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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (20 page)

BOOK: La máscara de Ra
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—Rahimere reclamará el envío de un ejército al norte o al sur. El comandante en jefe será Omendap, por supuesto, pero insistirá en que tú vayas con las tropas —había dicho su amante.

—¿Qué pasará si voy?

—¿Tú qué crees?

—¡Me derrotarán! Acabaré prisionera de los mitanni o regresaré a Tebas como un perro apaleado.

—Dirás como una perra —bromeó Senenmut—, como una perra apaleada, lista para que la encierren en la perrera.

—¿Qué ocurrirá durante mi ausencia? —le había preguntado ella.

—Mientras tú no estés, los mercenarios del visir se acercarán cada vez más al palacio. Sus oficiales encontrarán mil y una excusas para visitar a tu hijastro.

Hatasu exhaló un suspiro y se puso de lado. ¿Era éste el motivo por el que se cometían los asesinatos? Sin embargo, no tenían sentido. Ipuwer había sido un buen comandante pero se le podía reemplazar. En cuanto a Amenhotep, tan importante en vida, nadie lloraba su muerte. Pensó en Amerotke. ¿Podía confiar en él? La muchacha cerró los ojos, necesitaba hablar con alguien de aquel terrible momento, cuando al arrodillarse junto al cadáver de su marido había encontrado un mensaje atado con un cordel rojo. ¡Necesitaba liberarse! Tenía que confiar en alguien. Se inclinó sobre su amante y sopló suavemente el rostro de Senenmut.

Amerotke se levantó mucho antes del amanecer y, al hacerlo, despertó a Norfret. Su esposa salió de la habitación, con los ojos somnolientos y la boca llena de preguntas. El juez la abrazó, disfrutando con el contacto de su cuerpo, de su delicioso perfume. Norfret quiso saber lo ocurrido la noche anterior y Amerotke le contó lo que consideró prudente. La mujer se apartó, con una expresión risueña.

—¡Amerotke, eres el peor mentiroso que he conocido en toda mi vida! La situación es grave, ¿no es así? Se aproxima el momento de desenvainar las espadas, y tú intervendrás.

Amerotke asintió.

—No me ordenes marchar —añadió Norfret, a modo de ruego—. No me ordenes marchar, Amerotke.

—Mi pequeña gata salvaje. —El juez sonrió—. ¿Qué me dices de los niños? Si las multitudes se lanzan a la calle, asaltarán Tebas.

—¿Las tropas están en la ciudad?

—Las tropas actuarán según las órdenes que reciban y quizá no haya nadie para darlas. Peor incluso, podrían sumarse a los motines. —Cogió las manos de Norfret—. Prométeme una cosa, si ocurre lo peor harás exactamente todo lo que te diga Shufoy.

—¡Shufoy! —exclamó Norfret.

—Shufoy es capaz de sacar agua de las piedras —replicó Amerotke—. No hay agujero del que no pueda salir; él solo vale más que todo un regimiento. Shufoy se encargará de llevarte a un lugar seguro.

Norfret le dio su palabra y volvió a su habitación. Amerotke pasó un momento por su despacho y después subió a la azotea para contemplar la salida del sol. Se había purificado el rostro y las manos con agua, y la boca y los labios con sal. En el instante en que el sol asomó por encima del horizonte, se puso de rodillas, con las manos extendidas y los ojos cerrados, y comenzó a rezar pidiendo al dios sabiduría y protección para su familia. Después se volvió hacia la izquierda, de cara al norte, para sentir la brisa fresca, el aliento de Amón.

Acabadas las plegarias, bajó para reunirse con sus hijos, que correteaban por el comedor mientras los sirvientes intentaban conseguir que desayunaran antes de salir a jugar. Amerotke respondió a las preguntas de los niños sin hacerles mucho caso y después volvió a su despacho en el último piso.

La salida del sol era ahora saludada en la ciudad por las trompetas del templo. La brisa arrastraba las notas mientras los rayos del sol se reflejaban en las placas de oro colocadas en las cúspides de los obeliscos, creando una aureola de luz. Amerotke se dedicó a repasar las cuentas del templo de Maat: las compras de provisiones, la venta de flores, el rendimiento de su participación en la compra y venta de incienso con la tierra de Punt. Shufoy se reunió con los niños en el jardín y, después de jugar con ellos durante un rato, les recordó con mucha solemnidad que debían tratarlo con más respeto. Amerotke había decidido no interferir en el negocio de la venta de amuletos de su criado. Sabía que era totalmente imposible evitarlo, porque Shufoy le escucharía obediente con los oídos pero con la mente cerrada.

—¡No os burléis de los ciegos, ni despreciéis a los enanos! —les gritó Shufoy a los chiquillos—. ¡No os ensañéis con un hombre castigado por los dioses!

«Cosa que no es precisamente tu caso», pensó Amerotke.

Norfret vino a sentarse con él. Hablaron de la entrada de su hijo mayor a la Casa de la Vida para cursar los estudios de escriba. Norfret vio que Amerotke tenía otras preocupaciones, así que le dio un beso en la frente y se marchó.

Poco después apareció Prenhoe y, como ya estaba avisado por Shufoy, confesó que era el cómplice del enano.

—Compartimos un profundo interés en los sueños —explicó con un tono quejumbroso—. Además, la venta de amuletos —dijo, sosteniendo la mirada de su pariente—, completa la magra paga de un escriba.

—Estás bien pagado, Prenhoe —replicó Amerotke. Levantó la tapa de un cofre pequeño que tenía sobre la mesa, sacó un bolsita y se la dio—. Esto es para ti. —Sonrió—. Prenhoe, eres un escriba muy bueno: eres inteligente e incisivo; observo cómo tus manos se mueven por el papiro. Tu resumen de las actuaciones de la corte es uno de los mejores que he leído.

En el rostro del joven escriba apareció una expresión de dicha.

—Estaba seguro de que hoy sería un día afortunado —comentó—. Anoche soñé que comía carne de cocodrilo…

—Sí, sí —le interrumpió Amerotke—. Al menos, eso es mejor que el sueño de Shufoy: soñó que copulaba con su hermana.

—¡Pero si no tiene!

—Lo sé —asintió Amerotke resignadamente—. Ahora escucha, Prenhoe, redacta las actas del juicio de Meneloto, y tráemelas lo antes posible.

El siguiente visitante fue el desconsolado Asural, quien entró en la casa como un dios de la guerra, con el faldellín de cuero, la coraza y un casco un tanto ridículo debajo del brazo. Amerotke agradeció para sus adentros que los niños no estuvieran presentes; de lo contrario, Asural hubiera tenido que desenvainar la espada y explicar por enésima vez cómo había luchado cuerpo a cuerpo con un campeón libio. El jefe de la guardia del templo se sentó en una silla y aceptó agradecido una copa de cerveza.

—¿Más robos? —preguntó el juez supremo.

—Sí, estatuillas y otros objetos pequeños: frascos de perfumes, cajas de costura, copas y platos.

Amerotke pensó en el cuento que estaba relatando a sus hijos.

—¿Ninguna señal de violencia en las puertas?

—¡Las puertas siempre están cerradas! Los robos sólo se descubren cuando abren las tumbas para depositar otro cadáver. No hay entradas secretas ni túneles, sólo los pequeños conductos de ventilación. —Asural se acomodó mejor en la silla—. Por cierto, antes de venir para aquí, uno de los novicios del templo dijo que había traído esto para ti.

Asural le entregó un rollo de papiro. Amerotke quitó el cordel y lo leyó;—¡Es de Labda! —exclamó. Miró al guardia—. Quiere verme antes del anochecer, en el santuario de la diosa serpiente en el valle de los Reyes. Dice que no puede venir a la ciudad y me ruega que vaya.

—Es un lugar muy solitario —opinó Asural—. En el límite con el desierto; te conviene tener mucho cuidado. ¿Dice por qué quiere verte?

Amerotke miró una vez más el mensaje escrito por la mano profesional de un escriba.

—Afirma tener nuevas informaciones sobre la muerte del faraón, algo que ha llegado a su conocimiento.

—Ah, ya me olvidaba —dijo Asural, con un tono burlón—. También he venido a felicitarte por tu ascenso, todo un miembro del círculo real.

—¿Qué más te has olvidado? —preguntó Amerotke.

—La cosa ya ha comenzado.

—Por todos los dioses, Asural, ¿de qué estás hablando?

—Los primeros refugiados ya se encuentran en la ciudad, unos cuantos comerciantes y mercaderes de Menfis y otras poblaciones del norte. Sólo es un rumor, los hombres del visir se los llevaron, pero el rumor dice que un gran ejército ha cruzado el Sinaí y a estas horas ataca el delta.

Amerotke se quedó de una pieza. En la infancia había escuchado hablar de los hicsos, los temibles guerreros con sus carros de guerra, que habían arrasado Egipto, provocando el hambre, las plagas y la destrucción. Su padre había comentado la crueldad de los invasores y Amerotke sabía lo suficiente de estrategia militar como para comprender la magnitud del terrible peligro que se avecinaba. Si un ejército hostil se hacía con el control del delta, caerían las ciudades del norte y Egipto quedaría partido en dos.

—Quizá sólo sea un rumor.

—No lo creo —insistió Asural—. Tendrías que ir a la ciudad, Amerotke. ¡Averiguar lo que está sucediendo de verdad!

—Ya habrá tiempo más que suficiente para hacerlo —replicó el juez—. Si se produce una avalancha de refugiados, la Casa de los Secretos se ocupará del asunto. No querrán que cunda el pánico, al menos mientras el círculo real esté dividido. —Amerotke deseó haberse mordido la lengua al ver la súbita expresión de alerta en el rostro de su amigo.

—¿O sea que hay una división? —susurró el jefe de la guardia—. ¿Las historias que corren son ciertas?

—Vuelve al templo, a la Sala de las Dos Verdades —le respondió Amerotke—. Ordena que doblen las guardias y cierren todas las puertas. El tribunal no se reunirá en varios días; no hay ningún caso urgente.

Asural se levantó.

—¿Tienes alguna noticia de Meneloto? —preguntó el juez.

—Es como el humo del incienso —contestó Asural desde la puerta—: queda la fragancia pero, de Meneloto, ni el más mínimo rastro. Amerotke oyó el ruido de las fuertes pisadas de Asural, que bajaba las escaleras. Por un momento, el miedo fue como un puño helado apretándole el estómago, pero estaba decidido a no dejarse llevar por el pánico. Debía mantenerse ocupado. Cogió una hoja de papiro y la extendió sobre la mesa. Luego, abrió la caja que contenía los pinceles, los frascos de tinta y los estilos. Escogió un estilo, lo mojó en la tinta roja y comenzó a escribir rápidamente, de derecha a izquierda, utilizando el tipo de escritura que había aprendido en la Casa de los Escribas. Cerró los oídos a los lejanos gritos de sus hijos que jugaban entre los tamarindos y los sicómoros, espantando a las abubillas que se reunían alrededor del estanque. Cuando acabó la introducción, cogió un cuchillo pequeño y le sacó punta a otro estilo. ¿Qué sentido tenía todo esto?

Amerotke escribió el signo correspondiente a Tutmosis II, el divino faraón, místico, epiléptico; un valiente general y gran estratega. Había marchado hacia el norte para someter a los enemigos de Egipto, y la campaña fue un éxito. Los comandantes en jefe estuvieron con él mientras que su hermanastra y esposa Hatasu gobernaba Tebas. Amerotke dibujó una pirámide. Después, el divino faraón regresó al sur, deteniéndose en Sakkara para visitar las grandes pirámides y los templos mortuorios de sus antepasados. Tutmosis desembarcó de la falúa real con el comandante Ipuwer, el capitán Meneloto y el sacerdote Amenhotep. Fue a visitar las pirámides en secreto, en mitad de la noche. El juez escribió «¿por qué?» y, por un instante, miró la ventana por donde entraba la luz del sol.

«¿Por qué?», preguntó en voz alta.

¿Fue porque el faraón recibió una carta del anciano sacerdote Neroupe? Continuó escribiendo? ¿Cuál era el contenido del mensaje? ¿Por qué era tan importante? ¿Descubrió algo el faraón en aquel lugar? ¿Compartió el secreto con Amenhotep? ¿Se trataba de una cuestión religiosa? Tutmosis que siempre había sido el más devoto de los hombres; continuó con las plegarias y las ofrendas, aunque en privado, sin visitar ningún templo; mientras Amenhotep había dejado totalmente de interesarse por la vida y los dioses. ¿Por qué Amenhotep escribió los jeroglíficos correspondientes al uno y al diez? Amerotke recordó sus estudios cuando le habían enseñado que eran los números sagrados correspondientes a la esencia de Dios y a la culminación de todas las cosas.

Por último, los asesinatos. ¿Cómo murió el divino faraón? No había ninguna duda de que le había mordido una víbora. Pero ¿era ésta la verdadera causa de la muerte? Todas las pruebas demostraban que no era así. ¿Por qué entonces utilizaron una víbora? Amerotke trazó el jeroglífico correspondiente a la víbora. ¿Existía algún significado ritual en el arma utilizada por el asesino? ¿Acaso la víbora representaba al gran leviatán del mundo subterráneo: Apep, el señor del caos y la noche eterna, que luchaba constantemente con el señor Amón-Ra y las fuerzas de la luz? ¿O quizás el ofidio representaba a Uraeus, la cobra atacante, en el casco del faraón, el símbolo de la resistencia a todos los enemigos de Egipto? ¿O sencillamente era un arma que el asesino manejaba sin problemas? Era obvio que el asesino sabía muchísimo de víboras. Si se las manejaba correctamente, y Amerotke había visto a los encantadores de serpientes en los mercados, las víboras se podían controlar con facilidad, se las podía transportar sin que representaran un peligro real para sus propietarios. En el rostro del magistrado se dibujó una expresión grave. Durante la ajetreada reunión del consejo, o mejor dicho durante el receso, alguien no tuvo más que cambiar los bolsos: meter la mano junto a una víbora significaba una muerte instantánea.

En cuanto al pobre Amenhotep, sin duda fue al encuentro de alguien que conocía, una persona de su confianza. El viejo y orondo sacerdote era una víctima fácil: lo atrajeron al antiguo templo ruinoso en las orillas del Nilo y lo asesinaron, para después cortarle la cabeza y enviársela a Rahimere con algún asesino a sueldo. La única descripción que tenían era que vestía de negro. Amerotke dejó el estilo sobre la mesa.

«¡Los
amemet
!», exclamó.

¿Eran ellos los que repartían las estatuillas? ¿Formaba parte de su ritual para romper la armonía de las víctimas? Amerotke siempre soñaba con que algún día capturarían a los siniestros asesinos y que sería él el encargado de juzgarlos en la Sala de las Dos Verdades. Sería un verdadero placer; los interrogaría hasta descubrir todos los asesinatos que habían cometido. Sin embargo, eso era algo tan imposible como atrapar los rayos del sol o capturar el aliento divino de Amón-Ra. Por lo tanto, ¿quién era el asesino?

Amerotke continuó escribiendo. ¿Sería Hatasu? ¿Su lugarteniente Senenmut? ¿Rahimere con su séquito de sicofantes? ¿Cuál era el propósito? ¿Venganza? ¿Mantener oculto un secreto? ¿O se trataba sencillamente de provocar el caos? El juez apartó el papiro, con un suspiro de rabia. La tarea era descorazonadora; nadie decía la verdad. La esposa del divino faraón podía revelar más, pero por el momento callaba. Lo estaba utilizando como una distracción, un gesto público de respuesta ante los asesinatos. Amerotke abandonó el trabajo y se desperezó. No faltaba mucho para el mediodía y en el jardín reinaba el silencio. Fue a su habitación y se tendió en la cama, con la mente ocupada por una confusión de imágenes y recuerdos. Oyó la llamada de Norfret pero le pesaban los párpados. Lo despertaron las sacudidas de Shufoy.

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