Daniel percibía su mano como un extraño apéndice artificial que funcionara bajo control ajeno. Sus articulaciones, moviéndose como poleas, aferraron la pistola.
—¿Quieres saber por qué existe la muerte? —
La apariencia y la voz de la Verdad volvían a ser las de Bijou—. Me temo que no lo sabrás tan rápido como desearías... No obstante, el dolor hará que no te aburras esperando... De ese modo, tendrás tiempo para reflexionar acerca de lo que me has dicho... y quizá descubras... dónde está realmente la Verdad... —Clavó los ojos en Daniel—. Dispara un cañón sobre tu vientre. Uno solo.
Daniel vio cómo los cañones se levantaban y giraban hacia su propio cuerpo.
No tiene poder.
El cañón completaba su giro, le presionaba el vientre.
Solo se detuvo cuando vio la expresión preocupada del rostro del asesino. Era como si de improviso hubiese notado algo que le desagradara.
—Tus amigos suben hacia aquí —dijo.
NO TIENE PODER
Quizá fue aquella mínima distracción, o quizá el simple hecho de convencerse de lo que estaba pensando. Fuera como fuese, por un momento sintió que volvía a ser dueño de su propio cuerpo.
Sin titubeos, alzó la pistola, la hizo girar hacia la figura que tenía delante y disparó ambos cañones sobre ella.
La Verdad saltó hacia atrás golpeando la tubería cromada, que se partió por la base. Cuando se incorporó, ya no se parecía a Bijou. A ojos de Daniel volvía a ser la Verdad, con su encrespada melena negra y sus ojos arcaicos. De la caverna abierta en su pecho no manaba la sangre. Ni siquiera parecía preocupada: se agachó y arrancó la tubería del todo con una fuerza insólita, sin dejar de mirar a Daniel, que se apartó en el último instante. El metal se estrelló contra el asiento cúbico, haciéndolo trizas.
—Una ventaja que tu esposa practicara esgrima con sable, ¿eh, Daniel? —dijo la Verdad—. Sus músculos se encuentran en perfecto estado...
Sin apresurarse, volvió a levantar la barra. No dejaba de mirar a su víctima mientras tanto, con una fijeza fría pero incesante. Daniel, que había recargado el arma y le apuntaba, titubeó.
Quiere que vuelva a dispararle,
pensó.
Dedujo que nunca le haría daño con un arma. Cambió de idea, soltó la pistola y se arrojó sobre la Verdad con las manos desnudas, antes de que la barra cayera de nuevo. El ataque cogió desprevenido al mercenario, que retrocedió y soltó la tubería.
Ambos contrincantes rodaron por el suelo, cada uno intentando erguirse antes que el otro.
Volvieron a enzarzarse, y de repente Daniel notó algo.
La habilidad de su oponente parecía haber cesado. Era un individuo cualquiera, con tanta fuerza como la que podía tener él mismo, e incluso más débil conforme la lucha se prolongaba. Daniel intuía por qué.
Desea regresar a su verdadero cuerpo, pero dijo que necesitaba cierto tiempo para hacerlo...
Aprovechando la ventaja, Daniel giró y se sentó sobre su torso, golpeándole la cabeza contra el suelo.
—¡No puedes matarme! —chilló la Verdad mientras su cabeza (que ahora era de nuevo —para horror de Daniel— la de Bijou) recibía los golpes, abriendo de par en par sus ojos enrojecidos—. ¡Soy lo último que verás antes de morir, lo peor que descubrirás sobre ti mismo, el lugar al que irás cuando hayas muerto...! ¡Soy
la Verd...! —
De repente la imagen de Bijou volvió a disolverse. Los ojos de la Verdad mostraron las conjuntivas y su garganta emitió un ronco gruñido. Con expresión de dolorida repulsión, Daniel se levantó tambaleante y aferró la tubería.
—A partir de ahora habrá otra Verdad —dijo.
La boca abierta y oscura del mercenario reflejó su alarido en la pulida superficie de la barra que caía vertiginosamente.
Cuando Daniel logró calmarse, descubrió que la barra golpeaba, tan solo, un suave polvo de ceniza. Quizá los restos de Bijou, de la única Bijou que había existido nunca.
—¡Daniel! —oyó la voz de Darby.
—Hay un explosivo... —murmuró mientras el hombre biológico y Maya entraban en el camarote. Señaló la caja en el panel de cristal. Pese a su rodilla maltrecha, la muchacha había saltado sobre el diván y extendía las manos, palpando.
—Está conectado —dijo, en tono de angustia.
Darby se unió a ella. Quitaron la tapa con extremo cuidado y Darby examinó los cables. El rostro del hombre biológico, al volverse hacia Daniel, expresaba todo el horror del fracaso.
—Tiene un contador... Va a estallar en menos de un minuto... —gimió—. Maya: ¿hay alguna forma de desconectarlo?
Maya recorría los cables uno a uno, con los gestos más rápidos y delicados que podía conseguir con su mano herida. Sacudió la cabeza.
—Es uno de estos cables... Hay catorce, pero solo uno es el de desconexión. Si tiramos de cualquiera de los otros, estallará.
—Debemos arriesgarnos —dijo Darby.
Maya volvió a recorrer los cables y eligió uno. En el momento en que iba a tirar de él, Daniel la detuvo.
—¡Espera!
Subió al diván y se acercó al aparato.
Catorce cables.
Cerró los ojos, recordando. Catorce cables pintados de rojo y solo uno de blanco, enterrados en la carne del soñador. Del cable blanco pendía su dedo pulgar. Recordaba perfectamente cuál era: lo había intentado cortar él mismo, junto con Moon.
El tercero de su izquierda.
¿Por qué son elegidos los elegidos?
¿Y si todo formaba parte del mismo mensaje? ¿Y si Kushiro había vislumbrado ese preciso instante del futuro y hecho que el joven Klaus transmitiera la clave final con su propio cuerpo? Los caminos de la revelación, decía Darby, nunca son directos: era preciso dar vueltas, abrir puertas...
Pero él no era creyente. Nunca había creído en la revelación de Kushiro...
—¡Daniel! —gritó Darby—. ¡Sea lo que sea lo que quieras hacer, hazlo ya!
Abrió los ojos y contempló los números del contador en la pantalla. Quedaban apenas cinco segundos.
5, 4...
Llevó los dedos al tercer cable de la izquierda. Recordó que, en el Gran Tren, tirar de aquel cable había iniciado toda su pesadilla.
2, 1...
Clic.
La tarde era sosegada en Sentosa. El brillo del horizonte tenía una tonalidad naranja remota, casi dorada. Héctor Darby dijo las últimas palabras y la ceremonia concluyó. Habían sido frases improvisadas, basadas en el afecto y los recuerdos. Aunque sostenía la Biblia del Amor y el Arte, no la había leído.
Daniel, con la máscara y el manto rituales, apretó afectuosamente los hombros de Yun mientras la hornacina que contenía las cenizas del cuerpo de Bijou, parte de las cenizas que habían logrado reunir en la nave y que un día habían sido horriblemente profanadas, era abierta cuidadosamente sobre el acantilado. Luego se repitió el mismo gesto con las que contenían los restos de Meldon Rowen, Anjali Sen y Jeremy Yin Lane, a quien Darby insistía en considerar como a los demás, aduciendo que solo una enfermedad había podido transformarlo así. Cuando el aire terminó de dispersarlas sobre el mar, los asistentes se quitaron las máscaras y se retiraron.
Pese a la atmósfera triste que envolvía el día, la pequeña Yun sonreía, abrazada a Daniel. Lania le había dicho que Yun se hallaba mucho más feliz desde que él había vuelto, y Daniel sabía que era cierto. Había podido comprobarlo nada más llegar, cuando la niña, al besarlo, afirmó con extraña convicción:
—Ya has regresado del tren oscuro, papá.
Los cambios eran lentos, pero incesantes.
Aquella tarde, tras la ceremonia, Daniel entró en el salón de la casa de Rowen donde solía reunirse con Héctor Darby y Maya Müller a charlar. Todas las tardes charlaban sobre los hallazgos de la
Llave.
Esas conversaciones habían cambiado muchas cosas, no solo entre ellos: Darby había hecho público el descubrimiento y varias universidades y centros religiosos de todo el mundo habían solicitado ya su presencia. Se preparaba una magna expedición de científicos y religiosos hacia la
Llave del Abismo,
y aunque habían surgido escépticos, no solo entre los creyentes, parecía obvio que las conclusiones de Darby iban a transformar algo más que la opinión de unos cuantos bibliófilos.
Darby aún no había llegado a la sala, pero la muchacha aguardaba de pie frente a la ventana, donde el ocaso deslumbraba. Vestía una pieza negra ceñida y la postura en que se encontraba, de cara a la ventana, recordó a Daniel la que había adoptado en el salón de la casa de Darby aquella primera vez.
Con una diferencia.
Daniel se percató indirectamente, por el reflejo en el cristal de la ventana.
—¡Maya... tus ojos...!
Se acercó al tiempo que la muchacha, sobresaltada, giraba hacia él respirando agitadamente. En su rostro enrojecido los ojos seguían firmemente cerrados.
—Los tenías abiertos... Lo he visto en el reflejo... —La tomó del mentón con suavidad y contempló aquel semblante de mandíbula tensa, endurecido y al mismo tiempo dulce, donde los ojos se movían como pájaros encerrados en pequeños sacos de piel. Ella apartó la cara—. Tus ojos... son normales...
Iba a añadir: «Y muy hermosos», pero la muchacha negaba con la cabeza, una y otra vez.
—Son horribles... Me quedé ciega cuando vi
aquello...
—¿Y si no es así? ¿Y si eso es lo que
crees?
¿Y si es lo que siempre
has creído?
Es posible que todo forme parte de lo mismo, Maya... —Ella seguía negando con más fuerza—. ¿Por qué no abres los ojos? ¡Los tenías abiertos cuando entré! ¿Por qué no pruebas a abrirlos de nuevo?
—Tengo miedo... —Los párpados se separaron un poco, pero solo brotaron lágrimas. Se abrazaron mientras ella sollozaba—. ¡Estoy cambiando! ¡No sé lo que significa, pero...! ¡Antes podía percibir cosas bajo tierra...! ¡Antes sentía la Ciudad! ¡Ahora todo es... muy confuso!
Él intentó tranquilizarla. Sabía que solo era necesario un poco de tiempo. Igualmente sabía que, como había dicho Darby, ninguno de los dos experimentaría a lo largo de sus vidas un cambio radical. Se necesitarían varias generaciones para que los grandes cambios se produjeran, pero, mientras tanto... quizá una pobre muchacha ciega de terror se atrevería a ver la luz... ¿Por qué no?
Sonrió y tocó con la yema del dedo los párpados de ella.
—Aún no se sienten preparados para nacer... Pero un día podrás comprobar qué efecto causa mi sonrisa en mi rostro, te lo aseguro... aunque quizá te decepciones.
La muchacha sonrió débilmente.
—No creo que me decepcione.
Mientras la miraba Daniel se preguntó si podía estar forjándose entre ambos una relación de «amor». Era pronto para saberlo, pero el destino de Maya ya empezaba a preocuparle... y la preocupación por el destino del otro era señal inequívoca de que el «arte» cedía paso al «amor».
—Perdonad —dijo Darby desde la puerta—. Si interrumpo algo...
Ambos lo invitaron a entrar. El hombre biológico traía en sus manos la Biblia que había llevado a la ceremonia, pero a Daniel le interesó más su expresión. Ya lo conocía, y sabía que aquel brillo en la mirada solo podía significar una cosa.
—Se te ha ocurrido otra idea extraña... —dijo.
—Yo también lo noto. —Maya asintió sonriendo.
—Puede que tengáis razón... —Darby eludió contestar y se rascó la calva—. Pero antes que nada quería deciros dos cosas, ambas inesperadas. La primera es que los familiares de Meldon Rowen acaban de comunicarme su última voluntad... Me ha legado esto. —Abrió los brazos—. Su casa de Sentosa. Nunca pude imaginarlo, pobre amigo... He venido a deciros que es tan vuestra como mía... De hecho, más vuestra que mía, porque tengo decidido regresar a Europa. Soy del Norte. Vivir en Sentosa me haría perder el maravilloso cuerpo biológico que aún me queda y me convertiría en un jovencito andrógino como vosotros... —Darby parecía extrañamente excitado pero Daniel sabía que no era debido a la noticia de aquella herencia—. En fin, podéis quedaros a vivir aquí si os apetece. Y me figuro que con el oro que nos ofrecen por las conferencias no tendréis más remedio que consideraros ricos...
A Daniel la idea de ver a Yun vivir y crecer en la mansión de Sentosa le parecía increíble. Miró a la muchacha, que sonreía con expresión burlona.
—Héctor, no has venido a decirnos solo eso...
El rostro de Darby había enrojecido, como el de un niño a punto de cometer una espléndida jugarreta.
—Bien, tengo otra noticia... Muy curiosa, por cierto. Acaba de llegar la información que pedí a Alemania. ¿Recordáis a Shar, el discípulo de Mitsuko del que obtuvo Ezra Obed el anuncio de la revelación? Era amigo de Klaus Siegel... De hecho, gozaban juntos.
—Vaya coincidencia... —dijo Daniel.
—O quizá no —replicó Darby sonriendo—. Quizá Shar le contó a Klaus, mientras se besaban: «Habrá una revelación muy importante el día tal, a tal hora, en el Gran Tren de Hamburgo...» Y el pobre soñador, el loco Klaus, lo creyó a pies juntillas y decidió convertirse en el protagonista...
Daniel meditó en aquella asombrosa idea.
—¿Quieres decir que... todo fue invención de Klaus?
—Pero, Héctor —objetó Maya—, la revelación era cierta...
—Maya tiene razón. —Daniel asintió—. Gracias a ella encontramos la
Llave
y yo acerté a desconectar el cable que...
—¿Más coincidencias? —Darby los interrumpió sin dejar de sonreír—. ¿O quizá deseos de que así ocurriera? —Alzó la Biblia frente a ellos—. ¿O... tan solo fantasías?
—¿Qué quieres decir? —Maya frunció el ceño.
—Que teníais razón: se me ha ocurrido otra idea extraña sobre Nuestro Libro. —Lo dejó sobre la mesa y empezó a dar cortos paseos—. He estado leyendo en estos días sus catorce capítulos, preguntándome qué son exactamente. Es decir,
qué fueron...
Si no describen el mundo real, ¿qué significado tienen y por qué se concibieron?
—Nos explicaste que quizá los redactó un grupo de religiosos que creían equivocadamente que el mundo era así —dijo Maya.
—Y no es que haya cambiado de opinión —advirtió Darby—, pero se me ha ocurrido otra teoría. Carece de pruebas, como todas las teorías ciertas antes de ser probadas...
—Y las falsas —argüyó Daniel.
—No obstante —replicó Darby riéndose—, esta es lo bastante extraña como para resultar cierta. Veréis... Hasta ahora hemos creído que estos textos habían sido escritos por motivos religiosos o científicos... Pero ¿y si se tratara de simples invenciones? Me refiero a mentiras conscientes, voluntarias... Los historiadores afirman que en épocas muy remotas había poetas que escribían mentiras para solaz de los lectores...