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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (21 page)

BOOK: La máscara de Ra
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—El peso del cargo, ¿eh, amo? —comentó el enano con una sonrisa.

Amerotke se sentó en el borde del lecho, aceptó la copa de cerveza fría que Shufoy le puso en la mano y vio la fuente con pan recién cocido y trozos de ganso asado dispuesta en la mesa.

—Tendríais que reuniros con nosotros en el jardín —añadió Shufoy, observándolo con atención—. El sol ya ha pasado el mediodía; se está muy cómodo y fresco a la sombra de los sicómoros.

—Tengo que salir —replicó Amerotke. Fue hasta la mesa y comenzó a comer.

—¿Por qué? —preguntó el sirviente.

—Porque tengo que hacerlo —respondió el magistrado evasivamente—. Asuntos del círculo real.

—Me crucé con Asural —manifestó Shufoy—. Por lo tanto, prestad atención a mis palabras, oh amo, las encontraréis muy útiles.

—Mi corazón está harto de seguir tus consejos —afirmó Amerotke, citando otro proverbio.

—Sois como el aguzanieves —contraatacó Shufoy—. Uno de esos pájaros que, cuando el cocodrilo toma el sol en el fango y abre las mandíbulas, se mete en la boca para comerse los restos que quedan entre los dientes del cocodrilo. —El enano se acercó—. Cualquier día al cocodrilo se le puede ocurrir cerrar la boca y el aguzanieves se convertirá en un apetitoso bocado.

—¿Se puede saber quién es el cocodrilo? —preguntó Amerotke, dispuesto a mantener la conversación en un plano divertido.

—Id a la Casa del Millón de Años —respondió Shufoy—. Ese lugar está lleno de cocodrilos sedientos de sangre.

El juez supremo sonrió y acabó con lo que estaba comiendo.

—Hay otra historia, Shufoy, sobre los cocodrilos. Cuando toman el sol en el fango, con las grandes mandíbulas abiertas, una mangosta puede entrar, metérsele hasta el estómago, y entonces matar a la bestia abriéndose paso a dentelladas.

—¡Menuda mangosta!

Amerotke, riéndose de la salida del enano, fue a lavarse la cara y las manos, y se vistió con la túnica. Del interior de un baúl sacó un grueso capote militar, un cinturón de guerra con tachones de bronces y metió la espada y el puñal en las vainas.

—Dile a la señora Norfret que no tardaré en volver. No la asustes.

El juez bajó las escaleras sin hacer caso de las miradas de advertencia de Shufoy ni de la letanía de proverbios que estaba a punto de soltar. Se detuvo un momento en la planta baja para disfrutar de la fragancia de las flores del jardín, donde Norfret enseñaba a escribir a
los
niños.

«Me encantaría poder quedarme», pensó Amerotke. Sin embargo, el anciano sacerdote podría decirle alguna cosa importante. Consideró la posibilidad de llevarse un carro, pero la descartó porque sólo conseguiría alarmar a Norfret y animaría a sus hijos a plantear un sinfín de preguntas. Se marchó por una salida lateral. No encontró a mucha gente en el camino. Vio acercase una procesión formada por sacerdotes novicios como escolta de un buey engalanado con cintas y flores, que tiraba de un carro. Se inclinó ante el paso de los sacerdotes y aprovechó para echar una ojeada al contenido del vehículo. Dio gracias a Maat de que Shufoy o Prenhoe no estuvieran con él: el carro iba cargado con huesos, una carga de muy mal agüero, procedentes del matadero del templo, que enterrarían en el desierto.

Amerotke no tardó en llegar a una de las puertas de la ciudad, abriéndose paso por las callejuelas flanqueadas por las casas de adobe de los artesanos y labriegos, que conducían hasta los muelles. No vio ninguna señal de la tensión de la que había hablado Asural: el mercado y los tenderetes estaban a rebosar, el aire tenía el olor punzante del natrón que los comerciantes utilizaban para embadurnar sus puestos y protegerlos de los millones de moscas. Un vendedor le cogió de la mano al tiempo que le anunciaba su mercancía.

—¡Tengo sebo de gato! ¡Si lo frota en el umbral de su casa nunca más verá a un ratón ni a una rata!

—¡No temo a las ratas ni a los ratones! —replicó Amerotke.

Apartó al vendedor y continuó su camino a lo largo del río. El sol estaba cada vez más bajo. Amerotke se detuvo un momento para comprar una calabaza de agua y se la echó al hombro. Se había marchado a toda prisa, pero ahora recordaba cómo en otros viajes al valle de los Reyes, el calor y el polvo que se pegaba en la boca y la garganta le habían martirizado.

El magistrado avanzó a paso ligero junto a un grupo de chiquillos que simulaban combates con cañas de papiro. Otros recogían excrementos de animales y los envolvían con paja. Los pondrían a secar al sol en los techos de sus casas para utilizarlos como combustible cuando llegara el invierno.

Un coro de muchachas al servicio de Hathor, la diosa del amor, había atraído una gran concurrencia que cerraba el camino. Amerotke se detuvo para contemplar el espectáculo: las muchachas vestían provocativamente y lucían largas pelucas aceitadas, entretejidas con cintas de colores. Alrededor de sus cuellos colgaban collares hechos con pimpollos de lotos, y en las orejas llevaban pendientes que reflejaban la luz del sol con cada movimiento. Iban desnudas, salvo por unas breves faldas de lino que se ondulaban sensualmente mientras las cantantes bailaban al ritmo de las palmadas.

Qué hermoso es, amado mío,

bajar contigo hasta el río.

Aguardo ansiosa el momento

que me pidas bañarme ante tus ojos.

Me sumergiré en el agua

y emergeré con un pescado rojo.

Yacerá feliz entre mis dedos.

Yacerá feliz entre mis pechos.

Ven conmigo, amado mío.

La sensualidad de la danza y lo provocativo de la letra, atraían la atención de los marineros, que coreaban cada estrofa y aceptaban entusiasmados los pequeños trozos de papiro con dibujos eróticos distribuidos por los músicos que acompañaban a las jóvenes. Un grupo de nubios vestidos con pieles de leopardo, se dejaron llevar por el ritmo de la música y quisieron sumarse al baile con las muchachas. Pero apareció la guardia y Amerotke aprovechó la confusión para rodear a la multitud y seguir por un camino que daba a los muelles donde se amontonaban las naves, barcazas y botes. Los mercaderes, los marineros, los alcahuetes, las prostitutas y centenares de curiosos se reunían en los tenderetes, donde vendían cerveza y vino para comprar y vender las más variadas mercaderías, charlar o sencillamente disfrutar de las últimas horas del mercado. El magistrado pasó de largo y siguió hasta más allá de las casas y los tinglados de los muelles, donde comenzaba un camino fangoso que cruzaba los cañaverales de papiro. Amerotke hizo una pausa para mirar hacia la necrópolis, limitada por los acantilados de granito de colores y de piedra caliza que marcaban el comienzo del valle de los Reyes. Cerró los ojos mientras acariciaba el anillo de Maat. Presentía el peligro; el sacerdote del culto de la diosa serpiente quizá tenía una información valiosa y debía acudir a la cita, pero así y todo rezó para que Maat le permitiera regresar sano y salvo.

C
APÍTULO
XI

A
merotke continuó su marcha por la orilla. De vez en cuando se levantaban bandadas de aves que volaban por encima de la superficie del río, lleno de embarcaciones de todas clases y tamaños. Oyó unos chillidos provenientes de un espeso cañaveral. Un grupo de cazadores golpeaban con bastones a un marrano mientras una pareja de hombres lanzaban al agua garfios con trozos de carne, esperando que las entrañas sanguinolentas y los chillidos del marrano atrajeran a algún cocodrilo hambriento que se comiera el cebo, y así poder arrastrarlo hasta la orilla donde lo matarían a garrotazos. Los cazadora, desnudos salvo por los taparrabos, permanecían alerta armados con lanzas y garrotes. Uno de ellos vio a Amerotke.

—¡Únete a nosotros! —le gritó—. ¡Esto es la mar de divertido!

El magistrado se limitó a menear la cabeza y siguió la marcha.

Por fin llegó a un pequeño muelle desierto y fue hasta la punta, donde se detuvo con la mirada puesta en el agua. Siempre estaba el peligro de los cocodrilos y, aunque no era frecuente, se conocía casos en que los animales habían atacado a algún viandante descuidado. Asural creía que los cocodrilos se habían aficionado a la carne humana después de devorar a infinidad de borrachos que se habían caído en el Nilo. Amerotke no se movió de la punta del muelle hasta que consiguió atraer la atención de los tripulantes de un pequeño
dhow
, que transportaba pasajeros de un lado al otro del río.

Amerotke subió a bordo. Los marineros apenas si se fijaron en él, pero aceptaron el deben de cobre. Conversaban entre ellos mientras ponían rumbo hacia el desembarcadero delante de la necrópolis que les había señalado el juez. Amerotke contempló el enjambre de calles, casas, tiendas, almacenes y, detrás de la obra humana, el gran promontorio rocoso que ahora adquiría un color rojizo a medida que comenzaba a ponerse el sol. Se trataba del pico del oeste, dedicado a la diosa serpiente Meretseger, amante del silencio. Amerotke recordó la advertencia respecto al valle que protegía el guardián de piedra: «Tened mucho cuidado con la diosa del pico occidental. ¡Ataca al instante y sin previo aviso!».

Amerotke apartó de su mente los tenebrosos pensamientos preguntándose qué estarían haciendo Norfret y sus dos hijos. Se ensimismó tanto que los marineros creyeron que estaba dormido, y le sacudieron la rodilla cuando la embarcación atracó en el muelle de madera. El juez les dio las gracias y saltó a tierra.

Tomó la carretera que serpenteaba a través de la necrópolis, y se detuvo unos momentos ante la monumental estatua del santuario de Osiris, el más importante de los occidentales, el dios de los muertos ante quien todos acababan por presentarse. Amerotke acudía con frecuencia al inmenso cementerio, ya fuera para visitar la tumba de sus padres o de otros miembros de su familia, y siempre le resultaba una experiencia tétrica ver las callejuelas donde se apiñaban los embalsamadores, los fabricantes de ataúdes, los pintores, los cereros y los carpinteros que construían el mobiliario fúnebre. A través de las puertas abiertas, Amerotke vio los ataúdes dorados y multicolores apoyados contra las paredes; eran las salas de exposición donde los clientes escogían los mejores diseños. Algunos fabricantes incluso ofrecían ataúdes a escala que los clientes podían llevarse a su casa para decidir la compra con toda tranquilidad.

También estaban los locales y los cobertizos de los embalsamadores, donde se preparaban los cadáveres para el entierro. El aire apestaba con el fuerte olor del natrón, la sal donde sumergían los cuerpos antes de que los embalsamadores comenzaran su trabajo. El olor se mezclaba con otros: el de las entrañas, extraídas a través de la nariz; el vino de palma, el incienso molido, la mirra y el casis, que se introducían en el cadáver destripado y limpio. La mayor parte del trabajo se hacía para los clientes ricos. Los cadáveres de los pobres los colgaban sencillamente de garfios de carnicero. Amerotke vio algunos cuerpos casi putrefactos que esperaban que les llegara el turno de ser sumergidos en los grandes calderos de natrón, para después eviscerarlos antes de que los recogieran los apenados parientes.

Más allá del sector comercial comenzaban los nichos excavados en las laderas de piedra caliza. Amerotke se detuvo para permitir el paso de un cortejo fúnebre: lo encabezaba un sacerdote que cantaba una plegaria a Osiris; lo seguían los sirvientes cargados con cántaros y potes de alabastro llenos de comida y aceite, y con cofres de madera pintada que guardaban las joyas, las armas y las prendas del difunto. Una parihuela cubierta, arrastrada por dos hombres, marcaba el centro de la procesión; allí transportaban los canopes con las vísceras embalsamadas que habían sacado del cadáver. Inmediatamente detrás caminaba otro sacerdote, quien recitaba con voz solemne un párrafo del libro de los Muertos: «Nos presentamos ante ti, oh señor del oeste, gran dios Osiris. No hay maldad alguna en la boca de este hombre. No decía mentiras. Concede que siga la suerte de los favorecidos que están entre tus seguidores. ¡Te saludamos, Osiris, padre divino! ¡Oh señor del aliento! ¡Oh señor de los palacios de la eternidad! ¡Concede que el Ka de este hombre pueda vivir en tus salones!».

Las palabras eran repetidas por los otros sacerdotes que acompañaban el ornamentado ataúd ocupado por la momia. La retaguardia la ocupaban los familiares, los amigos, y un grupo de plañideras profesionales que, dispuestas a ganarse un buen dinero, lloraban a lágrima viva, se mesaban los cabellos, se golpeaban el pecho, y recogían polvo del camino para echárselo sobre el pelo y las prendas.

La procesión acabó de pasar, y Amerotke se disponía a seguir su camino cuando vio a Peay, el médico, que salía de una casa, con un mono en el hombro, uno de aquellos pequeños primates que los ricos solían tener como animales de compañía. El médico se movía de una manera presurosa y furtiva, y Amerotke se preguntó qué asunto podría haberle traído a la necrópolis. Dio un paso y topó contra alguien, se apartó al tiempo que miraba a la otra persona: se trataba del embalsamado, el hombre que había hablado en favor de su primo durante el juicio celebrado en la Sala de las Dos Verdades. El hombre, avergonzado, murmuró una disculpa y retrocedió con la cabeza gacha.

—¡Salud y prosperidad! —le saludó Amerotke.

—¡Salud y prosperidad para vos, mi señor Amerotke! ¿Qué os trae a la ciudad de los muertos?

—Los jueces y sus familias también acaban aquí en algún momento —comentó Amerotke.

—¿Dónde están sepultados? —preguntó el embalsamador.

El magistrado señaló el extremo más lejano del cementerio.

—Os puedo acompañar allí —se ofreció el hombre—. La ciudad de los muertos no es lugar para vos.

Amerotke miró a través de un portal. Los embalsamadores estaban muy ocupados con un cadáver, vestidos sólo con los taparrabos, los cuerpos bañados en sudor. Oyó el ruido de los martillazos, los lamentos de las plañideras del cortejo fúnebre que se alejaba, mientras los olores extraños y acres se le metían en la nariz y la boca. Nunca había estado aquí solo, sino en compañía de familiares, sirvientes, guardias o funcionarios.

—Id con mucha precaución —le advirtió el embalsamador.

—Siempre camino con mucha precaución —replicó Amerotke.

Dio un paso adelante, pero el hombre no se apartó. El juez apoyó la mano en el pomo de la espada. El embalsamador agachó la cabeza al tiempo que levantaba una mano en señal de paz.

—Muchas gracias, mi señor, por la compasión que demostrasteis con mi pariente.

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