La llave del abismo (41 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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Daniel pensó en las implicaciones que sugerían las palabras de Yilane. Si la creencia era real —se preguntaba—, ¿qué impedía que Bijou lo aguardara en algún lugar más allá de la muerte? Si la revelación de Kushiro estaba dentro de él, todo podría adquirir un sentido nuevo. La
Llave del Abismo
se ocultaría tras aquellas rocas, quizá en el interior de aquella misma abertura, y ellos solo debían extender la mano y cogerla para que la sabiduría ancestral que simbolizaba les perteneciera para siempre.

Yilane pareció leer sus pensamientos, porque movió la cabeza afirmativamente.

—Sé que intuyes la verdad. Ven, vamos al final de la playa, donde el mar aún no llega. Debo explicarte algo... Te ruego que me permitas hablarte antes de hacer otra cosa...

Caminaron hacia las prehistóricas rocas, sombrías por el comienzo del ocaso. Allí, los ojos rasgados de Yilane se situaron a escasa distancia de los de Daniel.

—Sabes igual que yo lo que sucede, Daniel Kean. No puedes negarlo. Por mucho que pretendas vivir como vive la mayoría de la gente, ciego a las verdades profundas, aquí y ahora tus ojos han visto la nueva luz y ya nunca más serás ciego... Sea lo que fuere aquello que nos aguarde en este lugar, formamos parte de eso. El Undécimo Capítulo dice que somos nuestro pasado más remoto, nuestro propio origen... Aquí se encuentra ese pasado... ¿Por qué tiemblas?

Daniel sonrió. Sus mejillas ardían.

—Siento miedo, Yilane...

—Es justo lo que debes sentir —replicó el creyente—. Antes era yo quien lo sentía y tú, que no veías lo mismo que yo, me consolaste... Ahora tú eres el que ves: tu miedo, por tanto, ha aumentado. ¿Recuerdas lo que te dijo la maestra Sen ayer? Creer es conocer, y conocer nos atemoriza. Pero eso no es malo. Es natural y humano. Yo también siento miedo, Daniel. Un miedo puro, enfermizo, que doblega mi carne obligándome a buscar alivio en los otros... Un miedo como una ola que me arrancara de la tierra y me llevara hasta el mismo centro del océano... ¡Es lo que debemos sentir! ¡Y si me ayudas, juntos podremos atenuarlo lo suficiente como para traspasar esa abertura...!

El corazón de Daniel retumbaba frenético en su pecho.

—Qué quieres que haga... —susurró.

—Dancemos —propuso Yilane—. Una danza ritual. Ambos seremos uno solo. Déjate guiar por mí...

A Daniel, de repente, le apeteció. Yilane lo condujo a la zona de arena aún no bañada por el mar y le pidió que imitara sus gestos. No resultaba difícil, ya que, cuando Daniel se equivocaba, Yilane le ayudaba a colocar brazos o piernas en la posición adecuada. Pronto, todo empezó a transcurrir con fluidez, como el agua que poco a poco invadía la tierra bajo sus pies.

En un momento dado, Yilane tomó la cabeza de Daniel entre sus manos y lo besó. Casi sin darse cuenta, Daniel sintió que el miedo en su interior se apagaba como una llama sin aire.

De súbito percibió algo.

Al principio creyó que era un cambio del entorno, una presencia que los vigilaba, una mirada proveniente de algún lugar entre las rocas, oculta. Luego ya no estuvo tan seguro.

La sensación no se parecía a nada que hubiese experimentado antes. Fue tal su vértigo que casi creyó desmayarse, como si hubiese bebido cantidades ingentes de licor. Se sentía, a la vez, exultante y confuso, alegre y aterrorizado. La visión se le nubló. Cuando recobró la serenidad, comprobó que Yilane se había alejado de él y se hallaba de pie junto a una enorme roca en la orilla, apretado contra ella como si pretendiera abarcarla con los brazos.

—¿Tú también lo has sentido? —preguntó Daniel. Yilane lo miró y asintió—. ¿Qué era?

—Quizá un efecto de realizar el rito hallándonos tan cerca del lugar de la revelación... —dijo Yilane no muy convencido—. O una advertencia, como si quisiera decirnos: «No sois lo que creéis ser». Vamos a concluirlo.

Reanudaron la danza, pero en esa ocasión con un objetivo concreto: entrelazaron furiosamente los cuerpos y buscaron el orgasmo frotándose uno contra otro. Gimieron al experimentar el placer que durante unos fugaces instantes despoja de todo temor.

Luego se miraron y sonrieron. El malestar de Daniel había pasado dejando en su interior un poso de fuerza, de energía recobrada. Yilane parecía sentirse igual. Miró hacia la oscura entrada en la boca del dibujo.

—Creo que podremos trepar hasta allí —dijo—. Hay una especie de sendero.

Recogieron las mochilas y las colgaron a la espalda. El mar había invadido ya el único sitio accesible entre las rocas y tuvieron que abrirse paso casi nadando. Una vez a resguardo del agua, Yilane se secó y vistió unos ceñidos pantalones rojizos y Daniel se puso una pieza azul corta y un collar amarillo. Con Yilane delante, comenzaron la difícil ascensión.

• •
11.13
• •

—¡Se hallan cerca! —exclamó Anjali—. ¡Detrás de ese acantilado! Y han encontrado el sitio de la revelación...

La noticia excitó a todos salvo a Svenkov, que quizá ni siquiera la había escuchado porque se acercaba en ese momento caminando con parsimonia sobre la arena.

Tras abrazar a Anjali, Rowen se apresuró a recoger su mochila.

—¡Vamos, no hay tiempo que perder! ¡Debemos hallarlos antes de que oscurezca!

—Hay algo más —dijo Anjali terminando de colocar su equipo sobre su cuerpo húmedo—. Pero no sé muy bien qué es.

—¿Creyentes tribales? —sugirió Rowen con impaciencia.

Anjali negó mientras se abrochaba los cinturones de armas.

—No... Muy distinto... Creo que corren un grave peligro y no lo saben...

Darby y Rowen se miraron con desesperación.

—¡La Verdad debe de haberlos seguido! —murmuró Rowen, y apenas terminó de decirlo cuando dio media vuelta y echó a correr en la dirección señalada por Anjali—. ¡Quizá lleguemos antes de que sea demasiado tarde!

—¿«La Verdad»? —preguntó Svenkov confundido.

Nadie le respondió.

—Si se trata de la Verdad —dijo Darby como para sus adentros—,
ya es
demasiado tarde.

_____ 12 _____
Montaña

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12.1
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La entrada era oscura y parecía profunda vista de lejos, pero al llegar comprobaron que se trataba tan solo de un paso a través de la roca. Se arrastraron hacia el otro lado y, para su sorpresa, salieron de nuevo al aire libre. Lujuriante vegetación, raíces grotescas y piedras pulimentadas con capas de limo constituían el paisaje. Yilane señaló algo más: unos rebordes en el suelo, dispuestos en varios niveles. Formaban una escalera que se abría paso ascendiendo entre los angostos canales de plantas.

Daniel, que no sabía bien qué esperaba encontrar, quedó un instante paralizado.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Yilane, deteniéndose en uno de los peldaños.

Escalera de metal.
¿Había dicho eso también cuando estaba inconsciente? Pero aquella escalera no era de metal.

—No lo sé... Quizá esto no nos lleve a ninguna parte.

—No lo sabremos si no continuamos. —Yilane dio la vuelta y siguió pisando con los pies descalzos los peldaños cubiertos de moho.

No era un trayecto muy largo, pero las curvas de los distintos tramos y la espesura habían impedido vislumbrar el final desde abajo. Se trataba de otra abertura, esta vez más amplia, en lo alto de la roca. La humedad era densa, y a ello se unía cierto rumor creciente de agua.

La inmensa caverna a la que accedieron tenía la parte superior abierta al cielo. Su luz bastaba para revelar en gran medida el interior del recinto, aunque los rincones más alejados estaban sumergidos en la penumbra. Bajo esa relativa claridad era posible advertir una separación serpenteante entre los dos lados de la cueva, de unos treinta metros de anchura en su parte más dilatada, una especie de desfiladero que se introducía en las paredes formando aberturas en arco. Era un espectáculo extraordinario. Un puente prensil autoextensible cubierto de polvo permitía el paso de un lado a otro.

—Tiene la forma de un volcán. —Señaló Yilane las paredes de la caverna.

Daniel solo cabeceó, incapaz de articular una palabra. Siempre había sabido que existían lugares así, procedentes del torturado período de cataclismos, pero encontrarse en uno de ellos se le antojaba desquiciante. Oía la explicación religiosa de Yilane como en sueños:

—En el Duodécimo se cuenta el origen de los Antiguos, una raza previa a la humanidad, cuya ciudad de hielo se hallaba en lo que semejaba ser un volcán sin serlo realmente...

Pero el temor de Daniel residía en sucesos más inmediatos.

—Puede haber alguien aquí dentro. —Indicó el puente.

—Quizá. O puede ser un vestigio de la expedición de Kushiro.

Se asomaron con cautela por el borde del desfiladero. Era un abismo tenebroso cuyo fondo no vislumbraban. Yilane arrojó una piedra, que desapareció en la oscuridad sin dejar rastro. Pero el sonido que llegaba desde algún punto de aquella negrura resultaba claramente identificable.

—Agua —dijo y miró a Daniel—. Un torrente, o una entrada hacia el mar. Veamos lo que hay al otro lado.

El puente parecía sólido. La luz mortecina revelaba traviesas de plástico y metal afirmadas con espículas de perforación a las rocas. Yilane arrojó una piedra al centro, y la estructura respondió con firmeza. Lo cruzaron. En su parte media se balanceaba ligeramente, y Daniel apartó una mano de la correa de la mochila y se sujetó a la baranda procurando no mirar hacia abajo. Cuando llegaron al otro lado y se adentraron en las sombras, descubrieron que la caverna finalizaba en aquel punto. Yilane parecía confundido.

—Si hay un puente, es porque debe de haber algo aquí —señaló.

El corazón de Daniel latía frenético. Avanzó hacia al fondo del desfiladero preguntándose qué era lo que buscaban. ¿Una «trampilla»? ¿Una «escalera de metal»? ¿Un «techo con ángulos»? Todo se le antojaba absurdo.

Fue entonces cuando, al mirar hacia el borde de roca del precipicio, lo vio.

—Una escalerilla —dijo Yilane acercándose—. Autoextensible.

De plástico y metal, como el puente. ¿Podría ser la escalerilla de la supuesta «revelación»? Daniel empezaba a pensar que podían estar engañándose. ¿Y si los chillidos de los pájaros y el posterior hallazgo del dibujo en la cima eran mera coincidencia?

Decidió decírselo a Yilane, pero al agacharse junto a él y mirar su rostro en la penumbra, comprendió lo que el creyente se disponía a hacer incluso antes de que lo dijera.

—¡No, Yilane! —lo detuvo.

Los ojos de Yilane contenían miedo, pero también una hambrienta determinación. Como si lo impulsara algo muy superior a él.

—Tenemos que conocer —dijo Yilane y lo apartó con delicadeza.

—¡Bajar por aquí es arriesgado!

—No mucho más que escalar hasta aquí.

En verdad, la escalerilla era gruesa y estaba firmemente sujeta al borde. Los travesaños parecían recios y, aunque se hallaban impregnados de humedad, semejaban ser resistentes.
Como si alguien lo hubiera dejado todo para indicarnos el camino,
pensó Daniel. Sin embargo, le asustaba no poder ver dónde finalizaba. Era como si condujera a otro mundo. ¿Al mundo de la
Llave?

—Si quieres, espérame aquí —dijo Yilane.

Antes de que pudiese darse cuenta, Daniel se halló a solas, con la escalera chirriante por el peso de Yilane. Se asomó y vio los cabellos castaños del creyente como flotando en una ciénaga negra. Luego también ellos desaparecieron.

—¿Yilane? —llamó.

Aguardó la respuesta en vano.

• •
12.2
• •

Al distinguir el dibujo en la cima, Héctor Darby ya no albergó duda alguna.

Estaban a un paso de obtener la
Llave.

La movediza Casa de Dios cubría casi toda la arena con sus olas, pero Anjali y Rowen, que iban delante, se habían abierto camino a través de las espumosas aguas y estaban subiendo por las rocas en dirección a la abertura. El lugar no parecía haber sido hollado durante siglos, aunque esta última impresión podía ser falsa, ya que la marea había ascendido y las olas lamían el borde de las rocas haciendo desaparecer cualquier rastro previo. Darby se preguntaba, ansioso, si llegarían a tiempo de impedir que les ocurriera algo a Daniel y Yilane. Necesitaba pensar en la peor de las posibilidades. La visión mental de Anjali les había dado a entender que estaban vivos pero en grave peligro, y no habían recibido respuesta al grito de sus nombres cuando llegaron a la cala.

Sea como fuere, tenían que subir.

Lo más difícil era llegar al acantilado, pues el mar batía con fuerza contra las primeras rocas y los cubría hasta la cintura. Maya, que avanzaba delante, parecía más firme que las propias piedras, pero se detenía de vez en cuando para ayudar a Darby. Svenkov, el último de todos, empapado hasta la cabeza, con la camisola blanca que vestía adherida al torso, caminaba con indiferencia y solo hablaba para ordenar hoscamente a Darby que se moviera. En medio de ambos, el hombre biológico se tambaleaba agarrándose a las rocas para vencer el poder de succión del mar.

De repente Maya se detuvo. El agua aún le llegaba por las rodillas. Darby, que intentaba esquivarla, se paró un instante, y lo mismo hizo Svenkov.

—No —dijo ella.

—¿Qué? —preguntó Darby, pero su pregunta se deshizo bajo el sonido de otra voz.

—Arrojad mochilas y armas al agua.

Detrás de las rocas estaba una desconocida. Se erguía afirmando los pies entre las piedras, cubierta a medias por estas. A Darby le impresionaron su belleza casi inhumana y el fascinante brillo de su cabello rubio y largo que la brisa apenas removía, como si se tratase de una escultura sobresaliendo de su cabeza. Era, en verdad, una mujer preciosa.

Pero cuando se fijó mejor en los destellos de sus ojos verdes, se dijo que no le apetecía acercarse a aquella mujer tan preciosa bajo ninguna circunstancia.

Quizá también influía el hecho de que sostuviera dos pistolas de ráfagas de cañones oscuros y fríos como el fondo de sus pupilas.

—No me hagas repetirlo, Maya Müller —dijo Turmaline.

La muchacha parecía titubear. Darby, que ya había obedecido y arrojado sus pertenencias, se preguntó por un momento si Maya y Svenkov contraatacarían.

En ese instante un brazo perfecto, blanco, como dibujado en el aire, envolvió su garganta desde atrás. Sintió un frío metálico en la cabeza.

—¿Quieres que empecemos por tu amigo, ciega? —dijo Svenkov alzando su pistola de repuesto hacia la sien de Darby.

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