La llave del abismo (45 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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No estaban preparados para lo que encontraron.

La nave —si de eso se trataba— era un objeto ovoide cuyo diámetro central se ensanchaba como el de un barril. Una escalerilla central la atravesaba de arriba abajo, cruzando los diferentes niveles. El extremo superior se prolongaba con un cilindro que, además de contener la escotilla de acceso, parecía servir al mismo tiempo de nave auxiliar de dos plazas. El primer nivel era el más grande y ocupaba toda la bóveda superior; semejaba una especie de sala de mandos con varias pantallas de
scriptoria,
paredes cromático-herméticas verdes con barras laterales, asientos y una mesa de cristal negro con una extraña oquedad central que recordaba la forma del objeto elíptico que Daniel había encontrado en el zócalo. En el siguiente nivel estaban los camarotes, con ventanales gruesos, confortables lechos y potente iluminación, cuyas puertas se distribuían en círculo alrededor de la escalera central. Eran seis en total, de modo que podían disponer de uno por tripulante. Una cabina clínica y otra a modo de almacén constituían el nivel inferior a los camarotes. El último nivel albergaba los generadores de energía y de reciclado de agua y oxígeno, así como un nuevo cilindro central que sobresalía, como el primero, del casco principal, y finalizaba en otra escotilla, aunque no parecía funcionar como nave.

Tardaron dos horas en explorarla, tras escalar las espículas de la superficie dentada y acceder por la escotilla superior. Las dimensiones los aturdieron: Rowen propuso las de una casa de cuatro plantas; Darby opinaba que la anchura de la zona central desbarataba cualquier comparación. Su decoración era un abigarrado museo de metales herrumbrosos y modernos instrumentos. El detalle más llamativo, aparte de la oquedad de la mesa en la sala principal, era un panel en un sector de la misma sala que mostraba peces pintados al estilo
sumi-e
japonés nadando en un agua gris.

Todo aquello parecía tener un propósito. Darby lo expresó cuando se reunieron en la sala tras el primer recorrido.

—La nave ya estaba aquí. No sé cómo, pero Kushiro y su equipo la repararon.

—¿La repararon? —Rowen, sentado de cara al respaldo de una de las butacas, arqueó las cejas bajo la pequeña venda de la sien—. ¿Quién la construyó entonces?

—No lo sé, pero su estructura parece muy antigua. Piensa, por ejemplo, en los paneles de la sala de máquinas... Las placas pétreas que hallamos detrás... ¿Yilane? Tú las examinaste...

El joven creyente, sentado en una de las barras, de espaldas a la pared cromática verde, pareció temblar cuando habló.

—No es piedra. Se trata de mecanismos sobre los cuales se ha depositado una capa mineral.

—Decir «muy antiguos» sería un eufemismo —completó Darby—. Hablamos de miles de años, o... quién sabe.

Se hizo el silencio.

—No pueden utilizarse máquinas en ese estado —objetó Rowen.

Darby acudió de nuevo a Yilane, que apoyó un pie descalzo en la barra donde se sentaba.

—Puede hacerse con creencia. —Los miró, uno a uno, con terrible seriedad—. Los paneles nuevos necesitaban un punto de conexión válido para extraer información de la masa de instrumentos. Lo consiguieron recuperando lo que está muerto y enterrado. Haciéndolo «hablar».

—Es un poder del Decimotercero —intervino Anjali Sen con el mentón apoyado en sus manos recién reparadas—. A partir de ahí, se logra establecer una conexión.

—Es como la cámara donde Daniel halló este extraño aparato. —Darby mostró el pequeño objeto en forma de barril abierto en dos mitades—. La piedra «tallada» es en realidad maquinaria. Su antigüedad es tan inconcebible como la de la nave, pero el equipo de Kushiro encontró la forma de recuperar los datos que contenía... Datos que se corresponden con el hallazgo que el propio Kushiro había efectuado en los viejos textos de la Biblia original... —Darby hizo girar el objeto de forma que todos pudieran ver su interior. En cada una de las mitades había una pantalla cubierta de símbolos parpadeantes—. Unas coordenadas que fueron suprimidas por los intérpretes de la versión final del Cuarto Capítulo. ¿Recordáis? —Y recitó de memoria:— «Avistaron una gran columna de piedra que surgía del mar, y... llegaron a una costa hecha de barro, cieno y construcciones ciclópeas, llena de algas, que no podía ser otra cosa que la tangible sustancia del supremo horror terreno... la ciudad-cadáver de pesadilla...». —Se detuvo y los miró—. Ese es el texto bíblico del Cuarto tal como lo conocemos, pero el original, al parecer, mencionaba un dato entre medias. Está en la pantalla de abajo... —Lo señaló:—

«Avistaron una gran columna de piedra que surgía del mar, y
en latitud sur 47°, 9', longitud oeste 126°, 43'
llegaron a una costa...».

El silencio se hizo angustioso. Rowen se levantó lentamente del asiento.

—La Ciudad de Dios... —murmuró.

—La
Llave del Abismo
es la Ciudad de Dios —asintió Darby—. O está en ella. A más de cinco mil kilómetros al este de donde nos encontramos.

—¿Al este? —Rowen parecía desconcertado—. Espera, no hay nada en esa dirección, salvo el océano... ¿Acaso es una isla?

—No. —Darby alzó la cabeza—. Sea lo que sea, está sumergido.

—Como afirma la Biblia —añadió Yilane haciendo equilibrio con su ágil anatomía sobre la barra.

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13.2
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Cuando llegó el momento, Daniel se ofreció a ir en busca de Maya.

Había estado pendiente de su recuperación durante las últimas horas, agazapado junto a ella tanto en el camarote como en la clínica. Ignoraba el motivo. Suponía que necesitaba sentirla cerca debido al terror que lo sobrecogía. El miedo, que formaba parte de su carne, de la carne de todos, diseñados o biológicos, agudizado por el lugar donde se hallaban y lo que habían decidido hacer.

La encontró recostada sobre los líquidos curativos del receptáculo de la pequeña clínica, en el nivel inferior a los camarotes. Parecía dormida, pero estaba sometida a la tiranía de las pesadillas. Se retorcía y gemía en el reducido espacio blanco.

No era la primera vez que Daniel la veía sufrir malos sueños desde que había empezado su curación en la nave. Era cierto que sus heridas requerían más atención que las del resto, pero Daniel no creía que aquellos sueños se relacionaran con ellas.

No habían salido mal librados, después de todo. Darby presentaba solo rasguños y Rowen un surco en el cuero cabelludo debido al roce de una de las balas de Mitsuko, la cual le había provocado un desmayo que al propio Rowen le molestaba recordar, pero que Anjali juzgaba providencial.

—Te hubiese matado si llegas a quedar en pie —le decía ella.

Las heridas de Anjali y Maya eran más serias. La india había perdido gran parte del lóbulo de la oreja derecha y tenía contusiones en la cabeza y cortes en las manos, pero nada que no fuese recuperable. En cambio, el estado de la rodilla y mano derechas de Maya hacían aconsejable algún tipo de intervención. Aunque encontraron en la cabina-clínica un receptáculo con luces y líquidos cicatrizantes y todo el instrumental reconstructivo necesario, las técnicas más complejas se hallaban fuera del alcance de cualquiera de ellos, y Darby volvió a echar de menos —no por primera vez— a Brent Schaumann. Por el momento se habían limitado a inmovilizar la rodilla de Maya para, colgada de las axilas, hacerla bajar suavemente por el desfiladero hasta el foso donde se encontraba la nave, y luego, ya en su interior, la habían sometido a sesiones de líquidos y reposo. El perfecto diseño de su organismo había empezado a actuar, epitelizando las brechas más profundas y reponiendo el hueso roto, pero seguiría cojeando hasta que regresara a la civilización. En cualquier caso, por fortuna, ya estaban de nuevo juntos y en el sitio correcto, aunque el objeto que Daniel y Yilane habían descubierto —una nave hermética flotando en el agua de un canal subterráneo— superase todas las expectativas.

Intentó no asustarla mientras la despertaba. En la muchacha, la transición hacia la vigilia resultaba extraña y silente, porque sus ojos seguían cerrados. Luego la ayudó a salir de la cabina y subir al camarote. Maya parecía necesitada de hablar, y Daniel decidió no interrumpirla.

—Soñé que volvía a contemplarme en un espejo mientras ejercitaba mi cuerpo, como hacía en la comuna de Yemen. Pero no tenía once o doce años sino mi edad actual. Me miraba en el espejo, colocado junto a una palmera, en las casamatas donde fui creada... y podía verme. Y esa visión me asustaba. Luego volvía a dormir con mis compañeras, en el suelo, cuerpo contra cuerpo, y a compartir orgasmos con ellas para aliviar mi temor. Y veía colores. Mis recuerdos son colores. El Sur está lleno de ellos. Dormía en una habitación amarilla. La piel de nuestros guardianes era oscura y las uñas y la sonrisa muy blancas. Los golpes eran rojos. Nos pegaban siempre, en todo momento. El miedo era de un tono marfil o hueso. No éramos seres humanos, ni siquiera entes vivos, sino cosas fabricadas para entrar en la Ciudad de la Muerte. Si moríamos o enloquecíamos, simplemente nos eliminaban. Podían sustituirnos con facilidad, ya que creaban «perras» con frecuencia. Llegué a tener tanto miedo que no supe que lo tenía. Todo dentro de mi ser era miedo, no podía diferenciarlo de la vida. El orgasmo, que era blanco, de un blanco muy puro y brillante, como una luz, no nos pertenecía. Nos recompensaban permitiéndonos obtenerlo. Era nuestro alivio.

Daniel, recostado junto a ella en el lecho del camarote, tendió la mano hacia la suya. Aunque no habían compartido orgasmos, la muchacha había buscado uno la primera vez que él se había quedado a solas con ella en aquel lecho, pocas horas antes. Y lo había hecho como si se defendiera de algo: con una mano entre sus muslos y la otra en sus pechos, sin requerir la ayuda de Daniel pero sin que le importase su presencia, gimiendo entre aleteos de párpados cerrados.

Maya aceptó su mano y volvió el rostro hacia él.

—Una vez me preguntaste cómo me había quedado ciega. Nunca quiero hablar de eso, pero ahora te lo contaré. Nos obligaban a percibir el viento de la muerte y descender a la Ciudad bajo tierra, junto a los cadáveres. Teníamos que recorrerla a solas o con otras compañeras. La Ciudad era, casi siempre, una caverna inmensa y vacía en apariencia, pero un día, durante un descenso, encontramos algo. O algo
nos encontró
a nosotras. Nos habían dicho que era posible que ocurriera, y si así sucedía, teníamos que intentar huir sin mirarlo siquiera...

—¿Qué... era? —murmuró Daniel con la boca seca.

—No te serviría de nada saberlo —contestó ella temblando, tras una pausa—. Hay hombres entrenados como «perros» para buscar la Ciudad, pero tú no eres uno de ellos. Que te baste saber que la muerte, para muchos cuerpos, no es el final de la vida: así lo afirman el Decimotercero y el Último. Hay muertos que viven en abismos hondos, y tan solo encontrarlos significa la locura... En realidad,
no sé lo que vi.
Pero sé que, a partir de ese instante, ya no vi nada más. A mi alrededor, mis compañeras aullaban. Fui la única que logré salir con vida... Descubrí entonces que el último color, el del pánico, es negro. Cuando llegué a la superficie y abrí los ojos, seguí viendo ese color. Y he continuado viéndolo toda mi vida. Me explicaron que quedarme ciega me había salvado. Mis compañeras, que habían
seguido mirando,
perecieron.

Hizo una pausa y prosiguió, recobrando la calma.

—La ceguera me permitió resistir, ya que me usaban menos que a otras. Y resistir me ayudó a sobrevivir. Cuando superas un límite de edad y comprueban que eres fuerte, procuran conservarte. Allí se dice: «Si vives lo suficiente, te harán vivir más». Pero diez años después decidieron venderme. Desconfiaban de poder hacer negocios con una «perra» ciega, y yo sabía que si no recibían una buena oferta por mí, me sacrificarían. Fue entonces cuando Héctor Darby me compró. Pensé que era un ritualista. Nunca había conocido a otra clase de individuos que no fueran ritualistas. Pero cuando se quedó a solas conmigo me dijo: «En realidad, compro libros, no personas». —Sonrió—. Añadió que podía marcharme a donde quisiera. Nunca me permitió agradecérselo. Sé que lo hizo porque se dio cuenta de que nadie iba a comprarme. Le pedí quedarme a servirle. Ayudarle. Defenderle. Me aceptó como colaboradora: a partir de entonces yo iba de un sitio a otro, conseguía libros para él y lo protegía cuando tenía que realizar un viaje a lugares remotos. Luego conocí al doctor Schaumann y al magnífico Meldon Rowen... y luego todos conocimos la leyenda de la
Llave.

Daniel la miró largo rato durante el silencio que siguió. Se preguntaba qué clase de horrores ocultaban aquellos párpados cerrados, asediados de pecas.

—Te debía esta historia, Daniel Kean —dijo ella.

—Y te agradezco que me la contaras.

—Pero no has venido a oírme tan solo.

Daniel se incorporó en la cama. Escogió las palabras antes de hablar.

—Debemos decidir entre todos lo que vamos a hacer, y nos gustaría que nos acompañaras. Héctor cree que la nave se pondrá en marcha cuando introduzcamos el artefacto que encontré en la muesca de la mesa de control. Entonces nos llevará directamente a la
Llave.

—¿A la
Llave?
¿Cómo nos llevará?

—Bajo el agua —replicó Daniel, y notó el estremecimiento de ella.

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13.3
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—Bajo el agua —insistió Darby. Estaba pálido y parecía contagiar a través de su mirada su palidez a los demás—. Al lugar donde Dios habita. Nadie ha llegado tan lejos jamás, que sepamos, aunque quizá Kushiro sí lo hizo. Pero también sabemos que solo él regresó con vida y cordura para contarlo y planear su revelación. Ahora nos toca a nosotros. Decir que es probable que no todos sobrevivamos podría parecer redundante. Debemos decidir si queremos afrontar ese riesgo. Quien lo desee, puede abandonar esta nave ahora, antes de que introduzcamos el artefacto en la muesca.

Los sondeó con la mirada: Meldon Rowen, el joven y enérgico empresario de lustroso pelo negro y tez morena; la oscura creyente india Anjali Sen; el joven Yilane, de ojos rasgados; Maya Müller, la ciega de rostro pecoso; Daniel Kean, con su delicada delgadez y su pelo rubio con un mechón oscuro.

Nadie renunció, pero tampoco hubo asentimientos. Era como si supieran que el camino estaba trazado y no podían sino seguir avanzando.

Darby se volvió hacia Daniel y le entregó el artefacto abierto.

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