brotaban de mí.

Entonces volví a sentir el falo que me penetraba deslizándose entre la carne consumida por el picor, y estuve a punto de morir de puro éxtasis. Adentro y afuera. Gareth impulsaba el falo y calmaba la comezón, la debilitaba progresivamente y a mí me ponía frenético. Grité igual que antes pero esta vez de gratitud. Mientras agitaba violentamente las caderas, el falo se balanceaba en mi interior y, de repente, me corrí con sacudidas impetuosas e incontrolables en el aire.

—Eso es —dijo él, y sus palabras disolvieron inmediatamente todo mi miedo—, eso es.

Apoyé la cabeza en un brazo. Era su devoto y entregado esclavo, sin ninguna reserva. Le pertenecía a él, a los establos y al pueblo. No había ninguna discordia en mí y él lo sabía.

Cuando volvió a colocarme en la picota, yo ni siquiera era capaz de gemir.

Aquella noche, cuando los demás corceles me poseyeron en el patio de recreo, me quedé medio dormido, consciente y enmudecido por lo mucho que disfrutaba de sus palmaditas amistosas, de que me alborotaran el pelo, me dieran un repentino cachete en el trasero y me dijeran lo buen caballo que era, lo que habían sufrido también ellos con el atroz falo picante y lo bien que yo lo había llevado, teniendo en cuenta las circunstancias.

De vez en cuando, mientras me violaban, me llegaba un eco intenso de picor enloquecedor, pero por lo visto no quedaba suficiente líquido perfumado en mi ano como para desalentar a los demás corceles.

«¿Qué sucedería si lo aplicaran a nuestras vergas? —me pregunté—. Mejor no pensar en eso», me dije a mí mismo.

Una de mis principales preocupaciones era mejorar mi forma, marchar mejor que los demás corceles, decidir qué cocheros eran mis preferidos, dé qué carruajes me gustaba más tirar. Llegué a querer a los otros caballos y a entender su estado mental.

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