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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (7 page)

BOOK: La mano del diablo
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–Muy interesante –musitó el agente del FBI.

Volvieron a mezclarse con la gente. Una vez finalizado el discurso de De Vache, las conversaciones recuperaron su anterior volumen. También volvía a sonar el arpa, pero ahora el ruido de copas, comida y chismorreos impedía oír una sola nota.

De repente Pendergast salió disparado. D'Agosta vio que su objetivo era el director del museo, que bajaba del estrado.

Al verles, De Vache se detuvo.

–Ah, Pendergast... ¡No me diga que investiga el caso!

Pendergast asintió.

El francés apretó los labios.

–¿Oficialmente? ¿O eran amigos?

–Pero ¿Grove tenía amigos?

De Vache se rió.

–También es verdad. Jeremy desconocía el valor de la amistad. La mantenía a distancia. La última vez que le vi., que fue... déjeme pensar... en una cena, recuerdo que pidió a la persona que tenía delante (un hombre completamente inofensivo, viejo y con dentadura postiza) que no hiciera tanto ruido con los incisivos al comer, porque era un ser humano, no una rata. Más tarde alguien le manchó de salsa la corbata y él le preguntó si tenía algún parentesco con Jackson Pollock, el pintor expresionista abstracto. –Sir Gervase se rió–. ¡Eso en una fiesta! ¿Qué amigos puede hacer un hombre que suele hablar así?

Un grupo de señoronas cargadas de joyas llamó a sir Gervase, que pidió disculpas a Pendergast, hizo una señal con la cabeza a D'Agosta y se alejó. Pendergast reanudó su escrutinio de la sala, hasta fijar su mirada en un grupo cercano al arpa.


Voilà
–dijo–. El gran filón.

–¿Quiénes?

–Los tres que hablan juntos. Ellos y Vilnius, a quien acaba de conocer, eran los invitados de la última fiesta de Grove. Y la razón de que estemos aquí.

El primero en que se fijó D'Agosta fue un hombre de aspecto anodino y traje gris. Tenía al lado a una mujer de edad considerable, cubierta de polvos y carmín, vestida de tiros largos, recién salida de la manicura y la peluquería y a buen seguro que con una dosis de botox, última y frustrada tentativa de aparentar menos de sesenta años. Su collar de esmeraldas era tan grande que D'Agosta tuvo miedo de que el peso hiciera ceder sus escuálidos hombros. Sin embargo, la figura descollante del grupo era su tercer integrante, un hombre de una gordura descomunal, en cuyo magnífico traje gris perla no faltaban la faja de seda, los guantes blancos ni la cadena de oro.

–La mujer –murmuró Pendergast– es lady Milbanke, viuda del séptimo barón Milbanke. Dicen que tiene una lengua viperina, que bebe absenta y que nunca se cansa de organizar sesiones de espiritismo e invocar a los muertos.

–Por la pinta que tiene, no le iría mal que la invocaran a ella.

–Echaba de menos su incisivo sentido del humor, Vincent. El caballero orondo debe de ser el conde Fosco. Tengo referencias suyas desde hace mucho tiempo, pero nunca le había visto.

–Como mínimo pesa ciento cuarenta kilos.

–Observe, sin embargo, la agilidad de su porte. El hombre alto con traje gris es James Frederick, el crítico de arte de
Art Antiques.

D'Agosta asintió.

–¿Nos metemos en la boca del lobo?

–Usted manda.

Pendergast se acercó rápidamente al grupo y, tras una descarada intromisión, cogió la mano de lady Milbanke y se la llevó a los labios.

Ella se ruborizó por debajo del maquillaje.

–Disculpe, pero ¿nos conocemos?

–Desgraciadamente, no –dijo Pendergast–. Me llamo Pendergast.

–Pendergast. ¿Y su amigo? ¿Es un guardaespaldas?

La pregunta suscitó algunas risitas en el grupo, a las que Pendergast se sumó antes de decir:

–En cierto modo.

–Si practica el pluriempleo –dijo el hombre alto, ese tal Frederick–, debería hacerlo sin uniforme. A fin de cuentas, esto es un funeral.

D'Agosta vio que Pendergast no se molestaba en corregirle acerca del supuesto pluriempleo, sino que, ignorando el comentario, hacía un gesto compungido con la cabeza.

–Qué pena lo de Grove, ¿verdad?

Todos asintieron.

–Se rumorea que celebró una fiesta la misma noche en que murió.

Reinó un repentino silencio.

–¡Caramba, señor Pendergast! –dijo lady Milbanke–. ¡Qué casualidad! Aquí donde nos ve, los tres asistimos a ella.

–¿De veras? Dicen que el asesino podría ser uno de los invitados.

–¡Qué emoción! –exclamó lady Milbanke–. Parece una novela de Agatha Christie. De hecho, todos teníamos motivos para querer eliminar a Grove. Al menos hasta hace poco. –Miró fugazmente a los demás–. Claro que no éramos los únicos, ¿verdad, Jason?

Lo preguntó en voz muy alta, haciendo señas a un joven con una copa de champán en la mano, una orquídea mustia en el ojal de su chaqueta beis y el pelo del color de la mermelada de naranja.

El joven se detuvo frunciendo el entrecejo.

–¿De qué habláis?

–Le presento a Jason Prince. –Lady Milbanke rió con picardía–. Le estaba diciendo al señor Pendergast, Jason, que en esta sala hay mucha gente con motivos para asesinar a Jeremy Grove. Tú tienes fama de celoso.

–Siempre diciendo chorradas –dijo Prince, ruborizado, y se alejó.

Lady Milbanke repitió su risa aguda.

–Y Jonathan, aquí presente, había recibido unos cuantos alfilerazos de Grove. ¿Verdad, Jonathan?

El hombre del pelo gris sonrió irónicamente.

–Éramos bastantes en el club.

–¿Verdad que dijo que eras la muñeca inflable de los críticos de arte?

El hombre ni siquiera pestañeó.

–Sí, era un hombre de expresiones pintorescas. De todos modos, Evelyn, creía que estábamos de acuerdo en que todo eso ya era agua pasada. Hace más de cinco años.

–¿Y el conde? Un sospechoso de primera fila. ¡Mírele! Se nota que guarda secretos muy oscuros. Ya se sabe que los italianos...

El conde sonrió.

–Los italianos somos gente retorcida.

D'Agosta miró al conde con curiosidad y quedó impresionado por sus ojos, de un gris oscuro, pero con la especial transparencia de las aguas profundas. Su pelo era gris, peinado hacia atrás; su piel, rosada como la de un bebé, a pesar de su edad, que debía de frisar los sesenta años.

–Y de mí no hablemos –añadió lady Milbanke–, porque podría decirse que era la que tenía más motivos. Habíamos sido amantes.
Cherchez la femme.

D'Agosta, estremecido, se preguntó si eso era físicamente posible.

El crítico, Frederick, también debía de tener problemas a la hora de imaginárselo, porque se retiró.

–Perdón, pero tengo que hablar con alguien.

Lady Milbanke sonrió.

–Supongo que de tu nuevo cargo.

–Pues la verdad es que sí. Encantado de conocerle, señor Pendergast.

La conversación sufrió un breve
impasse.
D'Agosta vio que los ojos grises del conde observaban a Pendergast, y que en sus labios se insinuaba una sonrisa.

–Señor Pendergast –dijo el aristócrata–, ¿sería mucho pedir que nos dijera cuál es su interés oficial en el caso?

La única reacción de Pendergast fue meter una mano en el bolsillo de su chaqueta, sacar la cartera y abrirla lentamente y con veneración, como si fuera un joyero. La insignia dorada y plateada reflejó las luces del gran salón.


Ecce signum!
–exclamó el conde, alborozado.

Lady Milbanke retrocedió un paso.

–¿Policía?

–Agente especial Pendergast, del FBI.

La anciana la emprendió con el conde.

–¿Lo sabías y no me lo has dicho? ¡Acabo de convertirnos a todos en sospechosos!

Su tono ya no tenía nada de humorístico.

El conde sonrió.

–Nada más verle he sabido que formaba parte de las fuerzas del orden.

–Pues yo no le veo nada de agente del FBI.

El conde se volvió hacia Pendergast.

–Espero que la información de Evelyn le sea de utilidad.

–De gran utilidad –dijo Pendergast–. Había oído hablar mucho de usted, señor conde.

Fosco sonrió.

–Grove y usted fueron amigos mucho tiempo, ¿verdad?

–Compartíamos el amor a la música y al arte, así como a la máxima unión de ambas cosas: la ópera. ¿Es usted aficionado a la ópera, quizá?

–No.

–¿No? –El conde arqueó las cejas–. ¿Por qué?

–La ópera siempre me ha parecido vulgar e infantil. Prefiero la forma sinfónica; la música pura, despojada de aditivos como el decorado, el vestuario, el teatro, el sexo y la violencia.

Al principio D'Agosta creyó que el conde se había quedado mudo, pero después se dio cuenta de que reía en silencio, una risa traducida en convulsiones internas, y que duró bastante. A su término, Fosco se secó las comisuras de los ojos con un pañuelo y dio una palmadita de admiración.

–¡Vaya, vaya! Veo que es usted un hombre de opiniones firmes. –Tras un instante de silencio, se inclinó hacia Pendergast y empezó a cantar con una voz de bajo profundo que apenas se oía por encima del ruido de la sala:

Braveggia, urla!
T'affretta

a palesarmi il fondo dell'alma ria!

Hizo una pausa y sonrió a todo el grupo, recuperando su postura erguida.


Tosca,
una de mis favoritas.

D'Agosta vio que los labios de Pendergast se tensaban un poco.

–¡Bravuconea, grita! –tradujo el agente–. ¡Date prisa en manifestarme el fondo de tu alma vil!

Todos enmudecieron ante lo que parecía un insulto al conde, pero este se limitó a sonreír.

–Bravo. Habla italiano.


Ciprovo
–dijo Pendergast.

–Amigo mío, si es capaz de traducir así a Puccini, yo diría que hace mucho más que intentarlo. Conque no le gusta la ópera... Esperemos que no sea igual de filisteo en otras cuestiones artísticas. ¿Ya ha tenido la oportunidad de admirar aquel Ghirlandaio? Sublime.

–Vayamos al grano –dijo Pendergast–. ¿Sería posible hacerle unas preguntas, señor conde?

El conde asintió.

–¿De qué ánimos estaba Grove la noche de su muerte? ¿Se encontraba preocupado? ¿Asustado?

–Sí, todo a la vez; pero venga, que así lo veremos más de cerca.

El conde se aproximó al cuadro, seguido por todos los demás.

–Conde Fosco, es usted una de las últimas personas que vieron con vida a Jeremy Grove. Le agradecería que me ayudase.

El conde dio otra palmadita.

–Disculpe mi aparente frivolidad. Quiero ayudarle. Sepa que siempre me ha fascinado su profesión. Soy un verdadero adicto a las novelas policíacas inglesas. Quizá sea para lo único que sirven los ingleses. Ahora bien, reconozco que no estoy acostumbrado a ser la persona investigada, y que no es una sensación muy agradable.

–Nunca lo es. ¿En qué se basa para decir que Grove estaba preocupado?

–Se levantaba cada pocos minutos y casi no bebió, contraviniendo sus costumbres. Unas veces hablaba muy fuerte, como si estuviera atontado, y otras lloraba.

–¿Sabe por qué estaba preocupado?

–Sí, por miedo al demonio.

Lady Milbanke dio una palmada debido al nerviosismo.

Pendergast miró a Fosco fijamente.

–¿Por qué lo cree así?

–Porque al despedirnos me formuló una petición muy particular. Como sabía que soy católico, me suplicó que le prestase mi cruz.

-¿Y?

–Se la presté. Reconozco que esta mañana, al leer el periódico, he temido un poco por su seguridad. ¿Cómo podría recuperarla?

–De ninguna manera.

–¿Por qué no?

–Porque forma parte de las pruebas.

–¡Ah! –dijo el conde, aliviado–. Pero en algún momento podré recuperarla, ¿no?

–Dudo que quiera, a menos que le interesen las piedras preciosas que contenía...

–¿Por qué lo dice?

–Porque está tan quemada y tan fundida que le costaría reconocerla.

–¡No! –exclamó el conde–. Era una reliquia familiar de un valor incalculable, transmitida a lo largo de doce generaciones. ¡Me la regaló mi
nonno
para mi confirmación! –Se dominó enseguida–. El destino es caprichoso, señor Pendergast; además de morir un día demasiado pronto para hacerme un importante favor, Grove se quedó una de mis herencias más preciadas y la hizo participar en su destrucción. Cosas de la vida. –Se frotó las manos–. Y ahora, si le parece, un intercambio de información. Yo ya he satisfecho su curiosidad. Satisfaga usted la mía.

–Lo siento, pero no puedo hablar del caso.

–¡No, querido amigo, si no me refiero al caso, sino a este cuadro! Me gustaría conocer su opinión.

Pendergast se volvió hacia el cuadro y dijo sin pensárselo dos veces:

–Detecto la influencia del
Tríptico Portinari
en las caras de los campesinos.

El conde Fosco sonrió.

–¡Qué genialidad! ¡Qué visión de futuro!

Pendergast inclinó un poco la cabeza.

–No me refiero a usted, amigo mío, sino al artista. Lo que asegura usted es toda una proeza, ya que Ghirlandaio pintó esta pequeña tabla tres años antes de que el
Tríptico Portinari
llegara de Flandes a Florencia.

Sonrió a su público.

Pendergast le miró sin perder la compostura.

–Ghirlandaio vio los estudios, que fueron enviados a la familia Portinari cinco años antes de la llegada del retablo. Me sorprende que desconozca el dato, señor conde.

La sonrisa de Fosco se borró unos instantes. Luego el conde dio una palmada de sincera admiración.

–¡Muy bien, muy bien! Parece que me ha vencido en mi propio terreno. Tenemos que conocernos mejor, señor Pendergast. Es usted excepcionalmente culto para ser un miembro de los carabinieri.

Nueve

D'Agosta oyó sonar el teléfono por el auricular. La señal era tan débil que parecía llegar de la luna. Ojalá se pusiera su hijo Vincent, porque no tenía ningunas ganas de hablar con su mujer. Después de un clic, reconoció la voz.

-¿Sí?

Nunca contestaba «diga», sino «sí», como si el simple hecho de llamar ya fuera una molestia.

–Soy yo.

–¿Sí? –repitió ella.

¡Santo Dios!

–Yo, Vinnie.

–Ya, ya sé quién eres.

–Me gustaría hablar con mi hijo, si eres tan amable.

Un momento de silencio.

–No puede ser.

D'Agosta sintió que empezaba a exaltarse.

–¿Porqué?

–Aquí en Canadá hay algo que se llama colegio.

Se quedó de piedra. Claro. Eran casi las doce del mediodía de un viernes.

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